Los autores de diccionarios tienen dos destinos. El destino más ingrato logra que sus nombres se pierdan entre las páginas de sus obras. El destino más glorioso convierte sus apellidos en el nombre del propio diccionario.
Así le ocurrió al lexicógrafo italiano del siglo XV Ambrosio Calepino: durante siglos se les ha llamado calepinos a los diccionarios latinos. Al mejor diccionario ideológico del español se le conoce como “el Casares”, en honor al apellido de su autor, Julio Casares. El irrepetible Diccionario de uso del español es conocido por “el María Moliner”.
Los que amamos los diccionarios tenemos una deuda de gratitud con doña María Moliner. Nació con el siglo XX, se atrevió a marcar el camino en años muy difíciles y, con su valentía, nos dejó el listón muy alto. María Moliner en una carta dirigida a bibliotecarios rurales nos dejó estas frases que hoy comparto con ustedes:
No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas […]: «Mire usted, en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡a la biblioteca…!».
No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos de España ni que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento, y cómo invariablemente responden: ¡Eso, eso es lo que nos hace falta: cultura! Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva, que solo ella ha de dotarles de impulso suficiente para incorporarse a la marcha fatal del progreso humano sin riesgo de ser revolcados.
Sobre ella y sobre su vida, honesta e impresionante, se ha escrito mucho, incluso protagoniza una obra de teatro. El mejor homenaje que todos podemos hacer, y nos vendrá muy bien además, es conocer su diccionario y aprovechar toda la sabiduría que nos dejó entre sus páginas.