Mística de la palabra en el libro sagrado de la Biblia

Por Bruno Rosario Candelier

A

Ana María Fiallo,

amanuense de efluvios trascendentes.

 

La Biblia es el libro sagrado de la Cristiandad. También es una obra literaria que podemos abordar desde el lenguaje para apreciar las variadas formas de expresión del texto bíblico que ha edificado a millones de lectores, estudiosos y escritores en su formación intelectual, moral, estética y espiritual. En esta introducción al texto bíblico, enfocada a la luz de la creación literaria, podemos apreciar los libros de la Biblia como obra poética, narrativa, histórica o ensayística, lo que no choca con su naturaleza de texto religioso con mensajes sagrados vertidos mediante la palabra. Por el texto bíblico sabemos que,como expresión de la energía interior de la conciencia, la palabra concita, impulsa y congrega el aliento de vida, la energía sagrada y el poder de creación. Crea, inventa y testimonia lo viviente: plasma el aliento inspirador. En nuestra condición de criaturas a imagen y semejanza del Verbo primordial, fuimos creados por la virtud operativa de la Palabra. Tras la creación del mundo, Dios creó al hombre en virtud del poder creador del Verbo. Y le otorgó el don de nombrar las cosas para conocerlas, poseerlas y disfrutarlas. Y, con el don de la vida, el Logos y el amor, le dio el poder de creación. Por tanto la palabra es signo de creación, posesión y comunión. Con su hechizo, hace que las cosas sean.

Aunque el tesoro de la Biblia forma parte de la literatura hebrea, por su categoría histórica, religiosa y literaria pertenece a la literatura universal. La Biblia es el libro de la humanidad y, como libro inspirado, es la obra literaria más traducida porque ese luminoso texto proyecta la voz de Dios, la historia de la salvación y una relación trascendente de la evolución humana. La Biblia pondera el sentido místico de la palabra. El fuero esencial de la palabra que edifica, ilumina, embellece y enaltece la conciencia se funda en los ejes de la sensibilidad: la clave del amor, cauce y destino de la unión solidaria; la clave de la sabiduría, fuente de comprensión y valoración de las cosas; la clave de la belleza, faceta sensorial que emociona y entusiasma; la clave del ideal, motor que atiza la vocación creadora; y la clave de la mística, aliento que concita el desarrollo de la espiritualidad.

Al enfocar la Biblia a la luz de la literatura, podemos estudiarla como lenguaje, es decir, como expresión creadora de la palabra. El pasaje de Juan, el evangelista, con el que comienza el Nuevo Testamento, da la pauta. La Biblia está dividida en dos partes, el Antiguo Testamento, que comienza con el libro del Génesis, y el Nuevo Testamento, que termina con el Apocalipsis.

La Biblia puede ser estudiada no solo desde un punto de vista religioso, teológico y místico, sino también desde el punto de vista cultural, lingüístico y literario porque tiene que ver con la vida, la sociedad y la cultura. Desde el punto de vista antropológico, se relaciona con el comportamiento de la vida humana; desde el punto de vista histórico, entraña hechos del pasado de la humanidad; desde el punto de vista de la lengua, contiene referencias léxicas y estilísticas. Hay pasajes históricos, geográficos, religiosos, literarios y culturales en la Biblia por lo cual puede ser abordada desde varios puntos de vista, como el psicológico, porque hay reacciones emocionales de las personas. No solo desde la religiosidad y la teología, sino también desde la ciencia puede ser abordada la Biblia, como expresión de la vida y la conciencia.

En otras palabras, en cualquier disciplina humana se encuentran valiosos aspectos en la Biblia puesto que ese singular texto sagrado tiene un saber iluminado, tanto teológico como religioso y espiritual. Es decir, las diferentes disciplinas humanas pueden encontrar datos y referencias en los libros de la Biblia. El Antiguo Testamento contiene los libros del pentateuco, historias, narraciones, profetas, salmos, cantares y sapienciales. La religión de los hebreos fue establecida por Moisés, que liberó a su pueblo de la opresión egipcia. Justamente la historia de Moisés aparece en el Antiguo Testamento, desde su salvación milagrosa a través de las aguas del Nilo, hasta el éxodo del pueblo hebreo, que se caracterizó por su creencia monoteísta y recibió el decálogo y la certeza de que un día alcanzaría la tierra prometida.

El Nuevo Testamento se inspira en la vida, la pasión y la crucifixión de Jesús. Comprende 4 evangelios, los hechos de los apóstoles, las cartas doctrinarias y el Apocalipsis. El Evangelio o ‘Buena Nueva’ de la doctrina cristiana, presenta un Reino de gracia, amor y perdón.

En Éxodo (3, 4-13) se relata el hecho en que Moisés “escuchó una voz” que le decía “Moisés, Moisés” y, al escuchar la voz que lo llamaba por su nombre, quiso saber el nombre de quien lo llamaba, recibiendo una respuesta elusiva, el tetragrama YHWH [YAVEH], equivalente a ‘Yo Soy’, circunloquio mediante el cual Dios oculta su nombre y mantiene el enigma de su identidad. Ese Tetragrámaton (YHWH, nombre de cuatro letras, ‘Yahveh’,  que significa ‘Yo Soy’), es una manera de nombrar al que Es, en cuya virtud, mediante el Verbo, recibimos una porción de la Divinidad.

El Evangelio de Juan comienza diciendo que al principio existía el Verbo o Logos, vocablo concebido por Herácl4ito de Éfeso, que Juan traduce como Verbo o Palabra: In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Verbum erat Deus: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios” (Jn., 1, 1). De hecho, cuando leemos en la Biblia el vocablo Palabra, equivale al Logos de los griegos, concepto que comprende los significados de ‘concepto’, ‘imagen’ y ‘expresión’. Al principio fluía la Palabra, y la Palabra venía de Dios, y la Palabra era Dios, es decir, en la concepción del evangelista Juan hay una identificación entre Dios y Palabra, que es el Verbo emanante de la Divinidad. De esa identificación de la Palabra con la Divinidad se infiere que la palabra entraña un poder divino, y de ahí el nexo con la mística, por el sentimiento de lo divino.

Para nosotros la Palabra es un don poderoso, una dotación cognitiva, intuitiva y creadora o, lo que es lo mismo, encarna el poder que tenemos pues con ella intuimos, pensamos, hablamos y creamos. Tenemos la capacidad para crear con la palabra. Al principio la Biblia alude a Dios, pues afirma que mediante la Palabra existió todo, pues las cosas se hacían al pensar la Palabra, porque fue a través del Verbo como Dios fue pronunciando las cosas que ocurrían o se hacían, según el texto bíblico. La Divinidad dictó una orden y esa orden fue verbal,  con un aliento espiritual que se materializa en fenómenos y cosas tras su paso por irradiaciones, imágenes, destellos, ondas y susurros de lo Alto. Y dice: “Con ella existió todo; sin ella no existió cosa alguna de lo que existe” (Jn., 1, 3).

La primera acepción del Verbo es PALABRA. Ella contiene vida, que es la luz del hombre; esa luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la ha extinguido, etc. Ese concepto es la idea encarnada en el significado de “Palabra”, razón por la cual en la Biblia ese concepto se vincula a la Divinidad. De hecho, en la literatura mística hay una tradición que enseña que la palabra que tenemos y usamos los humanos es la parte divina inmersa en nuestro espíritu que nos conecta a Dios, porque se entiende que Palabra fue una predilección que Dios otorgó a los seres humanos dotándolos de su poder creativo, el poder de comprensión, el poder de la inteligencia, el poder de la Palabra con la cual intuimos y creamos.  Con el poder de la Palabra nombramos las cosas, según aparece en Génesis cuando Adán comenzó a nombrar las cosas: “Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo…” (Gn., 2, 20).

Nosotros tenemos que conocer el nombre de las cosas, y denominar las que no están nombradas. Desde Adán los primeros hablantes comenzaron a nombrar las cosas, y hacer uso de las palabras para referir sus percepciones, intuiciones y vivencias.

Uno de los atributos más importantes que nos otorga el Logos de la conciencia es la capacidad de intuir. Nosotros podemos intuir, pensar, imaginar, soñar y crear. Ahora bien, soñar puede interpretarse como la capacidad para imaginar, pero también existe la capacidad para revelar lo que acontece en el sueño. A veces soñamos. ¿Y qué es el sueño? Es una vivencia inconsciente que ocurre cuando estamos dormidos y que se manifiesta en algún nivel del inconsciente, porque al otro día recordamos que soñamos. Es decir, eso que acontece en nuestra mente mientras dormimos, pasa a otro nivel de la conciencia, porque después de levantarnos podemos recordar lo que soñamos. Entonces, el sueño es una realidad humana, una manifestación de la conciencia que también aparece en la Biblia. Por eso en Génesis (Gn., 2, 19,20) se alude al poder de la palabra para denominar e identificar las cosas.

Leemos en el Génesis (Gn., 6-8) donde se habla del sueño de José, y dice: “Un día tuvo José un sueño y contó el sueño a sus hermanos, y dijo José a sus hermanos: “Escuchen el sueño que he soñado: estábamos azotando gavilla en el campo, mi gavilla se levantaba y se ponía derecha, y la gavilla de ustedes la rodeaban y se postraron entre ellas”. Entonces, la interpretación de ese sueño, en ese mismo capítulo en el versículo 23, dice: “Cuando llegó José al lugar donde estaban sus hermanos, fue sujetado, le quitaron la túnica con mangas, lo tomaron y lo echaron en un pozo vacío, sin agua y se sentaron a comer. Levantando la vista vieron una caravana de ismaelitas que transportaban en camellos gomas, bálsamos y racimos de Galahad a Egipto”. Judá propuso a sus hermanos: “¿Qué sacamos con matar a nuestro hermano y con echar tierra sobre su sangre?”. No deciden matarlo, sino venderlo y luego es conocida la historia de José por el poder que llegó a tener en Egipto y todo eso tuvo lugar en un sueño que lo relata el libro del Génesis.

Desde el punto de vista literario la Biblia es un conjunto de libros. Biblia en griego significa ‘libros’ en plural, porque el singular de la palabra biblia esbiblíon. Biblia significa que hay muchos libros en uno solo texto. Todo cuanto acontece, lo sabemos por la Biblia, sucede para bien, ya que nada sucede por azar, conforme un principio místico. La Biblia también es fuente de la mística cristiana, centrada en la vivencia del misterio divino, vertido en el Nuevo Testamento y en la Patrística de la Iglesia, cuyos pensadores y teólogos remiten a los primeros apóstoles, como el siguiente pasaje de san Juan, esencial para entender el sentido de la mística cristiana: “Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos -acerca de la Palabra de vida -porque la vida se manifestó y nosotros la vimos, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó- lo que vimos y oímos, os lo anunciamos ahora, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo” (I Jn. I, 1-4).

Un poder humano muy grande que también hemos recibido de Dios es el sentimiento del amor y, como la Biblia, habla de todo lo humano, el amor necesariamente tenía que aparecer en la Biblia. Se habla del amor humano y el amor divino. En El cantar de cantares se describe el amor humano, aun cuando los místicos le dan una interpretación valorándolo como “amor divino” o “amor místico”. Ahora bien, quien realmente describe el amor místico, el amor puro, que es el amor de los elegidos, es san Pablo en la primera carta a los Corintios. En esa carta el capítulo 13 es muy importante, porque describe lo que es la esencia del amor: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los mentirosos y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve”. Y da una descripción hermosa de lo que es el amor espiritual: “El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. Cuando yo era niño, hablaba como un niño, razonaba como un niño; al hacerme hombre, he dejado las cosas de niño. Ahora vemos confusamente en espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo me conoce (Cor., 13, 1, 12).

Un aspecto importante de la Biblia, que tienen las grandes obras de la literatura universal, es el concepto del amanuense. Amanuense es quien escribe a mano lo que otro le dicta. Cuando alguien escribe lo que otro le dicta, es un amanuense, es decir, un intermediario o interlocutor. Cuando alguien escribe lo que el Espíritu le dicta es también un amanuense, pero no un amanuense cualquiera, sino un amanuense del Espíritu, lo que es un alto privilegio. En la Biblia, el concepto de amanuense del Espíritu aparece en el Apocalipsis.

La palabra apocalipsis significa ‘revelación’, proveniente de lo Alto, y es el nombre del último libro de la Biblia. Ese libro da cuenta de cosas sorprendentes, misteriosas y enigmáticas mediante imágenes y símbolos de difícil interpretación. Pero, como nos ha enseñado el teólogo mocano Luis Quezada, en su esencia fluye el aliento de la esperanza. El autor es Juan el Vidente, apóstol con grandes revelaciones místicas. En Apocalipsis 1, 9-15, leemos: “Yo Juan, hermano vuestro, que por amor a Jesús comparto con vosotros la tribulación y a la espera paciente del Reino, me encontraba desterrado en la isla de Patmos por haber anunciado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Caí en éxtasis un domingo”.

Un éxtasis ocurre cuando el sujeto sale fuera de sí, no tiene control de sus sentidos, ya que una fuerza externa lo rapta. Al éxtasis también se le puede llamar rapto y arrobo. Cuando se dice “rapto del espíritu” no es que te sacan físicamente y te llevan a otra parte, sino que experimentas la sensación de estar fuera de ti mismo, pues es una vivencia mental, espiritual, pues se trata de un fenómeno de la conciencia en el que se vive un estadio especial, un “arrobamiento de la conciencia”. El arrobamiento de la conciencia es un estado en el que el sujeto sabe lo que le está ocurriendo, pero no puede negarse a esa experiencia interior. El arrobamiento es el éxtasis de los sentidos. Quien experimenta el éxtasis de los sentidos tiene la sensación de que está fuera de sí, y no puede resistir la fuerza que le está dominando, porque es una fuerza superior que toma control del sujeto, que está consciente de eso, pero no puede oponerse al dictamen de esa fuerza.

Algunos han experimentado el éxtasis, como san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, incluso gente que no son santos ni militantes religiosos. Por ejemplo, el escritor argentino Jorge Luis Borges experimentó momentos de éxtasis; y el poeta boricua Francisco Matos Paoli dio testimonio de que varias veces experimentó el éxtasis, esa fuerza espiritual que toma control de la sensibilidad o de la inteligencia y sensibilidad de la persona que la experimenta y vive ese estado peculiar, un arrobamiento de la conciencia. Entonces, san Juan, dice: “Caí en éxtasis un domingo”. Dice que un domingo le arrebató el espíritu; está diciendo que experimentó el éxtasis de la conciencia. Más adelante dice: “Y oí detrás de mí una voz potente, como de trompeta que decía: -Escribe en un libro lo que veas y mándalo a estas siete iglesias: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea”. Me volví para mirar de quien era la voz que me hablaba, al volverme vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros una especie de figura humana que vestía larga túnica y tenía el pecho ceñido de una banda de oro”.

Esa descripción es un testimonio de quien ha experimentado el éxtasis. Mientras se vive el éxtasis nadie piensa hacer nada, sino quedarse tranquilo. Normalmente el éxtasis no dura mucho tiempo, puede durar uno o pocos minutos, pero nunca es largo. Algunos poetas que han experimentado el éxtasis pueden recordarlo y describirlo. Presento ese ejemplo de la descripción del éxtasis como un testimonio de lo que es un amanuense del Espíritu. En ese caso Juan el Vidente fue un amanuense, porque lo que él escribe le fue dictado por una voz divina, no por una voz humana.

   Público: ¿Es real que alguien haya sido arrebatado por una fuerza que no sea la del Espíritu Santo?

   BRC: Sí, podría acontecer por la energía de una Musa o por el influjo de una potencia cósmica. Creo que puede darse esa posibilidad.

   Público: Yo tuve una extraña experiencia, pues un día me desperté y abrí un libro y lo cerré. Entonces, repentinamente, comencé a escribir y yo no sabía que estaba escribiendo. Ya tenía siete páginas escritas y escribí un libro bajo esa vivencia.

   BRC: Eso que dices es diferente de lo que es propiamente dicho la inspiración. La inspiración es un soplo del Espíritu, como lo es la revelación, que es un soplo de lo Alto, y ese soplo, según los antiguos griegos, venía de las Musas, que dictaban ese soplo y entendían que las Musas existían justamente para eso, para inspirar a los hombres. También existe la revelación de la Divinidad, pero esa revelación ocurre por una gracia de Dios. La inspiración nace del recuerdo, de la formación intelectual, de vivencias soterradas en la conciencia, de lecturas que han dejado huellas en el inconsciente, de intuiciones. En cambio, la revelación es un dictado de una energía superior. En la primera carta a los Corintios, san Pablo dice: “En cuanto a los dones del Espíritu, no quiero, hermanos, que sigáis en la ignorancia. Como sabéis, cuando no erais cristianos, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Por eso os hago saber que nadie que hable movido por el Espíritu de Dios puede decir: “Maldito sea Jesús”. Como tampoco nadie puede decir: “Jesús es Señor”, si no está movido por el Espíritu Santo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. A cada cual se le concede la manifestación de Espíritu para el bien de todos” (Cor., 12, 1-7). 

Todos recibimos dones. Con el don de la vida se nos da el don del lenguaje, y con el lenguaje desarrollamos la creatividad, el talento del pensamiento, el poder de la intuición y también el don del amor. Cada persona recibe dones especiales. Por ejemplo, el don de escribir poesía, el de interpretar, el de profetizar. San Pablo escribió: “Porque a uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu, le otorga un profundo conocimiento. Este mismo Espíritu concede a uno el don de la fe, a otro el carisma de curar enfermedades, a otro el poder de realizar milagros; a otro el don de profecía, a otros en distinguir entre espíritus falsos y verdaderos, a otro el hablar un lenguaje misterioso y a otro, en fin, el don de interpretar ese lenguaje. Todo esto lo hace el mismo  y único Espíritu, que reparte a cada uno sus dones como él quiere” (I Cor., 12, 4-11).

Con el don de la palabra se aprende a formalizar el lenguaje del buen decir. Otros tienen el don para distinguir inspiraciones, porque  tienen la capacidad de leer y valorar una obra literaria. Tienen el don de la lengua quienes pueden hablar varios idiomas. Todo eso lo reparte el Espíritu dando a cada uno lo que a Él le plazca. Cada uno ha de descubrir el don que recibió, y valorarlo y plasmarlo en obra.

El don de la escritura es un don muy valioso, pues el que escribe, el que hace literatura, el que compone poesía, cuentos, novelas, teatro, crítica literaria o ensayo, tiene el don de la palabra y la creación y, en tal virtud, tiene las condiciones intelectuales para cultivar ese don.

Es importante tener conciencia de las cosas. En el libro de la sabiduría, que se atribuye a Salomón, tiene hondas reflexiones. ¿Alguien sabe que significa sabiduría?

   Público: El deleite de la palabra de Dios.

   BRC: Esa es una interpretación hermosísima. Sabiduría no es sinónimo de inteligencia, ni de conocimiento. Es un don exclusivo que poseen algunos seres humanos para vivir la vida con un sentido diferente al rutinario. ¿Qué se necesita para acercarse a la sabiduría?

   Público: Si buscamos el término bíblico, sabiduría viene de saborear, pero saborear en el Espíritu, porque puede ser que se hable del deleite de la palabra. Cuando se dice “saborear en Espíritu” tiene que ver con la fruición del espíritu.

   BRC: La fruición es el deleite del espíritu y el espíritu se deleita con las cosas que generan una enseñanza profunda, una verdad de vida o un saber que eleva la conciencia, lo que se consigue por la intuición. Las personas sabias son intuitivas, amorosas, cultores del espíritu. La intuición es un foco de la mente con el cual alumbramos la realidad y conocemos la realidad para nutrir la mente. La intuición es el más alto poder de la conciencia. A la intuición se deben los conocimientos científicos, artísticos, filosóficos, teológicos, humanísticos. El saber de la espiritualidad y los conocimientos profundos que ha alcanzado la humanidad se deben a la intuición y a la revelación. Hay personas con una intuición muy refinada, aun cuando no hayan leído nunca nada. Tienen un conocimiento de la realidad, una actitud serena ante la vida, una visión luminosa de lo viviente y una sabiduría. Ese conocimiento es espiritual, no es un conocimiento intelectual, ni imaginativo, ni especulativo. La intuición penetra en la esencia de las cosas, porque con los sentidos físicos tenemos contacto con la realidad sensorial, que es la dimensión material que percibimos a través de los sentidos. Percibimos los datos sensoriales de las cosas con los sentidos físicos, pero el conocimiento profundo lo dan los sentidos metafísicos. Los sentidos metafísicos son sentidos espirituales, que son la intuición, la memoria, la imaginación, el sentido común y la estimativa. La función primordial de la intuición es ponernos en contacto con la sabiduría.

En el Eclesiastés leemos: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo de nacer, y su tiempo de morir; su tiempo de plantar, y de cosechar… Su tiempo de llorar, y su tiempo de reír; su tiempo de lamentarse, y su tiempo de danzar. Su tiempo de lanzar piedras, y su tiempo de recogerlas; su tiempo de abrazarse y su tiempo de separarse” (Ecl. 3, 1-5).

Las parábolas constituyen un procedimiento del lenguaje bíblico para comunicar una enseñanza, como lo hacía Jesús para adoctrinar a sus discípulos. Una parábola es una comparación de una cosa con otra para deducir una enseñanza y un aprendizaje.

   Público: Como la parábola del hijo pródigo. Su moraleja enseña que no debemos menospreciar los bienes, porque el dispendio trae pobreza y humillación y remordimiento de conciencia.

   BRC: La Biblia contiene enseñanzas para aprender a vivir. Jesús hablaba en parábolas para dar a entender su mensaje. Los místicos dicen que las vivencias espirituales de la experiencia extática son inefables porque acontece en un nivel interno de la conciencia y en un estadio sublime del espíritu. Quienes viven esa experiencia se valen de símbolos para comunicar esa experiencia. Por eso los místicos, como los autores de los textos bíblicos, resolvieron el misterio de lo indecible mediante la invención de los símbolos. En la II Carta a los Corintios, san Pablo habla de palabras inefables: “¿Hay que seguir presumiendo? Aunque es del todo inútil, me referiré a las visiones y revelaciones del Señor. Conozco a un cristiano que hace catorce años -si fue en cuerpo o sin cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y me consta que ese hombre fue arrebatado al paraíso, y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar. De ese hombre presumiré, porque, en cuanto a mí, solo presumiré de mis flaquezas (II Cor., 12, 1-5).

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