Geólogos y geómetras de las palabras

Por Jorge J. Fernández Sangrador

 

El lexicógrafo Alain Rey falleció el pasado 28 de octubre, en París, a la edad de 92 años. Había nacido en Pont-du-Château (Puy-de-Dôme), en el seno de una familia sumamente católica. De su padre, bibliófilo, heredó la pasión por los libros y las palabras.

Allá por 1945, Paul Robert, “pied-noir” y heredero de una rica familia de Orléansville (departamento de Argel), insatisfecho por lo limitados que eran los diccionarios, reducidos a meros elencos de palabras ordenadas alfabéticamente, decidió acometer una empresa léxica lo más amplia y completa posible, tomando como referencia el diccionario de Émile Littré (1801-1881).

Alain Rey participó en tan extraordinario proyecto lexicográfico ya desde sus inicios. Y de ahí salió “le Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française”, en seis volúmenes, concluido en 1964. Hubo luego otras dos ediciones: en 1985 (rebautizado con el nombre de “Le Grand Robert”) y en 2001. En 1967 se publicó “Le Petit Robert”. En 1971, “Le Robert Micro”. En 1974, “Le Petit Robert 2. Dictionnaire des noms propres”. En 1978, “Le Robert & Collins Senior”. En 1979, “le Dictionnaire des expressions et locutions”. En 1992, “le Dictionnaire historique de la langue française”. En 2005, “le Dictionnaire culturel en langue française”. Y no paran de sacar cosas al mercado.

La vida de aquellos lexicógrafos fue admirable. Ya la de Émile Littré, el autor de “le Dictionnaire de la langue française”, es como para llevarla al cine. De hecho, él mismo escribió un libro acerca del modo de realización de su magna obra. Existe una edición en español: “Cómo hice el Diccionario”.

Todo lo que Littré llevaba dentro de sí era algo fuera de serie: lecturas de gramáticas de lenguas antiguas y modernas, traducciones de clásicos, redacciones de ensayos sobre filosofía, historia, sociología y crítica literaria. Había estudiado medicina, pero le faltaba lenguaje para expresarse, para explicarse a sí mismo y para comunicarse con los demás con la amplitud que él quería. Littré consideraba que el bagaje léxico con el que él operaba era insuficiente para verter hacia afuera su riquísimo mundo interior.

Y lo mismo le sucedía a Paul Robert, que era de formación jurídica. Mientras escribía una tesis en economía política sobre los cítricos en el mundo y su desarrollo en Argelia observó que le faltaba vocabulario para formular lo que realmente deseaba decir y que los diccionarios que tenía a mano no le suministraban lo que él esperaba de ellos, y eso que eran el viejo Littré y los seis volúmenes del Larousse.

Así que se puso a hacer uno con etimologías, equivalencias, extranjerismos y referencias a autoridades, y comenzó a trabajar en su “Dictionnaire général des mots et des associations d’idées”, que luego se convirtió en “le Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française”, y, finalmente, en “Le Grand Robert de la langue française”.

Paul Robert fundó, en 1951, la “Société du Nouveau Littré”, y creó un equipo estupendo de lingüistas. Jóvenes. Estaba, entre ellos, Alain Rey, quien, por entonces tenía solo 24 años y había estudiado en la Facultad de Letras y en la Escuela de Ciencias Políticas de París. Debían ayudarlo a concluir su obra, de la que, en 1950, había presentado el primer fascículo ante la Academia francesa.

En aquel equipo inicial estaba Josette Debove, con la que luego se casó Alain Rey. Todos ellos trabajaban denodadamente para que el pensamiento humano pudiese expresarse y desplegarse valiéndose de la hermosura y versatilidad de la lengua francesa, a partir de ella misma, en su relación con otros códigos escritos y en sus inagotables posibilidades para la comunicación, según las edades y los distintos usos de los francoparlantes.

Alain Rey, cultivó, desde el amor a las palabras, las matemáticas, el medievalismo, el periodismo, el arte, la literatura, la economía y la gastronomía. Sobre todo, y siempre, esta última. Era un Rabelais de nuestro tiempo. Le interesaban, al estilo de los renacentistas, los tratados antiguos en latín, griego, hebreo y árabe. Escribió las biografías de Émile Littré y de Antoine Furètiere (1619-1618), quien dejó el derecho para dedicarse a la religión y a la lengua, a la Palabra y a las palabras.

Se ha dicho que “Le Petit Robert” habría que encuadrarlo entre las acciones que precedieron a mayo del 68 o que giraron en torno a él, pues se aprecia, entre los conductores del proyecto lexicográfico una indisimulada inquietud por evidenciar la relación existente entre lenguaje, sociedad y actualidad. Como se ha dicho más arriba, Paul Robert y Alain Rey provenían del mundo del derecho, de la política y de la economía.

Y es que, junto al saber enciclopédico, poseían una aguda sensibilidad para detectar lo que realmente le interesaba al ciudadano de hoy y una enorme creatividad. El programa radiofónico que Rey mantuvo, entre 1993 y 2006, en “France Inter”, es un ejemplo que ilustra lo que acabo de exponer. Se titulaba “Le Mot de la fin”. Lograba condensar en un vocablo, explicado brevemente, el acontecer diario. Era, como decía William Blake, ver un mundo en un grano de arena y un paraíso en una flor silvestre. Y para ser tan certero y preciso en la definición y calificación del todo, reduciéndolo a un punto, es preciso ser no sólo un geólogo que indague la historia y la evolución de las palabras, sino un geómetra también que sepa mostrar la magnitud de cada una de éstas en lo concreto del tiempo y del espacio (La Nueva España, 8 de noviembre de 2020, p. 26).

 

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