Con frecuencia unos versos nos dejan en suspenso sin que se nos alcance por qué con nitidez. Se debe a que despiertan en nosotros resonancias de algo envuelto en el misterio. Otras veces reconocemos estas cadencias y vemos que se remontan a intuiciones experimentadas por el hombre ya en los albores de la civilización, es decir, hace tres o cuatro mil años, recogidas incluso en los libros sagrados o por la tradición. ¿Se ha producido un trasvase directo o indirecto, o se trata de una herencia cifrada en la constitución misma del hombre? Ambas cosas son posibles, sin olvidar el concurso del azar. Lo cierto es que una sola palabra puede revelarnos un mundo o una naturaleza. He aquí, por ejemplo, dos versos que sitúan a un poeta:
En el interior de la palabra alba
el alba se elevará.
Pertenecen a un poema del persa Sohrab Sepehrí y, sin que necesitemos más, nos dan su entera medida: por una parte, a través de ese bucle de la palabra sobre sí misma, nos hablan de su contemporaneidad; por otra, mediante la misma palabra y el sosiego emanado, de su carácter contemplativo y su vinculación con lo más depurado de la lírica de su país: la mística. El poema se titula “Presencia hasta el final”, y en él hallamos todo tipo de huellas que lo relacionan no solo con los textos sagrados más antiguos, sino con otros posteriores; y, entre estos indicios, los conceptos que sitúan a la poesía junto al alba y el misterio, dos hilos sutiles que sirvieron ya al autor del Rig Veda para definir precisamente el punto de partida de la creación lírica, dos hilos que, tejidos a lo largo de los siglos, siguen dibujando una misma experiencia por obra de algunos poetas contemporáneos, cuyos versos, como una escala múltiple, enlazan distintos estratos intuitivos. Junto a Sepehrí, entre otros, la poetisa inglesa Kathleen Raine o el portugués Ramos Rosa.
El citado poema de Sepehrí pertenece al último libro que escribió, Todo nada, todo mirada, publicado en 1977, que representa la culminación de un trayecto al que no fueron ajenas las estancias de su autor tanto en la India y el Japón, como en Francia y Estados Unidos. En dicho libro, pasados por un tamiz personal vivificador y unido a la tradición cultural persa, confluyen ecos orientales y occidentales, ya sea del Zen, la mística de san Juan de la Cruz o el surrealismo, por lo que resulta actual pero su raíz se pierde en el tiempo. Así, en “Presencia hasta el final”, el verbo, por una parte se vincula con el alma y el enigma –“el acceso a las palabras”, se nos dice, tendrá lugar una noche en que “el corazón del espejo desvelará sus misterios” y en la cual se elevará un alba en el interior mismo de esa palabra-, y, por otra, aparece durante una noche en que los “labios proferentes del agua” emiten destellos y el “hálito del Amigo”-ese Amigo q1ue representa el anhelo de plenitud y de unidad- esparce el asombro. Además, en el título figura una “presencia”. Es decir, el poema mueve a evocaciones distintas: en esos destellos emitidos por los labios del agua podemos vislumbrar un reflejo de los “semblantes plateados” que deseaba ver san Juan de la Cruz en la “cristalina fuente”, y la “presencia” mencionada en el título es análoga a la del libro La Presencia (The Presence), de Kathleen Raine y también a la citada por el místico persa del siglo XII Farid ud-Din Attar:
Una cadena sostiene los ángeles del cielo
por esta cadena descienden a la tierra.
Que una palabra brota de la Presencia
y los cuerpos celestes empiezan a girar.
Si no descendiera el Verbo de la Presencia
ni órbita ni cosmos ni revolución habría (p. 54).
Esta “presencia”, que para Attar es claramente la divinidad, para Sepehrí está más cerca del enigma, de eso desconocido que impulsa al poeta, pero no hay que olvidar que Attar da a su libro –un tratado de mística- el título de Libro de los secretos.
En otro poema de Sepehrí, “Dirección”, el nexo entre aquellos dos hilos sutiles, enigma y alba, surge mediante una pregunta:
“¿Dónde está la morada del Amigo?”
Fue al alba cuando el jinete hizo la pregunta.
El cielo se detuvo de inmediato, un transeúnte entregó generoso
a las tinieblas de arena
una rama de luz q1ue tenía en los labios;
luego señaló con el dedo un sauce y dijo /…/
Lo que el transeúnte manifiesta al jinete es que será un niño “dispuesto a coger las crías del nido de la luz” quien le responda. Al alba, pues, se hace la pregunta clave sobre ese Amigo a cuya “zaga” se va siempre y la respuesta la tiene el que está más cerca de la primera luz. Se trata ahora de una “dirección”, es decir, hay que orientarse hacia la aurora. Es una intuición que impregna toda la poesía mística, que se remonta a los libros sagrados y a la que Sepehrí llega probablemente a través de Sohravardi, filósofo sufí del siglo XII que, a su vez, incorporó al Islam las creencias recogidas en los textos zoroastrianos, es decir, en el Avesta. Para los zoroastrianos, Ormuz aparece en la altura infinita de la luz rodeado de seis poderes o arcángeles que son energía transitiva, Luz de Gloria, que comunica el ser. Es una luz que pone en marcha todo proceso vital: fuentes, plantas, nubes, el hombre y su inteligencia. Y esa Luz de Gloria lleva las cosas y los seres a la incandescencia del Fuego victorial, perceptible ante todo en las auroras llameantes, que anticipan la transfiguración de la tierra. Sohravardi, partiendo de estas creencias, elaboró la doctrina del Israq –palabra que quiere decir precisamente “luz del astro al levantarse”- y a él debemos esta significativa frase: “La luz es lo que es manifiesto en razón de su misma esencia y lo que, por sí mismo, hace aparecer todo lo que es otro a ella misma”. De modo análogo actúa la poesía que es vehículo de epifanía.
Ese vínculo entre poesía, enigma y luz del alba, como he indicado, se halla explícito en textos tan antiguos como el Rig Veda, que presenta puntos en común con el Avesta, lo que los retrotrae a la época en que indos e iranios no se diferenciaban, es decir, al momento anterior a su asentamiento en Irán y en el Punjab, que se sitúa alrededor de 1500 a.C. en el Rig Veda, antes de nacer la poesía, Surya Savitri, la Idea causal, asistido por sus seis rayos –seis diosas-, hace aflorar el secreto oculto en su propio ser e ilumina la mente del hombre. El nacimiento en sí es presidido por aquellos rayos: Sarama, diosa de la intuición, “precursora del alba de la verdad” en la mente; Saraswati, la intuición, rica en “sustancia de pensamiento”; Ilá, diosa de la revelación, madre de los Rebaños del sol, que representa los momentos incandescentes del espíritu visionario; Daxina, diosa del juicio y el discernimiento; Bharati, impulsora de las verdades felices, que encarna la magnitud, y Usha, diosa del alba, forma de la luz suprema, que revela la luminosa divinidad quitando un velo tras otro. La acción reveladora de la luz, pues, precede a la creación y deja a la vista los tesoros que oculta la noche. En el Rig Veda, Usha tiene el aspecto de una joven seductora que, como aquella Luz de Gloria zoroastriana, pone en movimiento hombres, animales y plantas. Por ello en los himnos, junto a alabanzas, se elevan peticiones, como sucede en el n. 1234:
Hermana de Bhaga, hermana gemela de Varuna,
oh Aurora generosa, despierta la primera./
Que el que es causante del mal, ése quede rezagado;
que le venzamos con la vaca (como) carro.
Que surjan las generosidades, (que surjan) las ofrendas
rituales; los fuegos se han encendido brillantes.
Los bienes anhelados, escondidos por las tinieblas los han
hecho visibles las Auroras resplandecientes.
En otro himno, el 48, se dice:
Ea, pues, que la Aurora viene
como una joven hermosa engendrando placeres,
avanza despertando a la gente provista de pie,
pone en vuelo a las aves. (220)
esta creencia según la cual la aurora no solo otorga luz, sino que despierta vitalmente a los seres, sigue su trayecto desde estos antiguos libros sagrados hasta nuestros días, brotando con particular fuerza en textos como Aurora consurgens, atribuido a santo Tomás de Aquino, o Aurora de Jacob Böhme. Aurora consurgens, es un tratado de alquimia escrito en la segunda mitad del siglo XIII, según la estudiosa Marie-Louise von Franz. Es interesante la interpretación que ésta hace del libro y el hecho de que pone de inmediato en comunicación los conceptos de alba y enigma. En el prefacio a su edición inglesa, refiriéndose al “secreto de la alquimia”, dice: “el secreto concierne a la relación de la psique inconsciente con la materia inorgánica, del mismo modo que con la realidad unitaria la cual podría muy bien ser su estrato común, ese unus mundus descrito por Jung en el último capítulo de Mysterium conjunctionis”. A continuación, von Franz se remite a los estudios de la física cuántica, que conducen a poner en duda el principio de causalidad, por lo que, dice, “habría que considerar seriamente la introducción, propuesta por Jung, de un principio de explicación de la naturaleza por él denominado sincronicidad”. Más adelante añade: “el físico francés Olivier Costa de Beauregard formula una propuesta, basada en los avances más recientes de los estudios cibernéticos, según la cual el universo físico posee probablemente un “trasfondo” psíquico, esfera por excelencia de la “neguentropía”, y habría que concebir el inconsciente como susceptible de ser coextensivo al mundo de cuatro dimensiones de Minkowski-Einstein o block-universe. Ahí reside la explicación de ciertos fenómenos /…/ El trasfondo psíquico o infrapsíquico del universo, según este físico, se concebiría como la “fuente de información” abarcadora de todo saber posible, como una suerte de “supraconciencia” de la cual los fenómenos conscientes que se producen en los animales y los hombres son pequeñas cristalizaciones” (15). ¿Partiría de esa supraconciencia el enigma que el alba revela al poeta, despertando gracias a su especial sensibilidad, su fuerte vínculo con el cosmos?
Respecto a las fuentes de la Aurora consurgens, Marie-Louise von Franz cita, entre otras, el Lumen luminum, atribuida a; árabe Rhazis, la Tabula smaragdina, de Hermes Trimegisto y el Secreta secretorum, del irige-Aristóteles, y observa que en el capítulo IX se mencionan unas palabras atribuidas a Morien: “el que eleve su alma verá todos los colores” (32), que se refieren, sin duda, a las etapas del proceso alquímico.
Aurora consurgens empieza con las palabras: “todos los bienes llegaron a mí con ella”. La aurora alquímica, pues, como la Usha del Rig Veda, otorga bienes. Ella misma dice: “Venid a mí y sed iluminados y vuestras operaciones no se convertirán en confusión. Todos los que me deseáis sed colmados por mis riquezas” (51). De hecho la gran riqueza que esparce esta aurora es la sabiduría, como se lee en el capítulo V, donde se hace una alusión al verbo del Cantar de los Cantares referido a la esposa “avanza como la aurora al levantarse”, en las palabras: “es la Sabiduría, la reina del Mediodía, venida del Oriente, como la aurora que se levanta” (71).
También para Böhme, el alba es dadora de bienes. En su libro pone de relieve la importancia de la luz que, dice, da la fuerza, mientras el calor sin luz lo corrompe todo, para el zapatero de Görlitz, el aire surge del calor y el frío y da la vida, pero todo procede de las estrellas, todo se mueve y crece debido a su influjo. Por otra parte, para él, ángel y hombre son hermanos, pero el cuerpo del primero –y es interesante la concomitancia con el Avesta– emite luz propia. Refiriéndose al título del libro, Böhme apunta también al enigma: “el título de la cabecera, el alba que despunta, es un secreto, un misterium oculto a los prudentes y sabios de este mundo, del que tendrán que enterarse en breve por sí mismos”. (21) Ese enigma, sea una “presencia” –esa presencia cantada por Attar, Sepehrí o Kathleen Raine- o se trata de un trasfondo psíquico o infrapsíquico del universo o de las partículas elementales, apunta a aquello que en la diversidad permite hablar de unidad, y si intuición al alba tiene el carácter de una epifanía de luz. Con estas mismas palabras aparece en la poesía de Kathleen Raine, poetisa que, como Sepehrí, incorpora en sus versos la antigua sabiduría:
Brillante
Miríada instantánea enciende gotas de lluvia en una corriente
Que sin quiebro hacia abajo y más se ha deslizado
Desde que este paraje familiar un día fue mi casa
Al encenderse destella cada una el resplandor del sol y se va
Y otra, otra, y otra viene e mi encuentro,
Ángel tras ángel tras ángel, su giro de danza
Siempre aquí y ahora
La misma brillante innumerable presencia que llega
De nuevo el presente absolviendo siempre del curso del tiempo.
¡Cuántas, cuántas, cuántas epifanías de luz!
En este poema, Kathleen Raine, estudiosa de Blake y creadora de la academia Temenos, de Londres, habla de la luz en el agua. Bastaría con su referencia a los ángeles para entender a qué saber nos remiten sus palabras. Los nexos que establece la poetisa con los libros sagrados son concretos. En su última entrega, Viviendo con el misterio (Living with mystery) aparecen numerosas alusiones a la mitología de la India, y en La Presencia un poema dedicado a Nataraja. Para Kathleen Raine, de todos modos, el dios, mejor dicho la divinidad, se halla, de hecho, en la naturaleza.
He leído todos los libros pero solo uno
Sigue siendo sagrado:
Ese volumen de maravillas
Abierto siempre ante mis ojos. (S. 139)
Estas nítidas palabras constituyen un breve poema del libro El oráculo del corazón (The Oracle in the Heart). En el ya mencionado La Presencia, siguiendo este concepto, se vincula la luz al paraíso, ese paraíso que es “un estado” y que el poeta siente como la inspiración:
Pensaba escribir un poema distinto,
Pero al detenerme un momento en el jardín lleno de maleza,
Vi de pronto descender el paraíso en el sol de la mañana
Que se filtraba por las hojas,
Iluminando el breve suelo londinense, tocando con verde
Transparencia las células de la vida.
El mirlo bajó de un salto, el petirrojo y el gorrión acudieron
Y el zorzal, cuyo nido se esconde
Por ahí, estará, sin duda, entre los edificios invasores
Cuyos muros se aproximan,
Mas para los pájaros del jardín, desde una manguera,
Inagotables aguas vivas llenan un pilón de piedra.
Pienso que pronto será hora
De volver a casa, a las labores del día.
Pero aquí el tiempo no va ni viene.
Los pájaros no se apresuran a partir, su día
No empieza ni acaba.
¿Por qué no quedarme? Por qué dejar
El aquí, donde es siempre,
Y el tiempo solo se nos lleva
De este oculto siempre-presente lugar.
La presencia, presente y oculta, que la luz –y sobre todo la luz del alba, pues claramente nace en la oscuridad- permite entrever, ya tenga el carácter de divinidad no definida, como para Kathleen Raine, o concreta, como para Attar, o se trate del enigma, como para Sepherí, es siempre misteriosa y permite cifrar en la visión el conocimiento, y es este el tipo de conocimiento que conservan los libros sagrados y estos poetas nos transmiten. Vimos que en el poema “Dirección”, de Sepehrí, a la pregunta del jinete, se responde con una clara referencia al Ishraq de Sohravardi. Por otra parte sus versos encierran reminiscencias del místico coetáneo de Sohravardim, Ibn Arabí de Murcia, uno de cuyos poemas, precisamente, se abre con la aparición de unos jinetes (se adivina) al alba:
De madrugada se detuvieron en el valle de Aqíq,
después de cruzar tantas gargantas profundas.
Apenas despuntó la aurora cuando
vieron una señal refulgente sobre la montaña
que ni el águila puede alcanzar aunque lo intente /…/ (154)
En el poema de Ibn Arabí no hay pregunta ni respuesta; los viajeros hallan un mensaje escrito que no indica un lugar, sino que pide compasión por parte de quien ha sido vencido por el amor:
Tened piedad de mí, que he sido despojado,
poco antes de la aurora, casi al salir el sol,
por una resplandeciente doncella /…/
El momento del arrebato –que en cierto modo es inspiración- es también para Ibn Arabí el alba. Ese alba que, según otro gran poeta místico, Hallach, equivale claramente a la revelación:
Un secreto se te ha mostrado, que durante mucho tiempo estuvo
oculto a ti, una aurora se eleva.
“Lo ignorado robó mi corazón”, escribe el sirio-libanés Adonis. Y: “Mi incertidumbre es la del que ilumina/del que lo sabe todo”. También, pues, para Adonis, hay un “no saber” que arroja luz, es decir, una tiniebla luminosa. “Poeta, ¿estás sin contradicciones? Estás sin posibilidades”, dijo Vladimir Holan, que afirmaba por otra parte: “la poesía es el misterio, debería ser la precisión”. Misterio y contradicción no son conceptos tan distantes, se diría que el misterio –“arcano o cosa secreta /…/ cosa incomprensible que debe ser objeto de fe” (Casares)- tiene un punto en común con la contradicción, que es “oposición”, y con la paradoja, pues difícilmente puede darse lo mismo y su opuesto. La contradicción participa de lo incomprensible y de la simultaneidad, cosas ambas que a su vez lo hacen de ese enigma múltiple que forma parte del humus en el que crece el poema o, por remitirme de nuevo a Ibn Arabí, del “espacio de visión” –perceptible gracias al “ojo interior”-, es decir, del ismo o mundo imaginal donde la poesía aflora. Ese “espacio de visión” del que habla Ibn Arabí, en el cual se refleja el universo como es un espejo de agua, es, sin duda, el mismo espacio interior que aparece definido en los Upanishad, de modo muy sintomático unido a la luz. Concretamente en el Chandogya-Upanishad se lee: “pero aquella luz, que brilla allende el cielo, por sobre el dorso de todo, por sobre el dorse de cualquier cosa, en los mundos más altos por encima de los cuales no existen otros, aquella luz es, en verdad, esta luz que existe en el interior del hombre” (p. 162). Se trata de un interior que lo contiene todo con su aura irisada. De nuevo estos antiguos destellos se avivan en unos versos de Sepehrí donde el agua aparece como espacio de visión:
El casto desierto pedregoso
escuchaba
el murmullo mítico del agua:
ojo abierto
a los planos múltiples de la percepción. (p. 69)
Los “planos múltiples” a los que alude, claramente expresan ese gran enigma vinculado a la poesía, esa percepción armónica a la que se refiere Henry Corbin y que, dice, equivale al “octavo clima” o keshvar de los zoroastrianos –verdadero “espacio de visión”-, lugar donde se oye un mismo sonido simultáneamente a varias alturas, es decir, donde se perciben aquellas correspondencias que Baudelaire conoció a través de Eliphas Lévy. Estas correspondencias responden a distintos estratos de la realidad, son puente entre lo visible y lo invisible y permiten, en cierto modo, el alcance de una simultaneidad, incluso contradictoria. El poeta portugués Antonio Ramos Rosa (Faro, 1924) se hace plenamente eco de esa polivalencia, de esa polifonía, diría Juan Eduardo Cirlot, y, del mismo modo que Sepehrí, delimita esa particular visión, ese ser “todo nada, todo mirada”, profundizando en sus huidizas premisas, como en el poema de tintes taoístas “El centro en la distancia”, al que pertenecen estos fragmentos:
Un signo que apunta a una infinidad de sentidos
donde el sentido es infinito. Un sentido imposible.
/…/
La mirada vacía es la visión de un puro espacio
donde todo es exterior y a la vez íntimo.
Todo lo interior es en él pura mirada de la exterior
y la profundidad infinita de la mirada silenciosa.
/…/
Pero esta mirada vacía
es ahora más exterior que cualquier mirada
porque refleja en la superficie todo lo exterior,
el puro exterior a partir del cual nos mira
y en sí mismo ve en una esfera
en que la visión es presencia fascinante
de lo que no vemos,
la ausencia de lo que ella ve
-el todo y el nada de la visión,
la vacuidad del propio acto de ver.
/…/ (Mao, 185)
En el libro de significativo título Acordes, donde se dice que “el agua habla de la claridad de la sombra” –no hay que olvidar la vinculación de Ramos Rosa con los surrealistas a quienes no asustaba la contradicción-, y que “el enigma a veces es una tranquilidad pura”, remite a ese ir más allá al que se ve siempre empujado el poeta, en estos versos:
Y nosotros respiramos, acariciamos las llamas
que el viento levantó en círculos claros
más allá del sentido, y es casi un cristal
de la realidad /…/
De ese casi cristal de la realidad se trata, un cristal particular a cuyo trasluz la atrevida palabra se lanza hacia lo inalcanzable, porque “lo impronunciable es el horizonte de lo que es dicho”, afirma también Ramos Rosa. Ese impronunciable –misterioso, desconocido y enigmático- es por sí solo genésico, comporta la creación poética, y ese cristal actúa a un tiempo como y al contrario que el prisma capaz de descomponer la luz. Se trata de lo que con científica precisión el físico Basarab Nicolescu denominó “transparencia”, de la multiplicidad de planos simultáneos que impulsa a la poesía. Este punto está siempre presente en la reflexión de Ramos Rosa, cuya obra es, en gran parte, metapoética. En el poema “En el umbral de la claridad móvil”, de su libro Gravitaciones (Gravitacoes), lo expresa de modo directo:
Imposible relatar lo que tú ves
inagotables son las hojas
las relaciones innumerables gota de agua
los objetos sucesivos simultáneos
el cuerpo se disgrega
se recompone
el mismo cuerpo en otro y otro
la distancia se mantiene y es abolida. (p. 23)
La primera luz, al retirar la sombra, deja ver la imagen virginal del mundo, su carácter teofánico, su rostro esencial, por ello envuelve al orbe en un nimbo de silencio. Es el instante suspenso que equivale al que precede a la palabra poética, reveladora de esa enigmática esencialidad, de ese ser múltiple que coincide en una identidad última, la cual se nos comunica a través de la “transpresencia”. Se trata igualmente de la “verticalidad” de la que habló Gastón Bachelard y bajo cuyo signo el argentino Roberto Juarroz situó toda su poesía. Ramos Rosa con su intuición realza, respecto a ello, la importancia del ámbito, pues la simultaneidad tiene querencia por el espacio. En el libro Facilidad del aire (Facilidade do ar) se catalizan muchos de estos conceptos, así en este poema:
La palabra
La palabra es la semejanza y la diferencia
o la salvaje unidad incendiada
que en verticales vislumbres se anticipa,
la evidencia y la distancia reuniendo
en piedras o nubes luminosas.
Y ya en el espacio se forma como espacio
y en la ausencia habitable se rezaga
en nombres que en las vértebras del sol nacen
y liberan las sombras bajo las piedras.
Y el poema es ahora constelación de sangre
o un río de pulsos y de oscuras puertas
que atraviesan las murallas de la nocturna lengua. (p. 16)
La palabra poética, pues, a la vez cruza lo nocturno, emprende un vuelo por la oscuridad y surge iluminada e iluminadora. Sohrab Sepehrí dice que se hace “pluma, emoción, iniciación”. Así, impulsada por el alba, después del instante suspenso, y custodiada por el dragón del silencio, nace la poesía envuelta en enigma, siendo ella misma luz y enigma. No es, pues, casual que el alba y el misterio se consideres fuentes de la poesía desde hace miles de años. Tal vez un nexo poético une estos dos conceptos en su propia esencia, tal vez enigma y luz son cosas muy próximas, y lo que impulsa al poema reside tanto en el hecho de asaltar lo desconocido y hacer visible lo invisible –cualidad también de la luz (por ello se pudo decir que es lo más manifiesto, como se ha dicho de la poesía que es lo “real absoluto”)- como en alcanzar la simultaneidad, plasmar la percepción armónica, esa otra forma de irisación comparable al fenómeno experimentado por la luz al cruzar un prisma, enigmático como la luz blanca que contiene en sí los colores.
BIBLIOGRAFÍA
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