Por Bruno Rosario Candelier
Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 1936) escribe su primera novela vanguardista, La vida no tiene nombre, en 1965, y anoto el año porque para ese tiempo se estaba gestando en Latinoamérica una nueva corriente novelística, promovida por el llamado ´boom´ de narradores latinoamericanos, destinada a renovar la novelística hispanoamericana y a ponerla en el primer plano de la novelística mundial. De modo que en Santo Domingo había un dominicano que estaba en sintonía con la tónica de la época, contribuyendo, desde su ámbito narrativo a la renovación de la novelística nacional.
Justamente, esta noveleta de Veloz Maggiolo (1), asume el tema de la lucha de los gavilleros del Este dominicano contra la ocupación norteamericana, por lo cual se incardina dentro del tema de la tradición montonera en una ficción que recrea la vida en una hacienda de la zona y la vida de un gavillero que lucha por su país.
Veloz Maggiolo había incursionado antes en la novelística con un tema bíblico (El buen ladrón, 1960), novedoso desde el punto de vista temático en la narrativa dominicana, y sería audaz aún con Los ángeles de hueso (1967) y todavía más con De abril en adelante (1975) con la que reafirmó su vocación renovadora y su consagración como el novelista dominicano de vanguardia y como el más fecundo novelista nacional por su amplia ejecutoria en el género. Lo que digo lo confirman sus numerosos títulos: El buen ladrón, 1960; Judas, 1962; El prófugo, 1962; La vida no tiene nombre, 1965; Nosotros los suicidas, 1965; Los ángeles de hueso, 1967; De abril en adelante, 1975; De dónde vino la gente, 1978; Biografía difusa de Sombra Castañeda, 1981; Florbella, 1985; Materia prima, 1986; Ritos de cabaret, 1991; Uña y carne, 2000; El Jefe iba descalzo, 2002.
El tema de La vida no tiene nombre es la rebelión guerrillera prohijada por “gavilleros” alzados contra la primera intervención armada de los Estados Unidos en la República Dominicana, que aconteciera en el período 1916-1924, y que se repetiría en 1965, recién publicada la novela de Veloz Maggiolo, para aplastar una revuelta militar constitucionalista y democrática, pero que los americanos y sus apoderados criollos consideraban comunista. En la novela de Veloz Maggiolo se recuerda que la intervención del ´16 se hizo para controlar a los “revolucionarios” de la época, cuyos opositores a la intervención fueron calificados de “gavilleros”, vale decir, bandidos, criminales y revoltosos a los cuales era preciso eliminar para la salud la Patria y la pacificación del País. La vida no tiene nombre constituye una protesta por las intervenciones militares contra los países de América Latina. La vida no tiene nombre no es sólo una obra de testimonio, denuncia y condena. Es también, y muy oportunamente, una obra de renovación, de remozamiento de la novelística dominicana. Marcio Veloz libera la narración criolla atada a la vieja estructura lineal y cronológica: su novelística impulsa el despegue hacia la modernidad. Rompe con la cronología tradicional, emplea el narrador-personaje, usa recursos novedosos, como el monólogo interior, la retrospección, la intercalación de planos narrativos…
La sangrienta jornada de los “gavilleros”
La vida no tiene nombre narra las peripecias de un “gavillero” del Este, Ramón Vieth, alias El Cuerno, hijo de un rico terrateniente de El Seibo, de origen holandés, y una pobre inmigrante haitiana, llamada Simián, víctima de varias violaciones, entre ellas las de su amo, para quien trabajaba como sirvienta en su hacienda, base de la perspectiva del relato. El Cuerno, cuyo sobrenombre se hará famoso en la región oriental del País, es el protagonista de la obra, desde cuyo pórtico se presenta el escenario de la noveleta y la índole de la temática:
“Las tierras del Este son pródigas en caña de azúcar y yerba para el ganado. Son tierras donde los hombres no tenemos ni siquiera precio; donde los hombres trabajamos como animales, de sol a sol, por unos cuantos centavos americanos. Para mí, que en estas tierras uno ya ha perdido hasta la conciencia, porque cada familia tiene miedo de sus vecinos debido al terror que implantan los invasores con la fuerza de sus fusiles Máuser y de sus ametralladoras. Ellos han establecido sus leyes a fuerza de ahorcamientos y balazos. Todos los respetamos, o mejor dicho, casi todos” (p.3).
El Cuerno conoció la terrible explotación de la vida en la hacienda, fue víctima social por su humilde condición y origen, y se sentía subestimado, maltratado y humillado por parte de sus amos insensibles y despiadados. Su posterior incorporación a las bandas guerrilleras se debió a ese maltrato. Se sentía despreciado por los dueños de la hacienda, a pesar de que el amo era su padre. El tiempo histórico de la narración se ubica en 1921, fecha en la que el país vivía la dolorosa experiencia de la primera intervención militar norteamericana. Y fue precisamente el Este del país la zona de la mayor resistencia de los gavilleros, los luchadores que combatieron a los marines interventores.
Los dominicanos de la época conocieron las atrocidades jamás imaginadas. Los yankis ahorcaban, torturaban, violaban, quemaban, en fin, mataban a todo aquel que protestara contra su presencia interventora. A El Cuerno le dolía “cómo las balas de los fusiladores han acabado con la vida de algunos de mis compañeros” (p.5) y le chocaba el hecho de que la llamada ‘guardia nacional’ estuviese al servicio de los americanos para capturar y fusilar a los gavilleros. El Cuerno relata, desde la celda de la cárcel donde se encuentra a la espera de su ejecución, no sólo su vida, sino la lucha de los gavilleros, y con ella el trasfondo social, histórico, económico y político de una etapa importante de la vida dominicana como fue el gobierno de la primera intervención militar norteamericana:
“Estoy preso por dos delitos: haber combatido a las fuerzas de ocupación y haber asesinado a mi padre (…). Nadie sabe cuándo le viene a uno la de fuñirse, la de salir embarrado. A mí me sucedió la cosa y aquí estoy, esperando que cualquier cabrón dé la orden de fusilamiento y me cuadren tres o cuatro balas en medio del pecho o en plena cabeza. Caeré como lo que he sido: un hombre que no le tiene miedo a la muerte, un hombre valiente (p.4).
Y pensar que fueron dominicanos los principales colaboradores de los interventores americanos. Ramón Vieth, El Cuerno, lo entendía, pero no podía asimilar que su padre y su hermano fuesen colaboradores de los gringos prestándose “a la cacería de gavilleros, para que así los americanos respetaran su podrida hacienda” (p.7). Un día El Cuerno no aguantó más y se largó de la hacienda y se unió a la lucha de los gavilleros:
“Mientras anduvimos alzados en las montoneras venían las noticias y mis compañeros me preguntaron en dos o tres ocasiones si yo era capaz de partirle el alma al par de lambiscones que eran mi padre y mi hermano Fremio” (p.8).
Fueron, como El Cuerno, hombres del pueblo los que se alzaron en armas contra los gringos y los que formaron los frentes gavilleros para las guerrillas montoneras. Ramón Vieth, como hijo del pueblo, sintió entrañablemente la traición que dominicanos ricos, como su padre, cometían contra dominicanos pobres que defendían su tierra y su patria. Y fue esa traición, más el maltrato de su amo, que motorizó su adhesión a los gavilleros, alentada por el amor que sentía por la tierra que le vio nacer:
“Yo llevaba en mi alma el deseo profundo de demostrarles a los Vieth (así se apellidaban mi padre y sus hijos) que era más dominicano que ellos, que sentía mucho más que ellos amor por esta tierra que tanta traición ha engendrado en los últimos años; por eso, un buen día me enrolé en las tropas alzadas del general Matías Remigio, cuando los americanos, que hoy me tienen preso, pisaron San Pedro de Macorís y Gilbert le partió el pecho a uno de ellos con un viejo revólver treinta y ocho. Entonces nos persiguieron durante años. Nos llamaron “gavilleros” porque en cada emboscada le partíamos el alma a quince o veinte gringos de esos. Los volvíamos locos. Fuego por aquí, fuego por allá. Los cañaverales ardían y los marinos, burlados por nosotros, ametrallaban entonces los pueblos indefensos… Yo luché contra ellos y estoy orgulloso de haberlo hecho (p.12).
El gavillero tenía que vivir escondido en matorrales y cañaverales, fugitivo, sin sitio fijo, para evitar la cacería de los americanos. Y desde sus refugios preparaban ataques relámpagos, emboscadas furtivas, asaltos frecuentes tras los cuales retornaban a sus escondites en la manigua:
“(…) el toque de alborada significaba para nosotros los gavilleros, la retirada inmediata o el ataque por sorpresa contra las tropas gringas. A esta hora atravesábamos los cañaverales y los campos todavía sombríos para caer sobre los centinelas que se ocultaban en sus garitas de madera y comenzaban a disparar sobre nosotros con furia. Se armaba el corredero, y los Máusers y los Colines decían presentes, mientras los gringos apostaban sus ametralladoras y rociaban de balas los cuatro puntos cardinales sin importarles quien cayera. Muchas veces las balas herían algún muchacho o mataban alguna anciana. Los gringos entregaban el cuerpo a sus familiares y les pedían excusas. Todo el mundo aprobaba las excusas y nosotros nos retirábamos indignados, dispuestos a vengarnos en la próxima ocasión, pero en la próxima ocasión sucedía lo mismo, y todas las mañanas, siempre que los gavilleros atacábamos en cualquier punto a la gringada, morían muchos más de los nuestros que de los de ellos…” (p.16).
Naturalmente, los gavilleros no podían competir con el poderío de los americanos. Amén de su pesada artillería, a los gavilleros les restaba la falta de colaboración de las gentes del pueblo. “Casi nadie nos ayudaba”, dice el relator. Y añade: “Todos tenían miedo de que los americanos los baquetearan con estopa o les marcaran las espaldas con un hierro al rojo vivo” (p.17). Pero eso no amilanó el espíritu de combate de los valientes gavilleros, y cuando el cabecilla decide abandonar la lucha por motivos familiares, nombran a El Cuerno el jefe de la banda gavillera. Fue la falta de respaldo popular la que llevó a los gavilleros a cometer fechorías bochornosas, como saqueo, robo, ataques o linchamientos a campesinos delatores. El noble sentimiento del patriotismo se vio empañado por acciones vandálicas que cometían los infortunados gavilleros. Así, aquellas bandas armadas de forajidos alzados contra el gobierno interventor, aquella pandilla de gavilleros desesperados, entre los cuales había verdaderos patriotas, terminó degenerándose y convirtiéndose en fuerzas temerarias y temibles a los ojos de la población, y a los ‘gavilleros’ se sumaron todas las bandas deseosas de saqueo, sin escrúpulos para violar y matar, para robar y atemorizar, y esos elementos negativos, aunque numérica y militarmente engrosaban el pelotón de combatientes, moralmente desacreditaban al movimiento revolucionario. Los conjurados, de ese modo, llevaban en su propio seno el germen de la destrucción. El mismo protagonista lo reconoce y en medio de su relato hace El Cuerno esta confesión: “Visitaba a Simián con regularidad, es decir, dos o tres veces al año. Mi vida se había reducido a la guerra, al saqueo y al robo. De algún modo teníamos que sostenernos donde nadie se atrevía a regalarnos un pedazo de carne ni una manta para abrigarnos. Muchos de los gavilleros eran padres de familia con doce hijos, lo mismo que aquel desgraciado que ametrallamos junto a la javilla. Simián estaba cada vez peor y ya mi nombre había sido colocado en todos los campamentos gringos, junto a la cantidad que daban por mi cabeza” (p.25).
El propio jefe de los gavilleros reconoce la degeneración del movimiento reivindicativo y como había en su mente un auténtico sentimiento patriótico y como las circunstancias no le permitían regenerar a las bandas gavilleras, decide abandonar la lucha guerrillera. Transcribimos a continuación parte de su reflexión:
“Luego de tres años de lucha decidí retirarme del guerrillerismo…Pensé dejarle la banda a Juan Crisóstomo, que no había perdido ni la fuerza ni el interés. Además había algo que me inquietaba profundamente: aquel grupo que comenzó sus andanzas para defender a los dominicanos y tener en jaque a la gringada, había tenido que cometer fechorías a costa de pobres gentes, porque esas gentes no respondían y en vez de ayudarnos, como defensores, nos denunciaban para cobrar pequeñas sumas pagádales por la delación. Así eran de insignificantes, y es lo que más me dolía de ellos, quizás más que las seis heridas que por defenderlos había recibido en las montoneras” (p.26).
Abandonada la lucha, El Cuerno se lanza a una nueva aventura en busca de nuevos horizontes, y adonde quiera que iba se llevaba a su vieja; vive un tiempo en la cercanía de Moca; para evitar que lo reconozcan los gringos destacados en el Cibao, se traslada a Samaná, y allí contempla para su mayor azoro y descorazonamiento, el fusilamiento de los principales líderes gavilleros que habían sido sus compañeros en la montonera. Cuando su vieja se enferma, decide retornar a la hacienda con la esperanza de encontrar la ayuda monetaria de su antiguo amo, y padre a la vez, y en lugar de la esperada protección, halla la trampa que le tendió su propio hermano, tras de la cual va a parar a la cárcel:
“-Está bien, te daré quinientos pesos y te me vas bien lejos. Me perjudicas. Todo el mundo sabe quién eres. Se dirigió hacia una caja de hierro y yo le seguí sin sospechar que Fremio preparaba contra mí la peor de todas las jugadas. Hizo girar un disco repleto de numeritos, la puerta de la caja se abrió, y cuando yo esperaba ver en sus manos el dinero con el que salvaría a Simián, vi que Fremio giraba lentamente sobre sí mismo y me encañonaba con un Smith y Wesson.
-Caíste en tu propia trampa, hijo de puta. Ahora vas a hacer lo que te indique. No pienso matarte mientras me obedezcas…Suelta el cuchillo, lánzalo por aquella ventana.
Así lo hice.
-Toma esa soga y ahorca al viejo… ¡Tómala!
Oí el ruido, el “crack” del revólver. Un ruido tenebroso. No sé cómo no permití que mejor me diera un balazo, pero ahora comprendo que lo hice porque así me vengaba de papá” (p.39).
Gavillerismo, intervención y autodeterminación
En la etapa histórica en que la humanidad conoció el enfrentamiento de dos poderosos sistemas sociopolíticos contrapuestos, el capitalista y el comunista, la lucha política parecía darle más importancia a la posición ideológica que a la concepción de las nacionalidades, de tal manera que hubo casos en que la ‘presencia’ armada de un invasor extraño no se calificaba de ‘intervención’ sino de ‘solidaridad’ internacional, actitud que anulaba la frontera de lo nacional y se veían los pueblos y las razas, no en función de sus respectivas fronteras geográficas sino de su identificación o rechazo con la alineación a una de las grandes potencias mundiales. A partir de la llamada ‘guerra fría’, y tal como se manifestó en una guerra como la de Vietnam, la frontera ideológica parecía tener más incidencia que la frontera nacional.
Cuando acontecen los hechos narrados en La vida no tiene nombre, el nacionalismo dominaba la concepción ideológica de los patriotas criollos, y es el patriotismo un sentimiento muy entrañable en el alma de los pueblos. La intervención militar americana del ’16 se haría para someter al orden y las leyes del sistema democrático a los revoltosos guerrilleros que en tiempos de Concho Primo mantenían al país en un desorden permanente con sus ‘revoluciones’ montoneras. 50 años después, esto es, la segunda intervención militar americana, la de 1965, se haría para evitar la toma del poder de unos combatientes revolucionarios que presuntamente transformarían el sistema vigente. Tanto en el ’16 como en el ’65 los marines yankis intervinieron para someter al orden, y los argumentos de la primera se repitieron en la segunda intervención militar. Aunque en ambas intervenciones los yankis encontraron resistencia armada, la del ’16 fue más dispersa, menos coherente y organizada, y tal vez por ello con menos efectividad popular.
Las luchas montoneras fueron, aparentemente, los factores que determinaron la intervención de las fuerzas norteamericanas en el período de 1916 a 1924. Al respecto escribió Martín David Clausner lo siguiente: “Con respecto a lo que pasaba en los años de 1911 a 1916 no dudo que la importancia del papel que tuvo Desiderio Arias asombrará tanto a los dominicanos como a los americanos. (…) Sería posible demostrar que tarde o temprano, la intervención era inevitable. Sin embargo, el hecho es que Arias fue la causa inmediata no sólo del desembarque inicial de tropas americanas, sino también de la declaración de ocupación militar siete meses más adelante. Esencialmente la intervención se fundó en distintas interpretaciones de la palabra “rebelión”… Dijo el Secretario de Estado del Presidente Woodrow Wilson, William Jennings Bryan en 1913: “Que sepan los revolucionarios y los que fomentan la revolución, que la República Dominicana, de conformidad con el Convenio de 1907, tiene prohibido aumentar su deuda sin el consentimiento de los EE.UU. y que este gobierno no consentirá que el Gobierno dominicano aumente sus deudas para pagar gastos y reclamaciones revolucionarias” (Telegrama de Bryan al Ministro americano). Santo Domingo, 11 de septiembre de 1913). (Al que) contestó Américo Lugo en 1914: “La revolución es el medio natural y necesario par que hombres libres la empleen como recurso último contra la tiranía o el despotismo de su gobierno. Los EE.UU. no tienen ni derecho moral ni derecho legal a intervenir, aunque siguieran los gobiernos revolucionarios…”.
La mención de Desiderio Arias, cabecilla de levantamientos armados en el Cibao, explica la posición de Clausner, que prosigue su “Comentario” con estas palabras: “La decisión de Wilson de recurrir a la fuerza, aunque técnicamente defendible, se ha reconocido por muchos escritores americanos, como Sumner Welles esencialmente, como ejercicio del imperialismo, injustificado, ilegal y falto de moralidad” (2).
Ningún pueblo soberano acepta el dominio de otro bajo ningún pretexto. De modo que ni las motivaciones económicas, ni las argumentaciones políticas, ni las apelaciones paternalistas o supuestamente proteccionistas justifican la intervención, mucho menos cuando se trata de una nación poderosa contra una débil y dependiente, y mucho menos si esa intervención es armada, es decir, a base de la fuerza, la que no encuentra asidero en ningún tratado o convenio internacional. El citado comentarista escribe más adelante en el artículo ya aludido: “Con al muerte de Cáceres, la República volvió al viejo camino de las revoluciones, invasiones de la Tesorería, y la política ruinosa de partidos y del egoísmo de los jefes regionales. El país volvió a lo que Pedro Troncoso Sánchez llamaba “el Caciquismo” (3).
No se discute el hecho de que el país precisaba de una reorientación en la conducción de la Cosa Pública, y la forma como reaccionaban los revolucionarios de la época ‘conchoprimesca’ –a base de conspiraciones caudillistas, pillaje, autocratismo y desorden- no era la más saludable para la República. Los bandos revolucionarios durante la intervención, calificados de ‘gavilleros’, tenían dos vertientes: la de los patriotas auténticos y la de los pandilleros oportunistas y maleantes, y fue la tropelía de estos últimos la que desacreditó al movimiento gavillero, por su pillaje, latrocinio y crueldad. Un pasaje de la novela de Marcio presenta las dos vertientes: “Todo era huir, quemar, fusilar a los indecisos y robar cuando estábamos en apuros. Aquellos pueblos de mi tierra, que tanta protesta levantaron cuando los gringos pisaron nuestro suelo, pronto se acostumbraron a servirles, cayeron en el servilismo que durante tanto tiempo nos ha hecho a los dominicanos unos payasos que bailan para el que más comida ofrece.
Daba pena ver aquello. Muchachas entregadas por sus madres y cosas como esas. Nosotros llorábamos de rabia, pero no podíamos hacer nada. Pronto llegaron a creerse que éramos unos salvajes y que ellos eran los reyes del país. Pronto nadie salió después de las seis de la tarde y los americanos se hicieron cargo de las tabernas y de las mejores mujeres de cada pueblo. Así de triste era aquella vida por la que me desangré…” (p.18).
Ciertamente las revoluciones montoneras, auspiciadas por los caciques regionales, no sólo trastornaban la vida política nacional sino que conllevaban para los gobiernos gastos frecuentes y enormes, desatención a áreas prioritarias, como la educación, la agricultura, reformas generales, administración adecuada y eficiente del tesoro fiscal y otros renglones de la vida nacional. La deuda pública crecía y la recaudación fiscal menguaba. Para los americanos, los gastos contra-revolucionarios no sólo formaban parte de la deuda pública sino que la acrecentaban. Este aspecto fue debatido por la opinión pública de la época, y aunque no hubo un consenso al respecto, vamos a citar el parecer de dos notables de entonces, uno poeta establecido y otro abogado de renombre. Los políticos de la época admitían que los gastos en “filtraciones y revoluciones” impedían cumplir con el compromiso del Convenio de 1907 (entre los gobiernos americano y dominicano), y Pelegrín Castillo reconoció que “la vida desordenada e inmoral de revoluciones y de saqueos de la Tesorería (puso) a la República fuera de la ley de las naciones” (4).
Clausner cita además el criterio del arzobispo Nouel, según el cual la única esperanza para ‘componer la vida y establecer la prosperidad y la decencia en la República sería la firmeza americana en obligar a los dominicanos a cambiar ‘su manera de gobernarse’ (5). Recuérdese que la conjuración gavillera tuvo lugar en el Este del país, y la misma palabra gavillero tenía una connotación despectiva de ‘pillaje’, ‘bandidaje’, ‘latrocinio’, y otros conceptos afines. A los gavilleros se tenían como perturbadores del orden y la paz pública. En su obra La viña de Naboth, Sumner Welles reproduce parte de una proclama americana, en la que tras declarar que las fuerzas armadas de los Estados Unidos habían penetrado en la República Dominicana “para apoyar las autoridades constitucionales y poner fin a los movimientos revolucionarios y las consiguientes perturbaciones del orden tan en detrimento del progreso ordenado y la prosperidad del país”, y aunque no les interesaba apoderarse de territorio alguno de la República ni ‘violar’ su soberanía, estarían en suelo dominicano hasta acabar “con todo movimiento revolucionario y hasta que ciertas reformas juzgadas para asegurar el bienestar futuro del país hayan sido adoptadas y estén en operación afectivas” (6). Según Clausner, en los archivos del Departamento de Estado y de la Marina “reposa una multitud de comunicaciones oficiales rechazando los gritos de abogados representantes, dueños de negocios, y hasta el Gobierno de Gran Bretaña, todos buscando la protección de tropas americanas contra la violencia de los gavilleros y de los revolucionarios, especialmente en el Este y cerca de Sánchez” (7). Y Ramón Marrero Aristy escribe: “Los gavilleros, en cambio, no asumieron nunca el carácter de verdaderos patriotas, en el buen sentido de la palabra, y su presencia sólo dio motivo para que se mantuviera por largo espacio un clima de violencia en las provincias del Seybo y de San Pedro de Macorís, y un espacio dentro del cual algunos oficiales, clases y soldados del invasor tendrían la oportunidad de ofrecer exaltadas muestras de sadismo en la aplicación de torturas y crueldades tanto a aquellos que eran o parecían gavilleros, como a miembros de la población civil pacífica…(8).
La intervención americana había sido proclamada oficialmente el 29 de Noviembre de 1916 por el Capitán Harry S. Knapp, y en nombre del Gobierno de los Estados Unidos se proponía abolir las “plagas históricas”, entre las cuales figuraban, en primer lugar, la guerra civil y la revolución, manifestaciones violentas de las luchas caudillistas que afectaba a la población. De ahí el apoyo que en determinados núcleos sociales, especialmente en las familias beneficiarias de la cultura patriarcal, concitó la intervención. Marrero Aristy apuntaba: “Los gavilleros sirvieron también como de encargo para que algunos directores de los más importantes ingenios azucareros de la región –operados todos en ese tiempo por capital extranjero, predominantemente norteamericano-, auxiliados por abogados y notarios dominicanos puestos a su servicio, aprovecharan la prolongada situación de terror e incertidumbre a que el bandolerismo y la actuación de las tropas de ocupación sometieron a los campesinos, para alcanzar rápidamente sus propios objetivos obteniendo de los aterrorizados pobladores de la zona rural en formas de apariencias más o menos legales, las tierras que en circunstancias normales quizás los campesinos no se hubieran dejado arrebatar…”(9).
El narrador de La vida no tiene nombre dice al respecto: “Llegaron un buen día los marines de Estados Unidos y oí decir que un tal míster Knapp tenía la muñeca fuerte, es decir, era capaz de meter en cintura al más pintado. Yo no lo conocí; sólo he oído mencionar su nombre, y les juro que lo que dicen de él parece verdad: por muertes y atropellos no se paraba el míster Knapp” (p.4).
Aunque fue cierto que la lucha opositora de los gavilleros generó violencia, también es cierto que esa violencia era la reacción a la violencia de inspiración oficial, y aunque cometieron excesos en sus reclamos nacionalistas, en justicia no se puede afirmar, como lo sostuvo Marrero Aristy, que había ausencia de patriotismo en el frente gavillero. Porque los primeros en cometer excesos y abusos contra la población fueron las fuerzas interventoras a las cuales se opusieron valientemente los gavilleros y por cuya oposición sufrieron las consecuencias (torturas, cárcel, muerte) los mismos gavilleros que iniciaron la lucha liberadora contra las tropas de ocupación. Dice el narrador de La vida no tiene nombre: “Fueron, lo mismo que yo, juzgados por un grupo de soldados vestidos de caqui y declarados traidores al gobierno de los Estados Unidos y al pueblo dominicano, al que, según los americanos, estas gentes maltrataron. Según me ha dicho Jonás, el gobierno de los Estados Unidos puede hacer eso porque lo autoriza una nota de un departamento americano, por medio de la cual ellos pueden meterse aquí, con el fin de garantizar el ejercicio de la ley” (p.19).
Naturalmente, el poderío de los americanos se impuso, y doblegaron la resistencia de los gavilleros y anularon su lucha liberadora e impusieron la “paz”, al igual que aquella pax que imponían los romanos cuando eran el imperio del mundo. Dice Clausner: “Pero por encima de todo, la ocupación trajo la paz. La tranquilidad reinó en el campo. Se acabaron las revoluciones. Los campesinos, por primera vez, podían mandar a sus hijos a las escuelas rurales, sin pagar. ¿Y el precio? La indignidad de la ocupación, soportada por el momento hasta por los políticos alejados de sus oficinas y de su autoridad. A los infelices, por otra parte, a quienes siempre les había tocado pagar los errores de los políticos, les dolía menos, mucho menos” (Art. cit., p.67). Entre los patriotas montoneros y los interventores hubo desde el principio una guerra abierta y sin cuartel: “Un buen día se aparecieron las tropas yankis dizque a proteger la isla de Santo Domingo. Gilbert, un muchacho de San Pedro, le descargó su 38 en el pecho de un jefe americano en plena cubierta del barco, logrando escaparse, y de allí en adelante la guerra a muerte se hizo cada vez más cruenta” (La vida no tiene nombre, p.21).
Al poderío americano había que sumar la debilidad del frente gavillero y la falta de colaboración de la población: “Cuando la cosa se puso fea y los campesinos, aterrorizados por la propaganda gringa nos cerraban las puertas, Chano Aristy dijo: -No voy a seguir en esta pelea, porque tenemos un pueblo que no responde y al que sólo dándole muerte entra en carril. Ahora nos niegan hasta un trozo de vívere con tal de estar en paz con la gringada” (p.23).
A esos factores adversos, se añade la degeneración a la que descendieron los gavilleros, en su lucha de supervivencia, y eso fue un descrédito en su contra y al mismo tiempo a favor de los planes americanos, hecho que el propio Ramón Vieth reconoce como causa eficiente de su derrota: “En mi travesía observé cómo los gringos habían hablado con los campesinos para que no se atrevieran ni siquiera a conversar con los extraños. En el Norte los gavilleros eran más escasos, pero de vez en cuando aparecía una que otra banda que atropellaba a todos sin distinción.
Aquello no era lo que nosotros, los fundadores de bandas habíamos perseguido en un principio. La degeneración había también infectado a los liberadores y la guerra se producía ya sin ninguna ansia de libertad Los gavilleros no eran ya patriotas, portaban el estandarte del terror y de la muerte, se habían puesto a la par de los marinos en maldad y violencia” (p.28).
Las palabras de El Cuerno revelan que había en su lucha una concepción liberadora; que la motivación inicial fue realmente patriótica, pero que el movimiento de liberación fracasó no sólo por el poderío de los interventores, sino por la degeneración de los gavilleros y la falta de colaboración de la población. Ciertamente, la tradición guerrillera formaba parte de la idiosincrasia del pueblo dominicano, pero con el agravante de que las ‘revoluciones’ carecen de principios normativos, de orientación ideológica o de motivaciones altruistas. Las revoluciones montoneras han sido motorizadas por ambiciones personalistas. El ideal revolucionario claudicaba ante el avasallante personalismo de las revoluciones (caudillistas o gavilleras) que truncaba toda posible motivación social con la satisfacción de los apetitos personales, y ese mal, que con los gavilleros degeneró en bandidaje, no sólo fue fermento de luchas y levantamientos, sino ocasión propicia para el fracaso. Entre muchos dominicanos prima la concepción de que la política se ejerce para resolver los problemas personales, no para solucionar los problemas del país, y cuando esas apetencias subalternas no se satisfacen, viene la degeneración, la corrupción, el saqueo. Durante la primera intervención, el desorden y la destrucción de los gavilleros dio pretexto a los americanos para desarmar la población civil, y con el desarme de la población, el poder tradicional del sistema caudillista sufrió un golpe devastador, al que se sumó el apuntalamiento del estado moderno bajo la inspiración norteamericana y la decapitación o neutralización de los principales caudillos regionales.
A la dominación tradicional de los caciques regionales se añadía la jefatura personalista de los caudillos nacionales, en una escala jerárquica con frentes intermedios de liderazgo y clientelismo. Cuando las circunstancias normales impedían el usufructo del poder, surgían entonces las revoluciones con su secuela de destrucción y muertes y, naturalmente, de desorden y anarquía, y cuando se triunfaba, se llegaba al poder a disfrutar del botín de bienes y prebendas oficiales.
La Constitución de la República Dominicana de alguna manera ha avalado la tradición caudillista al darle al Presidente de la República poderes especiales para el manejo de la recaudación fiscal. La tradición caudillista daba al caudillo gobernante poderes absolutos sobre los manejos de los fondos estatales, de manera que en la realidad de los hechos el jefe de Gobierno, que en nuestro país ha sido al mismo tiempo el jefe del Estado, podía confundir, y de hecho así acontecía, el uso personal con el uso estatal en la administración de los bienes del Estado, y ese hecho consuetudinario entre nosotros ha propiciado o estimulado la ‘distracción’ de los fondos públicos para beneficio personal. En ese sentido, el Ejecutivo de la Nación opera sin limitación alguna, y desde el punto de vista moral es condenable el desvío de los fondos del erario nacional para usufructo personal. De manera que una comisión de esa naturaleza, tan reiterada en nuestra historia republicana, es otra de las secuelas del caudillismo inveterado que prohijaron las montoneras con consecuencias negativas para el pueblo dominicano. Esa tradición caudillista que autorizaba el uso de los bienes nacionales a discreción del caudillo ha estimulado la búsqueda del poder, no para ayudar a resolver los problemas nacionales, sino para que se hagan millonarios a costa del erario público los funcionarios públicos con acceso a las más altas instancias del Estado, hecho y tradición que genera un comportamiento negativo para el desarrollo del país.
De todos modos, hubo entre los luchadores del Concho Primo, como hubo entre los gavilleros, dominicanos de buena ley, con la fuerza moral y patriótica para luchar por la liberación de los poderes que oprimen y sojuzgan, y que sienten como una afrenta de lesa patria, como una herida en sus entrañas de patriotas, la presencia dominante de botas extranjeras que los lleva a repudiar con el arma combativa toda intervención, tal como se ha manifestado en diversos períodos históricos, y esa esperanza, la de que aún existen dominicanos dispuestos a luchar por la liberación del pueblo es el único consuelo que mantiene el espíritu en alto de El Cuerno, cuando al final de la novela se halla a la espera de su ejecución. Aunque los interventores aleguen el pretexto de ‘promover la paz y respetar al gobierno soberano’, así como ‘restaurar el orden y evitar las revoluciones o la guerra civil’, el sentimiento patriótico arraigado en el pueblo aflora para repudiar las ocupaciones militares o las intervenciones abiertas o solapadas, como lo hizo en la primera ocupación militar del año 1916, hecho que movió al autor de La vida no tiene nombre a escribir la historia que le da vida al relato de sus páginas. No negamos que los dominicanos precisábamos de disciplina y educación, de formas institucionales y métodos civilizados, pero esas conquistas deben ser el resultado de una suma de procesos gestados y protagonizados por el propio pueblo en su devenir histórico al cumplimentar sus necesidades y aspiraciones.
Con su intervención, los americanos propiciaron el ascenso de Trujillo al poder, y fue el Trujillismo la peor secuela de la intervención armada en el país. Cuando los principales líderes gavilleros fueron atrapados con el auxilio de la guardia nacional, aparece la figura de Trujillo, a la sazón capitán al servicio de los marinos yankis. En la siguiente escena, en la que se ejecuta una orden sumaria, aparecen los símbolos dominantes de la época del Conchoprimismo -el Remington y el Máuser- y la orden de fusilamiento contra los gavilleros que luchaban por la liberación: “El oficial Trujillo, con polainas hasta la rodilla, un fusil Remington de repetición y dos correas de balas cruzadas sobre el pecho, apoyó el pie sobre el estribo y bajó de la bestia.
-¡Pónganlos a cavar su propia tumba! -ordenó. Juan Crisóstomo y Mayí se negaron a tomar los picos, entonces otro hijo de puta con el mismo rango de Trujillo les golpeó violentamente en la cara con la culata del Máuser. Tuve que aguantarme como un hombrazo y voltearme de espaldas” (p.32).
Según el protagonista-relator, los gringos “nos enseñaron a ser crueles y sanguinarios” (p.22), como sería el régimen, años después, del capitán que estuvo al servicio de los americanos en la persecución de los gavilleros, y fue el Trujillismo una derivación, nefasta y trágica para el pueblo dominicano, de la primera intervención americana. Al final de la noveleta que inspira este estudio, aparece un pasaje deprimente y descorazonador, aunque con intersticio de esperanza y aliento: “Me queda una sola esperanza: ¡Los gavilleros no se acabarán nunca!, son una raza interminable; mientras existan robo y pillaje habrá gavilleros, pero también mientras exista un poco de patriotismo. (…) Todos terminarán como yo, bajo el fuego de las balas gringas, frente al pelotón de fusilamiento, frente al ¡fire! de las tropas de ocupación comandadas ahora por esos dominicanos que como el oficial Trujillo han vendido su alma y su porvenir a los que pisan y maltratan un pueblo terriblemente pequeño. ¡Qué doloroso resulta morir con estas dudas clavadas tan adentro! La vida no tiene nombre, no, no tiene nombre, es algo que no acabo de comprender” (p.42).
Hacienda, opresión y rebelión
La ocupación militar conllevó un trastorno de la vida social en el país. El atraso, la ignorancia y la miseria formaban parte de la vida del dominicano de la época en que acontece la primera ocupación americana, y sin duda las fuerzas invasoras trataron de disciplinar el país e implantar el orden a base de represión y terror, pero de esta forma el remedio desencadena el odio y la violencia que se anidó en el seno de los gavilleros a materializar la rebeldía. Las actitudes, los contravalores y comportamientos que el autor combate en su novela, tales como el crimen, el chantaje, el abuso, el racismo, el discrimen social, la explotación, la traición, el servilismo, la falta de patriotismo y, naturalmente, la misma intervención armada, de alguna manera condujeron a una condición social que haría posible, pocos años después de consumada la ocupación, la aparición de un sistema despótico, como fue el Trujillismo cuyo régimen terminó subyugando la dignidad humana.
El protagonista de La vida no tiene nombre es un hombre del pueblo que cuenta su historia ‘revolucionaria’ y su vida mientras se halla preso, que lo fue por los americanos a quienes combatió, en espera de su ejecución. Sus palabras denotan su origen social: “Como yo era un “hijo de perra”, “un cuerno”, seguí haciendo las veces de sirviente, de esclavo de las ocurrencias de los demás. Mi mamá, que tal vez ya ha muerto, provenía de lejos, casi del extremo oeste de la isla, desde una lejana aldea situada en algún rincón de Haití. Hasta los doce años vivió sin familia, y un día se lanzó a través de la frontera a caminar tierras, recalando allí, mal pasando acá, hasta llegar a los lados de El Seybo, débil y violada varias veces por los campesinos de la parte sur” (p.9).
El Cuerno, tal como le llamarían en adelante a Ramón Vieth por ser fruto de un ‘cuerno’, fue un parto casual, pues varias veces el amo de la hacienda que ‘engendró’ a aquella criatura intentó a base de golpes y patadas que la haitiana abortara, como les ocurrió a otras mujeres por los mismos motivos, y a otras como resultado de su copulación con americanos que sólo buscaban satisfacer su instinto sexual con las criollas indefensas: “Mientras yo peleaba con un Máuser entre las pezuñas, estos de casa, papá y Fremio, le hacían la corte al capitán Harrison y le brindaban las trabajadoritas de aquel lugar, que tenían que acostarse obligadamente con los soldados, y que daban a luz luego hijos que eran eliminados por los propios padres gringos para evitar rastros de su porquería” (p.8).
Sin embargo, la discriminación social no evitaba el contubernio sexual a la hora de satisfacer la lujuria del amo de la hacienda, que a su vez lo era de la vida y la voluntad de sus sirvientas: “Decía que yo era haitiano como si eso fuera un insulto, y a mí siempre que me lo dijo me daba por pensar que si él consideraba a mi mamá un animal por el hecho de ser haitiana, él, papá, debía ser un animal peor y hasta más insignificante que mamá puesto que se ayuntó con ella cuantas veces le dio la gana, y seguramente que al hacerlo no sintió ni el asco ni la conmiseración que a veces aparentaba por los negros” (p.10).
En su obra Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, José Carlos Mariátegui, al describir el sistema de hacienda, habla de “la mentalidad colonial de esta casta de propietarios (el hacendado) acostumbrados a considerar el trabajo con criterio de esclavistas y “negreros”. (…) El ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del Estado no son válidas en el latifundio (…) sin preocuparse mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas al control del propietario dentro de la hacienda” (10).
El propietario o hacendado, como un antiguo esclavista señorial, es dueño de vidas y de bienes. Los servidores de su hacienda dependen de su capricho y autoridad. El hacendado es el amo, el orden, la ley. El padre de Ramón Vieth, que era al mismo tiempo su amo, y que lo trataba no como hijo sino como esclavo y sirviente, se comportaba con este y con su madre con crueldad y despotismo. Para el amo, los peones y demás miembros del servicio de la hacienda eran tratadas como se suelen tratar a las bestias, sin la consideración que ameritan su condición de criaturas. En una ocasión El Cuerno recuerda que los animales de la hacienda nunca patearon a su madre, como lo llegó a hacer el amo, a pesar de usarla como mujer. Los golpes y las injurias del amo obedecían a la situación de miseria, atraso e ignorancia de sus ´esclavos´. La miseria, fuera de la hacienda, era tan grande que los desposeídos de fortuna tenían que aguantar cuantos maltratos e injurias venían de sus amos y señores. Siempre le oí decir a mi madre que donde la miseria instaura su realeza, emigra la dignidad, y así acontecía en la Hacienda con Simián, su hijo y los demás miembros del servicio doméstico:“Simián (…) aguantó allí el foete del patrón sin renunciar a su privilegio de beberse una taza de sopa y comerse dos pedazos de plátanos salcochados diariamente. Era la primera vez que comían tan repetidamente y le molestaba pensar que podría volver a vivir en la indigencia. No fueron pocas las veces que yo le dije: “Simián, vámonos de aquí, yo trabajaré en los bateyes, estoy bastante grande para mantenerte”. Pero Simián se pegaba como una garrapata al lugar aquel donde papá era una especie de rey al que había que adorar” (p.10-11).
Obviamente, el amo era prepotente y despiadado con Simián y su hijo, y esa actitud la sembró en los demás miembros de su familia: “Simián no era mala mujer como pensaban los de la casa. Para ellos sus pecados más grandes eran el de haberme parido y el de ser haitiana” (p.12). Pero a pesar de ser negra y haitiana le servía para desahogar su pasión sexual. Como era el amo, la sirvienta no tenía más alternativa que consentir: “Me contaba Simián que una noche se apareció papá en su cuarto, borracho; la desnudó y sin decir una sola palabra hizo de ella lo que quiso. Como papá era el jefe, Simián no se atrevía a protestar. Además, ella misma me dijo que si en otras ocasiones se acostó con desconocidos por un plato de comida, no era para ella desagradable hacerlo con quien, como mi padre, le había asegurado la vida durante mucho tiempo” (p.13).
El dueño de la hacienda era al mismo tiempo el amo de los hombres y mujeres y, obviamente, el amante, a las buenas y o a las malas, de las trabajadoras que le servían. Cuando la esposa se ausentó de la casa por disgusto, Simián tenía que servirle de mujer: “Mientras Marta estaba lejos de la hacienda tuvo mi madre que saciar nuevamente los bríos y los instintos de papá. Lo hacía como siempre: por no perder el plato de comida de todos los días y la felicidad de vivir bajo un techo. Esta vez no quedó encinta, porque las dos veces que lo pareció, la bruja Engracia se encargó de hacerle un brebaje amargo que tomado hacía desaparecer cualquier sospecha” (p.15).
La vida en la hacienda era terrible para los sirvientes, pero principesca para el amo y los miembros de su familia. El temor a vivir sin la seguridad del pan y del techo, llevó a Simián a aguantar “las patadas de todo el mundo”. Y añade el narrador: “Parece increíble que los únicos que no patearon a Simián fuesen los animales del establo” (p. 15).
Ramón Vieth, el Cuerno, el hijo de Simián y su amo, se crió en la hacienda como un sirviente más y allí conoció la opulencia y la fastuosidad de la familia del amo, y la miseria y la indignidad de su madre y de los demás peones y sirvientes que, como él, tenían que estar al servicio de sus amos a cambio de un miserable techo y un pequeño bocado que recibían junto al mal trato y la desconsideración; pero un día llegó la ocasión en que no soportaron más humillación y opresión y sintiéndose “hastiados de la hacienda, decidimos al fin largarnos a correr fortuna un día cualquiera” (p.20). Ese maltrato había generado el odio subyacente que normaba la vida en la hacienda. En la casa de los Vieth, el amo y su esposa Marta odiaban a Simián y a su hijo, y de los dos hijos de los Vieth, Fremio y Santa, sólo esta compartía con el servicio de la casa: “Éramos intrusos en aquella casa -dice el relator de los hechos- pero no teníamos culpa de estar allí. Era papá el responsable de todo. Pero ¡ay de quien se atreviera a refutar sus órdenes! La misma Santa me dijo cierto día: “Todos nos odiamos, es lo que papá nos ha enseñado”. Y añade: “Simián guardaba sus resquemores. Los amasaba como harina o como un gran tesoro. Quizás esperaba que yo me hiciera completamente hombre para que pudiera sacarla de aquel lugar” (p.11).
El narrador contrasta el nacimiento de los dos hermanos: el de Santa, hija de la familia dueña de la hacienda, y el de Ramón, hijo de la sirvienta aunque del mismo padre que Santa. Ambos nacieron el mismo día, en la misma hacienda, pero con atenciones diferentes: “Nací casi al mismo tiempo que Santa, quien era sietemesina. Mientras la mujer de papá pujaba en manos de la comadrona, mi madre hacía lo mismo en medio de la hacienda, a la luz de una lámpara humeadora, y socorrida por una bruja llamada Engracia que sabía curar el mal de ojo, los dolores del padrejón, las hemorragias, las hinchazones y los entuertos” (p.14).
Además del odio reinante entre personas que convivían en la misma hacienda, el maltrato del amo y la identificación de este con los americanos generó en Ramón Vieth la decisión de unirse a los gavilleros, hecho que confirma lo que he venido sosteniendo en este libro, es decir, que la cultura patriarcal con la violencia que fomenta, genera la rebelión en aquellos que son víctimas de injusticias y atropellos. Aunque la actitud del patrón, esto es, su entreguismo a los americanos contribuyó a la rebelión de su hijo Ramón, sobre todo cuando este veía que su amo buscaba “campesinitas para los marines” o se ponía a su servicio “para mantener intocada su hacienda” (p. 23), el abuso que se cometía con él y su madre en la misma hacienda donde servían con tanta devoción y sacrificio, decidieron su incorporación a las milicias de los gavilleros y ello explica también el bandidaje al que cayeron los guerrilleros, no sólo porque llevaban en su alma el odio de clase originado en el desprecio y la opresión que recibían de sus amos cuando les servían en la hacienda, sino también la misma traición de la población que no colaboraba en la causa liberadora de los gavilleros: “Aquellos pueblos de mi tierra, que tanta protesta levantaron cuando los gringos pisaron nuestro suelo, pronto se acostumbraron a servirles, pronto cayeron en el servilismo que durante tanto tiempo nos ha hecho a los dominicanos unos payasos que bailan para el que más comida ofrece. Daba pena ver aquello. Muchachas entregadas por sus madres y cosas como esas. Nosotros llorábamos de rabia, pero no podíamos hacer nada. Pronto llegaron a creerse que éramos unos salvajes y que ellos eran los reyes del país” (p.18).
Así se multiplicaba el odio, el rencor y la rabia en la manigua guerrillera. Y aquellas ejecuciones que cometían los yankis contra los alzados gavilleros, que lo hacían en público para escarmiento de la población y de los mismos luchadores que combatían contra la intervención, eran “estupideces de los americanos, porque aquellas cosas sólo nos incitaban a la venganza. Sentíamos ese rencor profundamente arraigado en el pecho” (p.22). Y así era, porque el propio Ramón Vieth, a la espera de su ejecución, razonaba en la cárcel, desde donde cuenta la historia que se narra en esta noveleta, pensando que “si en el cielo hay gringos es preferible que me vaya al infierno” (p.41) para no estar junto a aquellos contra los cuales luchó.
Lucha, frustración y esperanza
El sentimiento patriótico tiene su culminación en el sacrificio heroico de la propia vida al sentirse como un honor morir por la patria, tal como lo registrara la sentencia latina que recoge la inmortal expresión: Dulce et decorum est pro patria mori, y que los luchadores revolucionarios la encarnaban con la entrega de su propia vida: “Los haitianos nos invadieron una vez, y los franceses y los ingleses; todo esto me lo dijeron los que saben de estas cosas y se han guardado sus historias para que los que vivimos en el campo no olvidemos que morir por nuestra tierra es un honor” (p.3).
Cuando el líder de los gavilleros decide abandonar la lucha por la falta de apoyo popular, recibe estas palabras que traducen un sentimiento de derrota y dolor: “-Si quieres irte, vete; yo ni te atajo ni te empujo; lo que sí es bien seguro es que te agarrarán y no podrás protegerte. Nosotros somos uno y nos defendemos unos a otros. Recuerda eso; te puedes largar cuando quieras, no por eso vamos a decir que eres un cobarde, todos sabemos que eres guapo como abeja de piedra, pero recuerda que siempre seguiré siendo tu amigo y tu subalterno cuando quieras volver. Todavía tengo fe en los dominicanos” (p. 27).
El sentimiento de hermandad aflora en El Cuerno ante la determinación sumaria de que serían víctimas no sólo el propio líder de los gavilleros, sino sus otros compañeros de lucha cuya ejecución tuvo que contemplar impasible en Samaná: “-Fuego! – gritó el oficial, y lo gritó en inglés, como si en el pelotón la mayoría no fueran dominicanos. Las balas atravesaron los cuerpos de mis antiguos compañeros, que cayeron en las zanjas sin decir una sola palabra y sin dar un solo grito. Les echaron tierra. Por la madrugada, a eso de las dos, me acerqué al sitio donde habían sido fusilados Juan y Mayí. Puse una cruz de campeche que permaneció en aquel lugar hasta el momento de mi partida” (p.33).
Como ese, hay otros valores contenidos en La vida no tiene nombre que se desprenden de las actuaciones y las actitudes de los hombres que desfilan por las páginas de la obra de Marcio Veloz Maggiolo. Por ejemplo, la valentía con que los guerrilleros enfrentan a los poderosos invasores norteamericanos: “Caeré como lo que he sido; un hombre que no le tiene miedo a la muerte, un hombre valiente. Si, señor, yo puedo decir, sin temor a ruborizarme, que soy un guapo, y mis compañeros muertos hace tiempo no me dejarían mentir si estuviesen aquí, cerca de mi” (P.4).
Esa misma valentía, junto a las motivaciones ya dichas, dieron aliento para combatir a las tropas extranjeras: “Combatí a las tropas de ocupación…” (p.4). Y en su momento, algunos de esos gavilleros prefirieron morir antes que matar a un compueblano. En otras circunstancias tenían que guardar silencio y recibir torturas y vejaciones.
Todo eso llevó a El Cuerno al pesimismo, a un sentimiento de frustración que va aplastando al lector a medida que avanza al relato. Un sentimiento pesimista en cuyo contexto se describe el ritual vudú, según lo practicaban los haitianos del Este: “Los haitianos de los demás bateyes vinieron a la hacienda, encendieron una hoguera en un pelado del monte y empezaron a cantar y a saltar alrededor de la misma con tristes aullidos de desesperación. Al que nace no le queda otro camino que el sufrimiento, por eso los compueblanos de Simián lloraban, saltaban y caían dando vueltas, revolcándose después de haberse bebido enormes jarros de clerén. Ya en la medianoche los tambores eran sordos y las mujeres se habían desnudado alrededor de la hoguera. Me contó Simián que aquella noche muchos curiosos presenciaron el espectáculo. La fiesta duró hasta el amanecer. Cuando el sol comenzó a salir ya la celebración había terminado y el papá bocó se marchó hacia su batey…” (p.14).
El pesimismo vital que atrapa a los sufrientes hijos del pueblo lo siente El Cuerno en pasajes que delatan postración, abatimiento y derrota: “En este país las cosas nunca salen como uno las planea, y cuando todo parece estar de acuerdo con lo que pensamos, viene una marejada de porquería y nos ensucia la vida como se ensucia un bacín de tuberculoso” (p.20).
“-Mira Juan- le dije al negro-, los dominicanos nacimos para que nos pisen. Nos defienden y denunciamos al defensor. Les negamos el agua para la sed y el candil para lo oscuro. Nos vendemos por un pedazo de plátano y los campesinos venden a cualquiera. ¿Qué hace uno con defenderlos si se han dejado dañar por los pesos de los gringos?…Les dan a escoger entre su libertad y cinco dólares y toman los cinco. Estas gentes de por acá piensan con el estómago, Juan, con el estómago; mientras los sobornen, mientras las tropas les den frazadas U.S. y sopa en latas y leche y tabletas de chocolate americano, estos hijos de su maldita madre no harán nada. Venden a sus hijas por diez pesitos, Juan, a nosotros nos venden por menos, figúrate, no somos ni siquiera sus parientes. ¿Cómo crees que podemos pelear así? Hacerlo es seguir forzándolos revólver en mano y eso ya no es liberarlos, a nadie se libera por la brava, quien no tenga conciencia de que de que tiene que ser libre que se hunda, que se lo lleve el diablo, Juan (p.26).
Este pesimismo, que podríamos llamar vivencial, es fruto de su vida traspasada por el sufrimiento, por una angustia interior que se refleja en cada uno de sus actos: “Como yo era un “hijo de perra”, “ un cuerno”, seguí haciendo las veces de sirviente, de esclavo de las ocurrencias de los demás” (p. 9).
Sólo después de enterarse que su padre estaba moribundo experimentó un sentimiento nunca sentido en su pecho, una mezcla de ternura y libertad; yo creo que ese fue el momento más importante de su vida porque rompió con las cadenas interiores que lo mantenían prisionero, que le impedían vivir: “En el fondo de mi alma sentí una alegría profunda. No sé, pero la sentí. En mucho tiempo no había percibido esa sensación de libertad que ahora me asaltaba” (p.38).
A veces el ser humano experimenta comportamientos increíbles derivados del odio y de la ambición en unos casos, como el de Fremio que mandó matar a su padre para quedarse con la herencia pero que además delató y entregó a su hermano para cobrar la recompensa.
Ese sentimiento depresivo, latente y patente en cada acción heroica, llevaba al antihéroe, desde el pórtico del relato hasta su último aliento, a comprender que ‘la vida no tiene nombre’. La depresión, el pesimismo, la derrota…son sentimientos que abaten al personaje que narra la historia de su vida y de su pueblo.
Cuando Ramón se entera de que su hermana Santa tiene un hijo piensa que es uno más que viene “a desgañitarse gritando en este mundo. Al fin se cansará, como todos. Tomará la vida como una carcajada más, como una cosa sin importancia”(p.15). Ramón Vieth siente, con áspero dolor, que “los mal paridos como nosotros no tenemos nada que esperar de la vida” (p.20). “Las cartas de los pobres nunca llegan a ningún sitio” (p.35), dirá cuando inútilmente remite misivas tratando de averiguar el precio del tratamiento médico para su madre enferma, y cuando comprueba que hay oficiales dominicanos que se venden a los que maltrataban a su pueblo, y estando en espera de su propia ejecución, le duele saber que va a morir “con estas dudas clavadas tan adentro”, para concluir con esta exclamación que sirve de título a la noveleta: “La vida no tiene nombre, no, no tiene nombre, es algo que no acabo de comprender” (p.42).
El Cuerno, antes de caer fusilado por los gringos, experimenta una duda esperanzadora que aligera el sentimiento depresivo, con el pensamiento de que a pesar de todo, vale la pena luchar y llega a la conclusión de que la vida sí tiene nombre; ese nombre se lo ha de dar cada ser humano con sus actitudes y comportamientos: “Me queda una sola esperanza. ¡Los gavilleros no se acabarán nunca!, son una raza interminable; mientras exista robo y pillaje habrá gavilleros, pero también mientras exista un poco de patriotismo. ¡Pobres gavilleros, ojalá no terminen todos vendidos por una fanega de arroz, entregados por una lata de leche en polvo! Todos terminarán como yo, bajo el fuego de las balas gringas, frente al pelotón de fusilamiento, frente al “fire” de las tropas de la ocupación…(p.42).
Creación, renovación y formalización
Esta novela corta de Marcio Veloz Maggiolo recibió el influjo de reconocidos narradores norteamericanos que con su valiosa obra narrativa motivaron la renovación novelística en Hispanoamérica. El propio autor hace la siguiente revelación: “Escribí en el año 1956 una novela con grandes influencias de Steinbeck y Faulkner, cuyo argumento se desarrollaba en el Sur de los Estados Unidos. Mientras laboraba en las salas nocturnas del Servicio Meteorológico Nacional donde trabajé durante cinco años, escribí en cuadernos y con tinta esta novela. Fue mi primer intento narrativo de gran alcance, anterior, como se verá, a mi obra El buen ladrón. Diez años después la retomé, y sus 300 páginas de entonces fueron reducidas y convertidas en un relato que titulé La vida no tiene nombre. De ser una novela sobre la vida americana se convirtió en una novela corta sobre la intervención norteamericana de 1916. El entorno cambió, los personajes fueron rehechos en una secuencia de pensamiento que abarcó diez años. Su cronología real es 1965; su cronología emocional abarca una estratigrafía ideológica que no puede reseñarse fácilmente” (11).
Dije en la introducción de este estudio que Marcio Veloz Maggiolo conquista para la novelística dominicana una nueva manera de narrar con La vida no tiene nombre, y lo hace al mismo tiempo que lo estaban haciendo en Latinoamérica los narradores que lograron renovar la narrativa hispanoamericana.
Técnicamente, esta novela está narrada por el narrador-personaje que cuenta su historia en primera persona, testimoniando lo que conoció, ejecutó, vio y comprobó durante su etapa de guerrillero durante la intervención americana del ´16: “Combatí a las tropas de ocupación y desgañoté a mi padre. Por eso estoy aquí. Pero resulta extraño cómo cosas que no tienen nada que ver la una con la otra, se juntan para desgraciar a uno. Cuando salí a visitar mi padre no llevaba la intención de matarlo, aunque se lo merecía; o tal vez la llevaba tan profundamente metida entre las costillas que no me daba cuenta de nada. La pura verdad es que tuve mala suerte. Yo pude vivir felizmente y el destino me hizo una jugada terrible. Yo pude vivir en sosiego; cuando me atraparon los yankis era yo un hombre de paz, pero ellos no podían perdonarme mi pasado…” (pp. 4-5).
La forma testimonial es un procedimiento muy frecuente en esta novela (“Me contaba Simián…”; “oí decir a los viejos de entonces…”, etc.) por lo cual toda la historia se cuenta a base de evocación, rememorándose los hechos vividos y protagonizados por el propio sujeto narrativo: “Recuerdo perfectamente cuando papá golpeaba con todas sus fuerzas a mamá. Su mano, que hoy se habrán comido los gusanos, se dejaba caer contra aquella haitiana llamada Simián, que por obra y gracia de una suerte perra fue madre de un servidor” (p.8).
Dos grandes traiciones constituyen el eje de la trama de esta novela. Con gran acierto interpretativo así lo percibió María del Carmen Prosdocimi: “El relato equilibrado acusa una tensión creciente enfatizada hacia el cierre en el que ambas líneas se unen: la traición familiar precedida por la traición patriótica y la única salida posible en la fe del movimiento rebelde” (12).
El ambiente familiar, que es el de la hacienda, coincide con el ambiente histórico, el de la intervención americana del 16, según la posición de los actuantes: identificación de los amos y rechazo de los sirvientes. La novela narra los hechos desde la perspectiva de la hacienda y del amo dominante y señoril, pero el punto de vista es el de los hombres y mujeres del pueblo, representados en el hijo de la sirvienta de la hacienda, que lo evoca todo desde la celda de la cárcel donde está a la espera de su ejecución por haberse rebelado contra el invasor uniéndose a los gavilleros del Este. El punto de vista es el del gavillero, el hijo natural del dueño de la hacienda, que se rebela contra las arbitrariedades de su amo y contra las arbitrariedades de los gringos invasores: “Los pueblecitos de los alrededores de San Pedro nos temían mucho. Los americanos les habían metido entre ceja y ceja que éramos unos bandidos terribles, capaces de violar a sus hijitas y de degollar al más infeliz. Eso contaban de nosotros, y los buenos pendejos se lo creían, de todo corazón lo creían, así es que andábamos bien apretados de lado y lado y sin poder defendernos ni convencer a nuestros compañeros de los bateyes de que eso que los gringos decían no era cierto ni mucho menos” (p.17).
Como se trata de una narración hecha a base de recuerdos, toda la historia se narra en pasado, el tiempo predilecto de los narradores: “Me enrolé en cuanta banda había entre los montes y los cañaverales. Los gringos nos perseguían como a fieras. Nos soltaban enormes perros y nos rociaban con ametralladoras”(p.21). Obviamente, como se desprende del pasaje anterior, el punto de vista del narrador se despersonaliza, es decir, se hace colectivo, el yo se vuelve nosotros, el singular representa el plural, de manera que el narrador no habla en representación individual, sino como vocero de su pueblo, del pueblo dominicano por quien sentía luchar y pelear. Y como testigo y actor de su propia historia, usa la técnica de anticipación para avanzar o sugerir lo que acontecerá después, como la propia desgracia del héroe, o mejor, del anti-héroe que encarnaba: “La miseria me tendía una trampa terrible. Hasta me hice la triste ilusión de que mi hermano Fremio me recibiría con alegría. Así, olvidándome un poco de todo, de mi odio, de los marines, de mi mala fama y de los tropiezos que siempre tuve para conseguir algo, emprendí el regreso una noche del mes de marzo, dejando a Simián en manos de una vecina llamada Remigia, que complaciente prometió atenderla hasta tanto yo volviera” (p.36).
El pasaje citado continúa con la tónica narrativa del neo-realismo, relatando la forma como los hombres del pueblo reaccionan ante sus agobiantes problemas cotidianos: “Partí hacia el Este de nuevo. Trece días de camino. Días de camino peligroso. Evitando encontrarme con la guardia nacional y con los puestos militares. Llevaba entre mi ropa un largo cuchillo de monte y catorce pesos con veinte centavos. A los seis días había alcanzado ya el salto de agua que se mete por Guasa y sigue hacia el río Soco. Tierras desesperadas por la pobreza, las plagas y los marines. Desde allí en adelante la caminata resultó más dura; tenía que ocultarme para proseguir en la noche. Un hombre conocido como yo, no podía darse el lujo de ser visto”(p.36).
Para darle mayor verismo a su relato, el narrador practica la narración antidramática, siguiendo la tradición de los grandes maestros de la narrativa: “Entonces oí un disparo al tiempo que un dolor intenso como una mordida en la pierna derecha me hacía caer. Sentí luego el golpe que me privó del conocimiento. Un golpe en medio de la cabeza. Fremio había cumplido con su plan. Le salió perfecto” (p.40). Así de las técnicas de antiguo contar, tomaba aquellos recursos que le dan agilidad y contundencia a la narración, como el procedimiento enumerativo o la técnica del suspenso dramático, como la enseñó la tragedia griega, tan afín a la temática de esta novela: “Me dijeron que un oficial dominicano al servicio de los gringos había apresado cerca de Nagua a dos gavilleros, y que los venía a fusilar en Samaná por ser la ciudad más cercana. Me fui con toda aquella gente y con un grave presentimiento en el corazón. Mi sorpresa fue grande cuando divisé a los prisioneros montados sobre dos mulas de la U. S. (…) Los traía aquel oficial delgado, alto y requemado por el sol. Los soldados le llamaban Trujillo” (p.32).
Entonces el autor introduce el monólogo interior, uno de los más apropiados procedimientos para auscultar la mente de los personajes: “Me extrañó ver a tantos dominicanos con el uniforme de la armada yanki, y más que nada me dolió la presencia de aquel oficial joven que servía incondicionalmente a los gringos..”.
“Ya los gringos ni siquiera utilizan a sus tropas para aniquilarnos; usan a los mismos dominicanos para esa labor”, me dije con tristeza” (p.32).
Los desplazamientos espacio-temporales abundan en esta obra de corte modernizante. El relato comienza en El Seibo, pero una parte se desarrolla en el Cibao y otra en Samaná. Paralelamente hay desplazamientos temporales ya que la obra comienza en la etapa final de El Cuerno, encerrado en la cárcel, pero retrotráese a su infancia y recorre su vida y sus peripecias en la guerrilla montonera con los gavilleros. Al principio de la narración se da cuenta de que El Cuerno está preso por dos delitos. Haber combatido las tropas de ocupación y haber asesinado a su padre, y este último hecho se entiende al final del relato cuando conocemos la verdad de que no mató con premeditación a su padre sino que fue forzado a hacerlo por el hermano que quería heredarlo y al mismo tiempo cobrar la recompensa que daban por su captura. Casi al final, el relator retoma la acción: “-Este hombre fue atrapado anoche mientras asesinaba a su propio padre para tratar de robarle – dijo el oficial a los jueces americanos.
Me di cuenta entonces de que ellos por lo menos entendían el dominicano.
-Según el que lo trajo, este bandido, este gavillero, venía a buscar su herencia creyendo que su padre había muerto.
¿Qué herencia podía yo reclamar sin que antes me apresaran? Comprendí perfectamente aquello de“matar dos pájaros de un tiro”; Fremio cobró sus cinco mil y heredó también las propiedades a causa del asesinato que él mismo propició” (41).
Antes de caer en la trampa, y tras una larga travesía a pie, de noche y con numerosos contratiempos, el protagonista crea con su relato una impresionante imagen visionaria a base de metáforas, comparaciones y epítetos con cuyas figuraciones el narrador parece alucinado, enajenado, al emparejar los elementos de la naturaleza con sus enemigos reales:
“Salté el cercado de púas que venía divisando desde hacía unos diez o quince minutos. Me hallé por fin dentro de las inmensas tierras de papá. El pastizal enorme se me clavó en los ojos y me dolieron. Los recuerdos vinieron de golpe y me hicieron un daño enorme. La yerba, empujada por la brisa recia y cimarrona, se doblaba formando olas verdes. Recordé entonces que Simián esperaba allá, en las márgenes del litoral, mientras las olas de la bahía rompían en la arena dejando la playa manchada de una espuma grasienta. El yerbajo parecía cantar…” (p.37).
La imagen visionaria consistente en ver al adversario reflejado en los elementos naturales continúa desatando la imaginación del narrador que, como ejecutor de los hechos, se siente asediado, huyendo como estaba y como tal no podía fijar sus ojos en la belleza del paisaje sino en el dolor de su lucha; no hay lugar para la contemplación y el ensueño: “Me parecía ver el viento uniformado de caqui, sombrero de fieltro verde y de lona dura, cabalgar sobre una gran mula amarilla. El viento como un Máuser sobado y sus dos correas de tiros cruzadas sobre el pecho. En un país como este no sería nada raro que el mismo viento del cañaveral denunciara por unos míseros dólares mi presencia por aquel lugar” (p.37).
El narrador-personaje se siente atrapado en medio de la confusión, el delirio y la ansiedad, como si la tormenta exterior se confabulara con la tormenta interior que experimenta, lo que parece una manera de identificar el acontecer de la naturaleza con el acontecer, agitado y turbulento, del ánimo del protagonista: “Se abalanzó sobre mí, pero el brillo cándido y convincente de mi cuchillo, lo paró en seco. Retrocedió asustado. Una brillante carga de odio relampagueó entre sus ojos, y en mí nació la impresión de que aquel relampagueo iluminaba por momentos la habitación… Pero no, de improviso escuché un trueno y oí la lluvia. No eran los ojos de Fremio, era la tormenta” (p.38).
El escenario rural de la historia de esta novela postula, consecuentemente, recursos naturalistas, como son sus imágenes comparativas: “…el ¡fire! Con el que dejan a uno patas arriba como un marrano”; la madre se plantó en la hacienda “como una estaca de campeche”; el rencor era “ como una carga de algodón…liviano y perdurable”; Simián se había ajado “como una hoja de tabaco reseca” y se consumía “como una mecha de lámpara”; el cielo estaba “amoratado, como un gavillero muerto a golpes”, y el rostro del padre se veía “arrugado y amarillo como panal de abejas”. Al narrador le gusta la adjetivación trimembre con epítetos densos y vigorosos: camiseta “mugrosa, agujereada y hedionda”; el guerrillero “flaco, derrengado, lleno de ronchas”. O emplea sinestesias con acento olfativo: “turbio olor a melaza”; “nubes hediondas, sucias”; “cerezas agrias como el mal aliento del carcelero”.
La vida de las imágenes, la pluralidad de procedimientos y la multiplicidad de recursos muestra al escritor nato, al narrador versado, al literato consumado que es Marcio Veloz Maggiolo. La creación de lo que llamo ‘imagen correlativa’ consiste en elaborar una figuración en armonía con la sustancia temática de manera que parezca hecha con el mismo material de la historia, un relato dramático, formidable, trepidante:
“De noche los mosquitos venían en patrullas, afilados como las bayonetas de los marines. Nos hinchaban. Después averigüé el poder del humo de anamú para espantarlos, y los ahuyentaba hasta pasada la medianoche. Cuando apenas comenzábamos a dormir, volvían los muy cabrones y hacían su banquete” (p.31).
Novelación, modernidad y compromiso
Marcio Veloz Maggiolo representa para la novelística dominicana la vanguardia narrativa. Su novelística constituye un experimento moderno, una renovación de la antigua manera de novelar, y tiene el mérito de haberlo hecho al mismo tiempo en que lo hacían los grandes renovadores del género en Hispanoamérica, de modo que Marcio actualiza y renueva en esta área del Caribe español la novelística latinoamericana.
La vida no tiene nombre, su primer experimento renovador, combina la tendencia neo-realista con procedimientos vanguardistas, dando testimonio de la realidad política y social del primer cuarto del siglo XX en un país sometido e intervenido por las tropas de ocupación americanas, planteando los problemas que esa ocupación originó y haciéndolo con las técnicas y los procedimientos más actualizados que se ajustaban al tipo de narrador -personificado en un hombre del pueblo- que contaba la historia que protagonizó.
Con esta novela corta, Veloz Maggiolo se propuso despertar la conciencia de la dominicanidad, remozar el patriotismo, al tiempo que contaba, de una forma ágil, moderna, interesante, la historia de la intervención americana, sus efectos sociales, históricos y políticos, y el trasfondo sociocultural de una zona del país en una época determinada de su historia. Se aprecia así, el comportamiento socio-político de los dominicanos durante la primera intervención militar americana.
La novela pretende reflejar un pesimismo, originado en la explotación de los amos, la opresión en que mantenían al personal dependiente, la traición de dominicanos contra dominicanos durante la ocupación. Asimismo, el servilismo de unos compatriotas que se doblegaban por unos míseros dólares, la discriminación social y racial, la crueldad de los bandos en pugnas, y obviamente la degeneración a que descendieron los gavilleros, justamente los que mantenían encendida la lámpara del patriotismo en medio de las condiciones más adversas, y por supuesto el dolor, el sufrimiento de un hombre que se sentía extraño en este mundo y que no comprendía el porqué lo odiaban, es decir, las razones por las cuales lo maltrataban, lo humillaban y lo pateaban. Todo esto parece reflejar una actitud pesimista del autor, pero hay que convenir en que, como autor y narrador de la historia que cuenta, es decir, como vocero de su sociedad, el escritor narra, presenta y describe lo que esa realidad ofrece, sin desvirtuar o mitificar los hechos, presentándolos con sus lacras sociales, sus aberraciones humanas y las manifestaciones degradantes de una realidad inocultable.
Se siente el peso ominoso, como una sentencia apocalíptica, la afirmación de Pedro Francisco Bonó, ya citada en otra parte de esta obra, de que “tendremos mal que nos pese rebeliones y más rebeliones, dictaduras y más dictaduras” (13). En efecto, hemos conocido rebeliones caudillistas y dictaduras personalistas, y una larga cadena de alzamientos guerrilleros y desórdenes gavilleros antes y durante la intervención americana, y una larga dictadura, como su secuela más nefasta. Aún conoce el país manifestaciones conductuales de ese pasado que hay que superar.
La vida no tiene nombre, que trata sobre la intervención americana de 1916 y cuyo trasfondo sociográfico enfocó el autor con precisión y verismo, se centra en los problemas de la intervención americana, funda su historia en la hacienda de un rico terrateniente del Este y da una visión del estado social de los personajes que en ella intervienen y de las implicaciones de la explotación practicada en una hacienda oriental en la época de la intervención americana. Todo lo que se narra en esta corta novela de Veloz Maggiolo y la forma modernizante de su narración convierten a esta valiosa obra del narrador dominicano en una novela fascinante dentro del conjunto de novelas que conforman la galería dominicana de la ficción montonera.
Notas:
- Marcio Veloz Maggiolo, La vida no tiene nombre, Santo Domingo, Colección Testimonio, 1965.
- Martin David Clausner, “Comentario de un americano sobre la ocupación militar de 1916-1924” en Eme-Eme #9, Vol. II, Santiago de los Caballeros, Noviembre-Diciembre de 1973, pp.61-2.
- Ibídem, p.64.
- Pelegrín Castillo, La intervención americana, Santo Domingo, Imprenta Listín Diario, 1916, pp.9 y 15. Cita a Fabio Fiallo en Listín Diario, 13 de Diciembre de 1915, p. 6.
- Clausner, cit., p. 66.
- Sumner Welles, La viña de Naboth, Santiago de los Caballeros, Editorial El Diario, 1939, T. II, p. 237.
- Clausner, cit., p.66.
- Ramón Marrero Aristy, La República Dominicana, Ciudad Trujillo, Editora del Caribe, 1958, T II, p. 382.
- Ibídem, pp.382-3.
- José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, La Habana, Cuba, 1963, p.71.
- Marcio Veloz Maggiolo, “La hora de la creación”, en “Isla abierta”, Suplemento Cultural de Hoy, Santo Domingo, 8 de Febrero de 1986, p.14.
- María del Carmen Prosdocimi, “Marcio Veloz Maggiolo reúne en volumen tres novelas cortas”, en Suplemento Cultural de El Caribe, Santo Domingo, 10 de Enero de 1981, p.14.
- Editora del Caribe, 1964, p. 228.
(En Bruno Rosario Candelier, La ficción montonera, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 2003, pp. 149-178).