Un fósil capitaleño

Las palabras que utilizamos para nombrar lugares, los topónimos, son como pequeños grandes fósiles que atesoran entre sus letras una historia de muchos siglos. En su origen los topónimos se utilizaban para denominar a las personas que procedían del lugar. Así se transformaba en un nombre de familia, un apellido, que se heredaba de padres a hijos. Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua española, era natural del pueblo sevillano de Lebrija, en latín Nebrissa Veneria.
Un paso más en el camino de la lengua es el que realizó el topónimo que designa a nuestro Gascue: del nombre de un pequeño enclave en el Reino de Navarra, al norte de España, que cuenta hoy con unos veinticinco vecinos, al apellido del contador real Francisco Gascue y Olaiz, natural de este reino; de aquí a la denominación del ensanche capitaleño. La documentación histórica escrita, manejada por González Tirado en su interesante artículo sobre el tema, manifiesta una tendencia evidente al uso de Gascue. ¿Por qué entonces encontramos el tan abundante Gazcue?

Estos casos de vacilación ortográfica son frecuentes en los nombres de lugares y de personas. Todos podemos recordar apellidos con dobletes similares. Apunto como hipótesis que podríamos estar ante un caso de ultracorrección, que manifiesta una tendencia habitual entre los hablantes a tratar de corregir lo que creemos que decimos incorrectamente, incluso cuando no es así. Si queremos respetar la grafía tradicional, respeto del que tan necesitado está nuestra ciudad, en todos los sentidos, debemos optar por Gascue.

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© 2010 María José Rincón

Comprar en español

Nos hemos encontrado en estos días con un alentador anuncio de Pro Consumidor en el que se nos recuerda que el etiquetado de los productos debe leerse en español. De acuerdo con las disposiciones legales dominicanas, los textos y leyendas de las etiquetas de los productos, tanto los de producción nacional como, muy especialmente, los importados, deben estar redactados en español.

 

Es una iniciativa valiosa que ayudará a que los consumidores podamos elegir con conocimiento de causa y ejercer nuestros derechos cuando lo consideremos necesario. Es un paso importante para eliminar la experiencia surrealista de que, en un país en el que se habla español, debamos comprar en inglés. Demasiadas veces la habitual parejería alegará que el asunto no tiene importancia porque muchos saben leer en inglés, olvidando que muchos no somos todos y que la defensa de nuestra lengua materna es la defensa de nuestro derecho a tener y mantener una identidad propia.

No renunciemos a este derecho, que representa lo más personal e íntimo que tenemos, nuestra manera de expresarnos a nosotros mismos y de comunicarnos con los demás; también nuestra legítima oportunidad de tener información clara y precisa acerca de lo que vamos a comprar para poder reclamar si no se cumple lo que se nos ofrece. Un aplauso de ánimo para Pro Consumidor por recordarnos lo importante que es no renunciar a nuestros derechos.

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Nuestro Diccionario de americanismos

Esta semana presentamos en la Academia Dominicana de la Lengua el Diccionario de americanismos de la Asociación de academias americanas de la lengua. Es el primer diccionario académico íntegramente dedicado al léxico usual americano y nos enorgullece que sea además el más completo.
Vamos a tener en nuestras manos una obra esencial, al servicio del conocimiento del español en toda su riqueza y variedad. Es el fruto del trabajo minucioso e ilusionado de estudiosos del español a lo largo y ancho de toda su geografía, entre los que se encuentran los académicos dominicanos.

Apreciamos su envergadura cuando repasamos sus más de 70,000 palabras, frases o locuciones o las más de 120,000 acepciones de esas voces. Cada vocablo y cada acepción registra, además de su etimología, en qué ámbito geográfico se emplea, si es propia de un registro determinado o si su uso está teñido de determinada valoración social. Es un diccionario de uso, no un diccionario normativo. Las academias han optado por recoger el uso real de los vocablos, también de los más recientes o juveniles, tarea a la que han contribuido los alumnos de la Escuela de lexicografía hispánica.

Esta obra representa una oportunidad inmejorable para conocer mejor nuestra propia variedad y también lo que la distingue de otras variedades del español. El mejor logro es que nos permite ir descubriendo cómo, a pesar de las diferencias, hablamos la misma lengua.

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Un ingrediente más para el diccionario

Una de las lectoras de la columna se interesa por saber si se dice sancocho o salcocho. Ambas palabras existen, y son correctas, así como sus relacionadas salcochar y sancochar. Proceden de la misma raíz latina, combinada con dos prefijos distintos. La confusión entre ellas, que puede provocar dudas, es la cercanía de sus significados y el hecho de que estos varíen de un lugar a otro del amplio territorio hispanoparlante.
El sancocho es uno de los protagonistas de nuestra cultura gastronómica aunque su receta sea distinta de la que los canarios en España usan para cocinar el suyo. En el sur de España el sancocho es lo que se obtiene cuando se cuece hasta reducirlo el mosto del vino. Sancochar era originalmente ‘cocer poco y sin sazón cualquier alimento’; de aquí deriva posiblemente su uso despectivo en Cuba para significar ‘cocinar mal’. Para nosotros es ‘cocer en agua’. Cuánta razón tenía Ángel Rosemblat cuando escribía que el habla familiar «no puede ser incolora, inodora e insípida. Tiene que ser rica, emotiva, evocativa, familiar. Le cambian el sabor al sancocho si nos obligan a llamarlo salcocho».

El recorrido por los recovecos de nuestros diccionarios es siempre enriquecedor. Pero los que trabajamos con ellos y en ellos siempre encontramos un detalle que mejorar. En esta ruta lexicográfica por el sancocho he encontrado que al Diccionario de la Real Academia Española le falta añadir los usos dominicanos de sancochar y de sancocho en su acepción de ‘conjunto de cosas sin orden’. Dos nuevos ingredientes para la próxima edición.

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Industria cultural con presente y futuro

Decía Octavio Paz: «Para todos los hombres y mujeres de nuestra lengua la experiencia de pertenecer a una comunidad lingüística está unida a otra: esa comunidad se extiende más allá de nuestras fronteras nacionales».
El extendido uso internacional del español tiene la ventaja de tratarse fundamentalmen-te de un uso como lengua materna propia, y no de una presencia como lengua franca, como le ocurre en muchas ocasiones al inglés, con el riesgo de empobrecimiento y simplificación que esto conlleva. Nuestra lengua nos aporta la ventaja, no lo suficientemente valorada a veces, de podernos comunicar sin intérprete con uno de cada veinte habitantes de la tierra.

Su condición de lengua unitaria con una gran cohesión geográfica afianza su proyección internacional, puesto que nueve de cada diez hablantes de español viven en territorios contiguos, en estados americanos fronterizos. El área lingüística del español es una de las más extensas del mundo. Sólo España y Guinea Ecuatorial quedan fue-ra de este dominio territorial.

Esta destacada unidad, que no uniformidad, del español y su proximidad geográfica, se ha convertido en una de las grandes bazas económicas de Hispanoamérica. La cercanía de grandes países no hispanohablantes, como los Estados Unidos, Brasil o Canadá, nos brin-da la oportunidad de ofrecer la enseñanza del español como segunda lengua como una industria cultural con presente y futuro. Para lograrlo debemos mejorar la preparación lingüística de nuestro profesorado y la valoración que todos nosotros tenemos de nuestra propia lengua materna.

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El sastre cocinero

El cine en versión original nos permite conocer de primera mano la obra del cineasta, de los guionistas y de los actores. Si no dominamos el idioma original de la película, echamos mano de los subtítulos para seguir el contenido de la narración o el diálogo de los personajes. El subtítulo es una oportunidad de enfrentarnos a la lengua escrita, para la que cada vez nos volvemos más perezosos. Hasta aquí, todo son ventajas.
Si somos observadores y estamos acostumbrados a leer, línea tras línea encontramos faltas garrafales de ortografía, por no hablar de la sintaxis o de la concordancia. Los personajes conversan, la acción no se detiene, pero nosotros nos hemos quedado enganchados de una hache que echamos en falta o de una ese confundida entre zetas y ces. Si no somos lectores habituales lo más probable es que ni siquiera lo notemos, y es aquí donde reside el peligro.

Para mejorar nuestra ortografía el método infalible es la lectura. Me pregunto qué efecto estará produciendo en todos nosotros el enfrentarnos día a día con subtítulos plagados de errores. ¿Es tan difícil corregir ortográficamente los subtítulos? El cine es una industria que genera ingresos millonarios y los hablantes de español debemos exigir respeto y un producto lingüístico de calidad. Así no tendríamos que enfrentarnos a frases como la que leí en un subtítulo hace días: «Como si un sastre se hubiese vuelto loco y hubiese cocido miles de diamantes en un maravilloso vestido». Todo lo que vi en la película a partir de ese momento no pudo superar al sastre cocinero.

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Una arroba de palabras

¡Qué caprichosa es a veces la historia de las palabras! Nuestra imprescindible arroba, ciudadana del siglo XXI, nació hace ya unos cuantos siglos cuando ni siquiera la imprenta se había inventado. Echaban mano de ella los escribientes para abreviar ciertas preposiciones y conjunciones (ad, at), como usaban la ñ para abreviar la doble n latina, origen de nuestra querida letra eñe. Recuerden que la escritura era manuscrita y a pluma, de ave, no estilográfica. Todo lo que pudiera abreviarse era más que bienvenido. En español se usó además como símbolo para representar una unidad tradicional de medida de capacidad o de masa; hablamos así de una arroba de vino o de aceite o de un puerco de quince arrobas.
La @ ha sobrevivido y, con más vitalidad que nunca, ha brincado desde los escritorios de los amanuenses y desde los almacenes de los campesinos, con su regusto añejo, a nuestros imprescindibles correos electrónicos; del códice a la pantalla del ordenador. Es un caso precioso de adaptación de lo patrimonial a las nuevas necesidades de los hablantes.

No tan preciosa y, desde luego, incorrecta es la costumbre reciente de recurrir a ella para unificar formas masculinas y femeninas. Nosotros nos metimos en el problema, al duplicar innecesariamente los géneros. La lengua ya tenía una solución gramatical: el uso del género masculino para expresar a todos los miembros de una clase, sin distinción de sexos. Una arroba de palabras en busca de eco entre los hablantes.

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Pequeños grandes detalles

He encontrado a menudo personas a las que, como a mí, los errores ortográficos o gramaticales nos causan la sensación de verlos palpitar en el texto en que se encuentran. De la misma manera resuenan en nuestros oídos cuando se trata de la lengua hablada. Nos asusta que, de tanto oírlos o leerlos, nos lleguen a pasar desapercibidos.
Pero existen errores muy habituales que, por su sencillez, pueden ser corregidos sin demasiado esfuerzo por parte de los hablantes. Sólo se necesita voluntad de expresarse con corrección. No está de más refrescar lo que tal vez escuchamos en nuestros años escolares acerca del uso del artículo. Existen dos contextos de uso en los que frecuentemente cometemos errores: los países y los años.

Los nombres de países no van determinados por el artículo por tratarse de nombres propios. Sin embargo, se recomienda su uso cuando se trata de nombres compuestos, como en el caso de la República Dominicana, los Estados Unidos o los Países Bajos. Es una regla de fácil aplicación que nos puede resultar muy socorrida, más aún cuando el nombre de nuestro país es un ejemplo de uso muy frecuente.

Lo contrario sucede cuando nos referimos a los años. No debemos usar el artículo. Hablaremos por tanto de que «la Nueva gramática de la lengua española fue publicada en 2009» y de que «2010 será el año en que verá la luz el Diccionario académico de americanismos». Son pequeños grandes detalles que hacen la diferencia.

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Aportes dominicanos al Diccionario

Cuando nos referimos al diccionario, los hispanohablantes aludimos, casi por antonomasia, al Diccionario de la lengua española de la Real Academia. Desde su nacimiento en 1726 muchos han sido sus defensores y muchos, y más ruidosos a veces, sus críticos. Se le achaca sin empacho la falta de atención a los vocablos propios del español de América, olvidando que, entre los diccionarios clásicos occidentales, es el que antes y con mayor ahínco ha reconocido el léxico diferencial: el aporte americano al léxico del español.
Es evidente que la colaboración de las Academias americanas de la lengua española ha rendido sus frutos. La riqueza léxica, que representa uno de los principales activos de nuestra lengua, por lo que supone de variedad expresiva y cultural, significa también uno de los grandes retos para los que hacemos diccionarios.

La labor que ha venido desarrollando la Academia Dominicana de la Lengua se aprecia si comparamos las cifras de dominicanismos registrados en las últimas ediciones del diccionario académico. La edición de 1992 recogía 190 palabras marcadas como propias de la República Dominicana; en la edición de 2001, la más reciente, pasan a ser 286. Este significativo aumento de la presencia dominicana es un reflejo del esfuerzo de nuestra corporación académica. Mucho mayor será nuestra aportación al Diccionario Académico de Americanismos que nos promete para este año la Asociación de Academias de la Lengua Española. Pero eso es harina de otro costal o bacalao de otro tonel.

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La lengua en femenino

La lucha legítima y necesaria por alcanzar la igualdad de derechos y oportunidades para las mujeres ha tomado, en el caso de la crítica al lenguaje sexista, derroteros poco sostenibles. Como casi siempre, nuestra sociedad se preocupa por las apariencias y deja de lado lo realmente importante: el contenido. La preocupación por las formas agota nuestras energías y nos impide llegar al fondo. Discutimos acaloradamente sobre el género de algunos sustantivos, sobre el matiz despectivo de algunas palabras, y perdemos de vista que la lengua es un sistema que se ha conformado para expresar a los hablantes de una comunidad. El contenido de esa expresión es responsabilidad de cada uno de esos hablantes.
Como mujer y como lingüista lamento que invirtamos nuestro tiempo en decorar el tejado cuando los pilares son los que se tambalean, un ejemplo más de nuestras prioridades extraviadas. La lengua es el medio de expresión de una sociedad sexista, que expresa contenidos sexistas; pero el sexismo no está en la lengua, del mismo modo que la fiebre no está en la sábana. Cuando las mismas mujeres nos vanagloriamos de cómo nuestras parejas «nos ayudan mucho en casa» expresamos un contenido sexista, aunque lo hagamos en lengua de signos. Preocupémonos por desterrar el sexismo de nuestras actitudes y de nuestros contenidos; nuestra lengua sabrá adaptarse a ese cambio, como a muchos otros, y comunicará con sabiduría a esa nueva sociedad a la que aspiramos en la que todos (no todos y todas) nos sentiremos representados y expresados.

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