Un académico más

La Academia Dominicana de la Lengua se fundó en Santo Domingo, República Dominicana, el 12 de octubre de 1927. Ayer cumplimos ochenta y ocho años. Conmemoramos nuestro octogésimo octavo aniversario (por reivindicar nuestros ordinales, tan poco y tan mal usados). Y este año lo vamos a celebrar leyendo, y leyendo nada más y nada menos que La vida de Lazarillo de Tormes, y de su fortuna y adversidades.

Digna celebración para una corporación académica que tiene como misión fomentar el estudio y el buen uso de la lengua española. Y nada fomenta más el buen uso de la lengua que la lectura, especialmente si es la de nuestros clásicos. El autor del Lazarillo, quien prefirió mantener el anonimato, hizo gala de su genio y lo puso al servicio de la crítica social. Con él nos legó una obra extraordinaria que se convirtió en la semilla del género picaresco.

En la Academia Dominicana de la Lengua estamos releyendo a los clásicos de nuestra literatura desde enero. Nos estamos acercando a sus páginas con avidez y respeto. Los azares de la cronología han querido que el pícaro más malaventurado de nuestra literatura sea el anfitrión de nuestro aniversario. Quizás, allá por 1927, no habríamos contado con el beneplácito de nuestro primer director, Monseñor Nouel, puesto que los clérigos no salen muy bien parados en la novela, que llegó a estar prohibida por la Inquisición. Sin ninguna duda lo habrían disfrutado otro académico fundador, Manuel Patín Maceo, quien ocupó el sillón E, y su sucesor en este sillón, el insigne Mariano Lebrón Saviñón, nuestro director durante dieciocho años.

Me atrevo a asegurar que un crítico literario como nuestro actual director, Bruno Rosario Candelier, saluda a Lazarillo como anfitrión. Un tiguerito curtido en mil y una andanzas, las más de ellas desventuradas, que escribe una relación de su vida y adversidades para ser recompensado “no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben”. Lazarillo, desde luego, en esto, podría haber sido un académico más.

© 2015, María José Rincón.

 

 

De vuelta al lápiz

Busque un lápiz de carbón. Revise si está bien afilado. Como lleva demasiado tiempo arrumbado en una gaveta, lo encontrará con la punta roma. Busque y rebusque a ver si encuentra por algún lado un sacapuntas. A mí me gustan los metálicos, pero vale cualquiera que aparezca. Pruebe a ver si recuerda aquella sensación de introducir el lápiz, girarlo y ver salir una viruta reluciente que, si lo hace bien, será continua y festoneada del color del vestido del lápiz.

Listo. Ahora pruebe a escribir una frase en letra cursiva sobre una hoja de papel en blanco. Si todavía recuerda cómo se hace, verá surgir, como por arte de magia, un trazo continuo en el que, a poco que nos acerquemos, podemos apreciar el brillo y la textura del grafito. La lentitud del trazo a mano lo obligará a pensar lo que va a escribir; le recordará que, si no presta atención y se equivoca, se verá obligado a buscar una goma de borrar y a rehacer lo escrito. Estará obligando a su cerebro a trabajar con intensidad, a concentrarse; pondrá en marcha tres capacidades cerebrales: la motora, la visual y la cognitiva.

Cuando deje el lápiz sobre la mesa, el teclado le seguirá siendo imprescindible, pero no olvide, sobre todo si es responsable de educar a un niño, que el lápiz (o el bolígrafo, o la pluma) y la escritura a mano desarrollan nuestra capacidad de análisis, de redacción, de memoria y de comprensión lectora. Y tal y como están las cosas estas capacidades nos son más necesarias cada día.

© 2015, María José Rincón.

 

 

El perejil de todas las salsas

Hablábamos la semana pasada de signos ortográficos humildes; los hay humildes sí, pero que nos aparecen hasta en la sopa. Ese es el caso del apóstrofo, que no apóstrofe, que es otra cosa muy distinta.

Un apóstrofe es algo así como una pela de lengua breve, si me lo permiten (según el DRAE, ‘dicho denigrativo que insulta y provoca’). El apóstrofo, en cambio, es un signo ortográfico que a veces, demasiadas, empleamos para reproducir por escrito las elisiones que se producen en la lengua coloquial: pa’l trabajo o el mucho más frecuente pa’l cara…

Siempre les escribo sobre lo que debe hacerse; hoy déjenme que les insista en lo que no se debe hacerse.

No debemos usarlo para indicar la supresión del final de una palabra cuando la palabra que le sigue no se ve afectada: nada de *pa’ mañana. Si lo que queremos es reflejar la pronunciación vulgar, y puesto que mañana no se altera, lo correcto es escribir pa mañana.

Olvídense del apóstrofo para abreviar los años. Nada de generación del ’60; basta con generación del 60. Y, ya que hablamos de años, no lo utilicen para expresar las décadas: *los convulsos 90’s (copiada del inglés, por cierto) se escribe los convulsos 90.

Y, sobre todo, evítenlo para pluralizar las siglas: *CD’s. Si queremos expresar el plural de una sigla marquémoslo con su artículo y dejemos la sigla invariable: los CD.

El apóstrofo es humilde; respetemos su condición y no queramos que sea como el arroz blanco o que se convierta en el perejil de todas las salsas.

© 2015, María José Rincón.

Barra y punto

Si de signos ortográficos hablamos, el acento y la coma se llevan todo el protagonismo. Hay otros más humildes, menos frecuentes, que realizan su labor calladamente y que se merecen también que sepamos usarlos correctamente.

 

Los signos ortográficos se clasifican en tres tipos: los signos diacríticos (la tilde y la diéresis); los signos de puntuación (el punto, la coma, el punto y coma, los paréntesis, etc.); y los signos auxiliares (los más comunes en la lengua española son el guion, el apóstrofo y la barra).

 

Ojo, no esa barra que todos han imaginado… Esta barra: /. Esa a la que la mayoría, por parejería denomina slash (como si slash no fuera lo mismo que barra solo que en inglés). Seguro que esos mismos cuando hablan en inglés se cuidan mucho de no usar palabras en español para demostrar lo bien que lo hablan.

 

Entre las funciones de la humilde barra se encuentra marcar la abreviatura de algunas palabras. Habrán visto abreviar calle como c/.

 

También nos ayuda a relacionar dos elementos; cumple así la función de una preposición: 80 km/h (kilómetros por hora) o 300 pesos/mes (pesos al mes).

 

Yo la uso mucho en esta columna como signo auxiliar para indicar la existencia de dos opciones posibles: béisbol/beisbol, fútbol/futbol. Seguro que la han encontrado en el encabezamiento de las cartas: Estimado/a señor/a.

 

Chiquita pero matona. Al final no parece tan humilde. En todos estos ejemplos debemos asegurarnos de no dejar espacio entre la barra y las letras que la preceden o que la siguen. Y de llamarla por su nombre: barra. Y punto.

© 2015 María José Rincón.

 

Ganas de fuñir

Decían en mi tierra, que poco a poco hila la vieja el copo. Yo, muy aficionada a las labores de aguja, pretendo hilar poco a poco el copo de los adjetivos. La semana pasada los dejé con la miel en los labios (¿?).

Entre los adjetivos distinguimos dos tipos: relacionales y calificativos. No se trata de embotellarse la información. Se trata de conocerlos mejor para saber cómo trabajan y ponerlos a funcionar correctamente en nuestro beneficio.

El rasgo principal de un adjetivo relacional es que nos sirve para clasificar personas o cosas. Lo explica muy bien la Nueva gramática básica de la Asociación de Academias. Una actividad comercial se refiere a ‘un tipo’ de actividad, frente a una actividad intelectual, deportiva, etc. Una crisis económica es un tipo de crisis distinto de una crisis sentimental, una crisis gubernamental o una crisis humanitaria. Clasificamos el tipo de actividad o de crisis al que nos referimos mediante un adjetivo relacional.

Los adjetivos calificativos suman cualidades o propiedades al significado del sustantivo al que se aplican: una alumna ejemplar, un profesor dedicado. El adjetivo no los clasifica sino que destaca una de sus cualidades.

Me encantó el ejemplo que propone la Nueva gramática básica de las Academias para diferenciarlos. Recuérdenlo como modelo. Un perro ladrador (adjetivo calificativo) frente a un perro labrador (adjetivo relacional); un gato sibilino –yo, con el permiso de las Academias, lo dominicanizaría en un gato barcino– (adjetivo calificativo) frente a un gato siamés (adjetivo relacional).

No crean que me levanté con ganas de fuñir. Cada tipo de adjetivo se comporta de una forma y esto afecta su uso. Practiquen, que para la próxima nos toca aprender a usarlos bien.

© 2015, María José Rincón.

Antes o después

El nombre adjetivo puede hacernos creer que estas palabras son accesorias, pero su colocación puede hacer la diferencia entre un texto bien escrito y otro no tanto.

Si pudieran verme por un agujerito mientras corrijo un texto, notarían que, conforme voy encontrando adjetivos mal colocados, me voy poniendo roja y empieza a salirme humo por las orejas, como si me hubiera transformado en un personaje de muñequitos.

Los adjetivos son complejos y, mientras más de cerca los miramos, más detalles nos ofrecen. No nos dejemos abrumar, que hoy es martes y nos queda mucha semana por delante.

Adjetivos y sustantivos van indefectiblemente unidos. La lengua española no obliga a que los adjetivos ocupen una posición fija; pueden colocarse antes o después del sustantivo, aunque lo normal es la posposición: directora actual/ actual directora, mango frondoso/ frondoso mango.

El latín anteponía el adjetivo al nombre. En la lengua romance la anteposición se convirtió en rasgo característico del lenguaje literario: transformar la lengua de todos los días para ganar en expresividad artística. Quizás por esta razón, los que toman una pluma o un teclado para componer textos recurren al adjetivo antepuesto, muchas veces de forma inconsciente, como si esto pudiera darles un marchamo de calidad literaria. El abuso de la anteposición logra exactamente el efecto contrario; los adjetivos se convierten en fórmulas manidas que pierden impacto.

Tanto para la escritura del día a día como para la que aspira a literaria, apliquen la regla sencilla de la naturalidad: el adjetivo después del nombre. Reserven la anteposición para casos muy excepcionales y su escritura ganará muchos enteros.

Aunque no siempre es cuestión de estilo. Como todo en la lengua, hay razones muy concretas para que un adjetivo pueda colocarse o no antepuesto al nombre. Prometí no abrumarlos, así que dejemos eso para ahorita.

© 2015, María José Rincón

Gentes

Un nombre colectivo es aquel que, aun estando en singular, se refiere a una realidad plural. Y existe un sustantivo colectivo que, poco a poco, ha ido adquiriendo nuevos usos en las dos orillas del Atlántico donde se habla español. Me refiero al sustantivo gente: número singular referido a una pluralidad de personas.

Si el número del sustantivo es singular la concordancia correcta es en singular, aunque su referencia plural pueda provocarnos dudas: La gente amigable disfruta de la buena conversación. En la lengua literaria suele usarse también en plural; si lo piensan bien, es innecesario significativamente pero gana en expresividad: gentes de bien, gentes que vienen y van.

Y aquí comienzan las novedades que en algunas zonas de América, entre ellas esta tierra nuestra, distinguen a este sustantivo. Entre nosotros ha desarrollado un sentido singular, referido a una sola persona, y que, por tanto, puede pluralizarse: Entraron seis gentes. También en la conversación informal en América lo convertimos a veces en adjetivo y lo usamos para calificar a las personas que son amables y diligentes: Ese profesor es muy gente. Su uso está considerado coloquial así que, si queremos cuidar nuestro estilo, debemos tener mucho ojito.

Sus usos referidos a una sola persona o como adjetivo son válidos porque los hablantes de amplias zonas de América así lo han difundido. Solo debemos tener en cuenta que siempre van teñidos de un matiz coloquial que debe mantenerlos a raya cuando de expresión formal se trata. Reservémoslos para la charla entre amigos.

Vanamente se dice

Hay pocos placeres comparables con la lectura de los clásicos. En estos días he tenido entre manos la Tragicomedia de Calisto y Melibea, escrita en 1499 por Fernando de Rojas. Los amores de Calisto y Melibea ceden su protagonismo a Celestina, una genial alcahueta que enlaza los amores de los tortolitos usando todas sus artes de correveidile.

Rojas tiñe su prosa con el gracejo de muchas frases proverbiales y con ellas atesora su condensada sabiduría popular. Nos sorprende encontrar refranes que hoy, cinco siglos después, todavía viven en nuestra lengua diaria: “Pagan justos por pecadores”; “No por mucho madrugar amanece más temprano”; “Quien mucho abarca, poco suele apretar”; “Con su pan se lo coma”; “Cada cual habla de la feria según le va en ella”.

Otros se han modificado un tanto con los avatares históricos de lengua pero aún podemos reconocerlos: “Pan y vino anda camino, que no mozo garrido”; “Ser como perro de hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer”.

Algunos han perdido vigencia pero todavía nos reservan mucha enseñanza acrisolada por el tiempo: “La mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa”; “Si la locura fuese dolores, en cada casa habría voces”; “Haz tú lo que bien digo, y no lo que mal hago”.

Una lección en cada párrafo, pulida por el tiempo y el uso de infinidad de hablantes que ya, en tiempos de La Celestina, los habían heredado de sus mayores; una lección que no voy a dejar pasar y, aplicándola, pongo el punto final a esta “Eñe” pues vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender.

© 2015 María José Rincón

 

Dulce pasión

Hay pocos placeres comparables con la lectura de los clásicos. En estos días he tenido entre manos la Tragicomedia de Calisto y Melibea, escrita en 1499 por Fernando de Rojas. Los amores de Calisto y Melibea ceden su protagonismo a Celestina, una genial alcahueta que enlaza los amores de los tortolitos usando todas sus artes de correveidile.

Rojas tiñe su prosa con el gracejo de muchas frases proverbiales y con ellas atesora su condensada sabiduría popular. Nos sorprende encontrar refranes que hoy, cinco siglos después, todavía viven en nuestra lengua diaria: “Pagan justos por pecadores”; “No por mucho madrugar amanece más temprano”; “Quien mucho abarca, poco suele apretar”; “Con su pan se lo coma”; “Cada cual habla de la feria según le va en ella”.

Otros se han modificado un tanto con los avatares históricos de lengua pero aún podemos reconocerlos: “Pan y vino anda camino, que no mozo garrido”; “Ser como perro de hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer”.

Algunos han perdido vigencia pero todavía nos reservan mucha enseñanza acrisolada por el tiempo: “La mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa”; “Si la locura fuese dolores, en cada casa habría voces”; “Haz tú lo que bien digo, y no lo que mal hago”.

Una lección en cada párrafo, pulida por el tiempo y el uso de infinidad de hablantes que ya, en tiempos de La Celestina, los habían heredado de sus mayores; una lección que no voy a dejar pasar y, aplicándola, pongo el punto final a esta “Eñe” pues vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender.

© 2015 María José Rincón González

 

Humilde apariencia

La coma, tan simple y sencilla como parece, provoca innumerables errores ortográficos. Sí, un error en el uso de la coma es una falta de ortografía. No es la primera «Eñe» que protagoniza la coma, y no será la última. La extensión de estos artículos es incapaz de contener la diversidad de reglas que establecen el uso correcto de este humilde, solo en apariencia, signo de puntuación. Vayamos, pues, paso a paso.

Hoy nos vamos a detener en las oraciones condicionales. Las distinguimos porque expresan una condición. Lo más frecuente es que vayan introducidas por la conjunción «si» (sin tilde por tratarse de un monosílabo átono).

En este tipo de oraciones el uso de la coma depende del lugar que ocupen en la frase. Si la condicional está colocada antes del verbo principal, debemos usar la coma. Si se fijan, esta oración y la anterior les pueden servir de ejemplo. Las oraciones condicionales, introducidas por «si», se separan con una coma de las respectivas oraciones principales porque están antepuestas.

Sin embargo, cuando la construcción condicional va pospuesta al verbo principal, la coma no aparece. Comparen estos dos ejemplos: «Si nos decidimos a leer, mejoraremos nuestra ortografía»/»Mejoraremos nuestra ortografía si nos decidimos a leer». En el primer ejemplo la condicional está antepuesta; en el segundo, pospuesta. El primero lleva coma; el segundo no.

La vida está plagada de condiciones, así que las oraciones condicionales son muy frecuentes. Si aprendemos a usar la coma en este contexto, evitaremos muchos errores. Presten atención al lugar de la frase respecto al verbo principal si quieren usar la coma con maestría.

© 2015 María José Rincón González