Ubres de novelastra, de Federico Henríquez Gratereaux

Por José Miguel Soto Jiménez

 

Debo confesar que al acercarme a esta obra excepcional lo hice con cierta lentitud cautelar. La aproximación fue en “puntillas”. Por “salto vigilado”, como si el nombre de este animal, molestado de repente de su reposo, me fuera a  morder.

Era conveniente no despertar a la bestia que dormitaba en mi mesa de estudio, “resollando”, echada sobre su anatomía de 500 páginas, con su apelativo amenazante.

Por eso me tomé mi tiempo para aproximarme a ella, con la aprensión de que, tarde o temprano, se me echaría encima tomándome por asalto, jadeante, entre “zarpazos y colmilladas”.

En realidad no estamos aludiendo a la fábula del “gato y el ratón”, sino a la del “ratón y el queso”. Al impulso incontrolable de sentirse atraído por la carnada, aunque se presienta la trampa. No importa que el mote anunciara tormentos. Se trataba de Federico Henríquez Gratereaux, uno de mis autores favoritos. Un pensador. Un comunicador. Un erudito. Un amigo. Valía la pena el riesgo. Ahora confieso también que esta obra excepcional, no podía ser titulada de otra forma. Que le era ajeno cualquier otro nombre. Con la facultad “deicida” de nombrar las cosas, el “pequeño Dios” que es el autor, da vida cuando nombra. Por eso lo hace “como le da la gana”. No porque lo razone, sino porque le viene del “forro” y eso basta. Sería una pérdida de tiempo por tratarse de quien se trata, decir que este libro está bien escrito, y que la prosa elegante, por encantar encanta y lleva a uno por donde el autor quiere que uno valla. Hay en su estilo un toque de aristocracia no republicana, un dejo de autoridad a la vieja usanza: templo, academia, salón elegante, capaz de convertir cualquier vulgaridad o cursilería en sentencia conveniente. Federico escribe como habla, correctamente. Nada de caños salvajes, o “golpe de aguas”, nada de chorreras y borbotones. Fuente es la suya, donde prima la armonía, la belleza de la forma al servicio del buen sentido. Notable por lo cabal. Sobrecogedor por lo lógico. Prisionero de sus propias normas. Esclavo de su albedrío, tiene el defecto gravísimo de parecerse demasiado a sí mismo. Es la medida exacta de lo razonable lo que lo domina. Federico Henríquez, sin quererlo, siendo consorte consentido de sus musas, sufre empero el sortilegio y desvarío de sus bacantes y como los buenos autores, no puede evitar ser reo de la “sagrada maldición” de escribir sobre lo mismo.

Él intenta en vano lo contrario, con la pretensión de que hace otra cosa. Se  entretiene engañándose a sí mismo, mientras viste y desviste a su caterva con disfraces cautivantes. Lo fascinante, es su pasión por la articulación de ideas sobre nuestra realidad. “Conceptualiza”, se deleita haciéndolo como si estuviera en “La Feria de las Ideas”, no por el prurito de oírse a sí mismo, sino para ayudarnos a entender nuestros dilemas, desentrañándolos. Lo de novelar es sólo un pretexto, un artilugio para seguir haciendo lo que ha hecho siempre con maestría.

Válido es el recurso. No sólo por lo bien logrado, sino porque en todo caso, es cierto lo que se ha dicho: “La realidad supera la ficción”, y sus personajes: guardias, policías, emigrantes, revolucionarios, exiliados, blancos y mulatos, putas, y maricones, citados con nombres falsos, son aposentados en una realidad que es, ha sido y seguirá siendo la nuestra.

Replicarla, recrearla, es el verdadero reto que tiene que afrontar el novelista, no como “deicida”, sino como cómplice del demiurgo.

En “Ubres de novelastra”, estos sujetos pretendidos de la “ficción”, son “habitantes” de nuestra historia, trascendidos a la universalidad que nos contiene. No porque nos impacten esas realidades de otros sitios, sino porque somos fruto de la misma. Material, cultural o emocionalmente venimos de esos sitios: de áfrica, Europa, Asia. Provenimos de Moscú. Budapest, Madrid, Sevilla, La Habana, Santiago, México o “uartelaría”. Por eso tenemos “la guerra en el corazón”.

Por eso somos fermentos del “Ciclón en una botella”. Por eso y por la necesidad, nuestros pueblos se “mudan de sitio” siguiendo viejas rutas ancestrales.

Somos el producto de esos “Huevos históricos empollados” por nuestras nostalgias, venidas de muy lejos. Nostalgias por cosas y actitudes que “no conocemos y apenas sospechamos”, pero que son parte de nosotros.

Tenemos el autoritarismo entre “pecho y espalda”, y la “visión cuartelaría de la historia” le da vida truculenta a ese “disparatario” en el que vivimos. Epítome de un sincretismo insufrible. Síntesis cocida a fuego lento, con la premeditación díscola del “sancocho”.

Quizá porque los autores son malos intérpretes de sus obras, el maestro cree que en “Ubres de novelastra” está mesclando ficción con realidad, pero sólo combina especies repetidas del mismo asunto. Esa realidad nuestra de cada día, tan rancia, tan propia de la región y que a pesar de todo nos sigue sorprendiendo, enamorando y cautivando para siempre.

Sobreviviendo entre palmeras y llanuras desperdiciadas. Machetes, vainas y “jodiendas”. Vacas solemnes. Mar, sol, merengues, bachatas, gallos y villorrios. Imprevisión, ron, montaña y siembra. “Envainados” por “secula seculorum”, entre pillos, déspotas, engaños, borrachos y traidores. “Avivatos”, “jodedores”, brisas casuales, aguas de mayo. Malos oradores, mujeres “jembras” y poetas cursis. Todo como es y como ha sido siempre. Como fue antes y después, por los siglos de los siglos de nuestros hatos, amén.

¡Enhorabuena! Federico. ¡Hay que volver a Capotillo!

Listín Diario, 9 de abril de 2009.

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