Amor a los diccionarios

Por Jorge J. Fernández Sangrador

 

En el loft en el que transcurrían sus días reinaba ese controlado desorden en el que suelen vivir las personas interesantes, al más puro estilo Einstein, al que se le atribuye el dicho de que si una mesa abarrotada es síntoma de una mente caótica, ¿de qué tipo de mente lo es un escritorio vacío?

La impresión de desorden en el domicilio neoyorkino, en Greenwich Village, de Madeline Kripke se debía a que los rimeros de libros se alzaban por doquier. Poseía 20.000 volúmenes, de los que la mayor parte eran diccionarios y obras sobre diccionarios y lenguaje. No faltaban tampoco los retratos de lexicógrafos y los periódicos conservados con la ingenua esperanza de que, en un futuro improbable, pudieran ser releídos, o consultados, u ordenados.

Sus predilectos eran los diccionarios de términos jergales, tan frecuentes entre los angloparlantes, a los que ellos denominan, en su idioma, “slang”. En la biblioteca de Madeline había recopilaciones de los vocablos que usan los cowboys, los marineros, los soldados, los del circo, los estafadores, los carceleros o los vagabundos, por poner solo algunos ejemplos.

La fascinaban las palabras. Cada palabra. Todas las palabras. Cuando era niña, anotaba las que le resultaban nuevas, sugestivas, incomprensibles y significativas. Se las aprendía de memoria. Las repasaba. Supongo que sabría aquello de que para retener una palabra hay que haberla olvidado nueve veces.

Nació, en 1943, en New London (Connecticut), en el seno de una familia judía, aunque creció en Omaha (Nebraska), en donde su padre, Myer Samuel Kripke, era rabino de una comunidad conservadora. De niña, le gustaba estar sola o retirada en su habitación, entregada a la lectura: «Leía y leía y leía y leía y leía”, comentaba.

Hasta que un día, cursando ella quinto, sus padres le regalaron un “Webster’s Collegiate Dictionary”, produciéndose una inflexión en su vida: «Ya podía leer en cualquiera de los niveles que yo quisiera». Fue entonces cuando comenzó a aprender diariamente diez o quince palabras, que apuntaba en un cuaderno y repasaba y repasaba hasta lograr incorporarlas definitivamente a su acervo lingüístico. Y así durante años.

El escritor y pensador estadounidense Ralph Waldo Emerson sostenía que «no es un mal libro, para leer, un diccionario. No contiene banalidades, ni explicaciones superfluas, y está repleto de sugerencias, de materia prima para posibles poemas y narraciones». Lo cual es verdad. Decía Carlo Maria Martini, el jesuita que fue cardenal arzobispo de Milán, que, en su adolescencia, su lectura preferida era la de un diccionario.

Ahora bien, en el cultivo de ese afecto y dedicación al logos juega una función determinante, además de la escuela, la familia. Habría que ver cómo eran las conversaciones a la hora de comer en casa de Madeline, con su padre, Myer Samuel, el rabino, erudito en la escrituras sagradas del judaísmo y en el talmud; su madre, Dorothy, educadora y autora de libros para niños; su hermana, Netta, especialmente dotada para las lenguas, la música y la psicoterapia; su hermano, Saúl, que aprendió hebreo, él solo, cuando tenía 6 años, leyó las obras completas de Shakespeare con 9, escribía teoremas con 17 y ahora es profesor de Lógica y Filosofía en la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

Madeline falleció en abril a causa de complicaciones ocasionadas por el coronavirus. Nadie sabe a dónde irá a parar su amorosamente cuidada y especializada biblioteca de diccionarios, a cuyo incremento, clasificación, contemplación y lectura dedicó su vida entera, mostrándose así verdadera hija y heredera del pueblo de Israel, constituido depositario del “dabar” de Dios, es decir, de su palabra, dada a conocer en la biblia, en las tradiciones recibidas de los antepasados y por la diversidad de lenguas con las que nos comunicamos unos con otros.

La Nueva España, domingo 21 de junio de 2020, p. 24

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