Ubres de novelastra, de Federico Henríquez Gratereaux

Por José Miguel Soto Jiménez

 

Debo confesar que al acercarme a esta obra excepcional lo hice con cierta lentitud cautelar. La aproximación fue en “puntillas”. Por “salto vigilado”, como si el nombre de este animal, molestado de repente de su reposo, me fuera a  morder.

Era conveniente no despertar a la bestia que dormitaba en mi mesa de estudio, “resollando”, echada sobre su anatomía de 500 páginas, con su apelativo amenazante.

Por eso me tomé mi tiempo para aproximarme a ella, con la aprensión de que, tarde o temprano, se me echaría encima tomándome por asalto, jadeante, entre “zarpazos y colmilladas”.

En realidad no estamos aludiendo a la fábula del “gato y el ratón”, sino a la del “ratón y el queso”. Al impulso incontrolable de sentirse atraído por la carnada, aunque se presienta la trampa. No importa que el mote anunciara tormentos. Se trataba de Federico Henríquez Gratereaux, uno de mis autores favoritos. Un pensador. Un comunicador. Un erudito. Un amigo. Valía la pena el riesgo. Ahora confieso también que esta obra excepcional, no podía ser titulada de otra forma. Que le era ajeno cualquier otro nombre. Con la facultad “deicida” de nombrar las cosas, el “pequeño Dios” que es el autor, da vida cuando nombra. Por eso lo hace “como le da la gana”. No porque lo razone, sino porque le viene del “forro” y eso basta. Sería una pérdida de tiempo por tratarse de quien se trata, decir que este libro está bien escrito, y que la prosa elegante, por encantar encanta y lleva a uno por donde el autor quiere que uno valla. Hay en su estilo un toque de aristocracia no republicana, un dejo de autoridad a la vieja usanza: templo, academia, salón elegante, capaz de convertir cualquier vulgaridad o cursilería en sentencia conveniente. Federico escribe como habla, correctamente. Nada de caños salvajes, o “golpe de aguas”, nada de chorreras y borbotones. Fuente es la suya, donde prima la armonía, la belleza de la forma al servicio del buen sentido. Notable por lo cabal. Sobrecogedor por lo lógico. Prisionero de sus propias normas. Esclavo de su albedrío, tiene el defecto gravísimo de parecerse demasiado a sí mismo. Es la medida exacta de lo razonable lo que lo domina. Federico Henríquez, sin quererlo, siendo consorte consentido de sus musas, sufre empero el sortilegio y desvarío de sus bacantes y como los buenos autores, no puede evitar ser reo de la “sagrada maldición” de escribir sobre lo mismo.

Él intenta en vano lo contrario, con la pretensión de que hace otra cosa. Se  entretiene engañándose a sí mismo, mientras viste y desviste a su caterva con disfraces cautivantes. Lo fascinante, es su pasión por la articulación de ideas sobre nuestra realidad. “Conceptualiza”, se deleita haciéndolo como si estuviera en “La Feria de las Ideas”, no por el prurito de oírse a sí mismo, sino para ayudarnos a entender nuestros dilemas, desentrañándolos. Lo de novelar es sólo un pretexto, un artilugio para seguir haciendo lo que ha hecho siempre con maestría.

Válido es el recurso. No sólo por lo bien logrado, sino porque en todo caso, es cierto lo que se ha dicho: “La realidad supera la ficción”, y sus personajes: guardias, policías, emigrantes, revolucionarios, exiliados, blancos y mulatos, putas, y maricones, citados con nombres falsos, son aposentados en una realidad que es, ha sido y seguirá siendo la nuestra.

Replicarla, recrearla, es el verdadero reto que tiene que afrontar el novelista, no como “deicida”, sino como cómplice del demiurgo.

En “Ubres de novelastra”, estos sujetos pretendidos de la “ficción”, son “habitantes” de nuestra historia, trascendidos a la universalidad que nos contiene. No porque nos impacten esas realidades de otros sitios, sino porque somos fruto de la misma. Material, cultural o emocionalmente venimos de esos sitios: de áfrica, Europa, Asia. Provenimos de Moscú. Budapest, Madrid, Sevilla, La Habana, Santiago, México o “uartelaría”. Por eso tenemos “la guerra en el corazón”.

Por eso somos fermentos del “Ciclón en una botella”. Por eso y por la necesidad, nuestros pueblos se “mudan de sitio” siguiendo viejas rutas ancestrales.

Somos el producto de esos “Huevos históricos empollados” por nuestras nostalgias, venidas de muy lejos. Nostalgias por cosas y actitudes que “no conocemos y apenas sospechamos”, pero que son parte de nosotros.

Tenemos el autoritarismo entre “pecho y espalda”, y la “visión cuartelaría de la historia” le da vida truculenta a ese “disparatario” en el que vivimos. Epítome de un sincretismo insufrible. Síntesis cocida a fuego lento, con la premeditación díscola del “sancocho”.

Quizá porque los autores son malos intérpretes de sus obras, el maestro cree que en “Ubres de novelastra” está mesclando ficción con realidad, pero sólo combina especies repetidas del mismo asunto. Esa realidad nuestra de cada día, tan rancia, tan propia de la región y que a pesar de todo nos sigue sorprendiendo, enamorando y cautivando para siempre.

Sobreviviendo entre palmeras y llanuras desperdiciadas. Machetes, vainas y “jodiendas”. Vacas solemnes. Mar, sol, merengues, bachatas, gallos y villorrios. Imprevisión, ron, montaña y siembra. “Envainados” por “secula seculorum”, entre pillos, déspotas, engaños, borrachos y traidores. “Avivatos”, “jodedores”, brisas casuales, aguas de mayo. Malos oradores, mujeres “jembras” y poetas cursis. Todo como es y como ha sido siempre. Como fue antes y después, por los siglos de los siglos de nuestros hatos, amén.

¡Enhorabuena! Federico. ¡Hay que volver a Capotillo!

Listín Diario, 9 de abril de 2009.

Federico Henríquez Gratereaux

Por Manuel Núñez

 

Conocí a Federico, en la Logia Cuna de América, en aquel salón literario ya desaparecido. Por allí pasó un tropel de escritores, poetas, alevines de escritores, y gente que amaba alternar en ese mentidero, en cuyo cetro se hallaba la presencia infaltable y señera del poeta Franklin Mieses Burgos, a quien Federico saludaba con su santo y seña, que era, nada más pero tampoco nada menos, que el responso a Verlaine:“Liróforo celeste, que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador, Pan Panida, qué coros condujiste hacia el propileo sacro que amaba tu alma triste al son del sistro y del tambor. Que tu sepulcro cubra de flores primavera de amor si pasa por allí, que el fúnebre recinto visite Pan bicorne, que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne y de claveles de rubí, que púberes canéforas… etc.”. Hecha esta ceremonia de grata recordación, comenzaba la tertulia. Yo era un gnomo que asistía a este encuentro de gigantes. En ese patio interior, vivió el grande del Siglo de Oro español, Tirso de Molina, y allí asistimos deslumbrados ante las explosiones dialécticas de Fernández Spencer; ante los hallazgos de un Fernando Vargas, que, recién llegado de París, parecía el Melquíades de los Cien Años de Soledad, y desde luego ante la facundia torrencial y enriquecida por una desleída cultura de Federico Henríquez, que muchas veces llegó con su padre, don Herminio, a quien acomodaba presuroso en la mecedora, y por quien expresaba una auténtica veneración.

 

Y aun cuando éramos gente de logia, rodeados de masones y venerables, en lo que toca a la actividad intelectual, podía decirse que Federico no pertenecía a ninguna de las capillas intelectuales conocidas. En sus años mozos, había dado claras muestras de antitrujillismo, y no había ni en su prosa ni en sus preferencias políticas ninguna de las señas de identidad de ese pasado que tuvo una influencia ejemplar, y que servía para establecer la nueva tabla de valores sociales. Había, como ocurre casi siempre en nuestro país, dos tipos de antitrujillistas. Aquellos que mantuvieron viva la llama votiva de la resistencia y que acaso pagaron con sus vidas la defensa de la libertad, y la de aquellos que una vez consumado el magnicidio se han dedicado a reescribir la historia, para ponerse los estoperoles de la gloria, e incluso muchos de los que en aquel punto y hora, habían guardado en un baúl secreto sus arrestos, sus escrúpulos y la grandilocuencia que ahora exhiben, se han convertido en inquisidores, han constituido un Santo Oficio, y han convertido el antitrujillismo en mercancía política, para hacerse adorar como semidioses, persiguiendo a imaginarias reencarnaciones del dictador personalista.

 

Entre los contemporáneos de Federico, y acaso entre los intelectuales jóvenes, reinaba el credo marxista en las universidades, en las creencias transformadas en dogmas. Había algo en común, entre un mundo y otro. Ambas habían creído en el partido único. Ambos habían soñado con sociedades de pensamiento dirigido, en ambas circunstancias se habían propuesto alimentar el mito del hombre nuevo; en ambos situaciones se había instalado un sistema represivo que había transformado las sociedades en cárceles. En la dictadura de Trujillo, sin embargo, se había montado el teatro democrático: se celebraban elecciones cada cuatro años; a veces se producía la alternancia con presidentes peleles; se impartía justicia solemne con hombres de paja y, en los discursos de sus trovadores, se hablaba del dictador como campeón de la democracia; pero, por debajo de esa caricatura, en la que transcurrió toda la infancia y los años mozos de Federico, se hallaba el culto a la personalidad. Las palabras del dictador se convirtieron en catecismo; Libro Los Días Alcionios. Indb 560 09/09/2011 09:24:24 p.m. Los días alciónios561oposición verdadera paraba con sus huesos en las ergástulas; no había libertad de asociación; no había libertad de pensamiento ni de expresión; la población civil se había incorporado al espionaje del Estado, bajo el sistema del caliesaje. Sin duda, el haber vivido con inteligencia y con las luces de Federico esta circunstancia, fue, acaso, el antídoto ideal, para resistir a la tentación de respaldar las dictaduras celestes, que nos proponían las utopías de los años setenta. Las semejanzas aumentaban el horror. Sólo que ahora se le pedía al intelectual que renunciara a la sociedad abierta, al pluralismo político, a la libertad de expresión y de asociación, en nombre del progreso, del sentido de la historia. Y, además, se disfrazaba toda esa tramoya, con el peplo sagrado de la ciencia. Nueva vez, Federico resistió esa tentación, y entonces aquellos que pregonaban la llegada de la Revolución no le ahorraron adjetivos ni ultrajes. Los que defendían la democracia; los que respaldaban la libertad de asociación y de expresión; aquellos que se mantenían en la creencia de que el poder del Estado era propiedad privativa de la sociedad, que se delegaba transitoriamente a unos gobernantes mediante el sufragio, eran acusados sumariamente de ser unos reaccionarios, de ser atrasados, de rémoras del sentido de la historia. Porque, al parecer, se llamaba personas avanzadas, progresistas, aquellos que mantenían una indulgencia con esas dictaduras, y que respaldaban una sociedad totalitaria. Toda esta estafa ideológica, Federico la describe magistralmente en su ensayo “El terrorismo moral”. De allí extraigo este pasaje, verdaderamente memorable: “La confrontación ideológica que se vive hoy en todo el mundo está exigiendo a muchos ciudadanos pacíficos, y no primariamente políticos, pensar en estos cruciales problemas y enfrentar el terrorismo moral que deforma la verdad y retuerce el pensamiento. (…) Muchos de los intelectuales marxistas ya no son contestatarios; ellos repiten consignas, son, a lo sumo, afirmatarios; ellos repiten consignas al unísono, como canciones del Coro de los Mormones. Y es que los intelectuales marxistas son el establecimiento –the establishment– lo consabido, lo escolástico lo que se dice de memoria. Revistas y universidades cuentan los pelotones uniformados de intelectuales marxistas, que gozan de variados privilegios sociales por ser propietarios de algo así como el monopolio de la redención de las masas”.

 

Y es que Federico era, para los sumos sacerdotes de la nueva profecía, una especie en extinción; un defensor del pluralismo y de la democracia. Lo curioso es que andando el tiempo, los rábulas de todas estas mixtificaciones se han erigido en profesores de democracia, del régimen que despreciaban y que pretendían sepultar. Definitivamente los ensayos de Federico Henríquez Gratereaux no están contaminados de monsergas. Son, por el contrario, una reacción fulminante contra el lenguaje embrollado que habían puesto de moda algunos teorizantes, para, con ese vocabulario prestado, con esas frases cohetes, con esa verborrea vacía de ideas y con escasísimo dones para interpretar y comunicar las realidades, hacerse adorar como mandarines. Definitivamente, Federico es partidario de la cortesía orteguiana que es la claridad. Mientras otros cubren la incompetencia para pensar con un vocabulario oscuro, grandilocuente; y nos hacen naufragar en abismos y penumbras; Federico se enfrenta a los problemas dando la cara; no ha cometido el pecado de hablar doctamente de lo que no sabe; ni de contarle las cerdas al rabo sin desollarlo, como hacen muchos intelectuales catalógicos; ni ha dejado su cerebro empotrado en dogmas, como acaece con los intelectuales jesuíticos; ni se ha dedicado a refutar elucubraciones, fantasmas, nacidas de lo que él ha llamado con toda justicia “la momificación ideológica”. Todas estas reflexiones empalman con otros aspectos tratados previamente por el ensayista. En la Feria de las ideas, Henríquez Gratereaux nos hacía ver la persistencia de los “intelectuales brutos”. Vale decir, de individuos mediocres que se enamoran de temas mediocres y a su vez los desarrollan con un estilo parejamente mediocre. Emplean un lenguaje falsamente técnico. Las librerías se hallan plagadas de libros inútiles, escritos por intelectuales sin talento. Libros en los que autores naufragan en bajezas, en cotilleos sin trascendencia y se entregan, sin sonrojarse, a un lenguaje embrollado. Pero el valor del pensamiento se impondrá por el interés, por la riqueza de la información, por el esfuerzo emprendido en el análisis y por el peso de sus síntesis. Al hablar sobre el estilo de la exposición en Schumpeter, en Ricardo, en Keynes, el ensayista nos muestra cómo se echa de ver en la prosa de estos intelectuales la claridad de pensamiento; la capacidad de análisis va pareja con la tradición literaria. En La feria de las ideas, Henríquez Gratereaux se enfrenta entre otras cosas al culto a las abstracciones; echa de menos la responsabilidad de los intelectuales y trata multitud de temas con pericia, con profundidad, con ideas y con un ansia de desmenuzar puntillosamente cada tema. Nos expone de hito en hito toda la información pertinente; mete el escalpelo de sus razonamientos en el meollo de cada circunstancia y extrae argumentos depurados de objeciones. Y, finalmente, remata con definiciones, con interpretaciones sintéticas y muy bien hilvanadas. Un ciclón en una botella, título surrealista de uno sus ensayos de carácter sociológico. El autor hace diana en el fenómeno del caudillismo. Muchas de las preguntas lanzadas a la conciencia nacional todavía claman por respuestas. Se preguntaba Federico: ¿Por qué hombres tan bien dotados intelectualmente y animados por un generoso propósito, fracasan tan ruidosamente al llegar al poder? ¿Por qué, en cambio, otros hombres menos cultivados, o atroces, pero con una energía primitiva, logran empujar la sociedad por el carril que más les place? Al tomar estos derroteros, el ensayista ausculta la mentalidad del dominicano, y trata de indagar por qué hemos padecido un oropel de dictaduras, y por qué el gobierno de los maestros de Ulises Francisco Espaillat o el de Billini se volvieron aguas de borrajas, y llega a varias síntesis, algunas de prosapia martiana, como ésta: “los líderes políticos no son intercambiables, trasladables de una sociedad a otra, como los funcionarios de una compañía multinacional”. En palabras del apóstol, el buen gobernante no es el político exótico que sabe cómo se gobierna al sueco y desconoce los elementos de su país; los políticos foráneos, enamorados de fantasías extraídas de libros que no explicaban nuestra realidad, fueron vencidos por los macheteros criollos. En las espesuras de la historiografía mete la sonda para iluminar los rasgos del liderazgo. Según esto, el líder tiene capacidad para organizar y para seducir, para generar la esperanza y la confianza; se espera, en una sociedad moderna, que el líder domine las doctrinas sociales y las teorías políticas, y que tenga valor personal, y desde luego que supere la pura contemplación de los problemas. Pero muy rápidamente, Federico anticipa que junto a la idea de los hombres excepcionales, encarnados en caudillos que hicieron delirar a las masas, y que poseían a su vez una gran capacidad de convocatoria nacional, pululan los líderes de cartón piedra, estafas políticas vendidas como redentores por la propaganda y la publicidad. En muchos casos, ya no se exige ni siquiera que sean diestros en el manejo de la palabra. Se ha producido, según se deduce de la observación, una caída en la calidad del liderazgo, para luego preguntarse, de modo clarividente: “¿Cuáles son las consecuencias de que hombres vulgares y sin inteligencia dirijan un Estado? Y a seguidas se responde, en cuentas muy resumidas, con una imagen deslumbrante: “En algunos países los dirigentes políticos parecen niños jugando con explosivos”. En estos ensayos salpicados de hallazgos, y escritos con una inteligencia penetrante, puede el lector hallar respuesta a muchas de las encrucijadas que luego hemos visto explicadas con tramoyas verbales, con enmarañadas arquitecturas sociológicas: estadísticas, esquemas, jerga doctoral, que ocultan su impotencia para analizar, su escasa inteligencia y su cultura mediocre, tras las bambalinas de una supuesta disciplina científica. Federico nos aclara que la sociología es una disciplina, no la ciencia experimental. Que, aun cuando se valga de las encuestas, sondeos, resúmenes, para afirmar sus declaraciones; deja grandes porciones de la realidad en penumbras. Las universidades no venden inteligencia; los títulos no dispensan talento ni salvan al mediocre, y el lenguaje que emplean nos les hace participar de una realidad superior. En realidad, desde hace años Federico libra una sorda discusión con interlocutores sandios. Porque mientras él se vale de su poderosa y decantada cultura, de su capacidad explicativa y de una curiosidad insaciable; otros, en cambio, se refugian en los supuestos derechos de la disciplina, y en unas técnicas o en un lenguaje cifrado y todo ese teatro para llegar a conclusiones triviales y para hacernos naufragar en el espectáculo de su impotencia explicativa. De Ortega y Gasset aplica, ten con ten, algunos de sus deslumbrantes hallazgos. En La rebelión de las masas, Ortega nos habla de la barbarie del especialismo. El peligro radica en que hombres que pueden ser muy doctos en la física cuántica, en la medicina o la gimnasia matemática o en el tratamiento de la esquizofrenia, quieren extender sus grandilocuentes conocimientos a otros dominios, en los que son, francamente, incompetentes. Pero el ojo escrutador no se dirige únicamente a los otros. En muchísimos pasajes examina la faena del que escribe en los periódicos, y en ese intríngulis se transforma en pedagogo. Su arte poética se basa, primero: en tener algo que decir; segundo, tener siempre presente a su interlocutor; el autor dialoga con un lector imaginario, que le obliga a esclarecer cuanto dice; tercero, no improvisar absolutamente nada; cuarto, trasuntarnos su pensamiento, desembarazado de los estoperoles de la jerigonza.

La prosa de Federico se vuelve cristalina. Se mueve rítmicamente al son de las ideas que argumenta, desarrolla, explica, penetra en las menudencias y en los ejemplos. Como periodista, como editorialista, Federico ha sentado cátedra. En esas cuartillas nunca pierde la compostura. Jamás lo hemos visto entregado al sarcasmo ni a la delectación que produce en muchos una prosa de güirero, de sonajeros sin ideas, que se han hecho reverenciar por sus frases cohetes, por sus chistes crueles, por el estupor que producen sus provocaciones y el vitriolo de sus lenguas viperinas. Toda esa borrasca, hija del resentimiento y la impotencia, ha sido copiosamente desechada. Si otros, y no pocos, han usado la lengua para destruir personas, para denostar, para mentir, descargar una salva de insultos zafios; Federico sólo la ha empleado para enseñar, para producir placer estético y para defender a su país. Pero su ejercicio no ha escapado a los sambenitos que le han colocado otros. Se le tacha de hispanófilo, de nacionalista y no se salva de algún que otro denuesto esgrimido con el ánimo de sulfurarlo. En la universidad del Estado, y en las cuadrillas de clérigos fraguados por los maestros intelectuales de los años de la Guerra Fría (1945-1990) se había implantado la interpretación historiográfica, sustentada por intelectuales brutos y miméticos, de que nosotros fuimos colonizados por España, y que los europeos, al igual que en África o en Indochina, obraron sobre estructuras bien deslindadas, imponiendo su lengua extraña y sepultando la nuestra, e implantando su religión. Según esta leyenda, difundida por un conocido historiador y dirigente político, para hallar la verdadera cultura dominicana, había que deshispanizarla cultura, inventarnos predecesores imaginarios. En realidad, España es uno de los componentes, no el único desde luego, de lo que ha sido el pueblo dominicano. La hispanización del negro se produjo tempranamente. En los primeros cincuenta años, desaparecieron las lenguas africanas y de las tres lenguas indígenas quedó empotrado en la lengua española un copioso vocabulario de designaciones de plantas, utensilios, animales y lugares que la han enriquecido; son una huella indeleble de la experiencia americana en la lengua de Cervantes. No es concebible que hablemos de dominicanidad haciendo tabla rasa del hecho incontrovertible que desde hace poco más de cuatro siglos, desde que tuvimos conciencia del territorio, desde los días de las cincuentenas, enfrentados a la reina de los mares, a la pérfida Albión, representadas por los William Penn y Robert Vengables, los dominicanos nos hemos expresado en español. Hemos soñado, escrito, pensado en esta lengua, nacimos entroncados a la división política del Imperio español en América, y nacimos como un pueblo nuevo, resultado del Descubrimiento de América. Todo ello bastaría para despejar, y dejar sin efecto algunas de las trivialidades que se sirven hoy con aire doctoral. Primero, la hispanidad no tiene coloración étnica; no está condicionada por la biología, no se halla encastillada en la raza. A menudo se olvida que hace más de cinco siglos que la lengua española dejó de ser propiedad exclusiva de España. Se olvida, acaso con supina ignorancia, que en esta isla surgieron los primeros hombres de letras, el primer dramaturgo y se implantaron las primeras órdenes religiosas y se comenzó a enseñar, por vez primera, la lengua de Cervantes. La lengua española pertenece por igual a negros, blancos y mulatos, y otro tanto habría que decir del sistema de creencias religiosas, de las prácticas folklóricas: del carnaval, de las canciones del romancero. Segundo, que no podemos renunciar a esa herencia, como desean los nuevos utopistas, sin amputar nuestra historia, sin renunciar a nuestra literatura, a nuestros pensadores, a nuestros poetas, a nuestras canciones, a nuestro folklore. En resumidas cuentas: sin desgarrarnos, y sin provocar lo que Federico ha llamado, con mucho acierto, la guerra civil en el corazón.

Una buena porción de sus ensayos se ha consagrado a esclarecer las sombras que han implantado sobre nuestros orígenes los intelectuales hispanófobos. Pareciera que muchos de ellos estuvieren bajo el imperio de las palabras de Jean Price Mars, que preconizaba que los dominicanos éramos bovarystas, que nos creíamos hispánicos sin serlo, y que para curarnos de esa enfermedad deberíamos haitianizarnos. Las necedades y trivialidades de Price Mars son escuchadas con unción religiosa. Federico se ha enfrentado al toro con cautela, sin evitar los envites, sin tenerle miedo a las ideas en Negros de mentira y blancos de verdad, y ha demostrado que pertenecemos por la cultura, por la tradición a la América hispana. Ortega y Gasset, uno de los maestros reverenciados, había escrito que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia. El ser dominicano no se halla encastillado en la herencia biológica, sino en la cultura predominante, en su lengua, en sus tradiciones, en sus pensadores, en su literatura, en sus valores y en su folclore, y en los saberes en los que se ha moldeado la biografía social.

Todo el debate intelectual que se libra en estos momentos en el país tiene sus raíces en las ideas. Ahora ha surgido una camarilla de sionistas negros, que quiere, con chantajes intolerables, traspasarnos el drama haitiano y crearnos obligaciones extranacionales con los haitianos que no tenemos. Porque Haití no es un problema interno de República Dominicana. Practican un terrorismo verbal; descalifican a todo el que se niegue a proclamarse partidario de la haitianización del país. Inmediatamente se disiente distribuyen etiquetas: trujillistas, alienados, etcétera.

El objetivo de todos esos grupos confabulados es echar por tierra el Estado nación surgido de la gesta de 1844. Unos lo hacen por ceguera moral. Porque se hallan comprometidos con el relajo, con la sorna, con el sarcasmo y con la irresponsabilidad. Y, otros, porque quieren importar a tierra dominicana los conflictos raciales que han desgarrado a los haitianos. Convertirnos en teatro de rebatiñas de razas, tal como acontece en los Estados Unidos; importar los horrores de otras tierras y situaciones. Estoy absolutamente convencido que ante el drama de la desnacionalización que vive el país, muchos dominicanos, callados, negros, blancos y mulatos no se dejarán seducir por el discurso embrollado de esos intelectuales, ni por las ideas brumosas con las que se quiere llevar a capilla ardiente al Estado fundado bajo la inspiración de Juan Pablo Duarte. Porque, en definitiva, dominicano es más que negro, más que mulato y más que blanco. No voy a entrar en la esclavitud del color en la que quieren meternos a patadas los continuadores criollos de los resabios de Price Mars. Primero, porque la cultura negra no existe. Segundo, porque la cultura africana tampoco existe. En la llamada África negra hay montones de naciones y de culturas diferentes, y además celosas de sus fronteras y diferencias. Por lo pronto, hay cientos de lenguas vivas, y ya nadie habla de una cultura negra o africana, sino de la cultura ruandesa, camerunesa, senegalesa… y un largo etcétera. Como tampoco nadie habla de una cultura blanca. Porque las culturas no tienen color.

Hace poco, leí una declaración extravagante, lanzada como un petardo por un provocador para ponerle punto final a la contienda: “los intelectuales no existen”. Nadie le hizo caso a esa proclamación. Porque era una de esas frases de sonajero, que miran los toros desde la barrera. Y porque más nunca vivimos con intensidad el combate de las ideas. El ejercicio ejemplar de Federico Henríquez Gratereaux es una prueba contundente y definitiva. Es el más rotundo mentís a esas paparruchas.

(Manuel Núñez, Los días alcionios, Santo Domingo, Universidad APEC, 2011).

Federico Henríquez Gratereaux, Ubres de novelastra: trasfondo histórico y filosófico de la ficción

Por Bruno Rosario Candelier

 

Con la publicación de su primera novela, Ubres de novelastra, Federico Henríquez Gratereaux (1) se convierte no sólo en un formidable narrador, sino que aporta, con esta producción novelística, una nueva manera de novelar que enriquece la literatura dominicana, razón por la cual proclamamos, en el acto del lanzamiento de esta obra en la Academia Dominicana de la Lengua, el nacimiento de un nuevo novelista dominicano en la persona de nuestro ilustre académico, pensador y ensayista.

Estamos ante la novela de un autor que hace del pensamiento un tema argumental, puesto que asume el concepto ideológico como núcleo del novelar y a todo cuanto acontece le busca el sentido. Buscar el sentido es hacer metafísica. Pero no empleo el concepto de metafísica en la acepción que le asignara Andrónico de Rodas (2), cuando inventó la palabra [metaphísica] para ordenar los libros de Aristóteles que no correspondían a la física, sino a otra ubicación que denominó ‘más allá de la física’, que es lo que significa el vocablo griego, una manera de consignar una clasificación espacial, sino que la uso en la acepción que tiene para la ciencia del pensamiento, la literatura y la filología, que es la de indagar el sentido de lo trascendente, haciendo referencia a esa dimensión oculta y entrañable de todo lo que existe. Porque todo tiene al mismo tiempo una dimensión física y una dimensión metafísica y a menudo la dimensión no visible de lo real es tan importante o más importante que su misma faceta visible o sensorial. En El Principito, Antoine de Saint-Exupery afirma que lo más importante no se ve, que es la dimensión esencial correspondiente a la esfera suprasensible e insondable de lo real, que sólo la intuición atrapa, puesto que ese sentido interior accede a la dimensión interna y mística de lo viviente. En uno de los pasajes que concentran la atención del narrador sobre las ocurrencias de los hechos, leemos: “Después que las palabras se volvieron letras, esas letras quedaron grabadas en piedras, papiros, pergaminos, bronces, papeles. En vez de apagarse el sonido de las palabras salidas de los labios de los hombres, con las letras se congelaron los decires. Llegaron a ser textos sagrados o venerables tradiciones. Monjes estudiosos, escribas y memorialistas, transmitieron sus saberes gráficos en solemnes ceremonias. Las palabras fueron clasificadas como ingredientes en el anaquel de un boticario; hubo palabras de fuego, palabras de tierra, palabras troqueladas, hubo palabras dulces, alcanforadas, perfumadas, venenosas, santas o desgraciadas. Las palabras, finalmente, se agruparon en leyes, conjuros, canciones y liturgias; luego pasaron a coagularse en doctrinas, ideologías, reglamentos o contratos” (p. 189).

Pues bien, esta novela de Federico Henríquez Gratereaux explora la metafísica de la existencia cuyas estimaciones explaya en este novelar y, en tal virtud, procura explicar la razón profunda del proceder humano, sobre todo de los hechos de la historia que han marcado el destino de individuos y de pueblos, despertando en el autor unas reflexiones sobre la conducta humana que el autor expone en diferentes cuadros y escenas de la historia política de Occidente del siglo XX. Explora e indaga el sentido de hechos, actitudes y comportamientos en procura de la rectificación anhelada, según enfoca en este planteamiento: “El doctor Ubrique es un hombre que toma todas las cosas en serio. Lleva la cuenta del “sentido” de los sucesos políticos, aunque a veces no tengan ningún sentido u orientación, ni propósito coherente. Él trata de encontrar orden hasta en una explosión insensata de viejos prejuicios. Un hombre así puede chocar repentinamente con la decepción. Los pueblos –todos los pueblos-, pero especialmente los pueblos pobres, no reflexionan sobre los errores políticos precedentes; prefieren repetirlos. Las noticias de los últimos meses le han conturbado el ánimo. Hubo hace poco disturbios en Los Ángeles porque la policía abusaba de las personas de raza negra; explotó un carro bomba frente a la Galería de los Oficios, en Florencia. La explosión dañó muchas pinturas del Renacimiento. En Nueva York también ocurrió un acto terrorista; colocaron una bomba en el Worl Trade Center. Las torres gemelas, afortunadamente, no parece que tengan grietas en su estructura; pero cinco individuos murieron. A lo mejor Ubrique no podía dormir anoche y bajó a dar una vuelta, escuchó la música, ordenó la bebida y se excedió. Puede ser que esté deprimido, sacudido por los vientos de la desilusión. –No lo coja usted tan a pecho. Esta tarde él estará bien y todo continuará como de costumbre” (p. 485).

El título de la novela de Federico Henríquez Gratereaux, Ubres de novelastra, recuerda el invento de Miguel de Unamuno: Nivola, como le llamaba el autor español a sus intentos novelescos con ideas y hechos sobre los cuales construía una ficción, queriendo significar con esa extraña palabra que su novela era diferente de la novela común. Con Ubres de novelastra Federico asocia la palabra novelastra al vocablo y al concepto implicado en madrastra para significar que las ubres de su saber, es decir, ‘las tetas’ de su inteligencia, dan un producto novelístico diferente al usual, por lo cual llama novelastra a su manera particular de hacer una novela, que como la madrastra, sin ser la madre carnal, amamanta a la criatura con una leche diferente, razón por la cual ve su obra como una madrastra del pensamiento que da una nueva leche nutricia. Esta novelastra es el primer parto novelesco de la invención creadora de Henríquez Gratereaux. En una parte de la novela el narrador enfatiza que “Ladislao pretende darnos leche de pensamiento servida en ubres de novelastra” (p.81). Al respecto leemos: “Como bien se sabe, llaman madrastras a las sustitutas de las verdaderas madres carnales. Muchas madrastras son capaces de amamantar hijos que no han parido; alimentan niños ajenos y los crían robustos de cuerpos y con almas equilibradas. La leche y la buena voluntad surten esos efectos benéficos. En nuestro tiempo los géneros literarios están sufriendo extraños cambios morfológicos, mutaciones casi monstruosas. Las “novelastras”, probablemente, irán reemplazando a las legítimas novelas en el gusto del público. En estas obras literarias híbridas se ofrecen noticias, relatos y explicaciones, en una suerte de “servicio en combo” parecido al que dan los establecimientos populares de comida rápida. Unamuno hizo algunos experimentos fallidos a los que bautizó con el nombre de “nivolas” (p. 209).

Pues bien, como muy bien dijera el autor de esta novela en la presentación que realizamos en la Academia Dominicana de la Lengua, la novela contemporánea ha trivializado el contenido y complicado la forma, haciéndola insustancial, incomprensible y vacua. Federico quiso hacer una novela diferente, una “novelastra” que aporte una leche sustanciosa –de ahí el título que equipara a la madrastra que amamanta a una criatura que no parió, dándole una leche nutritiva- es decir, un contenido edificante fundado en el pensamiento como la sustancia de una reflexión profunda sobre el sentido de la vida, con una razón esenciada en el respeto, la autodeterminación y la libertad, bajo el predicamento de que la sociedad humana ha de crecer moral, intelectual y espiritualmente de manera libre y abierta en su ruta ascendente y luminosa, libre de totalitarismos castradores, plena en realizaciones fecundas, abierta a posibilidades salvadoras. Al respecto, el narrador enfoca el origen de tantas distorsiones: “Rousseau es el arranque de las doctrinas que llevaron en Europa a un montón de revoluciones. O sea, al intento de reformar las malignas sociedades existentes. Los chinos, sin embargo, creen otras cosas. Están convencidos de que el mal en el hombre “procede de que no es consciente de su propia virtud”. Es la educación la que, lentamente, revela al hombre sus potencialidades. Las virtudes son innatas en los seres humanos; pero requieren el trabajo de un lapidario que talle facetas que las hagan relucir, como ocurre con los diamantes en bruto” (p. 452).

Siendo el narrador personaje dominante en esta novela, apreciamos que dicho narrador habla, sin embargo, con la autoridad de la omnisciencia, reivindicando el atributo de quien cuenta lo que efectivamente conoce potenciado con el pensamiento y la ilustración que el autor le traspasa al narrador y esa imbricación de roles y funciones le da a esta novela de Henríquez Gratereaux la fuerza de la convicción y la prestancia del conocimiento hecho relato. Este nuevo producto intelectual de Federico Henríquez Gratereaux es una obra de ficción en la que el autor logra una cabal imbricación entre los datos de la invención imaginaria y las referencias históricas, sociales, antropológicas y culturales, lo que revela la vocación de novelista del destacado sociógrafo dominicano. Ubres de novelastra es una novela sustentada en vivencias reales, en hechos de la historia contemporánea del siglo XX. Se trata de una obra enjundiosa, caudalosa en hechos narrados y acontecimientos evocados, concentrados en siete capítulos organizados en subtítulos articulados según el contenido de su mensaje cuya variedad permite saltar de un lugar a otro, de un tema a otro, de un personaje a otro.

Los brincos mentales que da el narrador de alguna manera refleja la capacidad asociativa de la mente y la interconexión de diferentes hechos de la historia del siglo XX, que el narrador vincula con las peripecias de los personajes y la trama narrativa subyacente en la novelación. En toda la obra fluye el pensamiento como nexo vinculante de la narración. El siguiente pasaje revela la vocación reflexiva del narrador: “La actividad intelectual del hombre es un “continuo histórico” que ha fluido siempre; primero la religión y la ética de los judíos; después el pensamiento filosófico de los griegos; más tarde, las ciencias y las técnicas occidentales. Todas estas “cosas” están dentro de nosotros y nos afectan desde diversos ángulos. En verdad no son “cosas”; pero son entidades reales que nos habitan; no hemos podido desprendernos de la moral cristiana, hija del judaísmo; ni de la vieja metafísica, ni de los excesos y pretensiones del racionalismo. Adorábamos antes los misterios de la química y la llamada “ciencia de la historia”, recientemente “desechada”. Ahora nos prosternamos ante la “ciencia del lenguaje” y la física quántica. Tan pronto lanzamos una disciplina al basurero colocamos otra en su lugar; enseguida ponemos un santo nuevo en el altar” (p. 168-9).

El novelista español Camilo José Cela recogió unas 100 definiciones del concepto de novela, que dio a conocer hacia 1972. Entonces no existía la novela de Federico, cuya estructura novelística daría lugar a un nuevo concepto de novela. La de Henríquez Gratereaux inventa una nueva manera de novelar y, por tanto, amerita una nueva definición que habría que agregar al listado del novelista español. Cuando leí las definiciones recogidas por Cela y las cotejé con las novelas que había leído, llegué a la conclusión de que el novelista, cualquiera que sea el tipo de novela, ha de aplicar cinco características esenciales propias del género literario que llamamos novela y cinco leyes fundamentales del arte del novelar (3), que Federico aplica en Ubres de novelastra: “En los tiempos en que salí de Hungría no sabía a qué atenerme acerca de relatos y narraciones. Daba tumbos mentales. Dudaba sobre el camino más adecuado para “explorar la existencia” que, siempre, es personal, colectiva e histórica. El nacimiento es definitivo, la vida es definitiva, la historia es definitiva. Nada es provisional; nacer, vivir, pertenecer a una sociedad, a una historia, nos marca de modo indeleble, nos define o caracteriza. Estoy en un parque de La Habana al que llaman de la Fraternidad, pensando en un mundo en el que no se ha disfrutado de fraternidad alguna durante un siglo” (p. 71).

Una de las características del novelar es el rechazo de la vertiente nefasta de la realidad o de una manifestación indeseable de la realidad social, que el narrador contrapone mediante su propuesta fictiva: “El bien común requiere de la verdad; de la verdad individual y de la verdad social. ¿Cómo virar el alma hacia la verdad, según reclamaba Platón, si tenemos el cerebro orientado hacia la ganancia? El interés personal empaña y obscurece la verdad; e incluso puede taparla completamente. Los grupos interesados en negocios muy lucrativos terminan por formar bandas de cuervos. No todas las personas enfrentan el hecho real de que la política no es una actividad ideológica, ni humanística, ni prepositiva, ni siquiera organizativa. Es “engañativa”, depredadora, anarquizante” (p. 161).

Los diferentes cuadros, evocaciones y escenas provocan la reflexión intelectual y gnoseológica de un autor, o viceversa, la capacidad reflexiva de un autor, como Federico, tiene la virtud de fabular, hilvanar y asociar planteamientos correspondientes de la ciencia, la religión o la filosofía a hechos de la historia. Hans Seyle fue el psiquiatra canadiense que aplicó al vocablo stress al sentido con que desde 1952 se conoce en el sector de la medicina para aludir a la presión que el miedo y la ansiedad ejercen sobre nuestro cuerpo, produciendo la tensión que finalmente se somatiza en enfermedades y dolencias. En un pasaje muy a tono con la realidad de nuestro tiempo, leemos en la novela: “Si nos dejáramos llevar por la indignación, el desprecio o el odio, tendríamos el alma tensa en todo momento, como una catapulta cargada, lista para lanzar contra el enemigo un peñasco. Y no podríamos vacar a la contemplación de la Naturaleza. El odio daña tanto al odiado como al odiador. Por eso es pertinente intentar desterrar el odio de la actividad psíquica de todos los días. Conocí a una mujer muy simpática que dirigía una tienda de lencería en los años cincuenta, en Budapest; ella me dijo: el odio produce tumores; aunque sea justificado, emponzoña las vísceras. Esta mujer pasaba la vida riendo. Recomendaba comer frutas, exclusivamente, durante dos días, al comienzo de cada mes. “A usted y a sus amigos, personas que leen libros y discuten sobre los problemas sociales, les digo que no razonen durante el fin de semana. Miren el cielo, compren flores en el mercado, contemplen el color de los vegetales apilados, ejerciten el olfato, escuchen música, dejen vagar los sentidos, evoquen los recuerdos gratos de su juventud. Sigan estas reglas de higiene mental” (p. 13).

Esta singular novela, que alterna y fusiona narración, intuición y reflexión, enfoca la tragedia y el dolor que han sembrado la política y las ideologías políticas a lo largo del siglo XX, tema que articula la sustancia narrativa del relato. Ha dicho Mario Vargas Llosa que el repudio a la dimensión nefasta de los hechos sociales es el factor determinante en la gestación de una novela y, por ende, del escritor con vocación de novelista. A Federico le repugna la tragedia que la política ha causado en el mundo y ha sabido canalizar ese repudio en el cauce narrativo: “Creo que Lord Keynes y Kart Marx han producido tantos trastornos en el mundo como el imperio austrohúngaro y el militarismo prusiano. Marxistas y keynesianos provocan alternativamente revoluciones y devaluaciones. Los trabajadores, en ambos casos, quedan en la calle. El paro, la cárcel, la persecución, la desmonetización, la guerra civil, son los granos podridos que contiene el saco del siglo XX. Es una pena que cuando las cancillerías deciden abrir los expedientes al escrutinio de los historiadores, los muertos en las refriegas políticas están hechos polvo. Y lo que es peor: la mayor parte de los esbirros responsables de esas muertes ya han fallecido en sus casas, tranquilamente. Esa terrible impunidad abona el rencor para otras matanzas. Un desangramiento enlaza con otro, en una cadena de horror sin término. No hay argumento, ni música, ni poesía, que logre sacar del pecho los sufrimientos de familias enteras cuyas vidas han sido despedazadas por tantas contiendas” (p. 53).

A Federico no le interesa contar o describir una historia, sino exponerla y pensarla para estudiar y analizar el trasfondo filosófico de un hecho sociográfico al que alude con el bagaje conceptual de su cosmovisión: “Me propongo redactar la crónica del siglo XX, un relato trágico, lleno de crímenes, abusos, empecinamientos, equivocaciones y pasiones. En nombre del razonamiento, de la ciencia aplicada a la historia, de la lógica matemática y de otros adefesios verbales, se han maltratado metódicamente los grupos sociales, las clases, las instituciones, los Estados, los individuos. Cuatro generaciones de hombres se han apaleado sin piedad en los cuatro puntos cardinales, convencidos de que estaban en “lo cierto”, de que “tenían razón”; pretendiendo burlarse de los dogmas religiosos, esgrimían otros dogmas como garrotes: dogmas económicos, sociológicos, políticos” (p.122).

Con el nivel estándar de la lengua general y una prosa fluida y armoniosa, el narrador y el autor se confunden en el discurso, que revela la rica erudición de Federico Henríquez Gratereaux, lo que hace posible la fruición intelectual que genera esta novela de hondas reflexiones políticas, sociales, filosóficas, lingüísticas y literarias. El narrador arranca del hecho de que el siglo XX fue una época de matanzas y crímenes que obedecieron a pasiones ideológicas relacionadas con la política, la filosofía de la historia o doctrinas sociológicas.  Federico tiene un alto concepto del pensamiento, conoce la naturaleza humana y tiene conocimientos fundamentales sobre diversas ciencias creadas por el hombre, lo que le permite ponderar la virtualidad de la literatura para auscultar la urdimbre interior del ser humano, clave y meta de su discurso narrativo: “La literatura es en realidad la verdadera “ciencia general” del hombre. Geología, botánica, zoología, son disciplinas que estudian rocas, plantas, animales. La literatura, en cambio, nos muestra la relación de los hombres con minerales, árboles y vacas. Además, la literatura expone, o deja al descubierto, los vínculos más complejos entre los seres humanos: entre mujeres y hombres, entre jefes y subordinados, amos y esclavos, débiles y poderosos. A través de las obras literarias conocemos el interior de las personas: sus razonamientos, sentimientos, fobias, prejuicios, temores, alegrías. Los antropólogos tal vez puedan explicarnos cómo el hombre llegó a ponerse de pie; quizás algún día logren aclarar el misterioso desarrollo de la laringe que nos llevó a la palabra hablada; o el crecimiento del cerebro, que permitió la abstracción y la fantasía. Pero saber esas cosas no nos librarán de la angustia, de la incertidumbre viscosa en que vivimos todos los días. Ninguna ciencia particular nos enseña a vivir; ni siquiera la reverenda psicología que los vieneses han difundido por Europa. Las aflicciones de los hombres resisten todos los tratamientos; desde la utopía política hasta la embriaguez o la devoción religiosa. Tontos y genios, lo mismo que santos y delincuentes, encuentran su lugar en el mundo y su explicación en la literatura. La envidia y el odio son tan importantes como los neutrones del núcleo del átomo; pero son asuntos estudiados precariamente, con menos intensidad. Solamente algunos literatos excéntricos se atreven a mirar de frente la crueldad, el odio, la envidia, las infinitas aberraciones de la conducta humana” (p. 188-9).

Los hechos no son lo que parecen, viene a decirnos Federico. Lo que importa es el trasfondo conceptual, el motivo ideológico, el sentido o la razón que los engendra. “Nada sucede por azar”, consignó Leucipo de Abdera. “Todo sucede por razón o necesidad”, escribió el ilustre pensador presocrático. A juicio de Federico, hay que valorar la razón del hecho, no el hecho en sí, sabiendo que la cosmovisión filosófica da un efectivo soporte al novelar proporcionando una herramienta intelectual para la comprensión del sentido de la vida, la historia, la cultura (4), aunque desea canalizar esa comprensión mediante la narración: “Para entender todo lo que es propio de la vida humana es preciso narrarlo. La razón es narrativa y la vida histórica es como una novela. Si vemos a un hombre apuñalar a un transeúnte sin mediar palabra, nos parecerá un acto absurdo, repugnante o sin sentido. Pero si nos dicen que el hombre con el vientre perforado por el puñal violó la hija de 10 años del agresor, entendemos enseguida la causa del crimen” (p. 72).

El autor tiene conciencia de lo que escribe y sabe que el conocimiento es una faena interior del hombre (5) y que, además, está escribiendo una novela o una novelastra, para validar su invento léxico. Al registrar y aplicar técnicas, recursos y estilos, el narrador piensa en el escritor, que lo perfila en atención al uso del lenguaje, conforme revela en este párrafo: “Para contar lo que han visto no tienen más remedio que recurrir a las palabras. Hay escritores que esparcen una lluvia de palabras, como si abrieran una manguera con regadera o una ducha. Arremolinan palabras alrededor de un objeto o un sentimiento. Los escritores barrocos proceden por aglomeración verbal. Sin embargo, parece que cada cosa reclama la mención de una sola palabra fundamental, la palabra clave que la define. Una mesa es una mesa y no una silla; y la silla, a su vez, no es una cuchara o un tenedor. La economía de palabras tal vez sea la regla de oro, si pudiera hablarse de recetas y leyes fijas para la literatura. A lo largo de la historia van quedando en la memoria colectiva algunos dichos, oraciones, poemas, historias, pensamientos. Son siempre expresiones directas, substantivas, económicas, construidas sobre una palabra esencial. Un escritor es un escarabajo que, hundido en la lodosa realidad, se atreve a echar miradas en torno… para integrar varios ángulos de la visión. A la hora de expresarse el escritor se convierte en un guardián apostado a las puertas del texto, con la finalidad de que no entren palabras superfluas” (p. 132).

En Ubres de novelastra la narración está supeditada al pensamiento, que es el peso fuerte de Federico Henríquez Gratereaux, cuya trayectoria intelectual le acredita la categoría de pensador. Nuestro académico y escritor es uno de los más sólidos pensadores dominicanos. El siguiente pasaje confirma la inclinación pensante del autor, que potencia su rica erudición cultural: “En estas islas del Caribe la suerte lo determina todo: el amor, la política, el bienestar económico, la salud. No pasa un día en la Unidad sin que alguien me hable de la suerte. Subo a este autobús y tú aseguras que la suerte me aguarda al término de la carretera. La casualidad llegará a ser, cuando pase el tiempo suficiente, una divinidad antillana. En Praga escuché a un estudiante que mencionó la isla de Martinica, una de las Antillas menores. La emperatriz Josefina nació en esa isla pequeña; su primer marido murió en la guillotina; Napoleón la tomó por esposa, adoptó a su hijo Eugenio y le hizo virrey de Italia. ¿No es obra de mucha suerte nacer en la Martinica y reinar en toda Europa?

Los valores simbólicos tienen en el lenguaje un soporte semántico y una repercusión social. Eso lo sabe Federico que en varios pasajes de la novela presenta cuadros con su connotación simbólica. Refiere un fragmento de uno de los poemas de Franklin Mieses Burgos con una alusión críptica al dictador Trujillo: “Por otra parte, los escritores de las vanguardias literarias disponían entonces del “escudo surrealista”. Un poeta podía compones versos crípticos, con sentidos difícilmente descifrables. Por ejemplo: “Un Longino de piedra /clava lanzas obscuras /al costado del mundo”. Estas líneas las escribió un poeta notable que no era partidario de Trujillo. Impotente para combatirlo, llamó Longino al dictador y compuso un poema a lo largo del cual “disemina” indicios sobre quién es el destinatario del discurso. Ese lenguaje, estéticamente cifrado, era comprendido por un grupo de “iniciados” en esa suerte de resistencia simbólica” (p. 481).

El autor repudia la crueldad con que actúan los hombres en nombre de un proyecto de transformación que suplanta un estado de cosas para imponer otro, casi siempre peor. Explora el sentido de hechos, actitudes y conductas en procura de una rectificación anhelada: “Los pueblos olvidan y recuerdan, alternativamente o simultáneamente. Los gobiernos despóticos producen tantos traumas dolorosos en la convivencia, que las heridas tardan varias décadas antes de cicatrizar. Son muchos los pueblos de esta región que sobreviven aferrados al rencor, a la memoria de los abusos cometidos por los políticos radicales. Crímenes de los fascistas, crímenes de los comunistas, crímenes de los nacionalistas, son todos crímenes espantosos. Chapoteamos en un lodazal de crímenes impunes. Lo mismo en Hungría que en Bulgaria, en Rusia, en Chequía, en España. Antiguamente los humanistas ilustrados mantenían viva la llama del descontento. Pero ya los humanistas están de capa caída. Un reflexivo novelista de Chicago, de origen judío, mostró hace poco el anacronismo de los humanistas; en las sociedades industrializadas de hoy, regidas por un mercado cada vez más extenso, el humanista de antaño tiene poco que hacer. El químico bebió el vino gozosamente, como si buscara aclararse la garganta para seguir hablando” (p. 421).

Con el formato del artículo periodístico o mediante cartas, memorias y documentos, Henríquez Gratereaux ha ideado una nueva estructura de novela como envase de lo que el narrador llama “narraciones escamosas”, puesto que sus reflexiones van deshojando los hechos hasta llegar al meollo del pensamiento o de la ideología que los sustenta, sobre todo, cuando esos hechos son oprobiosos, sojuzgadores, indignantes. Esta novela, por tanto, es un repudio, desde una propuesta estética y literaria, a la opresión, al sometimiento y al dominio totalitario de regímenes de fuerza y se inspira en la convicción de que la libertad es la condición inexorable y auspiciosa que hace posible el desarrollo personal y social, la expansión de las potencialidades creadoras y la realización de las genuinas tendencias intelectuales, morales, estéticas y espirituales de la naturaleza humana. Al reflexionar sobre el orden social y escribe: “Desde entonces, comunistas y fascistas intentan –conservando la modernidad industrial-, reedificar un orden rígido a partir de un Estado totalitario. La destrucción de la libertad política o de libertad académica no ha quitado el sueño a montones de intelectuales. Entre ellos al filósofo Martín Heidegger, persona de aguzada inteligencia. Comunistas y fascistas se han masacrado en Alemania, en España, en Italia, etc. Ladislao te refirió el caso de los despeñados en el tajo de Ronda, una terrible historia que le contaba su padre. Derechistas e izquierdistas no han cesado de propinarse garrotazos. Por eso las prisiones han florecido en nuestra época” (p. 187).

En Henríquez Gratereaux, como en todo buen novelista, la novela es fuente de una visión total de la realidad. Como realidad totalizadora, la novela comprende múltiples facetas de la realidad social, la realidad natural y la realidad histórica: “Créame, el azar se escurre, sin que nos demos cuenta, por los intersticios de nuestras componendas. Cuentan que el físico Albert Einstein dijo una vez: “Dios no juega a los dados”; sin embargo, los partidarios de la mecánica cuántica prefieren creer que Dios ha instalado un garito, con toda clase de juegos de azar. Dios juega a la ruleta con los cuerpos celestes, con los micro-organismos, con los grandes mamíferos, con el clima, con los átomos de la materia. También con los proyectos de los hombres. Cálculo de probabilidades es el nombre científico que se utiliza para designar las “casualidades programadas”. El hombre ha conseguido poner rutas a los electrones, que es lo mismo que trazar un derrotero al caos. En política intervienen: gran número de voluntades humanas tratando de crear orden dentro del caos; otro número cuantioso de voluntades opuestas a las primeras; esto es, con otras concepciones del orden; y, finalmente, el caos mismo con todos los matices del azar. Pero nosotros nos empecinamos en buscar las reglas del desorden” (p. 472).

En la variedad de reflexiones que adensan la novela de Federico, hay de todo y todo tiene un enfoque ponderativo: “Caí al vacío. Un lado del techo de la caseta en la que luchaban desaguaba en un patio situado a poca altura; el otro lado daba a un solar yermo, con una cavidad profunda. Caí de espaldas, con la cabeza en la posición adecuada para desnucarme. Pero no sucedió así. La cabeza y las vértebras cervicales chocaron con un pajón esponjoso pero apretado; el cóccix, poco después, descansó en otro arbusto igualmente acolchado. Pareció que un ángel invisible amortiguó el golpe. Tal vez todo estribó en que el suelo fuera mullido. ¿Por qué resultó mullido y no pedregoso? En la cadena infinita de causas y efectos, rozamientos y choques, idas, venidas, tiempos y espacios, mi caída estuvo “pautada” para que yo no muriese” (p. 460).

   Por esta novela desfilan conceptos de Platón, Husserl, Heidegger y otros filósofos contemporáneos, así como planteamientos conceptuales de economistas, historiadores, sociólogos, politólogos y literatos. Henríquez Gratereaux construye un retrato de la realidad social explorando su urdimbre interior. A su condición de pensador y sociógrafo se suma el novelista que parió su inteligencia y su sensibilidad. En tal virtud, ha trenzado la historia social con la historia de Ladislao Ubrique, dándonos una visión humanizante y crítica del siglo XX. Entre los rasgos de esta novela hay que destacar el concepto del género canalizado en reflexiones metanovelísticas: Ladislao piensa que las masas pueden ser rescatadas de la propaganda política mediante un nuevo género que combine adecuadamente la narración, la explicación y la emoción: “Cuando tú y yo hicimos el curso de literatura comparada nunca oímos hablar de “narraciones escamosas”. –Es cierto, nunca se mencionó esa modalidad del relato; parece un procedimiento nuevo. Creo que se trata de un método experimental muy reciente. Digamos que los peces tienen el cuerpo cubierto de escamas. Para apreciar su carne, o analizarla, es preciso remover las escamas. La realidad histórica, Miklós, se aclara levantando las duras escamas de los prejuicios de nuestra educación. El padre de Ladislao Ubrique citaba, de un pensador español: “La razón histórica no consiste en inducir ni en deducir sino en narrar” (p. 344).

Esta es una novela sin suspenso, sin datos escondidos, sin subterfugios narrativos: “Nosotros creemos que aquello que escribe el escritor es más importante que la apariencia del escritor. Cervantes fue un pobre manco de vida zarandeada; pero don Quijote, el personaje creado por él, es una entidad universal permanente, generadora de entusiasmo, de vitalidad, de comprensión profunda” (p. 23).

Escrita en un lenguaje comunicativo, tiene las imágenes indispensables al sentido estético para que predomine el lenguaje discursivo de la narración. Para conseguir su propósito, el autor se vale de cartas, memorias y documentos que articulan la historia de su ficción: “La Habana, Cuba, noviembre 20, 1991. (Al cuidado de Gizella Ferenczy, Budapest, Hungría). Querida Panonia: Tus papeles han viajado casi tanto como yo; tu compañero Miklós se vio obligado a valerse de un estudiante radicado en Praga para que los documentos, ensayos y fotografías, llegaran a mis manos. He comenzado a utilizar los textos del maestro húngaro de tu profesor alemán. Lentamente me hago cargo de todos los esfuerzos que has hecho para que yo disponga de pruebas y apoyos para los estudios del atroz siglo XX. Aún no he terminado de examinar los muchos recortes de periódicos, artículos históricos y cronologías que contiene el sobre que me entregó el joven Ignaz. Creo que debo dar gracias a Dios, con las manos levantadas y el pecho descubierto, por tu adhesión permanente y por el buen juicio con que has seleccionado las piezas que forman el paquete” (p. 105).

Emoción, dulzura y compasión fluyen en el pensamiento del narrador, que encauza en diversos pasajes narrativos su empatía cósmica: “Budapest, septiembre 9, 1991. Todas las mañanas muere algún pichón. Los he oído caer de los árboles, al amanecer, una y otra vez. A causa de su propia torpeza los pichones agujerean los nidos y se estrellan contra el piso. No saben aún volar pero se arriesgan a dar picotazos al nido que les protege. Pasan entonces mucho tiempo piando desesperadamente antes de morir. Los pájaros adultos no pueden socorrerlos fuera de los nidales. En el silencio de la noche que acaba he escuchado esas pequeñas tragedias ornitológicas; y asociado los lamentos de las aves a los dolores de los jóvenes atrevidos que conspiran contra el gobierno y caen en las tenazas, crueles e inmisericordes, de la policía secreta. Solía dormir junto a una ventana, en un tercer piso, desde donde podía ver las copas de una larga fila de árboles. En esos árboles anidaban los pájaros y yo los oía cantar. Cada cierto tiempo, en medio de trinos y reclamos amorosos, caía un pichón al pavimento y entregaba su vida sin gloria ni ceremonia” (p.51).

En toda la novela predomina el corte reflexivo del novelar sobre el discurrir del mundo, recordando que lo acontecido subyace como sombra: “El pasado está repleto de muertos y de pleitos; el pasado no duerme, solo dormita. Cualquier acontecimiento que coja desprevenido al pasado lo revive y relanza. El pasado está guardado provisionalmente. Sin que usted se dé cuenta podría azuzar muchos fantasmas” (p. 43).

Lo que hace el hombre subyace como una sombra irremediable. El placer se olvida pero el dolor deja una estela imborrable. Así lo consigna Federico cuando escribe: “Lo curioso del pasado es que a pesar de haber pasado no pasa del todo; queda en el recuerdo; sin embargo, la gente olvida lo que comió, lo que rió, lo que amó y disfrutó; y en cambio recuerda los sufrimientos, las injusticias, las matanzas” (p. 46).

Algunas verdades poéticas confirman la vocación pensante del narrador: “El canto de un pájaro es un himno a la vida” (p.15) o bien “El hombre no sabe la historia que hace” (p. 370). En otra parte apuntala su criterio: “Cervantes llevó a la novela una reflexión certera sobre la sociedad española; sobre sus estamentos sociales y contradicciones en las costumbres; sobre sus vicios, injusticias, padecimientos económicos. Pensó en todas las clases: en las de arriba y en las de abajo. Ofreció en su Quijote el contraste entre dos maneras de ver el mundo. El caballero andante y su escudero veían dos paisajes diferentes, igualmente verdaderos, quizás complementarios. Las ideologías religiosas de moros, judíos y cristianos son el trasfondo de las peripecias de todos los personajes, tanto de los principales como de los menores. Los alimentos interiores de las sociedades modernas han sido suministrados, simultáneamente, por el arte y el pensamiento abstracto. Esa es la leche psíquica que ha nutrido la civilización occidental durante tres siglos. Ladislao convenció a Panonia de la importancia de su tarea literaria” (p. 214).

Diez rasgos notables singularizan la novela de Federico Henríquez Gratereaux:

  1. Tiene una estructura narrativa fundada en artículos breves con unidad y coherencia en cada segmento que integran los capítulos de las diversas historias de esta novela.
  2. El narrador personaje participa en todos los cuadros y escenas que articulan la historia de Ubres de novelastra y, por tanto, establece algún tipo de relación con los demás personajes que interactúan en esta narración.
  3. Hay un pensamiento que atraviesa el hilo conductor de esta novela como un leit motiv que sustenta la motivación conceptual, moral y espiritual del narrador, dando aliento y sustancia a las historias que vertebran la ficción.
  4. Una energía intuitiva, afín al meollo de la narración, el pensamiento y la emoción, convida y sustenta la base inspiradora del impulso temático y narrativo que hizo posible la gestación de Ubres de novelastra.
  5. La conciencia de escribir una obra novelística, igual y diferente a las novelas precedentes, hizo que el autor inventara no sólo un nuevo formato de novelación, sino un nombre, novelastra, que asocia a una madrastra del pensamiento cuyas ubres han de nutrir, con un pecho nuevo, la leche de un pensamiento humanístico revitalizador.
  6. Tanto como tema central, el pensamiento adquiere en Ubres de novelastra, la categoría de personaje, puesto que el entronque de la novela, en términos de posición ideológica, axiológica y gnoseológica, determina el destino final de los hechos que la articulan.
  7. Una novela reflexiva, como en efecto lo es Ubres de novelastra, centrada en la razón de ser de la libertad del hombre y en el anhelo inexorable de la condición humana, hace del contenido de la narración la fuente generativa no sólo del lenguaje discursivo sino del decurso de hechos y conceptos.
  8. El encanto de esta novela no radica en la belleza de la forma sino en la belleza del pensamiento, que hace del concepto mismo el alma del novelar cuyo perfil cinematográfico está presente en algunos de sus pasajes.
  9. El concepto o un planteamiento conceptual, concebido como la matriz inspiradora de Ubres de novelastra, es natural que la categoría tradicional de hechos, ambientes y personajes trascienda la coyuntura espacio-temporal para fundar, más que en un país o en unos acontecimientos, en el hombre mismo el centro de las apelaciones narrativas.
  10. La aplicación de técnicas, recursos y procedimientos narrativos, ineludibles en cualquier tipo de novela, así como el conjunto de anécdotas y vericuetos del lenguaje y el estilo, dejan de ser, en una novela como la presente, mero instrumento de una retórica narrativa sino cabal formulación de un dispositivo formal apropiado al propósito novelístico del autor.

En fin, Ubres de novelastra, una obra maestra por la densidad de su contenido y el modo de su formato, refleja el alto nivel de sensibilidad y conciencia de Federico Henríquez Gratereaux, que ha hecho una novela del pensamiento, al tiempo que pone de manifiesto el talento narrativo, el fundamento conceptual y el dominio del lenguaje de este nuevo narrador de las letras dominicanas.

 

Bruno Rosario Candelier

Academia Dominicana de la Lengua

Santo Domingo, Ciudad Colonial, 8 de agosto de 2008.

Notas:

  1. Federico Henríquez Gratereaux, Ubres de novelastra, Santo Domingo, Corripio, 2008, 505 pp.
  2. Julián Marías, Idea de la metafísica, Bs. Aires, Editorial Columba, 1957, 13.
  3. En mi obra de ensayo Tendencias de la novela dominicana (Santiago, PUCMM, 1988, pp. 69ss) presento las características y las leyes del novelar.
  4. Antonio Fernández Spencer, A orillas del filosofar, Ciudad Trujillo, Arquero, 1960, p. 54.
  5. Federico Henríquez Gratereaux, Un ciclón en una botella, Santo Domingo, Alfa y Omega, 1996, p. 25.

 

La realidad sociocultural dominicana en la visión de Federico Henríquez Gratereaux

Por Bruno Rosario Candelier

 

La intelección de lo dominicano constituyó la motivación aglutinante de los intelectuales y los creadores de la Generación del 60, de la que Federico Henríquez Gratereaux es una de las figuras sobresalientes. Filósofo, sociógrafo, ensayista, crítico literario y comunicador, nuestro distinguido académico de la lengua tiene una teoría de la sociedad dominicana, y, con brillantez y vigor, ha hecho enjundiosos aportes a la interpretación de la realidad histórica, social y cultural del pueblo dominicano mediante el acopio y la exégesis de datos sociológicos, antropológicos, políticos, lingüísticos y literarios para explicar lo que somos, lo que nos define como nación y lo que nos distingue como cultura.

Con su intuición y su talento literario, su recia personalidad intelectual y su cultura ecuménica, Federico Henríquez Gratereaux cautiva con su pensamiento y su lenguaje, y es un maestro de la palabra y del buen decir, que usa con finura, elegancia y precisión. Su acrisolada rectitud y su firme posición respecto a asuntos cardinales de nuestra historia nacional, lo han convertido en un orientador lúcido y penetrante sobre diversos temas de interés nacional. Con su claridad intelectual y su claro sentido de edificación social, Henríquez Gratereaux participa en paneles de televisión, escribe artículos para la prensa diaria y publica libros y opúsculos en los que aflora su brillante inteligencia y su caudalosa sensibilidad. Dotado con la gracia de la palabra, la hondura de la intuición y la base de la erudición, ha enriquecido la bibliografía nacional.

   Su libro Un ciclón en una botella (1) contiene estudios y análisis que dan cuenta de sus reflexiones e intuiciones sobre el proceso social, histórico y político de la República Dominicana, el talante cultural que nos caracteriza y el fondo intrahistórico de las circunstancias y comportamientos que pautan una idiosincrasia y unas raíces vitales, orgánicas, funcionales.

La realidad ideal de la escritura compendia, cifra e interpreta lo que aporta la realidad real. Hace bien Henríquez Gratereaux en dar a conocer la obra que por años esperábamos de su pluma. Ojalá el terrorismo verbal de ciertos círculos intelectuales no lo asedie para que él siga realizando el aporte iluminador que su inteligencia privilegiada le permite. Y su vocación de historiador y cientista social lo concitan. Federico Henríquez Gratereaux no es un hombre de partido, y el intelectual independiente que finca su análisis en su propia percepción de la realidad social cuenta con el impulso de su propia convicción. Y la honda motivación de sus principios y valores.

Federico es un hombre auténtico, lúcido, culto, erudito, solidario, con vocación intelectual probada y sobre todo con convicciones profundas. Por esas convicciones ocupa en nuestro tiempo el sitial que en el suyo han ocupado pensadores como Pedro Francisco Bonó, Américo Lugo o Peña Batlle: tiene en sus manos una antorcha, la pone sobre el celemín, como dice el texto bíblico, y proclama lo que percibe para orientar en forma persuasiva, genuina y veraz. Como intelectual honesto ama la verdad, que es la primera virtud del filósofo. No se concibe a un filósofo que no sea amante de la verdad y que no esté dispuesto a luchar por su implantación en la sociedad donde vive. Federico Henríquez Gratereaux lleva en sus entrañas el temple del filósofo cuya mejor virtud es la de ser fiel a la verdad, base de la ciencia y heraldo del bien.

La inspiración para el trabajo intelectual que realiza Federico Henríquez Gratereaux tiene su base en el hecho de que efectivamente se ha enfrentado con los problemas de nuestra historia y de nuestra sociedad. Él tiene las agallas y la sensibilidad para hablar por lo que somos. Lo que necesitamos. Lo que anhelamos. Para ello ha tenido que acudir a los pensadores, historiadores y literatos dominicanos que han asumido la realidad histórica, social e imaginativa de la nación dominicana. Ha estudiado a los Trinitarios, a Eugenio María de Hostos, Emiliano Tejera, José Ramón López, Pedro Francisco Bonó, Américo Lugo, Francisco Moscoso Puello, Manuel Arturo Peña Batlle, Joaquín Balaguer, Juan Bosch, Héctor Incháustegui… Ha abordado el tema de nuestros dictadores, de los políticos liberales, el papel de la Iglesia, el problema haitiano, el pesimismo dominicano y la voluntad de sobrevivencia de la nación dominicana.

Explora en nuestro  pasado histórico, en nuestro lenguaje y en nuestra poesía los factores que explican la forma de ser y de actuar, de sentir y de pensar del pueblo dominicano, que es su preocupación esencial, porque Federico ha demostrado sentir un  verdadero amor por nuestro pueblo, que defiende, que orienta, y que trata de entender para enseñar a la clase dirigente y la clase pensante del país. Él ausculta nuestra historia, la escarba y la curcutea hasta las raíces que dan cuenta de lo que somos. Explora la convivencia entre amos y esclavos, y Federico encuentra y explica que la etapa de la colonia española estaba determinada por el desarrollo del hato, no por las plantaciones como en Haití, y esa realidad prohijó una relación armoniosa entre blancos y negros, impidió el florecimiento del racismo, que fue altamente discriminatorio en otras regiones americanas, y permitió el cruce de blancos y negros para generar la mulatía criolla con las características socioculturales que hoy conocemos y mostramos, y tuvo lugar el proceso de transculturación hispánica (lengua, religión, modos vitales). El mulato criollo se sentía instalado en la tierra (‘blanco de la tierra’), en la lengua, la religión y la cultura y las asume como propias. Federico Henríquez Gratereaux hace ver cómo la forma de producción económica, la plantación en Haití y el hato en Santo Domingo, estableció la diferencia respecto al carácter de la esclavitud, que Bosch llamaba patriarcal.

Hay una frase reveladora de su intuición histórica que usa Federico Henríquez Gratereaux para explicar el comportamiento de una persona y apreciar lo que podemos esperar de la misma en atención a sus actitudes, reacciones y hábitos. La frase es la siguiente: “Nadie puede saltar fuera de su sombra” (2). Y es así. La historia proyecta también su propia sombra, así como sus luces, por lo cual hay que conocerla para saber lo que somos, lo que puede acontecer en función de fuerzas atávicas o corrientes subterráneas que determinan el pensamiento, la mentalidad o la emotividad, sobre todo si continúan presentes los factores que dan cuenta de hechos y fenómenos.

El alto sentido del pasado viene determinado por el impacto de lo que una vez, que tiende a repetirse cuando sus efectos siguen latentes y vigentes en nuestro comportamiento colectivo. Por eso escribió Federico: “He observado que los jóvenes de mi generación, que nacieron dentro de la Era de Trujillo, no tenían la más remota idea de la posibilidad de guerras intestinas. Para ellos eso era cosa del pasado. Los viejos sí tenían en la cabeza la imagen y los problemas del caudillismo. Y pensaban que podríamos volver a esa situación. Ahora mismo los jovencitos que no conocieron a Trujillo no saben de la posibilidad de una tiranía. Los que vivieron el trujillato creen que esa es una posibilidad social siempre al acecho” (3).

Federico Henríquez Gratereaux lamenta que Pedro Henríquez Ureña no haya vivido entre nosotros el tiempo necesario para contribuir a fraguar nuestro pensamiento porque de haber ejercido su magisterio en nuestro país, hubiera sido la fuente básica de nuestra disciplina intelectual. La disciplina intelectual no la dan sólo los datos de la erudición, el ‘saber mucho’, el estar actualizado en las diferentes manifestaciones científicas, humanísticas o artísticas. La disciplina es método, rigor, sujeción a un hábito formativo y a un procedimiento destinado a conocer la verdad. Y sobre todo, a vivir la verdad para sentirla en el espíritu y compartirla con los demás en el medio social que nos corresponde actuar. La disciplina entraña la observación de normas y pautas para ordenar y edificar, para valorar y aprender, para crecer y crear. Con razón afirma Henríquez Gratereaux: “La disciplina del entendimiento, el rigor mental, una vez se posee, sirve para todo, y no sólo para la literatura o la filosofía” (4).

A Federico Henríquez Gratereaux, que es un paradigma intelectual, que es honesto y recto, que es un hombre sabio y generoso, le preocupa, con razón, el papel del intelectual. En varios de los artículos y estudios que componen su valiosa obra comenta el rol del intelectual y la responsabilidad que le concierne en función de sus dotes de comprensión, de valoración y de expresión y de su capacidad para percibir, esclarecer, valorar, criticar y enmendar. Y le duele que a menudo el intelectual no sirva al esclarecimiento de la verdad sino a su distorsión o estrangulamiento. “El descrédito de los escritores en Santo Domingo –dice nuestro distinguido académico- se debe, en gran parte, al hecho de que su palabra no ha estado siempre al servicio de la verdad” (5).

Son muchos los problemas que plantea y afronta Federico Henríquez Gratereaux en sus formidables ensayos sobre la realidad social dominicana. Historia, cultura, religión, literatura, antropología. Todo lo explora para llegar al resultado a que ha llegado este singular hombre de letras (6).

Federico Henríquez Gratereaux es un pensador, un analista social, un estudioso de nuestra realidad histórica, sociográfica y cultural. Va al dato y lo examina, lo pondera y saca las conclusiones pertinentes para que aprendamos a conocernos partiendo de nuestro pasado, de nuestra manera de sentir para valorar lo que somos, lo que nos falta, lo que podemos remediar porque nuestro distinguido escritor y académico piensa y actúa en función del destino dominicano.

 

Notas:

  1. Federico Henríquez Gratereaux, Un ciclón en la botella, Santo Domingo, Alfa y Omega, 1996.
  2. Un ciclón en la botella, p. 128.
  3. Ibídem, p. 195.
  4. Ibídem, p. 62.
  5. Ibídem, p. 67.
  6. Entre los libros publicados por Federico Henríquez Gratereaux, además de valiosos opúsculos y folletos, sobresalen La feria de las ideas (Santo Domingo, Secretaría de Educación, 1985), Disparatario (Santo Domingo, Alfa y Omega, 2002), Pecho y espalda (Santo Domingo, Alfa y Omega, 2003), Un ciclón en una botella (Santo Domingo, 2004).

Semblanza de Federico Henríquez Gratereaux

Por María José Rincón

 

El hombre auténtico está compuesto por un haz de vidas complementarias, nos recordaba Pedro Laín Entralgo. El hombre de una pieza, que tanto alaba nuestra expresión popular, no existe, entonces; Federico Henríquez Gratereaux no es, en este sentido, un hombre de una  pieza, y hacer la semblanza de su vida nos obliga a remontar el curso del río dispuestos a navegar sus corrientes vitales diversas hasta, quién lo diría mirándolo y conversando con él,  hasta 1937, en ese «lugar de las Antillas, cuyo nombre recuerda perfectamente, pues se trata de la ciudad más vieja de América».

Aunque si le hacemos caso, el hombre común, si es que logramos englobar a don Federico en esa categoría, dispone de una sola vida y de esta parcialmente: «una parte importante de nuestras vidas se nos escurre por la infancia (…).  Después asistimos a la escuela donde nos imponen las letras y los números.  Llegados a la mayoría de edad empieza a despuntar el carácter propio; aparece el feto de nuestra vocación (…). Enseguida experimentamos el choque con el contorno (…). Es el comienzo de la vida real, la vida personal de cada uno.  A partir de ahí arranca nuestra auténtica vida». Quizás para él es el momento en que decide contradecir a su madre, quien le aconsejaba fervientemente que se dedicara a la contabilidad en lugar de a las letras.

Para seguir los pasos de las vividuras de nuestro premio nacional de literatura habremos de hacerlo, como él nos enseña día a día en sus artículos, desde la respiración: a pleno pulmón, o quizás, tratándose de seguir la obra vital y literaria de don Federico, echando el bofe.

Su haz de trayectorias vitales está atado por el mimbre sutil y a la vez persistente de la palabra: el lector, el conversador, el periodista, el académico, el escritor. Y un eco de sus palabras se imbrica pertinaz entre las mías mientras voy trazando estas líneas.

El Federico Henríquez lector impenitente ha ido ensartando su figura humanística y su sobresaliente bagaje cultural; y ha ido poblando al conversador nato con su admirable verbo erudito, ese que es capaz de citar de memoria y, aparentemente sin esfuerzo, autores y obras, versos y anécdotas; una  capacidad que nos admira en cada conversación, inconcebible para los que nos hemos formado en una escuela que desprecia la memoria. Escribió una vez Mora Serrano que Federico Henríquez Gratereaux es uno de los conversadores más extraordinarios que jamás tuvo este país de grandes conversadores. Para él las conversaciones amables «favorecen la digestión, el ritmo cardíaco y quién sabe si también regulan el metabolismo».

La ética vital de don Federico le exige llegar a ser el que es en potencia, el que reclama su vocación más íntima. No hacerlo se convierte para él en una inmoralidad.  Su incómoda vocación personal y sus circunstancias vitales van tejiendo a su alrededor su tapiz vital:  «ser escritor en un país pobre y con muchos analfabetos no es tarea fácil; no hay dinero para comprar libros, ni educación para apreciarlos. Para lograrlo debes ser, simultáneamente: editor, periodista, productor de televisión, impresor. Escribo libros de ensayos, folletos de sociografía, artículos periodísticos y otros textos inclasificables; no los escribo para ganar premios (aunque sus escritos son los responsables de que estemos hoy aquí entregándole el Nacional de Literatura); no los escribo para ganar premios, los redacto por una incoercible necesidad de expresión».

El periodismo es para él una rendija para el drenaje de sus humores y un ungüento expresivo para mitigar los dolores por su país. Con su ejercicio de palabras contadas, afirma, ha evitado al psiquiatra, ha ejercitado la inteligencia y ha desafiado su capacidad verbal para la comunicación apropiada. Cuando las columnas periodísticas le permiten hablar de poesía o de filosofía, miel sobre hojuelas, le sirven como soportes para su integridad personal: sostienen su gran pasión por la lengua como expresión del pensamiento; el valor terapeútico de la escritura que, a menudo, nos pasa desapercibido a los que la practicamos. Pero escribir es también un vicio, una manía, un oficio perentorio, que no deja vivir al escritor que lo es «de raíz». El escritor periodista, y don Federico lo es (fue director general de El Siglo desde 1997 hasta su cierre en 2002, productor del programa de televisión Sobre el tapete, y columnista de diario en Hoy) mira a la realidad de forma abarcadora; «quiere ver  lo que le rodea en el presente, penetrar el pasado y pronosticar el porvenir». Considera que, como escritor, está obligado a abrir bien los ojos; abrir bien los ojos para ver Un ciclón en una botella (1996), su contribución a la elaboración de la imagen sociográfica de la República Dominicana, a cuya historia se acerca, en calidad de náufrago, a través de una «maraña de pasiones y de enigmas» solo pertrechado por la tabla de salvación de sus obras ensayísticas, género que domina con maestría y que le valió el Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña; un puñado de ensayos que nos enseñan lo que somos y cómo lo somos: Peña Battle y la dominicanidad;  Un antillano en Israel;  Negros de mentira y blancos de verdad; Cuando un gran estadista envejece; La globalización avanza hacia el pasado;  La guerra civil en el corazón; Disparatario;  Pecho y espalda; y abre bien los ojos para asistir a La feria de las ideas donde analiza la literatura y el pensamiento expresados en nuestra lengua materna. Pero el escritor también está obligado a entornar los ojos y a lanzarle una penetrante «mirada oblicua al mundo». Su «recia vocación intelectual», como la describe Rosario Candelier, le impide «saltar fuera de su sombra»; porque la responsabilidad del escritor, cercana a la del filósofo, es el conocimiento a través de un modo especial de vincularse con la realidad, compleja y enigmáticamente, a través de las palabras, «a modo de calador intuitivo que clavan en el gran saco del mundo».

Unas palabras que don Federico ha visto degradarse, tergiversarse, contaminarse por el uso de farsantes de toda calaña. Por el contrario admira la capacidad de escritores y filósofos para inventar nuevas palabras, «nuevas palabras para que nos ayuden a sentir o a pensar con más intensidad y alcance intelectual. Muchas palabras viejas y gastadas ellos las remozan y echan a rodar de nuevo dentro del pueblo que las acuñó; que las reconoce enseguida y las acepta con el valor agregado que artistas y pensadores les imprimen». En su condición de novelista remozó el sustantivo novela añadiéndole el sufijo despectivo para transformarla en Ubres de novelastra (2008), y dilucidar con ella los problemas universales del ser humano a través de un ensayo estilístico sobre las falsas novelas.

Es su oficio de escritor el perfeccionamiento de la capacidad de expresión, en el que, como él mismo enumera, «entran en juego la formación académica, las lecturas superpuestas, la gramática de la escuela primaria, y hasta el modo de hablar de los padres». Y el dominio inteligente del buen decir tiene mucho de disciplina, la que él considera «la disciplina del entendimiento, el rigor mental», que, «una vez se posee, sirve para todo, y no solo para la literatura o la filosofía».

Todos esas gotas han colmado el vaso lingüístico de Federico Henríquez, quien ocupa el sillón K en su condición de miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, de la que es subdirector, y correspondiente de la Real Academia Española; académico de una lengua, la nuestra, la de más de quinientos millones de hablantes y largos siglos de historia, que domina con la maestría, el humor y la gracia de los clásicos.

Hay dos facetas que en él admiro sobre las demás, por lo que tienen de faro para los que nos dedicamos a las letras y vivimos en estos tiempos, su dominio verbal y su presencia humana, que destila siempre amor y orgullo por su familia. Sé de su conciencia del tiempo y de la brevedad de la vida para dar cumplida cuenta de las tareas que nos restan por acometer. Cuando sus lectores, mal acostumbrados por su presencia diaria en la prensa, le reclaman por sus raros silencios, él les recuerda que tiene el derecho de echarse de vez en cuando a dormir sobre un pajonal.

No se le olvide a don Federico, no se te olvide, Federico, que el español ha ganado con tu ejercicio, que las letras dominicanas han ganado con tu figura y con tu dominio de la pluma y que tienes muchas tareas pendientes, por tu bien y por el nuestro.

 

Santo Domingo, 21 de febrero de 2017

Remenión, vitícola/*vinivitícola, dembousero, mansión

Por Roberto E. Guzmán

REMENIÓN

“Entonces, se impone que A. disponga lo inaplazable: un REMENIÓN de la mata militar. . .”

Al leer la palabra, la primera reacción que viene a la mente es saber si la voz del título es la representación escrita de la pronunciación de una palabra que existe en el español general. Para tranquilidad de muchos puede aclararse que no hay tal remeneón en el español internacional.

El remeneón aparece en el español dominicano, Diccionario del español dominicano (2013:596), “Sacudida fuerte y brusca”. Este sustantivo tiene también una aplicación más culta cuando se entiende como “Conjunto de cambios que alteran el orden habitual”.

Si se presta atención a la frase transcrita a guisa de ejemplo del uso al principio de esta sección, se nota enseguida que se trata de introducir cambios en el orden militar.

La forma en que está redactada la oración, así como las expresiones populares en uso aluden al origen del remenión que parece que deriva del sacudión que se da a un árbol para que los frutos maduros caigan. Este sacudión aparece en el Diccionario de la lengua española, diccionario por excelencia de la lengua común. Allí aparece definido, “Sacudida rápida y brusca”.

El Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española registra el remeneón dominicano con una acepción ligeramente diferente, “Movimiento que se causa agitando algo prolongadamente y con fuerza”. Definido de una forma u otra el resultado es el mismo. En buen dominicano, algo cae; o más bien, algo cambia.

Encontrar voces como la del título asentadas con una definición en los diccionarios, es motivo de satisfacción, porque esa acción se ha producido durante largo tiempo en el español dominicano y se la ha mencionado como remenión.

Remeneón aparece recogido por primera vez por D. Manuel Patín Maceo, “Sacudida violenta”. Hay que tener en cuenta que el remeneo reconocido por las autoridades de la lengua es, “Conjunto de movimientos rápidos y continuos”. Mediante la lectura de las acepciones anteriores puede medirse la distancia que separa un concepto del otro.

 

VITÍCOLA – *VINIVITÍCOLA

“. . . o en su residencia en el Valle de Napa, región VINIVITÍCOLA de California. . .”

En algunas ocasiones, a algunos escritores, escribientes y redactores se les “cruzan los cables” y producen un término que es amalgama de otros y con eso desnaturalizan el mensaje. A veces el resultado es risible.

Lo que sucedió en este caso le pasa a cualquier hijo de vecino. . . que no relea con ojo crítico lo que escribe.

Para un dominicano caer en un error de este género es muy fácil porque en el país de los dominicanos se cultiva muy poco la vid, de donde puede concluirse que la viticultura es la actividad de unos pocos, casi excepcional.

Se escribió más arriba risible porque en opinión de quien escribe estos comentarios, el cruce de palabras que originó la *vinivitícola, proviene de la famosa frase del latín, veni, vidi vici, que cada quien escribe a su manera, con muchas faltas que aquí no se reproducirán para no confundir.

 

DEMBOUSERO

“. . . el reconocido derechista, influencer, DEMBOUSERO y negociante. . .”

Los jóvenes lectores pueden encontrar el origen de la voz del título de manera muy fácil. La voz dembow es la que se encuentra adaptada al español en la voz creada. Hasta la voz del inglés antes mentada es reciente.

Como es un vocablo reciente en lengua inglesa, su historia puede documentarse con todos los detalles. Eso no se hará aquí. Es suficiente para los propósitos de este escrito con mencionar que originó en Jamaica como nombre de un ritmo en las últimas décadas del siglo XX.

De Jamaica el ritmo y el nombre pasaron a Nueva York. De allí se internacionalizó el ritmo y con este el nombre el ritmo y el nombre llegaron a República Dominicana.

Al llegar a un país de habla hispana era natural que algunos de sus derivados adquirieran rasgos del español. El vocalista o músico de dembow pasó a llamarse dembousero en el habla de los dominicanos.

No hay que extrañarse de que esta nueva voz reciba la terminación -ero, pues en el español de las Antillas es muy prolífica. Esta terminación proviene del latín -arius y se añade a sustantivos para formar derivados nominales y adjetivos que generalmente se sustantivan.

Con respecto de dembousero lo que hace la terminación de la nueva voz es designar la persona que desempeña el oficio u ocupación de lo que designa la voz primitiva.

 

MANSIÓN

“. . . hoy sería seguro el inquilino de la MANSIÓN de Gascue”.

Es fácil saber cuál es el tema de esta sección. El título señala que versará sobre el vocablo mansión. Se trae a estos comentarios porque lo usan en la frase reproducida para no tener que mencionar con otro vocablo el asiento del poder ejecutivo de la República Dominicana.

La mayoría de los dominicanos que han cursado la educación primaria saben que Gascue es el nombre de un barrio de la ciudad de Santo Domingo.

Usar el vocablo mansión para designar con otro nombre el asiento del poder ejecutivo no es una selección afortunada. Eso se explicará más abajo. El desacierto comienza con el empeño que ponen algunos redactores en introducir (¿acuñar?) nuevos términos para denominar cosas conocidas con otros nombres.

El vocablo mansión tuvo mucho que ver con la detención o parada que se hace en alguna parte, por esto figura en el Diccionario de la lengua española con esta acepción en primera posición. Así consta en el Diccionario de autoridades (1963-II-486), donde la segunda acepción expresa, “Significa también el aposento o pieza destinada de la casa, que sirve para habitar y descansar en ella”. Apunta que deriva del latín mansio. Téngase en cuenta que este diccionario fue compuesto en el año 1732.

La segunda acepción es la que realmente interesa para esta exposición, “Morada, albergue”. En la tercera acepción se toma el vocablo casa para la edificación y se le coloca al lado el adjetivo suntuosa para significar que es grande y costosa. Ha de tenerse en cuenta que la morada es el asiento de la residencia continuada. Albergue que es el otro vocablo usado vale para alojamiento de personas.

No puede olvidarse que el presidente no mora (sin fruta) en ese lugar; no vive allí. Será suntuosa la edificación, pero no es vivienda aunque el presidente permanezca largas horas allí.

El vocablo mansión tiene equivalentes en otras lenguas romances. En portugués es mansão, definida como residencia de grandes dimensiones y lujo excesivo; habitación, morada, domicilio. En italiano sucede otro tanto, mansióne.

No siempre es bueno improvisar. El “palacio” es el asiento del poder ejecutivo en el español dominicano.

Embicar(se), impase

Por Roberto E. Guzmán

EMBICAR(SE) 

“… algunos taxistas que arriman sus vehículos al parque y encuentran un refugio tranquilo para EMBICAR una cerveza…”

Este verbo del español dominicano es más interesante de lo que parece a primera vista. Un elemento que hace este verbo sobresaliente es su origen, y otro, los derivados o relacionados que existen en el español dominicano.

Las dos ideas que se avanzaron en el párrafo anterior se examinarán más abajo. Una de ella se revelará patente a los ojos de los lectores una vez se desarrolle.

El verbo embicar(se) en el español dominicano tiene acepciones propias. En funciones de verbo solo existe en el español dominicano. Para poder llegar a dilucidar el origen del verbo dominicano y su significado hay que remontarse a la historia del español.

El ejercicio que se hará en esta sección no se hace solo para desentrañar el sentido del verbo que es harto conocido por los hablantes del español dominicano, sino para edificar la etimología de un verbo que a simple vista aparece obvio para estos hablantes.

En buen español dominicano embicarse indica que la persona que ejerce la acción bebe del pico de una botella. No hay que sorprenderse de que en el español dominicano las botella tengan pico. Este pico es una extensión del significado del que existe en el español internacional “que tienen en el borde algunas vasijas para que se vierta con facilidad el líquido que contengan”. Lo que figura entre comillas es parte de la quinta acepción de pico que consta en el diccionario oficial de la lengua española. Por tanto, no hay que sorprenderse de que este pico exista en el español dominicano extendido a las botellas.

Si más arriba se escribió algo acerca del verbo que podría ser del origen de este, ahora hay que asegurar que puede resultar sorprendente este origen.

En portugués existe el verbo embicar con varias acepciones, de las cuales se retendrán las que poseen relevancia para esta exposición. La segunda acepción es, empinar el codo (beber); la cuarta es tener riña, contender; la séptima es dirigirse, encaminarse.

Estas acepciones del portugués se traen a colación porque coinciden con las que posee el verbo embicar(se) en el español dominicano.

De acuerdo con lo que trae el Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española, embicarse es, “Dirigirse apresuradamente a un lugar” (dirigirse, encaminarse); “Embestir alguien a una persona, atacarla”. Y, por último, el más usado en el español dominicano, “Tomarse de forma continuada varios tragos de una bebida”.

Por medio de la lectura de lo explicado en el párrafo retropróximo, de las tres acepciones del verbo en español, dos provienen o coinciden con las del portugués. La acepción que añadió el español es la relativa a beber. Hay que aclarar que casi siempre este verbo “se conjuga con bebidas alcohólicas”.

Una vez se ha llegado a este punto hay que afinar la puntería para explicar cómo es que el pico llega hasta aquí. El pico comenzó por ser el de las aves. De ahí pasó en el español al pico de las montañas. En el año 1244 pasó a ser objeto punzante o “punta”. Más adelante en el español antiguo pasó a ser “punta aguda que tiene alguna cosa”. El último es el pico de la botella.

Este pico, aunque parezca increíble tiene relación con el beso, en francés faire la bise. En el año 1217, en francés, bec pasó a ser la boca humana. De ahí que los franceses den los gros bisous, grandes besos.

Luego de todas las explicaciones y reflexiones al margen, es apropiado reconocer que no se sabe cómo este verbo llegó del portugués al español dominicano con el significado particular que tiene en la última lengua.

Puede aventurarse una explicación. Llegó hace siglos de boca de los marineros portugueses con el sentido propio de la marinería y de ahí los habitantes de la isla La Española lo llevaron a “beber a pico de botella”. Esto es, directamente de la botella o recipiente.

 

IMPASE

“. . . Haití había detenido la construcción de ese canal para que el IMPASE que creó. . .”

Este impase es una adaptación válida del galicismo impasse que es de uso en América. En el español peninsular puede encontrarse usado impás que es otra adaptación válida al español. El español americano se ha decantado por una adaptación que se asemeja más a la escritura del francés, al tiempo que la peninsular se asemeja a la pronunciación del francés.

Para encontrar las acepciones de la palabra del título hay que remitirse a la del francés del modo en que se ha aceptado en español. En el Diccionario de la lengua española de la corporación madrileña de la lengua consta la palabra francesa impasse, en cursiva, con las significaciones que deben reconocerse a las adaptaciones al español. Estas se verán en detalle más abajo. Se adornará el tema con un poco de historia de la palabra francesa.

La palabra impasse está formada por el prefijo in (privativo) que hasta el año 1730 en francés se escribió inpasse. En el siglo XVIII se usó ya la palabra para reemplazar otra conocida en español cul-de-sac, callejón sin salida, calle ciega. Fue Diderot quien un poco más tarde la utilizó con el sentido de “situación de difícil solución”. En español se documentó la voz del francés en el año 1922 de la pluma de E. d´ Ors. Al italiano pasó también para situación sin solución, o sin salida; situación de gran dificultad.

El impase en negociaciones se produce cuando se llega a un “punto muerto, estancamiento, atascamiento”. El diccionario de las autoridades normativas de la lengua española añade a las acepciones anteriores, “compás de espera; detención de un asunto”.

Si la palabra se deja escrita en francés hay que ponerla en cursiva o entre comillas por ser voz extraña a la lengua española. También puede recurrirse a una de las traducciones o adaptaciones a la grafía española aceptadas por el uso culto o las traducciones impuestas por el uso continuado.

Guaguancó, recogedera, pechudo/pechú

Por Roberto E. Guzmán

GUAGUANCÓ

“. . . que también dominaban el gusto popular e igualmente divulgando por la radio (…) como el cha-cha-cha, el danzón, el GUAGUANCÓ. . .”

Esta voz puede resultar extraña a algunos jóvenes. Esa es la razón por la que se trae a estos comentarios. Es una voz interesante que es bien conocida en el español de Cuba.

Algunos estudiosos entienden que la difusión original del guaguancó, es decir el ritmo, fue propiciado por la abolición de la esclavitud en Cuba. Es una forma de rumba que tiene raíz africana; la rumba en sí misma es madre de muchos ritmos y bailes latinos.

El Diccionario de la lengua española reconoce la palabra al incorporarla a su repertorio con una cauta acepción, “Género musical popular con canto y baile”. La palabra ingresó en ese diccionario en la edición del año 2014, la vigesimotercera.

No puede olvidarse que en Cuba al igual que en otras islas del Caribe las celebraciones religiosas profanas se disfrazaron de alusiones cristianas. El baile entre los esclavos además de ser una manifestación de regocijo era una escapatoria a la miserable vida que llevaban. La música, así como otras manifestaciones culturales, se convirtieron en una fusión de expresiones (afro-criollas) afrocubanas.

Los instrumentos originales eran de percusión, tres tumbadoras y una caja. La forma de bailar este ritmo es común a otros ritmos en los que la característica es que la pareja ejecuta movimientos lascivos de caderas y pelvis. La mujer evita al hombre hasta que cede a sus insinuaciones -a distancia- y consiente; esa acción es llamada “vacunao”.

Es una pena que D. Fernando Ortiz no tuviera la oportunidad de buscar el origen de la palabra guaguancó como hizo con tantas otras palabras de Cuba de origen africano. La única pista que se ha encontrado para la palabra en estudio es guanguá, del yoruba, la que como muchas otras palabras de este tipo tiene muchas acepciones, “claro, alumbrado, iluminado, límpido, puro, neto, hueco, espaciado, transparente, terso, abertura”. Diccionario de términos yoruba (2010:76).

Fernando Ortiz con las siguientes palabras describe lo que sabe acerca del término: ”Ignoramos el significado del vocablo; pero no vacilamos en darlo como africano”. Añade, “Nombre de un danzón, que se bailaba en La Habana por 1893”. Glosario de afronegrismos (1924:213).

Por fortuna William Megenney se ocupó de la palabra. La define como “tipo de música guarachosa importada de Cuba”. África en Santo Domingo (1990:177). Trae posibles orígenes africanos en el habla de los kaffir (South África) quienes lo usan para “batir palmas durante un baile, el ruido de una multitud de personas, ingwangwa. En lengua bobangi él encuentra una voz parecida, ngwa ngwa, usado para “puntiagudo”.

Cuba fue una isla con una pujante industria azucarera que requería de mano de obra. Esa mano de obra en su gran mayoría la proveyó el esclavo africano. Con el esclavo vino su lengua además de su cultura. Con esto llegó su costumbre. Como se escribió más arriba, la música derivada de los ritmos africanos en América, se desarrolló en Cuba. Algunos de esos ritmos recibieron nombres originados en lenguas africanas.

El Diccionario ejemplificado del español de Cuba (2016-II-27) consigna que el guaguancó es una “modalidad de la rumba cuya parte inicial de canto toma el carácter de un extenso relato. . .” Luego de esa parte entra en la descripción del baile.

A República Dominicana el guaguancó llegó a través de la radio, de los discos. No ha de olvidarse la gran influencia que ejerció Cuba sobre República Dominicana en muchos aspectos, entre ellos la lengua y la música.

La música del guaguancó fue escuchara con frecuencia en República Dominicana y la palabra entró en el habla. El baile o la práctica de esta música en el seno del pueblo no corrió la misma suerte en este país quizás por los atrevidos movimientos que se hacen durante el baile. Esto así quizás por la influencia de la religión, pues no puede olvidarse la gran influencia ejercida por la religión en el país dominicano, sobre todo en la época de esplendor de este ritmo.

 

RECOGEDERA

“. . . recurre al expediente de la RECOGEDERA de firmas. . .”

No se precisa de mucha imaginación para vincular el verbo recoger con la voz del título. Conforme con lo que los diccionarios recogen, el sustantivo del título solo tiene uso en el habla de los dominicanos. La voz no está en el diccionario oficial de la lengua española internacional. Ni siquiera aparece en el diccionario de americanismos confeccionado por las academias de la lengua.

El Diccionario del español dominicano (2013:590) es el que asienta la voz por primera vez. Allí puede leerse una escueta definición como corresponde a un diccionario de este tipo, “Acción y efecto de recoger reiterada o continuadamente”.

Hay que tener en cuenta que en el español general existe la palabra recogida, que es la acción y efecto de juntar personas o cosas. La voz recogedera nunca se usaría para la acción de cosechar granos, cuando para esta acción se dice y escribe recogida.

Con lo escrito en el párrafo retropróximo se desea destacar la diferencia en el habla, pues en la recogedera no se trata de juntar cosas dispersas, sino hacer diligencias para reunir algo inmaterial.

Podría argüirse que en el caso de la recogedera se solicita algo para conseguir, lograr u obtener otra cosa. La acción de la recogedera se caracteriza porque conlleva un tiempo entre el comienzo de la acción y su finalización; esto es, no es un producto obtenido de una vez.

Con lo expuesto más arriba se espera haber explicado el carácter de la acción que en el español dominicano se conoce con el nombre recogedera.

 

PECHUDO – PECHÚ

“¡Qué pechú!”

La voz pechú del español dominicano es moneda corriente. Ha estado en uso desde la primera mitad del siglo XX en el habla de los dominicanos.

Antes de entrar en el estudio del itinerario de la voz hay que señalar que los datos con que se cuenta apuntan a que es una voz que tuvo su origen en el habla dominicana. Hay que destacar que en otras hablas para las personas que están prestas a enfrentar las situaciones enojosas, estas hablas recurren a la frente, así, “dar el frente”.

La voz pechú,a, no se limita a encarar o afrontar las situaciones, sino que lo hace con celeridad, sin detenerse a pensar en los peligros que eso entraña. De algún modo el pechú es atrevido en sus acciones o reacciones.

Se ha insistido en la grafía pechú y hasta pechúo, porque solo en el habla desvirtuada dirá pechudo un hablante de español dominicano. Escrito o dicho de la manera intelectual pierde el sabor y el énfasis, le quita fuerza al sentido propio de la voz.

Más arriba se escribió que la voz del título ha estado en uso desde la primera mitad del siglo XX porque consta en la obra Criollismos de Brito que fue editada en 1930. P. Henríquez Ureña recoge la voz en El español en Santo Domingo, diez años más tarde (1940:192); este intelectual escribe pechudo y consigna “valiente, que presenta el pecho”. Brito por su parte había registrado “arriesgado, animoso”.

Manuel Patín Maceo cuando se ocupa de las voces dominicanas incluye pechú y pechúo en la obra Dominicanismos en el año 1939 y entra en explicaciones pertinentes que ayudan a entender el concepto que encierra la voz. Este estudioso eligió la voz pechúo, a, como representación gráfica del adjetivo; él escribe, “Que intenta hacer algo superior a sus aptitudes o que aspira a una cosa que le es imposible alcanzar. . .”

La voz no permaneció en los límites del habla dominicana, sino que pasó a Puerto Rico donde la documentaron ya en la segunda mitad del siglo XX. Rubén del Rosario menciona la voz en Vocabulario puertorriqueño (1965:99) y recurre solo a la voz pechú para designar la persona temeraria, atrevida; él entiende que en el habla dominicana es pechúo.

Todos los tratadistas del habla dominicana han continuado el camino trillado por los citados autores con ligeras variantes, Algunos autores han añadido el valor de “desvergonzado, inescrupuloso, sinvergüenza” a los significados anteriores; esto sin olvidar consignar “atrevido, valiente”.

El Diccionario del español dominicano (2013:530) además de repetir algo de lo anterior añadió, “persona bravucona, temeraria, poco escrupulosa”.

En Puerto Rico al pechú le han añadido también las características de cariduro, atrevido, arriesgado.

¿Emplean los dominicanos el verbo haber como impersonal?

Por Tobías Rodríguez Molina

 

Hace unos años se celebró en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra un Simposio de Dialectología del Caribe Hispánico. En el transcurso del mismo presentó una ponencia el Lic. Félix Fernández en la que ofreció el resultado de un trabajo que él llevó a cabo en esa Universidad santiaguera.

Los sujetos sometidos a la prueba fueron 135 estudiantes que recién iniciaban sus estudios universitarios.

El Lic. Fernández indagó, entre otros aspectos, qué empleo le daban esos estudiantes al verbo haber en el uso que la normativa del español prescribe como impersonal. En su investigación se encontró que los encuestados, en su mayoría, aceptan la concordancia entre el verbo haber y el sintagma nominal siguiente. Eso deja dicho que se apartan de las normas del español al no emplear el verbo haber como impersonal, como lo indica la norma. Por creerlo de utilidad para el lector, me parece conveniente que les demos un vistazo a las normas referentes a ese uso. Al respecto se indica que el verbo haber tiene un uso impersonal, adoptando, por lo tanto, construcciones de tipo impersonal. De ahí  que deberán usarse construcciones como “Hubo fiestas”, “Había muchos soldados”, etc., ya  que “fiestas” y “muchos soldados” desempeñan la función sintáctica de objeto directo y  no de sujetos de esos verbos. (Real Academia Española: Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, 3.5.7).

Las oraciones que el Lic. Fernández presentó  a sus estudiantes  fueron    las siguientes:

  1. Habían tres personas en la reunión. (61.5 % de aceptación).
  2. Hubieron problemas en ese país. (45.8 % de aceptación).
  3. Habían muchachas bonitas en la fiesta. (64.4 % de aceptación).

Como puede notarse, los estudiantes objeto del estudio del profesor de la PUCMM aceptan, en su mayoría, una forma del verbo haber impersonal apartada de las normas del español.

Movido por los resultados obtenidos por Fernández, y por lo que se percibe en el uso de los dominicanos de todos los estratos socioculturales, quise constatar qué sucedía 7 años después de su investigación, en el ámbito escrito de la lengua española, en estudiantes que ya habían tenido el chace de entrenarse en el estudio del verbo haber como impersonal.

Por ese motivo la población escogida como objeto de mi investigación estuvo constituida por estudiantes de la PUCMM, Campus de Santiago, que ya habían terminado el Ciclo Básico y que, por lo mismo, ya habían cursado las materias Español 1 y Español 2, asignaturas que incluyen en sus contenidos la concordancia en general y también  el empleo del verbo haber como impersonal.

Y por el hecho de que los estudiantes a quienes el Lic. Fernández sometió a estudio no habían  estudiado el Ciclo Básico y los de mi estudio sí, se esperaba que habría  unos resultados muy diferentes a los arrojados en  la investigación de Fernández y la mía. Pero no resultó ser así. Las diferencias fueron mínimas, lo cual parece indicar que el dominicano tiene tan arraigado el uso del verbo haber como personal que ni siquiera la insistencia sistemática de la escuela le hace cambiar de ruta dictada por las normas del uso de ese verbo haber. Y creemos que los resultados reflejados en mi investigación no se acercaron más a los del Lic. Fernández porque en la suya las únicas alternativas eran la aceptación y el rechazo mientras que el mío debían responder a  una de las siguientes alternativas: A (Acepto), R (Rechazo), AH (Acepto al hablar pero no al escribir) y  (No sé)

En nuestra investigación, el cuestionario que contenía las oraciones fue aplicado a 60 estudiantes y se obtuvo como resultado que los estudiantes objeto del estudio muestran una actitud de aceptación parcial del verbo haber impersonal. Es decir, en algunos casos  hacer concordar ese verbo con el sintagma nominal siguiente y en otros, no.

Ese fenómeno puede visualizarse mejor al observarse las oraciones aparecidas en el cuestionario que se les presentó. Aparecerán con solo  los porcentajes de aceptación y rechazo.

  1. En el salón habían cuarenta personas. ( A: 48.3%; R:31.7).
  2. En ese país hubieron muchos problemas. (A: 41.7; R: 46.7).
  3. En esta reunión habemos muchas personas. (A: 43.4; R: 45.0%).
  4. ¿Piensas que habrán muchachas bonitas en la reunión? (A: 61.7; R: 21.6).

Como puede observarse, un mayor número de encuestados rechazó, el uso contra las normas en las oraciones 2 y 3 (con hubieron y habemos), pero no sucedió lo mismo con las oraciones 1 y 4 (con habían y habrán).

Hay que notar, sin embargo, que el margen de diferencia entre la aceptación y el rechazo fue de apenas un 5% en la oración 2,  y de solo un 1.6 % en la 3. Pero al tratarse de las oraciones 1 y 4, empleadas por la mayoría de estudiantes en forma divergente a la normativa española, la distancia entre aceptación y rechazo es mucho mayor, siendo en la 1 de 16.6 y en la 4, fue de 40.1.

Esos datos reflejan una tendencia a apartarse de las normas prescritas para el uso de la lengua española; y creemos que los datos que indican ese apartarse de las normas pudieran haber sido mayores si las oraciones no se les hubieran presentado por escrito, pues con ello se afecta la espontaneidad al permitir que ellos leyeran y releyeran las oraciones hasta el punto de racionalizar el fenómeno en cuestión antes de marcar su respuesta.

Por otra parte, aunque no se han realizado estudios acabados al respecto, lo que solemos escuchar en el habla de los dominicanos, desde el estrato inferior hasta el más encumbrado, es un uso que hace concordar el verbo haber con el sintagma nominal siguiente: 1. Había un estudiante; 2. Habìan cuarenta estudiantes; 3. Hubo uno solo; 4. Hubieron muchos.

Por lo antes expuesto se podría pensar que en la República Dominicana el empleo del verbo haber como impersonal va perdiendo terreno en la lengua escrita y también en la oral. Esto último lo constatamos los profesores de español. Al presentarles el empleo del verbo haber como impersonal, es decir, sin concordancia, la mayoría de alumnos se muestran desconfiados, incrédulos y medio desconcertados, y creen que les estamos tomando el pelo al decirles que no es correcto decir “En la reunión habían muchas personas” o “Hubieron muchos que no llegaron a tiempo a la reunión.”

Será conveniente que los estudiosos de la lengua nos dijeran qué hacer frente a esta disparidad entre la norma que nos indica un uso impersonal del verbo haber y el usuario de la lengua que se aparta o tiende a apartarse de ella al hacer concordar el verbo haber con el sintagma nominal que le sigue.

Chivirica, intermitente / parpadeante, cachipa, enganchar

Por Roberto E. Guzmán

CHIVIRICA

“Se ve esa energía de niña inquieta pero obediente. De CHIVIRICA pero inocente”.

Esta voz del epígrafe en el español dominicano tiene más de una acepción. Desempeña funciones de adjetivo y sustantivo; en el habla casi siempre se utiliza en femenino para referirse a la conducta de una persona.

La voz en masculino chivirico existe en Cuba para algo que se come. En El Salvador en funciones de adjetivo se refiere a una cosa bonita, de buena calidad, o, a una persona agradable, simpática.

Con esta voz, chivirica, sucede algo que se ha criticado antes, la acepción que puede considerarse negativa solo se aplica a la mujer, “Mujer desinhibida en su relación con los hombres”; esto es, que actúa con espontaneidad.

La segunda acepción en funciones de adjetivo, se aplica a la persona “muy alegre, a veces extremadamente coqueta y enamoradiza”. Esta acepción expresa que la persona trata de atraer con maneras afectadas o que trata de despertar sentimientos de amor en otra u otras personas.

La voz chivirica tiene relación con otra de mucho uso en el habla dominicana, chiva. Una chiva, referido a mujer es la que tiene una conducta liviana y coqueta. Chiva es un grado superior de chivirica. La chivirica despliega mayor actividad que la chiva. La mujer chiva es menos fiel en sus relaciones amorosas.

De paso vale recordar que chivo es una palabra con muchas acepciones en el español dominicano y contribuye a formar muchas locuciones.

 

INTERMITENTE – PARPADEANTE

“Con sus luces traseras encendidas, PARPADEANTES. . .”

Algunas palabras se asemejan unas a otras, pero no son sinónimas. Hay quienes aseguran que la sinonimia nunca es total. Las dos palabras del título se parecen, no por la forma en cómo se escriben, sino por el significado. Hay que mantener el cuidado de no confundirlas. Esa confusión es lo que ocurrió entre los dos vocablos del título en la frase copiada más arriba. Aquí se verá la diferencia entre ellas.

La intermitencia tiene relación con interrupción y repetición; que enciende y apaga con periodicidad constante. En un vehículo automóvil es la luz lateral para señalar un cambio de dirección, con las características apuntadas.

El parpadeo es la acción y efecto de parpadear que es abrir y cerrar los párpados. Con respecto de la luminosidad es vacilar u oscilar. Con la primera acepción queda en evidencia que es acción de los párpados.

Parpadear es próximo de palpar y de palpitar, del último “tanto por la forma como en el sentido”. Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (1980-IV-406).

El parpadeo es de los párpados. Por extensión, se acepta para algunos fenómenos. La intermitencia es con periodicidad y se usa para las señales de los automóviles que cambian de dirección. No hay que confundir las dos nociones.

 

CACHIPA

“. . . para que coloquen filtros en la chimenea. . . pues inunda todo el municipio. . . de la llamada CACHIPA. . .”

Hay una cachipa dominicana que no se conoce en otra variedad de español. De modo implícito se expresa que existen otras cachipas en otras hablas que no significan lo mismo que la dominicana.

Es muy probable que la cachipa dominicana haya recibido influencia de la puertorriqueña. De acuerdo con lo que consigna el Tesoro lexicográfico del español de Puerto Rico la voz cachipa apareció ya en el año 1937 estudiada por D. Augusto Malaret.

Algo que refuerza la posibilidad de que cachipa haya pasado de Puerto Rico a República Dominicana es que en el español de Puerto Rico esa voz sirve para mencionar, “bagazo, cachaza, cáscara, cascarón, corteza, paja, pellejo, pelusa, yesca”. De otro modo sirve para mencionar residuo, viruta.

La cachipa dominicana está documentada en el Diccionario del español dominicano (2013:124), y la acepción asignada es, “Resto ligero de material incinerado”. En el español dominicano se usa de modo casi exclusivo para los restos flotantes en el aire de la caña de azúcar quemada en los campos o, los que expulsan las chimeneas de la cita.

Si se enlazan los sinónimos puertorriqueños con la cualidad de la cachipa dominicana se nota la similitud que existe entre aquellos y esta. La cachipa es un resto, ligero. Las propiedades de los sinónimos de la cachipa puertorriqueña son esas, es residuo y es tenue.

  1. Max Uribe en Notas y apuntes lexicográficos (1996:87) trae un artículo dedicado a la voz del título. En este él menciona. “. . . dada la tradicional intercomunicación entre petromacorisanos y puertorriqueños, cabe suponer que el término CACHIPA es sin duda viejo trasplante lexical que por asimilación hubo de quedar convertido, gracias al hablante común de los territorios cañeros del Este, en significante de las pavesas que, en cantidades industriales, despiden las chimeneas de la industria del azúcar, conforme apunta el autor de “mis 500 locos”. (Uribe alude a un artículo publicado por el Dr. Antonio Zaglul en el diario El Caribe, del 11 de marzo de 1980).

Esta cachipa pudo haber entrado también al español dominicano a través de la ciudad de La Romana en cuya industria azucarera los puertorriqueños tuvieron gran influencia.

 

ENGANCHAR

“Esto permitiría que el país se ENGANCHE al creciente uso del hidrógeno para generar electricidad. . .”

De modo general el español hablado se distingue del español escrito porque en el último hay cierto esmero al elegir los vocablos. En el habla entre interlocutores o en público, pueden verse el hablante o disertante y los oyentes; estos por lo general saben o entienden de lo que se habla. La persona que redactó la frase de la cita olvidó ese detalle.

Enganchar, enganche y gancho son vocablos de uso constante en el español dominicano. Los vocablos de esta familia tienen más usos en esa variedad de español que las acepciones aceptadas internacionalmente.

Cuando un hablante de español dominicano desea expresar que suspende o pone una cosa pendiente de otra de modo que no llegue al suelo, usa el verbo enganchar y no colgar. En los casos en que señala que una persona se incorpora a las filas de una institución militar o policial, el verbo favorito es enganchar.

Si en cambio el hablante dominicano desea comunicar que ha sido víctima de un engaño o que logró estafar a otro, dirá, “lo enganchó”.

En el ejemplo de la cita el sustantivo enganche sustituye al sustantivo incorporación, o integración. La palabra gancho es de larga tradición en la República Dominicana; significa en el español dominicano, trampa, ardid. Un gancho es también el dispositivo que se coloca para robar electricidad, obviando que esta sea registrada por el contador.

En los casos en que el dominicano ha acertado a ensartar algo dirá que lo enganchó. De modo parecido recurrirá a este verbo cuando por accidente algo sufre un desgarre, o su persona un rasguño, por ejemplo, en cercas, o al pasar entre objetos puntiagudos, filosos, en los que “se engancha”.

Con la exposición que antecede se espera haber demostrado lo anunciado al principio acerca del verbo enganchar y sus derivados en el habla de los dominicanos.