Poetas de la Academia. José Luis Vega: «Sínsoras»

LAS AGUAS DE LA PARGUERA

En las aguas oscuras de la Parguera

viven miríadas de organismos luminiscentes.

Como a los ángeles, de ordinario, nadie los ve.

Pero todo, todo está lleno de lo que ocultan

desde los bordes de la bahía, y más allá,

hasta el ojo creciente del universo

que pestañea sobre cubierta.

Los canales torcidos de los manglares

fluyen cuajados de tanto hervor,

bajo sus ondas sobrecogidas

nadan legiones efervescentes.

Los pescadores acostumbrados nada comentan

de estos milagros microscópicos

ni se preguntan cuántos cabrían

en la cabeza de un alfiler.

Pero cuando las luces de las casas y las tabernas

laten sin luna al descampado,

si una mano revuelve las negras aguas,

si un cuerpo, grácil o torpe, cae en ellas,

o una lancha las corta con su proa,

ocurre que lo oscuro se ilumina, y el vacío

revela su materia incandescente.

Así es el cielo, un sol aquí, un sol allá,

iluminando a grandes trechos el firmamento

como las luces de las casas y las tabernas

asteriscan la noche de la Parguera.

Así es el cielo, cardumen de galaxias,

ebulliciones, y entre medio,

una inmensa agua negra que en su misterio

nadie sabe qué oculta.

Pero todo, todo está lleno de lo que oculta

hasta los bordes del más allá.

Unos dicen que alas, otros que ánimas,

en verdad algo cuántico,

miríadas de fotones fosforescentes

que cuando fulgen nadie los ve.

Hasta mi corazón tan descreído

está poblado de esta sustancia.

Es una ausencia abrumadora, como la fe.

Si una mano de cálculo la revuelve

o un cuerpo, vivo o muerto, cae en ella;

si un caronte la surca con su barca,

ocurre que lo oscuro se ilumina, y el vacío

revela su materia incandescente.

 

SAN JUAN, LISBOA, 1935

1

Un vapor, de humo quieto,

se aproxima a San Juan;

alguien, asomado a la borda,

ve a Lisboa surgir de turbia espuma.

A esta hora, este día,

una fuerza remota acerca las ciudades.

No es tristeza o nostalgia,

es algo desnombrado

que desencaja el tiempo del espacio.

Certeza de que un canto, un adoquín,

una piedra cualquiera,

vale todas las piedras.

O que todos los ríos son el Tajo

y todas las bahías, la Bahía.

Da lo mismo haber sido un gran puerto imperial

que el puerto de un imperio.

Hace sesenta años que Lisboa o San Juan

eran ciudades tristes.

Más que ciudades eran como un vasto almacén,

(ya saben del olor, la sellada marisma,

del eco y lo sombríos que son los almacenes).

Era como si una contuviese a la otra:

Lisboa, el almacén, San Juan, el eco,

conforme a los tamaños de la historia.

Mas conforme al amor de las ciudades

San Juan guarda a Lisboa.

2.

Reparemos ahora en los viandantes,

el diario bajo el brazo, lazos de pajarita,

los descalzos tirando de sí mismos

o en aquella de pulcra redecilla

que encamina sus pasos al deseo.

¿Quién es tal que vestido de negro,

gafas rotas, sombrero hasta las cejas,

asciende, rodeado de tantos invisibles,

por la calle San Justo, y dice rua,

impasible ante el sol?

¿Quién esotro, corbata de mal gusto,

a cuadros la camisa y tufo a ron,

que por la Rua do Alecrim desciende, y dice calle,

mal guardado a pesar del invernazo?

Dos poetas diversos y distantes.

Uno anhela un Imperio sin imperio,

tan solo los ropajes de la gloria;

otro anhela tan solo el sin imperio,

un peñón sobre el mar de la existencia.

Los poetas, igual que las ciudades,

se contienen los unos a los otros,

son palabra, son lengua,

son vastos almacenes invadidos

de una misma y sutil mercadería.

A nadie, pues, extrañe

que este oscuro viandante de Lisboa,

recién desembarcado, al evocar

su paso por Madeira, sus años africanos

haya inventado al otro y sus tambores;

y aquel, prendido a sus nostalgias,

en Guayama, en San Juan, en la Quimbamba,

al figurar su Ofelia en las Antillas,

se haya sentido luso y habitado.

No es Palés, es Pessoa,

dirán los entendidos cargadores del muelle

al verlos, tambaleantes, calle abajo,

izados por un aire de marina,

de brazo rumbo al río.

 

SÍNSORAS

Cuando muera, iré a la calle de la Cruz.

Bastará este deseo de viandante

y la eficacia del atardecer.

Iré a esa calle que de cielo a cielo

parte en dos la ciudad.

Sabré la cifra de sus adoquines

y por qué su inclinada geografía

me devuelve a Lisboa, a Éfeso,

a cierta esquina de Valparaíso

o a otros puertos translúcidos, sin nombre.

Bajo un paraguas, que nadie me verá,

descenderé silbando hasta la Dársena

donde fondea una barcaza oscura.

En las aguas pesadas y oleosas

habrá restos flotando a duras penas

y unos ojos exactos de aguaviva.

Será a la hora de soltar amarras.

A dónde iré cuando la noche caiga

eso ya no lo sé.

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