Por Bruno Rosario Candelier
Con la publicación de su primera novela, Ubres de novelastra, Federico Henríquez Gratereaux (1) se convierte no sólo en un formidable narrador, sino que aporta, con esta producción novelística, una nueva manera de novelar que enriquece la literatura dominicana, razón por la cual proclamamos, en el acto del lanzamiento de esta obra en la Academia Dominicana de la Lengua, el nacimiento de un nuevo novelista dominicano en la persona de nuestro ilustre académico, pensador y ensayista.
Estamos ante la novela de un autor que hace del pensamiento un tema argumental, puesto que asume el concepto ideológico como núcleo del novelar y a todo cuanto acontece le busca el sentido. Buscar el sentido es hacer metafísica. Pero no empleo el concepto de metafísica en la acepción que le asignara Andrónico de Rodas (2), cuando inventó la palabra [metaphísica] para ordenar los libros de Aristóteles que no correspondían a la física, sino a otra ubicación que denominó ‘más allá de la física’, que es lo que significa el vocablo griego, una manera de consignar una clasificación espacial, sino que la uso en la acepción que tiene para la ciencia del pensamiento, la literatura y la filología, que es la de indagar el sentido de lo trascendente, haciendo referencia a esa dimensión oculta y entrañable de todo lo que existe. Porque todo tiene al mismo tiempo una dimensión física y una dimensión metafísica y a menudo la dimensión no visible de lo real es tan importante o más importante que su misma faceta visible o sensorial. En El Principito, Antoine de Saint-Exupery afirma que lo más importante no se ve, que es la dimensión esencial correspondiente a la esfera suprasensible e insondable de lo real, que sólo la intuición atrapa, puesto que ese sentido interior accede a la dimensión interna y mística de lo viviente. En uno de los pasajes que concentran la atención del narrador sobre las ocurrencias de los hechos, leemos: “Después que las palabras se volvieron letras, esas letras quedaron grabadas en piedras, papiros, pergaminos, bronces, papeles. En vez de apagarse el sonido de las palabras salidas de los labios de los hombres, con las letras se congelaron los decires. Llegaron a ser textos sagrados o venerables tradiciones. Monjes estudiosos, escribas y memorialistas, transmitieron sus saberes gráficos en solemnes ceremonias. Las palabras fueron clasificadas como ingredientes en el anaquel de un boticario; hubo palabras de fuego, palabras de tierra, palabras troqueladas, hubo palabras dulces, alcanforadas, perfumadas, venenosas, santas o desgraciadas. Las palabras, finalmente, se agruparon en leyes, conjuros, canciones y liturgias; luego pasaron a coagularse en doctrinas, ideologías, reglamentos o contratos” (p. 189).
Pues bien, esta novela de Federico Henríquez Gratereaux explora la metafísica de la existencia cuyas estimaciones explaya en este novelar y, en tal virtud, procura explicar la razón profunda del proceder humano, sobre todo de los hechos de la historia que han marcado el destino de individuos y de pueblos, despertando en el autor unas reflexiones sobre la conducta humana que el autor expone en diferentes cuadros y escenas de la historia política de Occidente del siglo XX. Explora e indaga el sentido de hechos, actitudes y comportamientos en procura de la rectificación anhelada, según enfoca en este planteamiento: “El doctor Ubrique es un hombre que toma todas las cosas en serio. Lleva la cuenta del “sentido” de los sucesos políticos, aunque a veces no tengan ningún sentido u orientación, ni propósito coherente. Él trata de encontrar orden hasta en una explosión insensata de viejos prejuicios. Un hombre así puede chocar repentinamente con la decepción. Los pueblos –todos los pueblos-, pero especialmente los pueblos pobres, no reflexionan sobre los errores políticos precedentes; prefieren repetirlos. Las noticias de los últimos meses le han conturbado el ánimo. Hubo hace poco disturbios en Los Ángeles porque la policía abusaba de las personas de raza negra; explotó un carro bomba frente a la Galería de los Oficios, en Florencia. La explosión dañó muchas pinturas del Renacimiento. En Nueva York también ocurrió un acto terrorista; colocaron una bomba en el Worl Trade Center. Las torres gemelas, afortunadamente, no parece que tengan grietas en su estructura; pero cinco individuos murieron. A lo mejor Ubrique no podía dormir anoche y bajó a dar una vuelta, escuchó la música, ordenó la bebida y se excedió. Puede ser que esté deprimido, sacudido por los vientos de la desilusión. –No lo coja usted tan a pecho. Esta tarde él estará bien y todo continuará como de costumbre” (p. 485).
El título de la novela de Federico Henríquez Gratereaux, Ubres de novelastra, recuerda el invento de Miguel de Unamuno: Nivola, como le llamaba el autor español a sus intentos novelescos con ideas y hechos sobre los cuales construía una ficción, queriendo significar con esa extraña palabra que su novela era diferente de la novela común. Con Ubres de novelastra Federico asocia la palabra novelastra al vocablo y al concepto implicado en madrastra para significar que las ubres de su saber, es decir, ‘las tetas’ de su inteligencia, dan un producto novelístico diferente al usual, por lo cual llama novelastra a su manera particular de hacer una novela, que como la madrastra, sin ser la madre carnal, amamanta a la criatura con una leche diferente, razón por la cual ve su obra como una madrastra del pensamiento que da una nueva leche nutricia. Esta novelastra es el primer parto novelesco de la invención creadora de Henríquez Gratereaux. En una parte de la novela el narrador enfatiza que “Ladislao pretende darnos leche de pensamiento servida en ubres de novelastra” (p.81). Al respecto leemos: “Como bien se sabe, llaman madrastras a las sustitutas de las verdaderas madres carnales. Muchas madrastras son capaces de amamantar hijos que no han parido; alimentan niños ajenos y los crían robustos de cuerpos y con almas equilibradas. La leche y la buena voluntad surten esos efectos benéficos. En nuestro tiempo los géneros literarios están sufriendo extraños cambios morfológicos, mutaciones casi monstruosas. Las “novelastras”, probablemente, irán reemplazando a las legítimas novelas en el gusto del público. En estas obras literarias híbridas se ofrecen noticias, relatos y explicaciones, en una suerte de “servicio en combo” parecido al que dan los establecimientos populares de comida rápida. Unamuno hizo algunos experimentos fallidos a los que bautizó con el nombre de “nivolas” (p. 209).
Pues bien, como muy bien dijera el autor de esta novela en la presentación que realizamos en la Academia Dominicana de la Lengua, la novela contemporánea ha trivializado el contenido y complicado la forma, haciéndola insustancial, incomprensible y vacua. Federico quiso hacer una novela diferente, una “novelastra” que aporte una leche sustanciosa –de ahí el título que equipara a la madrastra que amamanta a una criatura que no parió, dándole una leche nutritiva- es decir, un contenido edificante fundado en el pensamiento como la sustancia de una reflexión profunda sobre el sentido de la vida, con una razón esenciada en el respeto, la autodeterminación y la libertad, bajo el predicamento de que la sociedad humana ha de crecer moral, intelectual y espiritualmente de manera libre y abierta en su ruta ascendente y luminosa, libre de totalitarismos castradores, plena en realizaciones fecundas, abierta a posibilidades salvadoras. Al respecto, el narrador enfoca el origen de tantas distorsiones: “Rousseau es el arranque de las doctrinas que llevaron en Europa a un montón de revoluciones. O sea, al intento de reformar las malignas sociedades existentes. Los chinos, sin embargo, creen otras cosas. Están convencidos de que el mal en el hombre “procede de que no es consciente de su propia virtud”. Es la educación la que, lentamente, revela al hombre sus potencialidades. Las virtudes son innatas en los seres humanos; pero requieren el trabajo de un lapidario que talle facetas que las hagan relucir, como ocurre con los diamantes en bruto” (p. 452).
Siendo el narrador personaje dominante en esta novela, apreciamos que dicho narrador habla, sin embargo, con la autoridad de la omnisciencia, reivindicando el atributo de quien cuenta lo que efectivamente conoce potenciado con el pensamiento y la ilustración que el autor le traspasa al narrador y esa imbricación de roles y funciones le da a esta novela de Henríquez Gratereaux la fuerza de la convicción y la prestancia del conocimiento hecho relato. Este nuevo producto intelectual de Federico Henríquez Gratereaux es una obra de ficción en la que el autor logra una cabal imbricación entre los datos de la invención imaginaria y las referencias históricas, sociales, antropológicas y culturales, lo que revela la vocación de novelista del destacado sociógrafo dominicano. Ubres de novelastra es una novela sustentada en vivencias reales, en hechos de la historia contemporánea del siglo XX. Se trata de una obra enjundiosa, caudalosa en hechos narrados y acontecimientos evocados, concentrados en siete capítulos organizados en subtítulos articulados según el contenido de su mensaje cuya variedad permite saltar de un lugar a otro, de un tema a otro, de un personaje a otro.
Los brincos mentales que da el narrador de alguna manera refleja la capacidad asociativa de la mente y la interconexión de diferentes hechos de la historia del siglo XX, que el narrador vincula con las peripecias de los personajes y la trama narrativa subyacente en la novelación. En toda la obra fluye el pensamiento como nexo vinculante de la narración. El siguiente pasaje revela la vocación reflexiva del narrador: “La actividad intelectual del hombre es un “continuo histórico” que ha fluido siempre; primero la religión y la ética de los judíos; después el pensamiento filosófico de los griegos; más tarde, las ciencias y las técnicas occidentales. Todas estas “cosas” están dentro de nosotros y nos afectan desde diversos ángulos. En verdad no son “cosas”; pero son entidades reales que nos habitan; no hemos podido desprendernos de la moral cristiana, hija del judaísmo; ni de la vieja metafísica, ni de los excesos y pretensiones del racionalismo. Adorábamos antes los misterios de la química y la llamada “ciencia de la historia”, recientemente “desechada”. Ahora nos prosternamos ante la “ciencia del lenguaje” y la física quántica. Tan pronto lanzamos una disciplina al basurero colocamos otra en su lugar; enseguida ponemos un santo nuevo en el altar” (p. 168-9).
El novelista español Camilo José Cela recogió unas 100 definiciones del concepto de novela, que dio a conocer hacia 1972. Entonces no existía la novela de Federico, cuya estructura novelística daría lugar a un nuevo concepto de novela. La de Henríquez Gratereaux inventa una nueva manera de novelar y, por tanto, amerita una nueva definición que habría que agregar al listado del novelista español. Cuando leí las definiciones recogidas por Cela y las cotejé con las novelas que había leído, llegué a la conclusión de que el novelista, cualquiera que sea el tipo de novela, ha de aplicar cinco características esenciales propias del género literario que llamamos novela y cinco leyes fundamentales del arte del novelar (3), que Federico aplica en Ubres de novelastra: “En los tiempos en que salí de Hungría no sabía a qué atenerme acerca de relatos y narraciones. Daba tumbos mentales. Dudaba sobre el camino más adecuado para “explorar la existencia” que, siempre, es personal, colectiva e histórica. El nacimiento es definitivo, la vida es definitiva, la historia es definitiva. Nada es provisional; nacer, vivir, pertenecer a una sociedad, a una historia, nos marca de modo indeleble, nos define o caracteriza. Estoy en un parque de La Habana al que llaman de la Fraternidad, pensando en un mundo en el que no se ha disfrutado de fraternidad alguna durante un siglo” (p. 71).
Una de las características del novelar es el rechazo de la vertiente nefasta de la realidad o de una manifestación indeseable de la realidad social, que el narrador contrapone mediante su propuesta fictiva: “El bien común requiere de la verdad; de la verdad individual y de la verdad social. ¿Cómo virar el alma hacia la verdad, según reclamaba Platón, si tenemos el cerebro orientado hacia la ganancia? El interés personal empaña y obscurece la verdad; e incluso puede taparla completamente. Los grupos interesados en negocios muy lucrativos terminan por formar bandas de cuervos. No todas las personas enfrentan el hecho real de que la política no es una actividad ideológica, ni humanística, ni prepositiva, ni siquiera organizativa. Es “engañativa”, depredadora, anarquizante” (p. 161).
Los diferentes cuadros, evocaciones y escenas provocan la reflexión intelectual y gnoseológica de un autor, o viceversa, la capacidad reflexiva de un autor, como Federico, tiene la virtud de fabular, hilvanar y asociar planteamientos correspondientes de la ciencia, la religión o la filosofía a hechos de la historia. Hans Seyle fue el psiquiatra canadiense que aplicó al vocablo stress al sentido con que desde 1952 se conoce en el sector de la medicina para aludir a la presión que el miedo y la ansiedad ejercen sobre nuestro cuerpo, produciendo la tensión que finalmente se somatiza en enfermedades y dolencias. En un pasaje muy a tono con la realidad de nuestro tiempo, leemos en la novela: “Si nos dejáramos llevar por la indignación, el desprecio o el odio, tendríamos el alma tensa en todo momento, como una catapulta cargada, lista para lanzar contra el enemigo un peñasco. Y no podríamos vacar a la contemplación de la Naturaleza. El odio daña tanto al odiado como al odiador. Por eso es pertinente intentar desterrar el odio de la actividad psíquica de todos los días. Conocí a una mujer muy simpática que dirigía una tienda de lencería en los años cincuenta, en Budapest; ella me dijo: el odio produce tumores; aunque sea justificado, emponzoña las vísceras. Esta mujer pasaba la vida riendo. Recomendaba comer frutas, exclusivamente, durante dos días, al comienzo de cada mes. “A usted y a sus amigos, personas que leen libros y discuten sobre los problemas sociales, les digo que no razonen durante el fin de semana. Miren el cielo, compren flores en el mercado, contemplen el color de los vegetales apilados, ejerciten el olfato, escuchen música, dejen vagar los sentidos, evoquen los recuerdos gratos de su juventud. Sigan estas reglas de higiene mental” (p. 13).
Esta singular novela, que alterna y fusiona narración, intuición y reflexión, enfoca la tragedia y el dolor que han sembrado la política y las ideologías políticas a lo largo del siglo XX, tema que articula la sustancia narrativa del relato. Ha dicho Mario Vargas Llosa que el repudio a la dimensión nefasta de los hechos sociales es el factor determinante en la gestación de una novela y, por ende, del escritor con vocación de novelista. A Federico le repugna la tragedia que la política ha causado en el mundo y ha sabido canalizar ese repudio en el cauce narrativo: “Creo que Lord Keynes y Kart Marx han producido tantos trastornos en el mundo como el imperio austrohúngaro y el militarismo prusiano. Marxistas y keynesianos provocan alternativamente revoluciones y devaluaciones. Los trabajadores, en ambos casos, quedan en la calle. El paro, la cárcel, la persecución, la desmonetización, la guerra civil, son los granos podridos que contiene el saco del siglo XX. Es una pena que cuando las cancillerías deciden abrir los expedientes al escrutinio de los historiadores, los muertos en las refriegas políticas están hechos polvo. Y lo que es peor: la mayor parte de los esbirros responsables de esas muertes ya han fallecido en sus casas, tranquilamente. Esa terrible impunidad abona el rencor para otras matanzas. Un desangramiento enlaza con otro, en una cadena de horror sin término. No hay argumento, ni música, ni poesía, que logre sacar del pecho los sufrimientos de familias enteras cuyas vidas han sido despedazadas por tantas contiendas” (p. 53).
A Federico no le interesa contar o describir una historia, sino exponerla y pensarla para estudiar y analizar el trasfondo filosófico de un hecho sociográfico al que alude con el bagaje conceptual de su cosmovisión: “Me propongo redactar la crónica del siglo XX, un relato trágico, lleno de crímenes, abusos, empecinamientos, equivocaciones y pasiones. En nombre del razonamiento, de la ciencia aplicada a la historia, de la lógica matemática y de otros adefesios verbales, se han maltratado metódicamente los grupos sociales, las clases, las instituciones, los Estados, los individuos. Cuatro generaciones de hombres se han apaleado sin piedad en los cuatro puntos cardinales, convencidos de que estaban en “lo cierto”, de que “tenían razón”; pretendiendo burlarse de los dogmas religiosos, esgrimían otros dogmas como garrotes: dogmas económicos, sociológicos, políticos” (p.122).
Con el nivel estándar de la lengua general y una prosa fluida y armoniosa, el narrador y el autor se confunden en el discurso, que revela la rica erudición de Federico Henríquez Gratereaux, lo que hace posible la fruición intelectual que genera esta novela de hondas reflexiones políticas, sociales, filosóficas, lingüísticas y literarias. El narrador arranca del hecho de que el siglo XX fue una época de matanzas y crímenes que obedecieron a pasiones ideológicas relacionadas con la política, la filosofía de la historia o doctrinas sociológicas. Federico tiene un alto concepto del pensamiento, conoce la naturaleza humana y tiene conocimientos fundamentales sobre diversas ciencias creadas por el hombre, lo que le permite ponderar la virtualidad de la literatura para auscultar la urdimbre interior del ser humano, clave y meta de su discurso narrativo: “La literatura es en realidad la verdadera “ciencia general” del hombre. Geología, botánica, zoología, son disciplinas que estudian rocas, plantas, animales. La literatura, en cambio, nos muestra la relación de los hombres con minerales, árboles y vacas. Además, la literatura expone, o deja al descubierto, los vínculos más complejos entre los seres humanos: entre mujeres y hombres, entre jefes y subordinados, amos y esclavos, débiles y poderosos. A través de las obras literarias conocemos el interior de las personas: sus razonamientos, sentimientos, fobias, prejuicios, temores, alegrías. Los antropólogos tal vez puedan explicarnos cómo el hombre llegó a ponerse de pie; quizás algún día logren aclarar el misterioso desarrollo de la laringe que nos llevó a la palabra hablada; o el crecimiento del cerebro, que permitió la abstracción y la fantasía. Pero saber esas cosas no nos librarán de la angustia, de la incertidumbre viscosa en que vivimos todos los días. Ninguna ciencia particular nos enseña a vivir; ni siquiera la reverenda psicología que los vieneses han difundido por Europa. Las aflicciones de los hombres resisten todos los tratamientos; desde la utopía política hasta la embriaguez o la devoción religiosa. Tontos y genios, lo mismo que santos y delincuentes, encuentran su lugar en el mundo y su explicación en la literatura. La envidia y el odio son tan importantes como los neutrones del núcleo del átomo; pero son asuntos estudiados precariamente, con menos intensidad. Solamente algunos literatos excéntricos se atreven a mirar de frente la crueldad, el odio, la envidia, las infinitas aberraciones de la conducta humana” (p. 188-9).
Los hechos no son lo que parecen, viene a decirnos Federico. Lo que importa es el trasfondo conceptual, el motivo ideológico, el sentido o la razón que los engendra. “Nada sucede por azar”, consignó Leucipo de Abdera. “Todo sucede por razón o necesidad”, escribió el ilustre pensador presocrático. A juicio de Federico, hay que valorar la razón del hecho, no el hecho en sí, sabiendo que la cosmovisión filosófica da un efectivo soporte al novelar proporcionando una herramienta intelectual para la comprensión del sentido de la vida, la historia, la cultura (4), aunque desea canalizar esa comprensión mediante la narración: “Para entender todo lo que es propio de la vida humana es preciso narrarlo. La razón es narrativa y la vida histórica es como una novela. Si vemos a un hombre apuñalar a un transeúnte sin mediar palabra, nos parecerá un acto absurdo, repugnante o sin sentido. Pero si nos dicen que el hombre con el vientre perforado por el puñal violó la hija de 10 años del agresor, entendemos enseguida la causa del crimen” (p. 72).
El autor tiene conciencia de lo que escribe y sabe que el conocimiento es una faena interior del hombre (5) y que, además, está escribiendo una novela o una novelastra, para validar su invento léxico. Al registrar y aplicar técnicas, recursos y estilos, el narrador piensa en el escritor, que lo perfila en atención al uso del lenguaje, conforme revela en este párrafo: “Para contar lo que han visto no tienen más remedio que recurrir a las palabras. Hay escritores que esparcen una lluvia de palabras, como si abrieran una manguera con regadera o una ducha. Arremolinan palabras alrededor de un objeto o un sentimiento. Los escritores barrocos proceden por aglomeración verbal. Sin embargo, parece que cada cosa reclama la mención de una sola palabra fundamental, la palabra clave que la define. Una mesa es una mesa y no una silla; y la silla, a su vez, no es una cuchara o un tenedor. La economía de palabras tal vez sea la regla de oro, si pudiera hablarse de recetas y leyes fijas para la literatura. A lo largo de la historia van quedando en la memoria colectiva algunos dichos, oraciones, poemas, historias, pensamientos. Son siempre expresiones directas, substantivas, económicas, construidas sobre una palabra esencial. Un escritor es un escarabajo que, hundido en la lodosa realidad, se atreve a echar miradas en torno… para integrar varios ángulos de la visión. A la hora de expresarse el escritor se convierte en un guardián apostado a las puertas del texto, con la finalidad de que no entren palabras superfluas” (p. 132).
En Ubres de novelastra la narración está supeditada al pensamiento, que es el peso fuerte de Federico Henríquez Gratereaux, cuya trayectoria intelectual le acredita la categoría de pensador. Nuestro académico y escritor es uno de los más sólidos pensadores dominicanos. El siguiente pasaje confirma la inclinación pensante del autor, que potencia su rica erudición cultural: “En estas islas del Caribe la suerte lo determina todo: el amor, la política, el bienestar económico, la salud. No pasa un día en la Unidad sin que alguien me hable de la suerte. Subo a este autobús y tú aseguras que la suerte me aguarda al término de la carretera. La casualidad llegará a ser, cuando pase el tiempo suficiente, una divinidad antillana. En Praga escuché a un estudiante que mencionó la isla de Martinica, una de las Antillas menores. La emperatriz Josefina nació en esa isla pequeña; su primer marido murió en la guillotina; Napoleón la tomó por esposa, adoptó a su hijo Eugenio y le hizo virrey de Italia. ¿No es obra de mucha suerte nacer en la Martinica y reinar en toda Europa?
Los valores simbólicos tienen en el lenguaje un soporte semántico y una repercusión social. Eso lo sabe Federico que en varios pasajes de la novela presenta cuadros con su connotación simbólica. Refiere un fragmento de uno de los poemas de Franklin Mieses Burgos con una alusión críptica al dictador Trujillo: “Por otra parte, los escritores de las vanguardias literarias disponían entonces del “escudo surrealista”. Un poeta podía compones versos crípticos, con sentidos difícilmente descifrables. Por ejemplo: “Un Longino de piedra /clava lanzas obscuras /al costado del mundo”. Estas líneas las escribió un poeta notable que no era partidario de Trujillo. Impotente para combatirlo, llamó Longino al dictador y compuso un poema a lo largo del cual “disemina” indicios sobre quién es el destinatario del discurso. Ese lenguaje, estéticamente cifrado, era comprendido por un grupo de “iniciados” en esa suerte de resistencia simbólica” (p. 481).
El autor repudia la crueldad con que actúan los hombres en nombre de un proyecto de transformación que suplanta un estado de cosas para imponer otro, casi siempre peor. Explora el sentido de hechos, actitudes y conductas en procura de una rectificación anhelada: “Los pueblos olvidan y recuerdan, alternativamente o simultáneamente. Los gobiernos despóticos producen tantos traumas dolorosos en la convivencia, que las heridas tardan varias décadas antes de cicatrizar. Son muchos los pueblos de esta región que sobreviven aferrados al rencor, a la memoria de los abusos cometidos por los políticos radicales. Crímenes de los fascistas, crímenes de los comunistas, crímenes de los nacionalistas, son todos crímenes espantosos. Chapoteamos en un lodazal de crímenes impunes. Lo mismo en Hungría que en Bulgaria, en Rusia, en Chequía, en España. Antiguamente los humanistas ilustrados mantenían viva la llama del descontento. Pero ya los humanistas están de capa caída. Un reflexivo novelista de Chicago, de origen judío, mostró hace poco el anacronismo de los humanistas; en las sociedades industrializadas de hoy, regidas por un mercado cada vez más extenso, el humanista de antaño tiene poco que hacer. El químico bebió el vino gozosamente, como si buscara aclararse la garganta para seguir hablando” (p. 421).
Con el formato del artículo periodístico o mediante cartas, memorias y documentos, Henríquez Gratereaux ha ideado una nueva estructura de novela como envase de lo que el narrador llama “narraciones escamosas”, puesto que sus reflexiones van deshojando los hechos hasta llegar al meollo del pensamiento o de la ideología que los sustenta, sobre todo, cuando esos hechos son oprobiosos, sojuzgadores, indignantes. Esta novela, por tanto, es un repudio, desde una propuesta estética y literaria, a la opresión, al sometimiento y al dominio totalitario de regímenes de fuerza y se inspira en la convicción de que la libertad es la condición inexorable y auspiciosa que hace posible el desarrollo personal y social, la expansión de las potencialidades creadoras y la realización de las genuinas tendencias intelectuales, morales, estéticas y espirituales de la naturaleza humana. Al reflexionar sobre el orden social y escribe: “Desde entonces, comunistas y fascistas intentan –conservando la modernidad industrial-, reedificar un orden rígido a partir de un Estado totalitario. La destrucción de la libertad política o de libertad académica no ha quitado el sueño a montones de intelectuales. Entre ellos al filósofo Martín Heidegger, persona de aguzada inteligencia. Comunistas y fascistas se han masacrado en Alemania, en España, en Italia, etc. Ladislao te refirió el caso de los despeñados en el tajo de Ronda, una terrible historia que le contaba su padre. Derechistas e izquierdistas no han cesado de propinarse garrotazos. Por eso las prisiones han florecido en nuestra época” (p. 187).
En Henríquez Gratereaux, como en todo buen novelista, la novela es fuente de una visión total de la realidad. Como realidad totalizadora, la novela comprende múltiples facetas de la realidad social, la realidad natural y la realidad histórica: “Créame, el azar se escurre, sin que nos demos cuenta, por los intersticios de nuestras componendas. Cuentan que el físico Albert Einstein dijo una vez: “Dios no juega a los dados”; sin embargo, los partidarios de la mecánica cuántica prefieren creer que Dios ha instalado un garito, con toda clase de juegos de azar. Dios juega a la ruleta con los cuerpos celestes, con los micro-organismos, con los grandes mamíferos, con el clima, con los átomos de la materia. También con los proyectos de los hombres. Cálculo de probabilidades es el nombre científico que se utiliza para designar las “casualidades programadas”. El hombre ha conseguido poner rutas a los electrones, que es lo mismo que trazar un derrotero al caos. En política intervienen: gran número de voluntades humanas tratando de crear orden dentro del caos; otro número cuantioso de voluntades opuestas a las primeras; esto es, con otras concepciones del orden; y, finalmente, el caos mismo con todos los matices del azar. Pero nosotros nos empecinamos en buscar las reglas del desorden” (p. 472).
En la variedad de reflexiones que adensan la novela de Federico, hay de todo y todo tiene un enfoque ponderativo: “Caí al vacío. Un lado del techo de la caseta en la que luchaban desaguaba en un patio situado a poca altura; el otro lado daba a un solar yermo, con una cavidad profunda. Caí de espaldas, con la cabeza en la posición adecuada para desnucarme. Pero no sucedió así. La cabeza y las vértebras cervicales chocaron con un pajón esponjoso pero apretado; el cóccix, poco después, descansó en otro arbusto igualmente acolchado. Pareció que un ángel invisible amortiguó el golpe. Tal vez todo estribó en que el suelo fuera mullido. ¿Por qué resultó mullido y no pedregoso? En la cadena infinita de causas y efectos, rozamientos y choques, idas, venidas, tiempos y espacios, mi caída estuvo “pautada” para que yo no muriese” (p. 460).
Por esta novela desfilan conceptos de Platón, Husserl, Heidegger y otros filósofos contemporáneos, así como planteamientos conceptuales de economistas, historiadores, sociólogos, politólogos y literatos. Henríquez Gratereaux construye un retrato de la realidad social explorando su urdimbre interior. A su condición de pensador y sociógrafo se suma el novelista que parió su inteligencia y su sensibilidad. En tal virtud, ha trenzado la historia social con la historia de Ladislao Ubrique, dándonos una visión humanizante y crítica del siglo XX. Entre los rasgos de esta novela hay que destacar el concepto del género canalizado en reflexiones metanovelísticas: Ladislao piensa que las masas pueden ser rescatadas de la propaganda política mediante un nuevo género que combine adecuadamente la narración, la explicación y la emoción: “Cuando tú y yo hicimos el curso de literatura comparada nunca oímos hablar de “narraciones escamosas”. –Es cierto, nunca se mencionó esa modalidad del relato; parece un procedimiento nuevo. Creo que se trata de un método experimental muy reciente. Digamos que los peces tienen el cuerpo cubierto de escamas. Para apreciar su carne, o analizarla, es preciso remover las escamas. La realidad histórica, Miklós, se aclara levantando las duras escamas de los prejuicios de nuestra educación. El padre de Ladislao Ubrique citaba, de un pensador español: “La razón histórica no consiste en inducir ni en deducir sino en narrar” (p. 344).
Esta es una novela sin suspenso, sin datos escondidos, sin subterfugios narrativos: “Nosotros creemos que aquello que escribe el escritor es más importante que la apariencia del escritor. Cervantes fue un pobre manco de vida zarandeada; pero don Quijote, el personaje creado por él, es una entidad universal permanente, generadora de entusiasmo, de vitalidad, de comprensión profunda” (p. 23).
Escrita en un lenguaje comunicativo, tiene las imágenes indispensables al sentido estético para que predomine el lenguaje discursivo de la narración. Para conseguir su propósito, el autor se vale de cartas, memorias y documentos que articulan la historia de su ficción: “La Habana, Cuba, noviembre 20, 1991. (Al cuidado de Gizella Ferenczy, Budapest, Hungría). Querida Panonia: Tus papeles han viajado casi tanto como yo; tu compañero Miklós se vio obligado a valerse de un estudiante radicado en Praga para que los documentos, ensayos y fotografías, llegaran a mis manos. He comenzado a utilizar los textos del maestro húngaro de tu profesor alemán. Lentamente me hago cargo de todos los esfuerzos que has hecho para que yo disponga de pruebas y apoyos para los estudios del atroz siglo XX. Aún no he terminado de examinar los muchos recortes de periódicos, artículos históricos y cronologías que contiene el sobre que me entregó el joven Ignaz. Creo que debo dar gracias a Dios, con las manos levantadas y el pecho descubierto, por tu adhesión permanente y por el buen juicio con que has seleccionado las piezas que forman el paquete” (p. 105).
Emoción, dulzura y compasión fluyen en el pensamiento del narrador, que encauza en diversos pasajes narrativos su empatía cósmica: “Budapest, septiembre 9, 1991. Todas las mañanas muere algún pichón. Los he oído caer de los árboles, al amanecer, una y otra vez. A causa de su propia torpeza los pichones agujerean los nidos y se estrellan contra el piso. No saben aún volar pero se arriesgan a dar picotazos al nido que les protege. Pasan entonces mucho tiempo piando desesperadamente antes de morir. Los pájaros adultos no pueden socorrerlos fuera de los nidales. En el silencio de la noche que acaba he escuchado esas pequeñas tragedias ornitológicas; y asociado los lamentos de las aves a los dolores de los jóvenes atrevidos que conspiran contra el gobierno y caen en las tenazas, crueles e inmisericordes, de la policía secreta. Solía dormir junto a una ventana, en un tercer piso, desde donde podía ver las copas de una larga fila de árboles. En esos árboles anidaban los pájaros y yo los oía cantar. Cada cierto tiempo, en medio de trinos y reclamos amorosos, caía un pichón al pavimento y entregaba su vida sin gloria ni ceremonia” (p.51).
En toda la novela predomina el corte reflexivo del novelar sobre el discurrir del mundo, recordando que lo acontecido subyace como sombra: “El pasado está repleto de muertos y de pleitos; el pasado no duerme, solo dormita. Cualquier acontecimiento que coja desprevenido al pasado lo revive y relanza. El pasado está guardado provisionalmente. Sin que usted se dé cuenta podría azuzar muchos fantasmas” (p. 43).
Lo que hace el hombre subyace como una sombra irremediable. El placer se olvida pero el dolor deja una estela imborrable. Así lo consigna Federico cuando escribe: “Lo curioso del pasado es que a pesar de haber pasado no pasa del todo; queda en el recuerdo; sin embargo, la gente olvida lo que comió, lo que rió, lo que amó y disfrutó; y en cambio recuerda los sufrimientos, las injusticias, las matanzas” (p. 46).
Algunas verdades poéticas confirman la vocación pensante del narrador: “El canto de un pájaro es un himno a la vida” (p.15) o bien “El hombre no sabe la historia que hace” (p. 370). En otra parte apuntala su criterio: “Cervantes llevó a la novela una reflexión certera sobre la sociedad española; sobre sus estamentos sociales y contradicciones en las costumbres; sobre sus vicios, injusticias, padecimientos económicos. Pensó en todas las clases: en las de arriba y en las de abajo. Ofreció en su Quijote el contraste entre dos maneras de ver el mundo. El caballero andante y su escudero veían dos paisajes diferentes, igualmente verdaderos, quizás complementarios. Las ideologías religiosas de moros, judíos y cristianos son el trasfondo de las peripecias de todos los personajes, tanto de los principales como de los menores. Los alimentos interiores de las sociedades modernas han sido suministrados, simultáneamente, por el arte y el pensamiento abstracto. Esa es la leche psíquica que ha nutrido la civilización occidental durante tres siglos. Ladislao convenció a Panonia de la importancia de su tarea literaria” (p. 214).
Diez rasgos notables singularizan la novela de Federico Henríquez Gratereaux:
- Tiene una estructura narrativa fundada en artículos breves con unidad y coherencia en cada segmento que integran los capítulos de las diversas historias de esta novela.
- El narrador personaje participa en todos los cuadros y escenas que articulan la historia de Ubres de novelastra y, por tanto, establece algún tipo de relación con los demás personajes que interactúan en esta narración.
- Hay un pensamiento que atraviesa el hilo conductor de esta novela como un leit motiv que sustenta la motivación conceptual, moral y espiritual del narrador, dando aliento y sustancia a las historias que vertebran la ficción.
- Una energía intuitiva, afín al meollo de la narración, el pensamiento y la emoción, convida y sustenta la base inspiradora del impulso temático y narrativo que hizo posible la gestación de Ubres de novelastra.
- La conciencia de escribir una obra novelística, igual y diferente a las novelas precedentes, hizo que el autor inventara no sólo un nuevo formato de novelación, sino un nombre, novelastra, que asocia a una madrastra del pensamiento cuyas ubres han de nutrir, con un pecho nuevo, la leche de un pensamiento humanístico revitalizador.
- Tanto como tema central, el pensamiento adquiere en Ubres de novelastra, la categoría de personaje, puesto que el entronque de la novela, en términos de posición ideológica, axiológica y gnoseológica, determina el destino final de los hechos que la articulan.
- Una novela reflexiva, como en efecto lo es Ubres de novelastra, centrada en la razón de ser de la libertad del hombre y en el anhelo inexorable de la condición humana, hace del contenido de la narración la fuente generativa no sólo del lenguaje discursivo sino del decurso de hechos y conceptos.
- El encanto de esta novela no radica en la belleza de la forma sino en la belleza del pensamiento, que hace del concepto mismo el alma del novelar cuyo perfil cinematográfico está presente en algunos de sus pasajes.
- El concepto o un planteamiento conceptual, concebido como la matriz inspiradora de Ubres de novelastra, es natural que la categoría tradicional de hechos, ambientes y personajes trascienda la coyuntura espacio-temporal para fundar, más que en un país o en unos acontecimientos, en el hombre mismo el centro de las apelaciones narrativas.
- La aplicación de técnicas, recursos y procedimientos narrativos, ineludibles en cualquier tipo de novela, así como el conjunto de anécdotas y vericuetos del lenguaje y el estilo, dejan de ser, en una novela como la presente, mero instrumento de una retórica narrativa sino cabal formulación de un dispositivo formal apropiado al propósito novelístico del autor.
En fin, Ubres de novelastra, una obra maestra por la densidad de su contenido y el modo de su formato, refleja el alto nivel de sensibilidad y conciencia de Federico Henríquez Gratereaux, que ha hecho una novela del pensamiento, al tiempo que pone de manifiesto el talento narrativo, el fundamento conceptual y el dominio del lenguaje de este nuevo narrador de las letras dominicanas.
Bruno Rosario Candelier
Academia Dominicana de la Lengua
Santo Domingo, Ciudad Colonial, 8 de agosto de 2008.
Notas:
- Federico Henríquez Gratereaux, Ubres de novelastra, Santo Domingo, Corripio, 2008, 505 pp.
- Julián Marías, Idea de la metafísica, Bs. Aires, Editorial Columba, 1957, 13.
- En mi obra de ensayo Tendencias de la novela dominicana (Santiago, PUCMM, 1988, pp. 69ss) presento las características y las leyes del novelar.
- Antonio Fernández Spencer, A orillas del filosofar, Ciudad Trujillo, Arquero, 1960, p. 54.
- Federico Henríquez Gratereaux, Un ciclón en una botella, Santo Domingo, Alfa y Omega, 1996, p. 25.