Por Bruno Rosario Candelier
A
Ignacio Bosque,
cultor de la forma que edifica.
A Nikos Kazantzakis le seducía el tema de Dios. El fenómeno divino se revelaba en sus angustias, conflictos y obsesiones que traspasaba a sus personajes de ficción. Con el lenguaje de su culta prosa y la convicción de sus creencias filosóficas, estéticas y espirituales, Kazantzakis plasmaba impresionantes descripciones en imágenes poéticas y figuraciones narrativas, y canalizó la razón de ser de sus búsquedas en la mística, la más alta pasión de su sensibilidad que reflejó en páginas memorables.
Entre sus novelas recomiendo El pobre de Asís. Su obra testimonial, Carta al Greco, enseña a ponderar, desde la visión de un creador, cuatro dimensiones singulares de los rasgos de una escritura, como son la apelación, la sensibilidad, la concepción y la cosmovisión, que tomo en cuenta al valorar el aporte intelectual de este creador griego de las letras contemporáneas.
La prosa de Nikos Kazantzakis cultiva una expresión exuberante y emotiva hasta el grado de cautivar con su lenguaje pleno de belleza sensorial, rebosante de pensamiento trascendente, lo que ha hecho de sus novelas hermosas creaciones literarias. En ellas fusiona, con admirable maestría, la pasión griega, la mística cristiana y la tradición cultural de Occidente.
Nikos Kazantzakis, signado por una constante búsqueda de Dios, sufría no comprender el misterio de lo divino. Sentía que su vida era un grito contra el abismo que lo separaba de lo Absoluto y, estimulado por el sentimiento de la Divinidad, le reclamaba una explicación a cada una de las interrogantes que lo asediaban. Por eso exploró el sentido de lo Absoluto en la vida de un santo tan paradigmático como san Francisco de Asís, que hizo de la pobreza la singular virtud de renunciar a todos los bienes materiales para dar cabal satisfacción a esa búsqueda angustiosa con una entrega total al destino último del hombre. La obra inmortal de Nikos Kazantzakis, El pobre de Asís, quizás la mejor novela mística de las letras occidentales, está inspirada en la vida del místico católico, el famoso Poverello que le dio prestancia a la ciudad italiana de Asís, en la región de Umbría, donde naciera y viviera este religioso, asceta y contemplativo y, según la estimación de muchos estudiosos, el creyente que más se ha identificado con el sentido místico del Cristianismo.
Mediante la luminosa palabra del poeta, dramaturgo, ensayista y novelista cretense, como fuera Nikos Kazantzakis (1885-1957), este escritor adquirió fama mundial con sus novelas Zorba el griego, La última tentación y El pobre de Asís, llevadas al cine con amplia difusión internacional. Y su obra autobiográfica, Carta al Greco, es uno de los testimonios intelectuales, espirituales y estéticos más edificantes de la literatura universal (1).
Entre sus novelas pondero de manera privilegiada El pobre de Asís. Su obra de testimonio, Carta al Greco, enseña a ponderar, en la valoración de un escritor, las dimensiones singulares de una escritura. Esos aspectos son la apelación, la sensibilidad, la concepción y la cosmovisión del escritor.
Entiendo por apelación un conjunto de ideas y actitudes que a modo de llamada interior mueven la adhesión de una persona, un intelectual o un artista a inclinarse por determinadas motivaciones que alientan y estimulan su vocación creadora. La apelación intelectual, moral, estética y espiritual opera como energía o impulso para comprender, actuar, sentir y crear. Nikos Kazantzakis estaba consciente de las fuerzas que lo apelaban a la creación, que cifraba en su contacto con la tierra, el mar, la mujer y el cielo, con una pasión y un aliento consentido. De igual modo experimentaba el conjuro de las palabras o la motivación de un ideal trascendente que lo inducía a cumplir con el deber de transmutar la sombra en luz. Entendía que cada ser viviente es un taller donde Dios, oculto, modela el barro y lo transforma: “He aquí el porqué de que los árboles florezcan y se carguen de frutos, los animales se reproduzcan y de que el mono haya podido superar su destino y mantenerse erguido sobre sus dos patas. Y ahora, desde que el mundo existe, ha sido permitido al hombre penetrar en el taller de Dios y trabajar con Él” (2).
La sensibilidad, tan fundamental en los creadores artísticos y literarios, es determinante en la concepción y la ejecución de una obra artística, ya que sin el concurso de los sentidos físicos e interiores es imposible realizar una creación estética y espiritual. Como artista altamente sensible, Kazantzakis gemía con el Universo en un alto grado de compenetración sensorial, afectiva, intelectual, imaginativa y espiritual. Esa misma sensibilidad explica la fuerza y la ternura de su corazón, la identificación con los elementos y las criaturas, la empatía cósmica y la atracción por la belleza y el misterio. Supo contemplar el mundo con mirada virgen sintiendo el asombro primigenio.
En cuanto a la concepción, abarca lo que piensa un escritor, y ya se sabe que la cultura moldea la ideología de un autor. Kazantzakis creía que el mundo se debatía entre el orden y el caos, y que los seres humanos estamos conformados por ángeles y demonios. Asimismo, en la obra que comento se puede apreciar que el ilustre griego entendía que el dolor y la fatalidad se hacían presentes en la vida, pero nunca debían arruinarnos. Y con relación a la función del escritor, con una vocación inaplazable en su tarea como creador de poesía y ficción, entendía que el hombre dotado con el talento para escribir, asumía una responsabilidad ineludible: “Suerte penosa e ingrata la del hombre que escribe porque se ve naturalmente obligado a utilizar palabras, es decir, a movilizar el impulso que lleva en sí. Cada palabra es una corteza muy dura que encierra un gran poder explosivo. Para encontrar lo que quiere decir, hay que dejarla estallar en sí como una granada y liberar así su alma prisionera” (3), afirmaba.
Respecto a la cosmovisión, que determina la visión del mundo y de la vida que forjamos según nos vamos formando, para formalizarla se necesita cultura intelectual y capacidad reflexiva. Los novelistas suelen plasmar su cosmovisión a través de sus personajes, que canalizan en su conducta, su lenguaje, o directamente en la voz del narrador. Nikos Kazantzakis revela su cosmovisión, y vivía como viven los creyentes en Dios, entendiendo que todo, forma parte del Todo, y que el mundo es una creación divina, y que el hombre tiene a su alcance la voluntad para vivir y luchar, el poder para enfrentar peligros y adversidades, la determinación para alcanzar la meta última de su existencia. Kazantzakis es uno de los novelistas místicos contemporáneos más conscientes de su identidad espiritual y, en tal virtud, veía el mundo con la convicción del místico. Entendía que la poesía, vale decir, la creación mediante la palabra, tiene el poder de transmutar el sufrimiento humano. En su idea, el sufrimiento inspira lucha, y la poesía la transforma en valor fecundo para la humanidad. Tal vez lo más significativo de Carta al Greco sea su autobiografía espiritual y estética que da a conocer con un lenguaje impregnado de belleza y densidad, con la trayectoria intelectual, imaginaria y afectiva de un escritor de nuestro tiempo.
La prosa de Kazantzakis tiene la belleza de la expresión exuberante y emotiva hasta el grado de cautivar con su lenguaje pleno de encanto sensorial, rebosante de pensamiento trascendente, por lo que sus novelas son hermosas creaciones de la literatura contemporánea. Después de haber agotado fructíferas jornadas y aventuras en Jerusalén, París, Viena, Rusia y Asís, en esta singular ciudad italiana que aún conserva su encanto medieval, le fue revelada a Kazantzakis la figura carismática de san Francisco, el santo que inmortalizó los templos y las callejuelas de este cautivante pueblo de la Umbría de Italia, inspirándole el más hermoso libro y la más ardiente novela que se haya escrito sobre el Poverello de Asís (4).
La vida de Kazantzakis estuvo signada por una constante búsqueda de Dios. Nada mejor para explorar el sentido de lo Absoluto que indagarlo en la vida de un santo tan paradigmático como el místico de Asís, que hizo de la pobreza la rara virtud de renunciar a todo para dar cabal satisfacción a esa búsqueda angustiosa con una entrega total al destino último del hombre (5).
Esta obra inmortal de Nikos Kazantzakis, El pobre de Asís, quizás la mejor novela mística de las letras occidentales, está inspirada en la vida de San Francisco de Asís. Hijo de un acaudalado comerciante, renunció a las riquezas y la buena vida para consagrarse al servicio divino, fundando la Orden religiosa que llevó su nombre. Vivió bajo el rigor de la pobreza, conforme la pauta evangélica del amor y la entrega generosa. Hombre simple, consustanciado con la naturaleza, asceta y virtuoso, vivió la santidad con la pasión del ideal cristiano.
Francisco fue también un personaje devorado por una lucha de identificación y consagración al Bien, la Verdad y la Belleza. Nikos Kazantzakis, que experimentó en su espíritu el zarpazo del misterio, siendo al mismo tiempo un hombre apasionado por las delicias de la vida, comprobó que el protagonista de esta novela tuvo el coraje y la visión de luchar contra la duda y la incertidumbre, prescindiendo de cuanto halaga la vanidad humana para vivir a plenitud la convicción de su creencia. Tuvo Kazantzakis talento literario, apelación religiosa y sentido místico para ahondar, en su misteriosa intensidad, las vivencias de este singular ejemplo de la vida humana y supo mostrarlo con la humanidad de un ideal movido por la fe y de una pasión incendiada en la belleza del mundo con su esplendor y su misterio.
Esta novela de Kazantzakis la narra el Hermano León, el inseparable compañero de Francisco, alter ego del narrador, que lo toma de la mano y lo lleva por las callejas de Asís, le presenta la crudeza de la vida conventual, lo pasea por Roma y Tierra Santa. En todas las peripecias y adversidades afloran luchas, angustias y conflictos, que la novela del griego va desmadejando en su emocionante historia.
Los narradores suelen elegir inconscientemente a personajes de su ficción que de alguna manera revelan facetas o rasgos con los cuales se identifican o se proyectan. El hijo de Bernardone era un atormentado por la dirección que debía imprimirle a su vida, comenzando por la búsqueda de la verdad, que en este iluminado se cifraba en la búsqueda de lo divino. Le atormentaba una dura crisis de conciencia, que despertó el sentido de la frugalidad y la pureza de vida contra el vicio del boato y el dispendio, contrapuesto a la verdad y el bien. Afirmando que nada está más cerca de nosotros que el cielo, escribió: «La tierra está bajo nuestros pies y caminamos sobre ella, pero el cielo está en nosotros» (Kazantzakis, El pobre de Asís, p.13).
La novela de Kazantzakis narra la vida de Francisco, a quien lo ubica históricamente con las implicaciones que esto conlleva respecto a la época, la visión cultural del siglo XIII, las costumbres y los rasgos sociales. Uno de los encantos de El pobre de Asís es la belleza descriptiva como complemento del novelar. En el siguiente pasaje vemos una muestra de la identificación del narrador con la naturaleza, una forma de exaltar la belleza del mundo para reconocer la presencia del Creador. En comunión con el Cosmos, en la que el narrador proyecta el impacto que experimenta la sensibilidad al influjo sensorial de lo viviente, su alma flota como la de un contemplativo arrobado y extático: “Cuando salimos de la iglesia, el cielo se había llenado de estrellas. Francisco se hundió en la oscuridad, porque sentía la necesidad de estar solo. Nos tendimos en el suelo para escuchar la noche. Las extrañas bodas pasaban y volvían a pasar por el espíritu de todos. Al principio, algunos hermanos estuvieron tentados de reírse, pero poco a poco la risa se volvía sollozos en nosotros y el sollozo, felicidad. “Así es como se debe llorar y reír en el Paraíso», pensaba yo. Por un instante, nuestras almas se habían liberado de nuestro espíritu y de nuestra carne, ya no tenían necesidad de verdad palpable. Se habían transformado en gaviotas y, posadas sobre el océano de Dios, se balanceaban al compás de Su misericordia” (Ibídem, pp.147-8).
La compenetración con la naturaleza, con el esplendor sensorial de lo viviente, es la huella tangible de la Divinidad, que los místicos asumen como epifanía del amor de Dios por los elementos y las criaturas con vida y conciencia para disfrutar sus encantos. Kazantzakis sentía y expresaba ese amoroso fervor por la montaña, las plantas, los ríos, las avecillas de los prados, los crepúsculos y los fenómenos naturales y plasmaba la intensidad dramática que sacudía el alma de Francisco cuando ponía sus ojos y sus oídos y su tacto a pulsar el aliento de las cosas, para contrarrestar angustias y obsesiones mediante la contemplación de la placidez y armonía de lo viviente.
Kazantzakis refuerza la creencia de la antigua tradición griega del concepto de la naturaleza según la cual las cosas del mundo mantienen entre sí una conexión indisoluble como un todo ordenado para un fin, por lo cual todo lo que existe, logra su posición y su sentido (6). Heredero del linaje cultural griego más auténtico y de la tradición de la mística cristiana, que integra a sus obras narrativas, Kazantzakis vincula a la Divinidad la milenaria concepción griega del orden ínsito en la naturaleza. Desde esa óptica cuántica, «todo en la tierra obedece a la misma ley divina, tanto las almas como los árboles» (El pobre de Asís, p.126).
Cuando Kazantzakis escribió El pobre de Asís en la década de los ’40 predominaban en Europa las tendencias literarias existencialistas y neo-realistas, que nuestro autor asumió engarzándolas a las corrientes cristiana y mística. Eligió como protagonista de su novela a un hombre que optó por la pobreza, que vibraba con las cosas sencillas y que sentía en carne propia la angustia y el desgarramiento de sus grandes vacilaciones, pero su vocación religiosa le confiere el poder necesario para superar las dudas y asumir el reto de la entrega a un ideal sublime. Esa lucha existencial y ese combate espiritual, intenso y ardiente que Francisco afrontó para superar las adversidades de la fe, se aprecia en varios pasajes de esta impresionante narración, en la que Kazantzakis logra compenetrarse espiritualmente con su personaje: “Una noche la luna era un disco perfecto en medio del cielo, y la tierra, inmaterial, flotaba en el espacio. Francisco recorría las calles de Asís, asombrado de que las gentes no estuvieran en los umbrales de sus casas para admirar ese milagro. De súbito, corrió, trepó por el campanario de la iglesia y empezó a tocar a rebato. La gente despertó sobresaltada, temiendo un incendio, y se precipitó semidesnuda en el patio de san Rufino. Y al ver que Francisco agitaba furiosamente la campana, le preguntaron:
-¿Por qué tocas? ¿Qué pasa?
-Levantad los ojos- les respondió él desde lo alto del campanario-.
¡Mirad esa luna!
Tal era el pobre Francisco; al menos, así lo veía yo. Porque ¿habrá manera de saber quién era en realidad? ¿Lo sabía acaso él mismo?” (Ibídem, p.23).
Obviamente, el fundador de la Orden Franciscana era un ser excepcional. Su vida era un modelo de mansedumbre, dulzura y compasión hacia todas las criaturas; tuvo el don de la comunicación con los animales, con las aves, con todas las criaturas, en virtud de una sensibilidad especial de sintonía con que la naturaleza lo dotó. Kazantzakis se compenetró tan entrañablemente con la vida y la obra del Poverello de Asís que logró pasajes reveladores de los milagros del monje, sus éxtasis contemplativos y sus diálogos con las avecillas: “-Hermanas golondrinas, os lo ruego, dejadme hablar… Encantadoras mensajeras de Dios, que traéis la primavera a la tierra, plegad las alas un instante, alineaos tranquilamente en los techados y escuchad. Hablamos de Dios, que creó las golondrinas, si me queréis a mí, que soy vuestro hermano, callad. Veo que os preparáis a partir hacia África. ¡Que Dios os asista! Pero antes de poneros en camino, es bueno que escuchéis su palabra. Entonces los pájaros plegaron las alas y se posaron a los pies y en los hombros de Francisco, fijando sus ojuelos redondos en el pregonero de Dios. De cuando en cuando se permitían batir las alas, porque su alegría era tan grande que no podían dominar su deseo de volar en el cielo” (p.273).
Los momentos de contemplación mística más sublimes llevaban al santo de Asís a la levitación, como lo testimoniaron sus compañeros de religión, aspecto que el narrador griego, como buen novelador, sabe articular a la historia de esta apasionante novela, y a veces el propio Kazantzakis no se puede sustraer a la vivencia emocional que le proporciona su propia creación literaria, produciendo páginas de sorprendente belleza y emocionado encantamiento, como este pasaje: “Callábamos. La presencia de Francisco junto a nosotros, en nuestra casa, nos tranquilizaba. Maseo y yo sentíamos el corazón lleno de profunda serenidad. Fuera, un viento violento se había levantado. Los árboles, azotados, gemían. Muy lejos ladraban perros. Maseo había puesto la marmita sobre el fuego y nos preparaba la comida. Durante nuestra ausencia había vivido de la venta de cestos trenzados con los juncos y los mimbres que cortaba el borde del río. Así se ganaba el sustento trabajando. Francisco, con las manos siempre ante el fuego, como en oración, se sumergía –podíamos verlo por su expresión– en una indecible dulzura. Había olvidado el mundo real y por un instante me pareció ver que se elevaba sobre el suelo. Había oído decir que cuando los santos piensan en Dios su cuerpo puede vencer la gravedad y permanecer suspendido en el aire. Después lo vi descender a la tierra y posarse tranquilamente, con la espalda curvada, ante la chimenea” (El pobre de Asís, p.221).
El arrebato que experimenta el alma del narrador lo desplaza hacia las criaturas imaginarias que encarnan la vivencia de su pasión, por lo cual la penetración psicológica y la urdimbre emocional y el talante espiritual que distinguen los parlamentos de los personajes de Kazantzakis evidencian el desarrollo de un escritor consumado. Se trata de una destreza narrativa que Kazantzakis revela en cuanto asume como materia y sustancia de sus narraciones. Por ejemplo, retoma los elementos presocráticos y los engarza a la visión que el iluminado de Asís tenía del mundo y de la vida, tratando de interpretar el sentir de Francisco con el entusiasmo que le caracterizaba: “Por la mañana, cuando el sol se levanta y nos distribuye su luz, ¿has observado con qué ardor cantan los pájaros y cómo salta el corazón del hombre en su pecho? ¿Has observado que las piedras y las aguas ríen? Y por la noche, cuando el sol se pone, nuestro hermano el fuego, viene hacia nosotros, acogedor. Ya sube hasta la lámpara para iluminarnos, ya se instala en el hogar para darnos calor. ¿Y el agua? ¡Qué milagro es el agua! Corre, parlera, se transforma en arroyo, después en río que baja hacia el mar cantando. A su paso, lo lava y purifica todo. Y cuando tenemos sed, ¡cómo refresca nuestras entrañas! ¡Con qué perfección el cuerpo humano se adapta a la tierra y el alma a Dios! Cuando pienso en todas estas maravillas, ya no me basta hablar y caminar” (El pobre de Asís, p.331).
Como buen griego, Kazantzakis asigna a sus novelas la fuerza vital de la antigua épica y la articula a la época en que se desarrolla la historia que narra, centrada en el personaje de Francisco, recreando escenas y ambientes como un fotograma social y epocal (7). El protagonista aparece caracterizado desde las primeras páginas de la novela y la transformación que se opera en su vida plasma el postulado esencial que toda novela, para serlo, exige a sus creadores. Tanto la historia principal, como las secundarias, sirven de apoyo al mundo novelesco que recrea Kazantzakis y, sobre todo, a la cosmovisión que articula a través de descripciones o narraciones bien articuladas.
El meollo de esta novela es la búsqueda de Dios, ejemplificada en la biografía del virtuoso de Asís, el más acabado paradigma de ternura y santidad. Fue un bello pretexto de Kazantzakis para canalizar las grandes apelaciones de su búsqueda interior y satisfacer la llamada de su vocación literaria, su sensibilidad espiritual y el reclamo de su pasión trascendente.
La vida de Kazantzakis fue una lucha desgarradora contra todo lo que le impedía la comprensión de Dios. El fenómeno divino le obsesionaba de tal modo que plasmaba sus angustias y conflictos en sus personajes predilectos, y lo revelaba en el lenguaje apasionado de su prosa con la densidad espiritual de sus creencias religiosas, filosóficas y estéticas. Y a través de impresionantes descripciones, con cascadas de imágenes y figuraciones poéticas, este griego genial desgranaba el torrente interior de sus inquietudes espirituales, que hizo de la literatura mística la razón de ser de sus búsquedas y apelaciones, haciendo de la espiritualidad sagrada la más alta pasión que prohijaron su sensibilidad y su conciencia en páginas memorables, edificantes y luminosas.
Bruno Rosario Candelier
Encuentro Literario en Monción,
Mao, Rep. Dominicana, 28 de mayo de 2001.
Notas:
- Nikos Kazantzakis nació en Heraklion, Grecia, el 18 de febrero 1883. En 1902 se mudó a la ciudad de Atenas, donde estudió leyes en la Universidad de Atenas, y en 1907 emigró a París donde estudió filosofía. Allí fue influido por las enseñanzas de Henri Bergson. Tras su regreso a Grecia, en 1914 comenzó a traducir obras de filosofía. Kazantzakis, que sufría de leucemia, en 1957 se sintió enfermo en un viaje a China y Japón y fue transferido a Friburgo (Alemania), donde murió el 26 de octubre de 1957. Está enterrado en su ciudad natal. Su epitafio reza: «No espero nada. No temo nada. Soy libre» (en griego: Δεν ελπίζω τίποτα. Δεν φοβάμαι τίποτα. Είμαι λεύτερος).
- N. Kazantzakis, Carta al Greco, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1963, p. 19.
- Ibídem, p. 75.
- Nikos Kazantzakis, El pobre de Asís, Madrid, Edit. Debate, 1989, 378 pp.
- Ver Javier Sicilia, «Nikos Kazantzakis: La desnudez sin derrota», en La Gaceta, no. 196, México, abril de 1987, p.17.
- Cfr. Werner Jaeger, Paideia: Los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1971, 2a. ed., Segunda Reimpresión, p. 10.
- Bruno Rosario Candelier, «La fuerza de la antigua épica», en Tendencias de la novela dominicana, Santiago, PUCMM, 1988, pp.39-49.
Addendum: Concepción mística y estética de Nikos Kazantzakis
“He dicho al almendro: Háblame de Dios, hermano. Y el almendro floreció”.
(Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 1973, p. 8).
Heredero de la concepción filosófica de los antiguos pensadores presocráticos, cultor del ideario trascendente de la mística cristiana y creador de una espiritualidad sagrada inspirada en la herencia teopoética de varias tendencias contemplativas de Oriente y Occidente, el poeta, novelista y prosador griego Nikos Kazantzakis hace de la intuición, la belleza y el sentido la fuente de su luminosa creación literaria.
Sensibilidad. El alma de Nikos Kazantzakis gemía con el Universo: “Todo hombre digno de ser llamado hijo del hombre carga su cruz sobre sus hombros y sube a su Gólgota. Muchos, los más numerosos alcanzan el primero, el segundo, el tercer grado, jadean, se desploman en medio de su marcha y no llegan a la cumbre del Gólgota –quiero decir a la cima de su deber: ser crucificado, resucitar, salvar sus almas. Desfallecen, la cruz les infunde miedo, no saben que la crucifixión es el único camino de la resurrección, que no hay otro… Mi alma entera es un grito y mi obra entera es la interpretación de este grito” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 1973, p. 11).
Conciencia cósmica. Identificación sensorial, afectiva y espiritual con los elementos y las cosas: “Cuando yo era niño, me identificaba con lo que veían, con lo que tocaba; con el cielo, el insecto, el mar, el viento; el viento entonces tenía un pecho, tenía manos y me acariciaba. A veces se irritaba, me resistía y no me dejaba caminar; a veces, todavía me acuerdo, me arrojaba por tierra. Arrancaba las hojas del emparrado, desgreñaba mis cabellos que mi madre había peinado, llevaba el pañuelo de la cabeza de nuestro vecino el señor Dimitri y levantaba las faldas de su mujer Penélope. Todavía no me había separado del mundo; pero poco a poco me desgajaba de él: de un lado el mundo, del otro yo; y la lucha ha comenzado” (Carta al Greco, p. 40).
Ternura cósmica. Sentimiento de compenetración con criaturas y elementos en un abrazo de armonía y piedad: “Yo iba montado en un burrito y el pastor, detrás, aguijaba al animal a cada instante con un palo ahorquillado que tenía un clavo en el extremo. La pobre bestia sufría, se precipitaba y echaba a correr. Me volví hacia el borriquero y le rogué: -¿No tienes compasión de él? Trátalo mejor, ¿no ves que sufre? –Solo los hombres sufren –me respondió-, los burros son burros. Pero pronto olvidé el sufrimiento del animal, porque pasábamos por los viñedos y olivares y las cigarras me ensordecían. Algunas mujeres vendimiaban y extendían los racimos sobre los cañizos para hacerlos secar. El mundo despedía un aroma grato. Una vendimiadora nos vio y se puso a reír. -¿Por qué se ríe ella, Kyriaco? –pregunté al borriquero cuyo nombre acababa de aprender. –Se ríe porque le hacen cosquillas –contestó él y escupió. -¿Quién le hace cosquillas, Kyriaco? –Los demonios. No entendí, pero me asusté; cerré los ojos y empecé a golpear con mis puños al burrito para que pasáramos rápido y no ver los demonios” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 55).
Belleza. Concepción de la belleza como la dimensión sensorial de lo viviente que concita nuestra sensibilidad: “Cierro los ojos, retorna la juventud, la armonía vuelve a formarse en mí, y veo pasar las riberas, las montañas, las aldeas con sus frágiles campanarios, sus plazuelas umbrías, el plátano, el agua que corre, los bancos de piedra alrededor y los ancianos sentados por la tarde, apoyados en su bastón que discuten con calma, diciendo siempre las mismas cosas, desde hace tantos años, tantos siglos –y el aire en torno a ellos y encima de sus cabezas es eterno. Y cuando por primera vez vi las célebres pinturas ¡como temblaba mi corazón insaciable! Permanecía largo rato de pie en el umbral, temblorosas las rodillas, hasta tanto se aquietaban los latidos de mi corazón y podía resistir tanta belleza. Lo adivinaba bien, la belleza no tiene piedad, no se la mira, es ella que os mira y la que no perdona” (Carta al Greco, p. 148).
Transformación de la conciencia. El cambio y la superación es una ley ínsita en la esencia de lo viviente: “Cada ser viviente es un taller donde Dios, oculto, modela e barro y lo transforma. He aquí el porqué de que los árboles florezcan y se carguen de frutos, los animales se reproduzcan y de que el mono haya podido superar su destino y mantenerse erguido sobre dos patas. Y ahora, por primera vez desde que el mundo existe, ha sido permitido al hombre penetrar en el taller de Dios y trabajar con él. Y cuanto más logra transformar la carne en amor, en valor y en libertad, más se convierte en el Hijo de Dios. Es un deber abrumador, insaciable. He luchado toda mi vida y aun lucho, pero siempre quedan tinieblas, un residuo en el fondo del corazón, y en la lucha recomienza sin cesar. Mis antiguos antepasados paternos se entremezclaban, zambullidos en lo más profundo de mí mismo, solo a duras penas logro distinguir sus rostros en las tinieblas profundas” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 19).
El sufrimiento es la clave de la transformación: “Paterópulos en la clase inferior, un viejito de pequeña estatura, de mirada feroz, bigotes caídos, siempre con su vara en la mano. Nos corría detrás, nos reunía y nos ponía en fila, como si fuésemos patos que llevara a vender al mercado. –La piel es tuya, maestro, los huesos son míos; golpea no más, golpea, hasta que se haga un hombre –le decían los padres al confiarle la cabra montesa que tenían por hijo. Y él nos golpeaba sin piedad. Y todos esperábamos, maestros y alumnos, el momento en que, a fuerza de bastonazos, nos convirtiésemos en hombres. Cuando crecí y las doctrinas filantrópicas extraviaron mi razón, juzgué bárbaro este método de mi primer maestro. Pero cuando aprendí a conocer la naturaleza humana, he bendecido la santa fusta de Paterópulos. Ella es la que nos ha enseñado que el sufrimiento es el guía más eficaz para transformar las fieras en hombres” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 46).
El hombre ha de luchar por un ideal trascendente: “Y más tarde, cuando leí la historia del héroe de Cervantes, Don Quijote se me apareció como un gran santo y mártir que, más allá del humilde sendero cotidiano, había partido, en medio de gritos y de risas, para encontrar la sustancia tras las apariencias. ¿Qué sustancia? Entonces no lo sabía, lo comprendí más tarde. Solo hay una sustancia, siempre la misma, y el hombre no ha encontrado otro medio de elevarse; la derrota de la materia y la sumisión del individuo a un fin que lo trasciende puede muy bien ser una quimera; para un corazón que cree y que ama no es quimera, solo existe el valor, la confianza y la acción fecunda. Los años han pasado. He intentado poner orden en este caos de mi imaginación; pero esta sustancia, tal como se me apareció, difusa aun, cuando era niño, me parece siempre que es el meollo de la verdad: tenemos el deber, más allá de nuestras preocupaciones personales, más allá de la comodidad de nuestros hábitos, por encima de nosotros mismos, de establecernos una meta y de esforzarnos por alcanzar esta meta, día y noche, desdeñando las risas, el hambre y la muerte. Mejor dicho, no alcanzarla, pues un alma altiva, no bien alcanza su meta, la traslada más lejos. No alcanzarla, sino no detenernos jamás en nuestra ascensión. Es el único medio de dar a la vida nobleza y unidad” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, pp. 68-69).
Nada muere, todo se prolonga en nosotros, en el Universo: “Jamás mis entrañas se habían abierto tan profundamente, de un modo tan revelador. Hacía años que lo sospechaba, pero a partir de aquella noche tuve la seguridad: hay en nosotros tinieblas, etapas múltiples, gritos roncos, bestias velludas, hambrientas. ¿Quiere decir que nada muere? ¿Nada puede morir en este mundo? Mientras vivamos, todas las noches anteriores al hombre, todas las lunas anteriores al hombre, las hambres, la sed de todos, las penas anteriores a los siglos continuarán viviendo, teniendo hambre y sed, torturándose con nosotros” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 20).
El mundo se debate entre el orden y el caos: “El terror me invade cuando oigo mugir en mis entrañas la carga terrible que llevo en mí. ¿Entonces jamás estaré a salvo, nunca se purificará el fondo de mi ser? De tabto en tanto, rara vez, una voz dulce surge de lo más profundo de mi corazón: -No temas, yo haré leyes, pondré orden, yo soy Dios, ten confianza. Pero de pronto un poderosos bramido asciende de mis riñones y hace callar la voz dulce: -¡No te envanezcas, yo desharé tus leyes, quebrantaré tu orden, te aniquilaré; yo soy el Caos!” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 20).
Presencia divina. Visión del mundo como expresión y regalo de Dios: “El espíritu del niño es tierno, su carne es delicada; el sol, la luna, la lluvia, el viento, el silencio, todo esto cae sobre él, es como si ellos trabajaran una liviana arcilla. El niño absorbe insaciablemente el mundo, lo recibe en sus entrañas, lo asimila y lo transforma en niño. Recuerdo que a menudo me quedaba sentado en el umbral de nuestra casa, resplandecía el sol, quemaba el aire, en una casa grande del barrio se pisaba la uva, el mundo entero olía a mosto, y yo cerraba los ojos, feliz, extendía mis manos abiertas y esperaba. Venía Dios, nunca me falló mientras fui niño, venía bajo la forma de un niño como yo y me ponía en las manos sus juguetes: -el sol, la luna, el viento. –Te los regalo –me decía-, te los regalo; juega con ellos, yo tengo otros. Abría los ojos y Dios desaparecía, pero aún tenía en las manos sus juguetes. Tenía sin saberlo, y no lo sabía porque no lo vivía, la omnipotencia de Dios: yo modelaba el mundo como quería” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 39).
Resignación mística. La convicción de que lo que sucede es lo mejor, alienta la comprensión del sentido trascendente: “Vi a mi padre, de pie en el umbral, inmóvil, que se mordía los bigotes. Detrás de él, también de pie, mi madre lloraba. -¡Padre –grité-, nuestra uva seca se ha perdido! –Nosotros no estamos perdidos –me respondió- ¡cállate! Jamás he olvidado este instante; creo que ha sido una gran lección para los momentos difíciles de mi existencia. Recuerdo a mi padre, calmo, inmóvil, de pie en el umbral; no juraba, no suplicaba, no lloraba, miraba, inmutable, el desastre y, el único entre todos los vecinos, salvaba su dignidad de hombre” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 73).
El sufrimiento inspira lucha, y la poesía la transforma con un alto sentido para la humanidad: “Fue el primer salto, quizás el más decisivo, de mi vida espiritual. Una puerta mágica se abrió en mi espíritu, que me ha hecho entrar en un mundo azorador. Hasta entonces Creta, Grecia, eran una superficie estrecha en que mi alma estaba encerrada y se debatía; ahora el mundo se amplió, los seres humanos se multiplicaron; mi pecho de adolescente crujía para abarcarlos. Hasta ese instante adivinaba, pero no sabía tan positivamente que el mundo es enorme; y que el sufrimiento y el esfuerzo son los compañeros de vida y de combate no solo del cretense sino de todo hombre; y lo que es más grande, entonces comencé a presentir el gran secreto: que la poesía puede trasformar toda la lucha en sueño e inmortalizar todo lo efímero que puede alcanzar, al convertirlo en canto. Hasta entonces solo me guiaban dos o tres pasiones primarias: el miedo, el esfuerzo por vencer el miedo, y la pasión de la libertad. Pero allí se encendieron en mi dos nuevas pasiones: la belleza y la sed de instrucción” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 82).
Concepción y valoración de las cosas. Necesidad mística de conocerse a sí mismo para conocer al Creador que nos creó: “Recorría el Ática para conocerla –al menos es lo que yo creía. En realidad, era mi alma lo que recorría para conocerla. En los árboles, en las montañas, en la soledad, buscaba mi alma, procuraba conocerla, en vano; mi corazón no se estremecía, señal cierta que me probaba no haber encontrado lo que buscaba. Solo un día creí que había encontrado. Había ido solo al cabo Sunion. Un sol quemante, ya era verano; los pinos heridos chorreaban su resina y el aire era balsámico; una cigarra vino a posarse sobre mi hombro y durante un largo rato caminamos juntos; mi cuerpo entero olía a pino, yo me había convertido en un pino. Y de pronto, al salir del pinar, vi las columnas blancas del templo de Poseidón y, entre ellas, resplandecientes, azul sombrío, el mar santo. Mis rodillas se doblaron, me quedé clavado en aquel sitio. He aquí la belleza -pensé-, he aquí la Victoria sin alas, la cumbre del gozo; el hombre no puede llegar más alto. He aquí Grecia” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 117).
La búsqueda insaciable de los sentidos: “No podía dormir, y una noche, al pasar por el barrio turco, oí una voz de mujer cantar con pasión punzante un amané oriental. La voz, sombría, ronca, muy grave, brotaba de las entrañas de la mujer y llenaba la noche de quejumbres y de desesperación. No podía avanzar y me detuve; escuchaba con la cabeza apoyada hacia atrás contra la pared, escuchaba y me faltaba la respiración. Mi alma jadeaba, no podía continuar en su jaula de arcilla, estaba suspendida en la cima de mi frente y tomaba impulso para volar. No, no era el amor lo que desgarraba el pecho de esta mujer que cantaba, no era el abrazo lleno de misterio del hombre y la mujer, no era la alegría, la esperanza, el hijo; era un grito, una orden: romper los barrotes de nuestra prisión, la moral, el pudor, la esperanza y precipitarnos, perdernos, fundirnos con el Amante terrible que acecha en la oscuridad, nos embruja y que llamamos Dios. Aquella noche, al escuchar la desgarradora canción de la mujer, me pareció que el Amor, la Muerte, Dios eran una sola cosa; y a medida que pasaban los años, he sentido cada vez más profunda esta espantosa Trinidad al acecho en el caos. En el caos y en nuestro corazón. No era una Trinidad; era lo que un místico bizantino llamaba: una Monada en armas” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 124).
La necesidad de crear embriaga al alma: “Esta lucha entre la imaginación y la realidad, entre el Dios creador y el hombre creador embriagó mi corazón por un instante. Éste es mi camino, gritaba yo en el patio por donde caminaba mojándome, éste es mi deber. Cada hombre tiene la talla del enemigo que lucha con él: me gusta luchar con Dios, aunque pierda. Él tomó el barro y modeló el mundo, yo he tomado palabras. Él hizo los hombres tales como los vemos arrastrarse en la tierra; yo modelaré con la imaginación y con el viento, con la materia de que están hechos nuestros sueños, otros hombres, que tendrán un alma, que resistirán al tiempo, y los hombres de Dios morirán y los míos vivirán” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 127).
Pondera lo más elevado que puede alcanzar el hombre: “-¿Cuál es la cima más alta que puede alcanzar el hombre? –le dije, procurando consolarlo. Es vencer el yo. Cuando lleguemos a esa cumbre, Angelos, solo entonces, seremos liberados.
No respondió, pero golpeaba el agua con su talón, furioso.
El aire entre nosotros se había vuelto pesado.
-Entremos –dijo-, estoy cansado.
No estaba cansado, estaba colérico.
Cuando llegamos a casa, para conjurar la desgracia, tendí la mano hacia la rica biblioteca de mi amigo.
-Mira –le dije- voy a elegir un libro con los ojos cerrados, él decidirá.
-¿Qué decidirá? –dijo mi amigo, nervioso.
-Lo que haremos mañana.
Cerré los ojos, a tientas saqué un libro; mi amigo me lo arrancó de las manos, lo abrió; era un gran álbum de fotografías: monasterios, monjes, campanarios, cipreses… Celdas al borde del abismo, con el mar agitado debajo…
-¡El Monte Athos! –grité.
El rostro de mi amigo empezó a refulgir. -¡Lo que yo quería! –exclamó. Lo que quería hace años y años. ¡Vamos!
Abrió sus brazos y me apretó contra sí” (Carta al Greco, p. 162).
El novelista evoca a María Magdalena y, al encarnarla espiritualmente, piensa en el Nazareno, y canta: “¡Oh, qué felicidad, y no puedo/levantarme, tanta es la suavidad del viento!/¡Levántate, corazón, y golpea la tierra para que se abra!/Mis hombros de tierra se estremecen como alas,/¡Pero, ay, mi cuerpo es pesado y el día tarda en surgir!/No te apresures, alma mía, dame el tiempo de vestirme y salir;./ya me visto como una desposada, me acicalo, y tiño/la palma de mis manos, mis pies con alheñas y mis ojos/con un poco de kohl y uno mis cejas con una pizca de belleza./Cuando el amor llama a la tierra, el gran cielo/acude dulcemente a llamar en mi seno, y yo recibo inclinada,/bañada en lágrimas de alegría, el Verbo como un hombre./Y cuando por fin llegaré por el sendero florido/a su tumba amada, como la mujer/abandonada por su amante, abrazaré/tus rodillas pálidas, oh Cristo, para que no te vayas…/Y yo hablaré y sostendré tus rodillas…/Aunque todos renieguen de ti, Cristo, tú no morirás;/pues guardo en mi seno el agua de Juvencia,/y yo te la doy a beber y tú retornas a la tierra/y tú caminas conmigo en los campos./Y yo gorjearé como un pájaro enamorado/sobre las ramas de un almendro que florece en la nieve;/y canta en éxtasis, con el pico en alto/hacia el cielo, ¡hasta que la rama florezca!” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 198).
Consagración a un ideal de vida: “Cuando, en mi peregrinación por Italia, me interné en las estrechas callejuelas de Asís y una tarde oí repicar las campanas alegremente en el campanario del Pobre de Asís y en el monasterio de santa Clara, sentí una felicidad inexpresable. Había permanecido varios meses en esta ciudad santa, en la casa señorial de la vieja condesa Erichetta, y no quería irme de allí. Y ahora, en estos días difíciles en que mi alma se esforzaba en ascender un poco más, mi corazón se abrió y surgió nuevamente Asís. Y vi ascender a la luz, en aquellos días críticos, al hijo de Bernardone; se puso a caminar delante de mí, vestido de andrajos, y me señaló el camino con un gesto. No era un camino, era una cuesta muy abrupta, llena de guijarros. Pero todo el aire emanaba un perfume de santidad. Recordé el día nublado en que escalé Averna, la montaña del martirio y de la gloria de san Francisco. Soplaba un viento violento y helado, las piedras grises estaban peladas, sin una brizna de hierba, los árboles estériles completamente negros; el paisaje gemía, ignorante de la risa, atormentado y duro. La pobreza, la desnudez, el desierto; una luz sombría y extraña, caía la tarde y la cumbre estaba aún lejos. Trataba en vano de concentrar mi deseo, de apelar a mi fuerza; sentía que el pánico invadía mi cuerpo –mi cuerpo helado, hambriento, sumido en la noche en pleno desierto. Y de pronto se había producido el milagro. El paisaje inhumano, despojado de flores, que me rodeaba parecía trasladarse, trepar el grado misteriosos que en secreto desea trepar toda realidad, y yo sentía que era la pobreza franciscana, dura para el cuerpo, implacable para con los hábitos confortables y las alegrías indolentes que rebajan al hombre” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, pp. 306-307).
Visión pura de la vida y el mundo: San Francisco veía el mundo con la pureza del místico, con la mirada del místico, con la empatía del místico. La mística enseña a ver el mundo con ojos de niño, de poeta o de místico: “San Francisco fue una de las primeras, la primera flor perfecta que brotó de los trabajos, de los desgarramientos del invierno medieval. Su corazón era simple, regocijado, virgen; sus ojos, como los del gran poeta y del niño, veían el mundo por primera vez. San Francisco debió a menudo contemplar una flor sencilla, un manantial, un insecto y sentir sus ojos arrasados en lágrimas. ¡Qué gran milagro, pensaba él, qué dicha, qué divino misterio son la flor, el agua, el insecto! Por primera vez después de tantos siglos, san Francisco vio el mundo con ojos vírgenes. Toda la armadura pesada, escolástica, inerte, de la Edad Media se caía, y solo quedaba el cuerpo desnudo, el alma desnuda, abandonada a todos los estremecimientos de la primavera” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 308).
La profunda apelación de la conciencia es el grito del alma que anhela sentir y canalizar el brote de la Creación: “Estaba aún peleando y luchando por domar a estos potros salvajes que son las palabras, cuando llegó el verano. Miles, millones de años han pasado desde la primera mañana del hombre y sin embargo el arte de seducir lo invisible es siempre el mismo y las reglas de la caza no han variado. Utilizamos siempre los mismos artificios, las mismas plegarias interesadas, rogamos, amenazamos, asediamos lo Invisible con las mismas argucias groseras. Porque le lama, aplastada como está por el cuerpo, no puede desplegar libremente sus alas y se ve obligada a seguir a pie los senderos de la carne. Los primeros hombres en sus cavernas se esforzaban por pintar la bestia que deseaban apasionadamente capturar, porque tenían hambre; no tenían la menor intención de crear una obra de arte, una belleza gratuita. La apariencia de la bestia que ellos grababan o pintaban en la roca, era para ellos un sortilegio mágico, una trampa misteriosa que atraería la bestia donde ellos podrían capturarla. Por eso era indispensable que la imagen fuese lo más fiel posible, para que la propia bestia que cazaban se engañara más fácilmente. Así yo también tendía, con toda la astucia de que soy capaz, las palabras a modo de trampas, a fin de atrapar el Grito inasible que caminaba delante de mí” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 397).
La apelación que determina el sentido de la vida: “Todo hombre cabal tiene en sí, en el corazón de su corazón, un centro secreto alrededor del cual gira el universo; esta revolución secreta da una unidad a nuestro pensamiento y a nuestras acciones y nos ayuda a descubrir o a inventar la armonía del mundo. Unos tienen el amor, otros la sed de conocimiento, otros la bondad o la belleza; o también la pasión del oro o del poder: todo esto lo refieren y lo someten a esta pasión central. Desdichado el hombre que no siente en el fondo de sí mismo a un monarca absoluto que o gobierna: su vida, anárquica e incoherente, se dispersa a todos los vientos” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 414).
La llamada divina toca el corazón y enciende la conciencia humana: “El aire se conmueve estremecido,/legión de llamas y ángeles en torno,/los pechos que Dios toca se hacen ígneos,/lirios las lanzas a la luz del sol,/los sillares dan flores. Los escudos/son de esmalte, rubíes y esmeraldas,/la luz, como un león, ronda y devora” (Nikos Kazantzakis, Carta al Greco, p. 420).
Bruno Rosario Candelier
Moca, Rep. Dominicana, 4 de abril de 2020.