Por León David
Por versátil y fecunda, por ejemplar y aleccionadora ha de ser tenida la trayectoria intelectual del escritor cuya más reciente obra ensayística a la desmañada pluma mía, la que estos renglones vacilantes pergeña,-acaso por desliz infortunado de la suerte- se le ha encomendado presentar. Porque, reconozcámoslo, de algo podemos estar ciertos: no es cuestión de poco, no es tarea liviana discurrir por despacio, como toda digna ponderación amerita, acerca de las prendas que atesoran las páginas del libro que la péñola del admirado polígrafo y pujante director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier diera semanas atrás al arduo honor de la tipografía con el título harto apropiado e incitante de El Lenguaje de la Creación… Que si estoy al cabo de lo que pasa, en el trance que ahora me abruma lo que tiene toda la traza de ser verdadero es que sabedor de que a cualquier pensador de fuste, a cualquier docto letrado, a cualquier escoliasta de enjundiosa erudición le habría de resultar labor riesgosa y complicada hacer valorativa justicia a las subidas virtudes del mencionado libro en razón de los muchos, variados y felices adentramientos exegéticos tanto como de los fundamentados planteos teóricos de que dicha publicación rebosa…, en fin, que si parejas mentes ilustradas poseedoras de refinados escalpelos críticos habrían de poner todo su empeño, experiencia y sudores para en el mejor de los casos no deslucir al comentar la obra del notable académico mocano, tengo por cosa averiguada que mi desmayado ingenio y torpe prosa jamás conseguirán, por más ahínco y terca voluntad que a esa faena aplique, dar cuenta con la fidelidad y hondura que la cuidadosa indagación reclama, de las bondades que en el plano del pensamiento como por igual de la expresión reúne el ensayo bautizado con el título de El Lenguaje de la Creación, por modo tal que me acosa el temor de hallarme a punto de cometer el imperdonable dislate, el necio despropósito de apagar el fuego con aceite…
Empero, si estoy muy consciente de que de la medianía de mi ingenio vano sería esperar el análisis sesudo y meticuloso que el señalado volumen requiere, procuraré apañármelas en los breves razonamientos que a seguidas me he propuesto hilvanar para, ya que no hacerme más acepto a los ojos del público, al menos sí, cobrando ánimo, no empedrar este escrito de consideraciones ociosas y explicaciones insustanciales.
Haciendo gracia de pormenores anecdóticos a cuantos han tenido la cortesía de prestarme su atención, daré entonces inicio a estas insuficientes apostillas proclamando que con el texto de ensayos que nos ocupa, Bruno Rosario Candelier una vez más confirma posicionarse como uno de nuestros más levantados cultivadores del género que el ilustre pensador galo Miguel de Montaigne creara siglos atrás. En efecto, si no me pago de apariencias la limpidez de la expresión, la coherencia y ajuste de la argumentación, la elegancia expositiva, la porfiada ausencia de todo rebuscamiento, la agudeza conceptual y last but not least, la naturalidad y sugestiva eficacia con que la frase se despliega en las páginas de El Lenguaje de la Creación, categóricos e indiscutibles atributos son de ese raro señorío que el maestro y nadie sino el maestro es capaz de ostentar, y que sólo un temperamento tristemente refractario a los encantos de la palabra que refulge y a la compacta solidez de la idea se atreverían a preterir.
Y maguer argüiría escasa fineza espiritual no haberse dejado alguna vez embargar por el escepticismo, para cuantos de los que han consentido con benevolencia que agradezco no quitar oído a los encomios recién expuestos sobre las cualidades de la ensayística de don Bruno (oyentes que pese a haber hecho acopio de gentileza y urbanidad no han podido quizás librarse de sospechas con respecto a la verosimilitud y pertinencia de las encendidas alabanzas ut supra vertidas), para ellos remacharé, y en esto va nuestro crédito, que no soy del número de los que se complacen en ver montañas donde solo hay planicies ni de los que por amor a las hipérboles condice con un lenguaje de estrepitosa garrulería que prodiga frases rimbombantes y gratuitos aplausos, sino del exiguo cónclave, cada día que pasa más encogido, de cuantos en materia de crítica no temen correr el albur de ser vilipendiados por no dejar piedra por mover del escrito examinado aunque ello implique revelar de qué pie cojea la obra en cuestión…, que si bien es verdad que la valoración literaria, cuando se lleva a cabo con rigor y seriedad, ha de avanzar por los carriles de la ecuanimidad, el tacto, el equilibrio y la mesura, ello no significa que a la hora de justipreciar a un autor debamos resignarnos a efectuar una helada exégesis de estériles precisiones a la que le ha sido previamente sustraídos el corazón, el músculo y la sangre so pretexto de inscribir los juicios a que el escrito diera lugar en los pagos de una ilusoria cuando no fingida objetividad científica… Aserto tal vez escandaloso este que acaba de resbalar de los puntos de mi pluma del que no sería errado colegir que si bien abogo y me desvivo por ejercer una modalidad crítica que excluya el tan frecuente desplome en el rebajamiento y el desdén propio del emponzoñado espíritu de campanario de nuestro cotarro intelectual, de ahí no cabe derivar que -reverso de la medalla- solo tenga ojos para observar en la obra del escritor sus logros de pensamiento y expresión incurriendo así en el contrapuesto desacato de convertir lo que debía ser comentario explicativo y esclarecedor en obsequiosa apología. Pues no. Téngaseme en el bando de los que solo queman el orobias de su admiración ante aquello que es digno de ser admirado.
Y razones no escasean sino que antes sobran para que el ensayo de Bruno Rosario Candelier sobre el que estamos volcando nuestra mirada gane -amor a primera página- la fascinada aprobación del lector culto afecto a los enigmas de la lengua y la literatura; y tal aprecio se agenciará por exigente que sea su paladar estético y por mucho que su temperamento se muestre reacio a responder con reciedumbre y viveza a los estímulos de la palabra altiva y medulosa. Porque, créanme que así lo siento, las páginas de este nuevo libro del prestigioso polígrafo criollo están muy lejos de ser esa catacumba de menudencias por la que en la esfera de la teoría literaria tantas veces se nos obliga a transitar; muy al contrario, páginas son en las que la visión aquilina del autor logra casi siempre sortear los peligros que amenazan al escrupuloso ensayista de ideas, esto es, la litúrgica falta de aliento de la hermenéutica. Pues es el caso que al margen de toda pompa profesional y haciendo a un lado la engorrosa pedantería de académica estofa, don Bruno nos ofrece -lo que es ya en él costumbre- una serie de penetrantes acercamientos tanto a temas generales de nuestra lengua como a la creación de consagrados poetas amén de a numerosas voces literarias actuales y no suficientemente conocidas de nuestro país.
Sin embargo, habiendo llegado a estas estribaciones de mi ponderación, en la que como no han podido dejar de constatar quienes hasta aquí han tenido la paciencia de acompañarme no he pesado las loas en balanza de farmacéutico por lo que hace al encarecimiento del libro que estamos presentando, habiendo, pues, alcanzado estos arrabales de mi cavilación (hasta ahora poco más que enfático testimonio de entusiasmo y de inequívoca aquiescencia) procede o, antes bien, urge que remitiéndonos directamente a la publicación de autos me dé a la tarea de demostrar que las virtudes que de manera tan contundente manifestara párrafos atrás haber advertido en la aludida obra no son producto de mi fantasía o de una insana proclividad a la lisonja sino que en realidad existen y que cualquier persona ilustrada no desprovista de los consabidos dos dedos de frente se halla en perfecta capacidad de verificar. Ahora que para ello, para mostrar hasta qué extremos El Lenguaje de la Creación es trabajo que de manera paradigmática exhibe los más substanciales, genuinos y felices atributos del género del ensayo, no creo desacertado ni extemporáneo echar un somero vistazo a lo que quien estas líneas pergeña entiende por pareja modalidad de escritura.
En efecto, habida cuenta de que las prendas que exornan el libro que hoy estamos bautizando refieren todas ellas a la concepción que tengo del ensayo o, es otra manera de decirlo, que el pináculo en que he colocado la mencionada creación de don Bruno es consecuencia natural e inseparable de la maestría de que da prueba el autor en el manejo de la prosa ensayística, de guisa tal que, medido con semejante rasero, los méritos literarios e intelectuales que en dicha creación he creído percibir obedecen en buena parte a la destreza y seguridad cómo responde su pluma a las exigencias del género cual yo lo concibo y enaltezco, en resolución, a tenor de lo dicho entiendo que no será posible calibrar la excelencia de la obra que estamos comentando sin que previamente, así sea de manera esquemática e incompleta, exponga al buen tun tun las que considero son las inconfundibles y representativas características del ensayo.
Es opinión -acaso errónea- del que estas observaciones aventuran que en ese género literario-filosófico que llamamos ensayo confluyen dos corrientes -la sensible y la intelectual- cuyas aguas se juntan en un único cauce. La lógica del pensamiento, harto metódica, consiste en no contradecirse; la de la vida, en proliferar. Exuberante, derrochadora, la naturaleza carece de sensatez y de medida: crea y destruye lo que crea; alumbra vástagos innumerables que luego se complace, como el Cronos del mito griego, en devorar. El principio de la vida es, pues, el exceso, la fecundidad, la intemperancia. La razón, por el contrario, mucho más avara, obedece a otros cánones: empeñada en regular el caos de las percepciones que a las puertas de la conciencia irrumpe en frenética estampida, se desentiende de la totalidad para ocuparse de las partes: encasilla, filtra, clasifica, define. De semejante ejecutoria deriva tanto su poderío singular como sus decepcionantes limitaciones. Mas he aquí que el ensayista, que al frecuentar ideas se ve constreñido a transitar por los angostos cuanto riesgosos senderos del raciocinio, no se resigna, sin embargo, a desprenderse por completo de la impenitente propensión a la abundancia feliz, a la lujuriosa fertilidad de la existencia que postula, con irresponsable despreocupación en el arrobo de la certeza presentida, la unidad de los contrarios, la identidad de lo diferente, la radical afinidad de los opuestos… Solicitado con igual perentoriedad y parejo celo por ambas instancias rivales (la mente que articula y el sentir que motiva) debe el escritor desbrozar una vía de compromiso que permita a los bien educados pensamientos convivir con las incoercibles urgencias vitales de la personalidad. Esa vía de compromiso es, en cuanto puede conjeturarse, el ensayo. Apartándonos de las marismas del hastío en que suele adentrarnos la prosa meramente explicativa y gris, el ensayo es género mixto, disputado territorio fronterizo de la literatura. A horcajadas cabalga con un pie en el estribo de la enunciación objetiva y otro en la expresión de la subjetividad particular y única. Es fruto del afortunado mestizaje entre el intelecto que analiza y la intuición que presiente, entre la razón que duda e investiga y la emoción que adhiere a irrecusables certidumbres, entre la fórmula discursiva convencional que se vuelca con afán hacia el conocimiento de la realidad circundante y la potencia simbólica de la fantasía que lanza su red de imágenes sobre el océano encrespado de lo posible -quizá también de lo imposible- para extraer del seno misterioso de las aguas el reluciente pez, aún trémulo y desafiante, del asombro. Hijo predilecto -ignoro si natural o legítimo- de las efervescencias del sentimiento y de la comedida reflexión, no reniega de ninguno de sus progenitores; alardea, por el contrario, de su bastardía intelectual, de su mulataje artístico a los que debe esos delicados perfiles, esa fibra nerviosa, esa vigorosa y elástica musculatura literaria que hace las delicias del lector exigente, aquel que no sabe satisfacerse si no es con el manjar sustancioso que a la par que nutre la mente y tonifica el corazón, regala el paladar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto las páginas de El lenguaje de la Creación responden a la peculiaridad privativa del enfoque ensayístico a que acabamos de referirnos? ¿Hasta qué punto la prosa que nos ofrece Bruno Rosario Candelier en el libro que -acaso de manera insolvente- estamos sometiendo a inspección conjuga las dos vertientes de sentimiento y racionalidad en que hemos cifrado la singularidad de dicho género?… Veamos de comprobarlo valiéndonos del expediente muchas veces fuera de lugar pero en este caso ineludible y sumamente oportuno y aleccionador de la cita:
«La belleza es generalmente una fuente de contemplación, motivación e inspiración. Y el profesor debe concitarla para despertar la conexión con el alma de lo viviente. Es fuente creativa de exaltación y de valoración para todo lo que de alguna manera enaltece la sensibilidad y desarrolla la conciencia, porque no solo hemos de cultivar la sensibilidad, sino también la conciencia. Una conciencia de las cosas que nos rodean; una conciencia del impacto que las cosas ejercen en nuestra sensibilidad; una conciencia del sentido de lo viviente; y una conciencia de que entramos en comunión con las cosas y, por ese vínculo, establecemos un punto de contacto con la realidad material, y ese contacto suele ser inspirador y sugerente. Dado lo anterior, la belleza tiene una vertiente que de alguna manera sirve para que nos asombremos ante el encanto del mundo y el esplendor de la Creación.» (1).
El párrafo que vengo de distraer al volumen que nos ocupa si de algo no se resiente es de echar mano al lugar común o de incurrir en afectado verbalismo. Henos aquí ante una enunciación que es simbiosis de elegancia elocutiva, vibración emocional y bien recortada nitidez especulativa. Podemos o no estar de acuerdo con las ideas que el autor manifiesta, pero lo que clamaría al cielo sería negar que tanto por el cuidadoso amarre y robustez de los pensamientos que fluyen con sentenciosa dignidad, como por la vitalidad y brillo que su palabra adquiere saturándose con el énfasis a que propende el sentimiento de la importancia y trascendencia de lo expresado, lo que clamaría al cielo, insisto, y exigiría un severo llamado al orden sería negar que nos hallamos sin discusión posible en los parajes opimos del ensayo… Porque en el referido fragmento don Bruno no se circunscribe a hacernos partícipes de lo que en su opinión es la belleza y cuál ha de ser el cometido del educador en relación con esta, o de la necesidad de hacer conciencia de cuantos aspectos de la realidad circundante afectan a nuestros sentidos-asunto de por si relevante-, sino que, siéndole muy caro y personalmente significativo lo que discurre, no puede sino adoptar al expresarse una actitud de afectivo involucramiento teñida de pasión, pasión que centellea en las vehementes oraciones y reiterados términos y giros que martillean lo enunciado. Y es en ese momento cuando mudan las tornas, cuando el lenguaje deja de cumplir una función meramente explicativa o noticiosa propio de la convencional glosa argumentativa para colmarse de…, ¿de qué?…, digamos, a falta de términos más fieles, de luz, de esa fosforescente calidez que se derrama en la palabra cuando es harto más que constructo de la razón porque el efluvio de una misteriosa verdad la impregna de sentido… Eso y no otra cosa es el ensayo. En dicha modalidad de escritura detrás de la palabra quien la pronuncia siempre está presente y sentimos su aliento y su respiración y casi la tibieza de su tacto cuando recorren nuestros ojos los renglones que su péñola estampara. Y si acaso disentimos de lo que afirma no podremos menos que hermanar, por mor de cierta central y secreta afinidad con lo humano, con aquello que se revela y plasma en el gesto verbal, en la confidencial proximidad del ademán retórico. Y es esta la razón de que en el ensayista de garra -¿acaso hay otro que ese nombre merezca?- lo que nos dice, de manera infalible, certera y memorable «se non e vero e ben trovato».
Es pareja cualidad, en modo alguno prescindible, la que, a tenor de lo expuesto, confiere, en mayor medida que cualquier otra nota distintiva, identidad y nítidos perfiles al género que el célebre gascón creara siglos atrás. Y pues lo pudimos comprobar en el texto de la obra de don Bruno más arriba citado, como tan llamativo rasgo forma parte esencial de la manera de abordar el análisis teórico y la crítica literaria en esta su más reciente publicación, estamos -a nadie se le ocultará- frente a un fornido cálamo de ensayista.
Si por casualidad por lo que atañe al talante ensayístico de la prosa que el autor nos obsequia en su libro quedaran agazapadas algunas dudas o prevenciones en el cerebro de los que hasta estas reflexiones han consentido arrimarse, es hora de puntualizar que sobran las páginas atiborradas de espléndidos pasajes como el anteriormente reseñado, páginas que en beneficio de la concisión los buenos modales estilísticos me han recomendado no trasvasar a estas cuartillas. Sin embargo, para que no se me hagan cargos infundados y pueda el que lo desee verificar que no le estoy dando gato por liebre, aquí va otra elocuente cita:
«A Salomé Ureña no la seducía únicamente el aspecto formal de la poesía, pues para ella la literatura era instrumento de concienciación y acción. La poesía no se inventó para crear belleza, aunque la expresión de la belleza forme parte de su naturaleza estética por su condición literaria, sino para sembrar un ideal de vida, canalizar un contenido relevante y plasmar verdades metafísicas. Salomé se valió de la poesía para impulsar su ideario de transformación y desarrollo, sintiéndose poseída, como efectivamente estaba, por «el fuego fecundante de la idea» para inyectar un nuevo aliento de vida, de acción y de esperanza. Salomé Ureña creía en la eficacia de la palabra. Y cuando la palabra se impregna de amor y entusiasmo, despliega el poder subyacente a su energía, y entonces fluye la virtud operativa de lo divino.» (2).
He aquí, de nuevo, un párrafo que aúna a su luminosidad expositiva la rotundidad del juicio que define y esclarece, texto que si bien ha sido construido con arreglo a las consuetas normas gramaticales, despliega bastante más que meros dictámenes de salón escolar porque (así lo siento yo y lo sentirá cualquier lector cultivado) es desde los adentros del que habla o, en este caso, del que escribe, desde los hontanares de una certidumbre cuasi física, cuasi corporal que brota la apreciación acerca del valor de quien sigue siendo nuestra principal porta-lira femenina. Y esa carnal irradiación, fruto de gozosa identificación anímica, confiere a la frase del exegeta una cualidad que allende la verdad de las ideas aducidas nos tocan en los más recónditos hondones de nuestro ser.
Y en aras de dar remate al punto que estamos debatiendo, continuaré abusando de quienes me escuchan trayendo a colación otra jugosa cita de El Lenguaje de la Creación:
«Ya los antiguos griegos hablaban del Numen para referirse a la sabiduría metafísica del Universo, y a ese estado trascendente de la sabiduría establecen una conexión desde su sensibilidad profunda los poetas metafísicos, los poetas místicos, los iluminados y los santos. Lupo Hernández Rueda tuvo esa dotación profunda que enaltece a los genuinos poetas y, en consecuencia, tenía la capacidad de poder entrar a la dimensión metafísica de lo viviente y acceder, como efectivamente accedió, a la sabiduría espiritual del Numen, razón por la cual pudo captar verdades profundas que plasmó en su poesía como conocedor de la palabra y, como hombre sensible vivió, experimentó y comunicó con palabras simples y comunes, con un lenguaje sencillo y sugerente esa dimensión profunda y trascendente. Por su singular dotación pudo revelar el nivel superior de las imágenes y los símbolos que su percepción traducía al lenguaje de la poesía para canalizar verdades provenientes de las altas regiones donde mora la esencia de la sabiduría cósmica.» (3).
El tema que aborda Bruno Rosario Candelier en el pasaje transcripto dificulto que nadie me recrimine por reputarlo profundo, sutil y complejo. Pertenece a esa suerte de cuestiones de filosófica catadura sobre las que plumas no suficientemente aguerridas y experimentadas suelen para su mal tentar fortuna, aventura intelectual que en el mejor de los casos se salda con una decepcionante orgía de vaguedades. En canje, creo ir asistido de razón al sostener que nuestro autor, en franca contraposición a tantos teoristas mirlados que por doquier gorjean, da en el clavo expresándose con el máximo de pulcritud que admiten las abismáticas opacidades del asunto escudriñado. No es desde luego cosa baladí la que saca a orear don Bruno en el párrafo citado, cuestión que pueda ser resuelta acogido a un punto de vista a pie de tierra, como asimismo sería ingenuidad de a libra suponer que de semejante asunto no quede el rabo por desollar, ya que el ensayista si bien no debe examinar a humo de pajas lo que despierta su interés o su curiosidad, no está obligado tampoco a vindicar con acopio de páginas -como es el caso del tratadista- los parajes que explora. Porque -de ello está perfectamente enterado Bruno Rosario Candelier- quien se arriesgue a la apasionante singladura por las lujuriosas latitudes del ensayo ha de evitar la actitud a un tiempo mojigata y presuntuosa del especialista. No consiente el género la desoladora aridez del formulismo técnico. Es el ensayista, antes que nada, un profesional en generalidades. Su tema es la vida, el horizonte inagotable de la experiencia humana. Aun cuando contribuyan sus escritos a enriquecer nuestros conocimientos, a que percibamos ciertos valores, a que inyectemos en nuestra mente buena dosis de saludable escepticismo, el autor de ensayos está muy lejos de circunscribirse a desarrollar una tarea de orden científico. Ciertamente en todo ensayo encontraremos dispersos, como cantos al borde del camino, las gemas preciosas del auténtico saber. Pues partiendo de su raigal experiencia apunta el ensayista la mira de su reflexión sobre cualquier asunto que despierte su insaciable curiosidad; y no es desatino suponer que su perspicacia analítica terminará por obsequiarnos suculentos frutos intelectuales. Pero jamás se propone el autor de ensayos agotar un problema hasta sus últimas consecuencias sirviéndose de observaciones de laboratorio, abrumadoras estadísticas o metodologías rigurosas… Como genuino ensayista procede nuestro mocano autor; y con ese estilo exento de expresiones difíciles, de giros desacostumbrados, de rebuscado léxico y retórica campanuda, estilo que rehúye felizmente tanto la dicción crespa y martillada como la expresión relamida y equívoca, no solo nos ilustra y cultiva en torno a los temas de los que trata sino que también nos ilumina e inspira en razón de que frecuentemente, gracias a su peculiar abordaje estilístico, merced a la perspectiva intelectual que asume, suscita, sugiere e insinúa mucho más de lo que dice…
Afirmaba Paul Valéry que «existe una sensibilidad de las cosas intelectuales: el pensamiento puro tiene su poesía. Puede incluso preguntarse si la especulación prescinde de cierto lirismo, que le da el encanto y la energía necesarios para seducir el espíritu y meterlo en ella.» (4). El portentoso ensayista que era Paul Valéry no yerra el tiro, antes bien, coloca el dardo en pleno centro de la diana. Pues sin duda a tan fina y aguda observación no hay manera de llevar la contraria. Todo ensayista de médula lo sabe y en eso se distingue del simple comunicador de ideas o del investigador que desarrolla por escrito sus descubrimientos. Y esa vívida coloración que adquiere la prosa ensayística, que confiere el encanto y poder de seducción a que el encumbrado poeta y pensador galo se refería, está presente en la obra que se me ha encomendado presentar, como cuando con cristalina sencillez asienta don Bruno: «los animales y las plantas, que son nuestros congéneres como seres vivos, no tienen el don de la palabra como lo tenemos nosotros, y ese es un privilegio que a veces olvidamos: el inmenso privilegio de saber hablar, de usar y crear sonidos y sentidos con un propósito creador, de entender a nuestros hablantes y comprender lo que leemos y escuchamos. Ese es un privilegio que enaltece la condición humana.» (5). O cuando nos recuerda el director de la Academia Dominicana de la Lengua que «El entusiasmo es un aliento divino que tiene toda persona que experimenta una vocación por algo grandioso. Toda persona que experimenta una pasión para consagrar su talento, su energía y su creatividad es señal de ese aliento divino, es evidencia de ese entusiasmo, de ese «en-theos.» (6). O bien cuando adoptando un ademán enfático declara: «La incuria en el lenguaje, la vulgaridad expresiva y el uso de voces soeces, señales son de frustración y resentimiento, y su uso, como el del lenguaje del doble género, inficiona el sistema de nuestra lengua aunque se use en nombre de un supuesto avance cultural.» (7).
Pensamiento apretado y sólido el de Bruno Rosario Candelier, pensamiento que sin embargo no excluye la discreción, el buen tono y la galanura que el grueso de los analistas y críticos para nuestro fastidio dejan a un lado en sus laboriosos emprendimientos indagatorios, absteniéndose de la nobleza de la expresión con no menor escrúpulo que los cartujos de al carne. Y el resultado de tan desafortunada insuficiencia es esa suerte de crítica que el gran José Enrique Rodó estigmatizaba tildándola de «estrecha de criterio y nula de corazón».
A buen seguro, si la fortuna no me ha dejado de su mano, en las páginas que anteceden ha quedado palmariamente registrado que por lo que hace a su perspicacia y fineza valorativa tengo al autor de El Lenguaje de la Creación por escoliasta de mucho tonelaje. En efecto, según es de ver, cada vez que don Bruno se impone la tarea de elucidación y cata de la producción literaria de algún escritor remoto o contemporáneo, célebre o poco conocido, criollo o extranjero, consigue de continuo que nosotros, sus lectores, paremos mientes en lo esencial del texto inspeccionado, en aquellos elementos tanto expresivos como gnoseológicos de dicho texto que lo singularizan y realzan, de manera que, a fuero de comedido, nos adentra en los intríngulis del escrito examinado haciendo caso omiso de los inútiles abalorios de intrincada retórica como, por un parejo, de un lenguaje infectado de presuntuosa objetividad acompañado de copioso y menudo aparato documental.
Porque no es solamente por exégeta brillante que merece Bruno Rosario Candelier el título de maestro, sino también y en no estrecha medida por sus cualidades de pedagogo, de guía, de educador…, cualidades que impregnan y fecundan su prosa ensayística confiriéndole didácticas virtudes. Esta crítica, la didáctica, alienta el propósito formativo de ilustrar, de constituirse en fuente de aprendizaje para quienes a ella se avecinen. Una puntualización, no obstante, en este preciso lugar reputo por indispensable: todo escrito de apreciación y estimativa que en materia literaria merezca ser encarecido, cualesquiera sean los postulados heurísticos en los que se asiente, exhibirá un costado didáctico, habida cuenta de que no podría el critico orientar al lector en torno a las prendas o bondades de las obras que comenta desentendiéndose del objetivo de conducirlo por vías -cuanto más descampadas mejor- a un más pleno entendimiento de lo que su autor ha querido expresar, o tal vez ha expresado sin que esté plenamente consciente de haberlo hecho; al cabo y a la postre, cuando el escoliasta compara, esclarece, discrimina y emite juicios de valor estético, de una u otra forma está llevando adelante una labor que no sería en modo alguno incorrecto considerar didáctica.
Sin embargo, verificada la pertinencia de la salvedad a la que acabo de hacer mención, no me parece ande mi péñola descaminada al reconocer como una clase aparte entre las estrategias de ejercer la crítica, la que he llamado didáctica, que se puede definir -y no creo sacar las cosas de quicio- como la que amén de hospedar en las antologías, sinopsis, recopilaciones, prontuarios, historias literarias y demás manuales concebidos específicamente para servir de útil valimiento a profesores y estudiantes en los distintos niveles de escolaridad, distingue por cierto tono profesoral y cometido didascálico la ensayística del autor de El Lenguaje de la Creación. Quienes cultivan esta especie de crítica deben prestar esmerada atención a desplegar sus pensamientos y razones en un lenguaje apegado a la sencillez y la naturalidad; dada su finalidad educativa el estilo a que procede se orillen los practicantes de este género de estudios críticos es el que se halla en el polo opuesto de la gratuita y ostentosa artificiosidad. Esquivar la anfibología, rehuir la vaguedad, desterrar de la página voces técnicas y giros desusados ha de ser preocupación asidua de los escritores de ensayos de didáctica índole. Por supuesto, en la aludida actitud discursiva acampa la idea de que cuanto menos las palabras y formas sintácticas empleadas acaparen la atención del lector en detrimento de los conceptos a que dicho vocabulario y modos gramaticales refieren, mejor será el resultado en punto a la aprehensión adecuada de la materia expuesta. Así, es resorte del tipo de crítica que nos ocupa que sus representantes ponga su mayor empeño en no llamar demasiado la atención hacia sus idiosincráticos perfiles estilísticos; que procuren la concisión sin resbalar hacia el laconismo; que nos ahorren la novedad en beneficio de la claridad y la excelencia; que se resistan a la tentación de cortejar usos forzados y difíciles, voces de muy reciente creación y estatus aún no establecido, como también prescindan de cláusulas demasiado extensas plagadas de circunloquios en torno a los pensamientos que se pretende destacar, los cuales de ese modo ocultos escaparán a nuestra mirada inquisitiva; y que, por último, mas no por ello menos importante, que tenga siempre presente el crítico didáctico lo que al respecto decía Schopenhauer: «Y sí que no hay nada más sencillo que escribir de manera que humano alguno lo entienda; igual que, por el contrario, nada más difícil que elaborar ideas significativas de manera que todo el mundo las tenga que entender.»
No encajará la saeta en el blanco, sin embargo, quien de lo formulado en los renglones anteriores dé en suponer que los autores de críticas didácticas deambulan por el mundo de la escritura huérfanos de estilo, y que semejante condición es la que asegura la calidad de su trabajo meticuloso y esforzado; pensar tal cosa sería hacerles injuria con un juicio apresurado. La mejor prueba de que no es así la ofrece el verbo tonificante y fúlgido de Bruno Rosario Candelier. Porque que los críticos mencionados tengan entre sus prendas más valiosas desestimar tópicos manidos y atenerse al principio de descartar, siempre que sea posible, cláusulas subordinadas y aclaraciones parentéticas, es conducta elocutiva que en modo alguno niega la elaboración de un discurso cuyos admirables atributos nos hagan sentir amor a primera página. Entonces, de modo categórico afirmaré -y no me temblará el pulso al hacerlo- que el hecho de que el ensayo didáctico, por responder a un explícito propósito de instruir se amolde a lo que no sería irrazonable calificar de un patrón de sobriedad expresiva, de ninguna manera implica penuria elocutiva, de ninguna manera el escritor que a dicha forma verbal se atenga tendría que acusar pobreza léxica, anodina sintaxis e ideas sensatas hasta el aburrimiento, de ninguna manera se justificaría tildemos su habla de roma, deficiente e insípida; siempre que el crítico del género didáctico, deseoso de esquivar jergas opacas y peroraciones de relumbrón no extravíe el rumbo deslizando su palabra hacia un esquematismo sentencioso de persistente y notoria infecundidad, su proceder elocutivo servirá en mucha parte al propósito educativo que persigue, el cual no estriba tanto en celebrar o condenar sino en discernir. La crítica didáctica destinada a vivir más allá del día no necesita atuendo dominguero para hacerse apreciar; basta que testimonie claridad de juicio y entereza de corazón, que nada se revela más digno de ser enaltecido que la sencillez discursiva cuando es portadora de un pensamiento noble en un decir hermoso…
Y si se me permite concluir el baile ya que se me ha sacado a bailar, fungiendo de juez sentenciaré que tales y no otras son las virtudes de la ensayística del director de la Academia Dominicana de la Lengua Dr. Bruno Rosario Candelier, virtudes que en la obra El Lenguaje de la Creación campean por sus fueros y que tengo copia de razones para pensar que a causa de la casi intolerable lucidez y veracidad de las ideas y de las pobladas intuiciones que animan su discurrir, los ujieres de la prosa desaliñada que tanto abunda por estos isleños pagos le rendirán el máximo homenaje de que son capaces: el de su envidia, resentimiento y desazón.
- EL LENGUAJE DE LA CREACIÓN, El estudio de la lengua y el cultivo de las letras, p. 18.
- EL LENGUAJE DE LA CREACIÓN, La llama patriótica en la lírica de Salomé Ureña, p. 209.
- EL LENGUAJE DE LA CREACIÓN, Intuición metafísica en la lírica de Lupo Hernández Rueda, p. 296.
- VARIEDAD I, Cantos espirituales, Edit. Losada, Argentina, 1956, pp. 14-15.
- EL LENGUAJE DE LA POESÍA, Aporte de Manuel Patín Maceo al estudio del léxico dominicano, p. 172.
- EL LENGUAJE DE LA POESÍA, El lenguaje de la gramática en Manuel Campos Navarro, p. 177.
- EL LENGUAJE DE LA CREACIÓN, El lenguaje del doble género, p. 182.