Federico Henríquez Gratereaux

Por Manuel Núñez

 

Conocí a Federico, en la Logia Cuna de América, en aquel salón literario ya desaparecido. Por allí pasó un tropel de escritores, poetas, alevines de escritores, y gente que amaba alternar en ese mentidero, en cuyo cetro se hallaba la presencia infaltable y señera del poeta Franklin Mieses Burgos, a quien Federico saludaba con su santo y seña, que era, nada más pero tampoco nada menos, que el responso a Verlaine:“Liróforo celeste, que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador, Pan Panida, qué coros condujiste hacia el propileo sacro que amaba tu alma triste al son del sistro y del tambor. Que tu sepulcro cubra de flores primavera de amor si pasa por allí, que el fúnebre recinto visite Pan bicorne, que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne y de claveles de rubí, que púberes canéforas… etc.”. Hecha esta ceremonia de grata recordación, comenzaba la tertulia. Yo era un gnomo que asistía a este encuentro de gigantes. En ese patio interior, vivió el grande del Siglo de Oro español, Tirso de Molina, y allí asistimos deslumbrados ante las explosiones dialécticas de Fernández Spencer; ante los hallazgos de un Fernando Vargas, que, recién llegado de París, parecía el Melquíades de los Cien Años de Soledad, y desde luego ante la facundia torrencial y enriquecida por una desleída cultura de Federico Henríquez, que muchas veces llegó con su padre, don Herminio, a quien acomodaba presuroso en la mecedora, y por quien expresaba una auténtica veneración.

 

Y aun cuando éramos gente de logia, rodeados de masones y venerables, en lo que toca a la actividad intelectual, podía decirse que Federico no pertenecía a ninguna de las capillas intelectuales conocidas. En sus años mozos, había dado claras muestras de antitrujillismo, y no había ni en su prosa ni en sus preferencias políticas ninguna de las señas de identidad de ese pasado que tuvo una influencia ejemplar, y que servía para establecer la nueva tabla de valores sociales. Había, como ocurre casi siempre en nuestro país, dos tipos de antitrujillistas. Aquellos que mantuvieron viva la llama votiva de la resistencia y que acaso pagaron con sus vidas la defensa de la libertad, y la de aquellos que una vez consumado el magnicidio se han dedicado a reescribir la historia, para ponerse los estoperoles de la gloria, e incluso muchos de los que en aquel punto y hora, habían guardado en un baúl secreto sus arrestos, sus escrúpulos y la grandilocuencia que ahora exhiben, se han convertido en inquisidores, han constituido un Santo Oficio, y han convertido el antitrujillismo en mercancía política, para hacerse adorar como semidioses, persiguiendo a imaginarias reencarnaciones del dictador personalista.

 

Entre los contemporáneos de Federico, y acaso entre los intelectuales jóvenes, reinaba el credo marxista en las universidades, en las creencias transformadas en dogmas. Había algo en común, entre un mundo y otro. Ambas habían creído en el partido único. Ambos habían soñado con sociedades de pensamiento dirigido, en ambas circunstancias se habían propuesto alimentar el mito del hombre nuevo; en ambos situaciones se había instalado un sistema represivo que había transformado las sociedades en cárceles. En la dictadura de Trujillo, sin embargo, se había montado el teatro democrático: se celebraban elecciones cada cuatro años; a veces se producía la alternancia con presidentes peleles; se impartía justicia solemne con hombres de paja y, en los discursos de sus trovadores, se hablaba del dictador como campeón de la democracia; pero, por debajo de esa caricatura, en la que transcurrió toda la infancia y los años mozos de Federico, se hallaba el culto a la personalidad. Las palabras del dictador se convirtieron en catecismo; Libro Los Días Alcionios. Indb 560 09/09/2011 09:24:24 p.m. Los días alciónios561oposición verdadera paraba con sus huesos en las ergástulas; no había libertad de asociación; no había libertad de pensamiento ni de expresión; la población civil se había incorporado al espionaje del Estado, bajo el sistema del caliesaje. Sin duda, el haber vivido con inteligencia y con las luces de Federico esta circunstancia, fue, acaso, el antídoto ideal, para resistir a la tentación de respaldar las dictaduras celestes, que nos proponían las utopías de los años setenta. Las semejanzas aumentaban el horror. Sólo que ahora se le pedía al intelectual que renunciara a la sociedad abierta, al pluralismo político, a la libertad de expresión y de asociación, en nombre del progreso, del sentido de la historia. Y, además, se disfrazaba toda esa tramoya, con el peplo sagrado de la ciencia. Nueva vez, Federico resistió esa tentación, y entonces aquellos que pregonaban la llegada de la Revolución no le ahorraron adjetivos ni ultrajes. Los que defendían la democracia; los que respaldaban la libertad de asociación y de expresión; aquellos que se mantenían en la creencia de que el poder del Estado era propiedad privativa de la sociedad, que se delegaba transitoriamente a unos gobernantes mediante el sufragio, eran acusados sumariamente de ser unos reaccionarios, de ser atrasados, de rémoras del sentido de la historia. Porque, al parecer, se llamaba personas avanzadas, progresistas, aquellos que mantenían una indulgencia con esas dictaduras, y que respaldaban una sociedad totalitaria. Toda esta estafa ideológica, Federico la describe magistralmente en su ensayo “El terrorismo moral”. De allí extraigo este pasaje, verdaderamente memorable: “La confrontación ideológica que se vive hoy en todo el mundo está exigiendo a muchos ciudadanos pacíficos, y no primariamente políticos, pensar en estos cruciales problemas y enfrentar el terrorismo moral que deforma la verdad y retuerce el pensamiento. (…) Muchos de los intelectuales marxistas ya no son contestatarios; ellos repiten consignas, son, a lo sumo, afirmatarios; ellos repiten consignas al unísono, como canciones del Coro de los Mormones. Y es que los intelectuales marxistas son el establecimiento –the establishment– lo consabido, lo escolástico lo que se dice de memoria. Revistas y universidades cuentan los pelotones uniformados de intelectuales marxistas, que gozan de variados privilegios sociales por ser propietarios de algo así como el monopolio de la redención de las masas”.

 

Y es que Federico era, para los sumos sacerdotes de la nueva profecía, una especie en extinción; un defensor del pluralismo y de la democracia. Lo curioso es que andando el tiempo, los rábulas de todas estas mixtificaciones se han erigido en profesores de democracia, del régimen que despreciaban y que pretendían sepultar. Definitivamente los ensayos de Federico Henríquez Gratereaux no están contaminados de monsergas. Son, por el contrario, una reacción fulminante contra el lenguaje embrollado que habían puesto de moda algunos teorizantes, para, con ese vocabulario prestado, con esas frases cohetes, con esa verborrea vacía de ideas y con escasísimo dones para interpretar y comunicar las realidades, hacerse adorar como mandarines. Definitivamente, Federico es partidario de la cortesía orteguiana que es la claridad. Mientras otros cubren la incompetencia para pensar con un vocabulario oscuro, grandilocuente; y nos hacen naufragar en abismos y penumbras; Federico se enfrenta a los problemas dando la cara; no ha cometido el pecado de hablar doctamente de lo que no sabe; ni de contarle las cerdas al rabo sin desollarlo, como hacen muchos intelectuales catalógicos; ni ha dejado su cerebro empotrado en dogmas, como acaece con los intelectuales jesuíticos; ni se ha dedicado a refutar elucubraciones, fantasmas, nacidas de lo que él ha llamado con toda justicia “la momificación ideológica”. Todas estas reflexiones empalman con otros aspectos tratados previamente por el ensayista. En la Feria de las ideas, Henríquez Gratereaux nos hacía ver la persistencia de los “intelectuales brutos”. Vale decir, de individuos mediocres que se enamoran de temas mediocres y a su vez los desarrollan con un estilo parejamente mediocre. Emplean un lenguaje falsamente técnico. Las librerías se hallan plagadas de libros inútiles, escritos por intelectuales sin talento. Libros en los que autores naufragan en bajezas, en cotilleos sin trascendencia y se entregan, sin sonrojarse, a un lenguaje embrollado. Pero el valor del pensamiento se impondrá por el interés, por la riqueza de la información, por el esfuerzo emprendido en el análisis y por el peso de sus síntesis. Al hablar sobre el estilo de la exposición en Schumpeter, en Ricardo, en Keynes, el ensayista nos muestra cómo se echa de ver en la prosa de estos intelectuales la claridad de pensamiento; la capacidad de análisis va pareja con la tradición literaria. En La feria de las ideas, Henríquez Gratereaux se enfrenta entre otras cosas al culto a las abstracciones; echa de menos la responsabilidad de los intelectuales y trata multitud de temas con pericia, con profundidad, con ideas y con un ansia de desmenuzar puntillosamente cada tema. Nos expone de hito en hito toda la información pertinente; mete el escalpelo de sus razonamientos en el meollo de cada circunstancia y extrae argumentos depurados de objeciones. Y, finalmente, remata con definiciones, con interpretaciones sintéticas y muy bien hilvanadas. Un ciclón en una botella, título surrealista de uno sus ensayos de carácter sociológico. El autor hace diana en el fenómeno del caudillismo. Muchas de las preguntas lanzadas a la conciencia nacional todavía claman por respuestas. Se preguntaba Federico: ¿Por qué hombres tan bien dotados intelectualmente y animados por un generoso propósito, fracasan tan ruidosamente al llegar al poder? ¿Por qué, en cambio, otros hombres menos cultivados, o atroces, pero con una energía primitiva, logran empujar la sociedad por el carril que más les place? Al tomar estos derroteros, el ensayista ausculta la mentalidad del dominicano, y trata de indagar por qué hemos padecido un oropel de dictaduras, y por qué el gobierno de los maestros de Ulises Francisco Espaillat o el de Billini se volvieron aguas de borrajas, y llega a varias síntesis, algunas de prosapia martiana, como ésta: “los líderes políticos no son intercambiables, trasladables de una sociedad a otra, como los funcionarios de una compañía multinacional”. En palabras del apóstol, el buen gobernante no es el político exótico que sabe cómo se gobierna al sueco y desconoce los elementos de su país; los políticos foráneos, enamorados de fantasías extraídas de libros que no explicaban nuestra realidad, fueron vencidos por los macheteros criollos. En las espesuras de la historiografía mete la sonda para iluminar los rasgos del liderazgo. Según esto, el líder tiene capacidad para organizar y para seducir, para generar la esperanza y la confianza; se espera, en una sociedad moderna, que el líder domine las doctrinas sociales y las teorías políticas, y que tenga valor personal, y desde luego que supere la pura contemplación de los problemas. Pero muy rápidamente, Federico anticipa que junto a la idea de los hombres excepcionales, encarnados en caudillos que hicieron delirar a las masas, y que poseían a su vez una gran capacidad de convocatoria nacional, pululan los líderes de cartón piedra, estafas políticas vendidas como redentores por la propaganda y la publicidad. En muchos casos, ya no se exige ni siquiera que sean diestros en el manejo de la palabra. Se ha producido, según se deduce de la observación, una caída en la calidad del liderazgo, para luego preguntarse, de modo clarividente: “¿Cuáles son las consecuencias de que hombres vulgares y sin inteligencia dirijan un Estado? Y a seguidas se responde, en cuentas muy resumidas, con una imagen deslumbrante: “En algunos países los dirigentes políticos parecen niños jugando con explosivos”. En estos ensayos salpicados de hallazgos, y escritos con una inteligencia penetrante, puede el lector hallar respuesta a muchas de las encrucijadas que luego hemos visto explicadas con tramoyas verbales, con enmarañadas arquitecturas sociológicas: estadísticas, esquemas, jerga doctoral, que ocultan su impotencia para analizar, su escasa inteligencia y su cultura mediocre, tras las bambalinas de una supuesta disciplina científica. Federico nos aclara que la sociología es una disciplina, no la ciencia experimental. Que, aun cuando se valga de las encuestas, sondeos, resúmenes, para afirmar sus declaraciones; deja grandes porciones de la realidad en penumbras. Las universidades no venden inteligencia; los títulos no dispensan talento ni salvan al mediocre, y el lenguaje que emplean nos les hace participar de una realidad superior. En realidad, desde hace años Federico libra una sorda discusión con interlocutores sandios. Porque mientras él se vale de su poderosa y decantada cultura, de su capacidad explicativa y de una curiosidad insaciable; otros, en cambio, se refugian en los supuestos derechos de la disciplina, y en unas técnicas o en un lenguaje cifrado y todo ese teatro para llegar a conclusiones triviales y para hacernos naufragar en el espectáculo de su impotencia explicativa. De Ortega y Gasset aplica, ten con ten, algunos de sus deslumbrantes hallazgos. En La rebelión de las masas, Ortega nos habla de la barbarie del especialismo. El peligro radica en que hombres que pueden ser muy doctos en la física cuántica, en la medicina o la gimnasia matemática o en el tratamiento de la esquizofrenia, quieren extender sus grandilocuentes conocimientos a otros dominios, en los que son, francamente, incompetentes. Pero el ojo escrutador no se dirige únicamente a los otros. En muchísimos pasajes examina la faena del que escribe en los periódicos, y en ese intríngulis se transforma en pedagogo. Su arte poética se basa, primero: en tener algo que decir; segundo, tener siempre presente a su interlocutor; el autor dialoga con un lector imaginario, que le obliga a esclarecer cuanto dice; tercero, no improvisar absolutamente nada; cuarto, trasuntarnos su pensamiento, desembarazado de los estoperoles de la jerigonza.

La prosa de Federico se vuelve cristalina. Se mueve rítmicamente al son de las ideas que argumenta, desarrolla, explica, penetra en las menudencias y en los ejemplos. Como periodista, como editorialista, Federico ha sentado cátedra. En esas cuartillas nunca pierde la compostura. Jamás lo hemos visto entregado al sarcasmo ni a la delectación que produce en muchos una prosa de güirero, de sonajeros sin ideas, que se han hecho reverenciar por sus frases cohetes, por sus chistes crueles, por el estupor que producen sus provocaciones y el vitriolo de sus lenguas viperinas. Toda esa borrasca, hija del resentimiento y la impotencia, ha sido copiosamente desechada. Si otros, y no pocos, han usado la lengua para destruir personas, para denostar, para mentir, descargar una salva de insultos zafios; Federico sólo la ha empleado para enseñar, para producir placer estético y para defender a su país. Pero su ejercicio no ha escapado a los sambenitos que le han colocado otros. Se le tacha de hispanófilo, de nacionalista y no se salva de algún que otro denuesto esgrimido con el ánimo de sulfurarlo. En la universidad del Estado, y en las cuadrillas de clérigos fraguados por los maestros intelectuales de los años de la Guerra Fría (1945-1990) se había implantado la interpretación historiográfica, sustentada por intelectuales brutos y miméticos, de que nosotros fuimos colonizados por España, y que los europeos, al igual que en África o en Indochina, obraron sobre estructuras bien deslindadas, imponiendo su lengua extraña y sepultando la nuestra, e implantando su religión. Según esta leyenda, difundida por un conocido historiador y dirigente político, para hallar la verdadera cultura dominicana, había que deshispanizarla cultura, inventarnos predecesores imaginarios. En realidad, España es uno de los componentes, no el único desde luego, de lo que ha sido el pueblo dominicano. La hispanización del negro se produjo tempranamente. En los primeros cincuenta años, desaparecieron las lenguas africanas y de las tres lenguas indígenas quedó empotrado en la lengua española un copioso vocabulario de designaciones de plantas, utensilios, animales y lugares que la han enriquecido; son una huella indeleble de la experiencia americana en la lengua de Cervantes. No es concebible que hablemos de dominicanidad haciendo tabla rasa del hecho incontrovertible que desde hace poco más de cuatro siglos, desde que tuvimos conciencia del territorio, desde los días de las cincuentenas, enfrentados a la reina de los mares, a la pérfida Albión, representadas por los William Penn y Robert Vengables, los dominicanos nos hemos expresado en español. Hemos soñado, escrito, pensado en esta lengua, nacimos entroncados a la división política del Imperio español en América, y nacimos como un pueblo nuevo, resultado del Descubrimiento de América. Todo ello bastaría para despejar, y dejar sin efecto algunas de las trivialidades que se sirven hoy con aire doctoral. Primero, la hispanidad no tiene coloración étnica; no está condicionada por la biología, no se halla encastillada en la raza. A menudo se olvida que hace más de cinco siglos que la lengua española dejó de ser propiedad exclusiva de España. Se olvida, acaso con supina ignorancia, que en esta isla surgieron los primeros hombres de letras, el primer dramaturgo y se implantaron las primeras órdenes religiosas y se comenzó a enseñar, por vez primera, la lengua de Cervantes. La lengua española pertenece por igual a negros, blancos y mulatos, y otro tanto habría que decir del sistema de creencias religiosas, de las prácticas folklóricas: del carnaval, de las canciones del romancero. Segundo, que no podemos renunciar a esa herencia, como desean los nuevos utopistas, sin amputar nuestra historia, sin renunciar a nuestra literatura, a nuestros pensadores, a nuestros poetas, a nuestras canciones, a nuestro folklore. En resumidas cuentas: sin desgarrarnos, y sin provocar lo que Federico ha llamado, con mucho acierto, la guerra civil en el corazón.

Una buena porción de sus ensayos se ha consagrado a esclarecer las sombras que han implantado sobre nuestros orígenes los intelectuales hispanófobos. Pareciera que muchos de ellos estuvieren bajo el imperio de las palabras de Jean Price Mars, que preconizaba que los dominicanos éramos bovarystas, que nos creíamos hispánicos sin serlo, y que para curarnos de esa enfermedad deberíamos haitianizarnos. Las necedades y trivialidades de Price Mars son escuchadas con unción religiosa. Federico se ha enfrentado al toro con cautela, sin evitar los envites, sin tenerle miedo a las ideas en Negros de mentira y blancos de verdad, y ha demostrado que pertenecemos por la cultura, por la tradición a la América hispana. Ortega y Gasset, uno de los maestros reverenciados, había escrito que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia. El ser dominicano no se halla encastillado en la herencia biológica, sino en la cultura predominante, en su lengua, en sus tradiciones, en sus pensadores, en su literatura, en sus valores y en su folclore, y en los saberes en los que se ha moldeado la biografía social.

Todo el debate intelectual que se libra en estos momentos en el país tiene sus raíces en las ideas. Ahora ha surgido una camarilla de sionistas negros, que quiere, con chantajes intolerables, traspasarnos el drama haitiano y crearnos obligaciones extranacionales con los haitianos que no tenemos. Porque Haití no es un problema interno de República Dominicana. Practican un terrorismo verbal; descalifican a todo el que se niegue a proclamarse partidario de la haitianización del país. Inmediatamente se disiente distribuyen etiquetas: trujillistas, alienados, etcétera.

El objetivo de todos esos grupos confabulados es echar por tierra el Estado nación surgido de la gesta de 1844. Unos lo hacen por ceguera moral. Porque se hallan comprometidos con el relajo, con la sorna, con el sarcasmo y con la irresponsabilidad. Y, otros, porque quieren importar a tierra dominicana los conflictos raciales que han desgarrado a los haitianos. Convertirnos en teatro de rebatiñas de razas, tal como acontece en los Estados Unidos; importar los horrores de otras tierras y situaciones. Estoy absolutamente convencido que ante el drama de la desnacionalización que vive el país, muchos dominicanos, callados, negros, blancos y mulatos no se dejarán seducir por el discurso embrollado de esos intelectuales, ni por las ideas brumosas con las que se quiere llevar a capilla ardiente al Estado fundado bajo la inspiración de Juan Pablo Duarte. Porque, en definitiva, dominicano es más que negro, más que mulato y más que blanco. No voy a entrar en la esclavitud del color en la que quieren meternos a patadas los continuadores criollos de los resabios de Price Mars. Primero, porque la cultura negra no existe. Segundo, porque la cultura africana tampoco existe. En la llamada África negra hay montones de naciones y de culturas diferentes, y además celosas de sus fronteras y diferencias. Por lo pronto, hay cientos de lenguas vivas, y ya nadie habla de una cultura negra o africana, sino de la cultura ruandesa, camerunesa, senegalesa… y un largo etcétera. Como tampoco nadie habla de una cultura blanca. Porque las culturas no tienen color.

Hace poco, leí una declaración extravagante, lanzada como un petardo por un provocador para ponerle punto final a la contienda: “los intelectuales no existen”. Nadie le hizo caso a esa proclamación. Porque era una de esas frases de sonajero, que miran los toros desde la barrera. Y porque más nunca vivimos con intensidad el combate de las ideas. El ejercicio ejemplar de Federico Henríquez Gratereaux es una prueba contundente y definitiva. Es el más rotundo mentís a esas paparruchas.

(Manuel Núñez, Los días alcionios, Santo Domingo, Universidad APEC, 2011).

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