Rubén Darío en uno de sus poemas

José Enrique García

Tras las huellas del poeta, tras su voz y rastro, este trabajo procura recrear su poética, su visión del mundo, del hombre, de la palabra, el verso, el poema. Y dadas están en un poema: “Yo soy aquel”. El poema en sí es todo Darío, reunifica fuentes, estilos, ritmo y tono, concilia las naturales desavenencias del discurrir, los ritmos y las entregas, derrotas y destemplanzas, asombro y duda, lo ínfimo y la totalidad, es raíz y vuelo, sangre, agua y vino, las singularidades que pluralizan.

El poema, pórtico, prólogo, puerta de cierre y apertura, circularidad en fin, constituye una evidente autobiografía que funciona como crítica, autocrítica, balance, reflexión a mitad del viaje y en el viaje íntegro, y desde una poética, que más bien recoge frutos ya maduros, que la espera de los mismos. Y es, además, un testimonio diáfano y coherente de un hombre y su hacer sobre la tierra. Huellas para el tiempo, perennes pesos, palabras que no las borra nadie, ni aún las palabras que le suceden en tiempo y espacio.

Iniciemos, pues, el ascenso al poema. El poema está construido en base de principios poéticos clásicos: veinte y ocho estrofas de cuatro versos, es decir, cuartetos, y estos suman ciento doce versos. Los versos son normales  endecasílabos. Rima asonántica, rimando siempre el primero con el tercero, y el segundo con el cuarto.

Como el poema responde a una estructura clásica y, por tanto, las “ideas” de un verso se concretizan en otro u otros, seguiremos en el análisis este desplazamiento, haciendo el enfoque por estrofa.

Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

El poeta toma el canto desde la primera palabra, yo, individualidad que reúne y totaliza. Y luego, con las dos palabras siguientes “soy aquel” inicia la modificación del lenguaje, y se enfila hacia la creación poética. En el verso inicial hay toda una ruptura de la linealidad del lenguaje, de lo discursivo. Entre el sujeto “yo” y el verbo “soy” y el pronombre “aquel” se produce una contrariedad temporal-expresiva. Soy (presente) se opone a aquel (pasado), pero en esa oposición temporal radica la unificación temporal de la obra. Con tres palabras, con este sintagma “Yo soy aquel” inicia Rubén el ascenso a la creación, y ya ahí, el lenguaje trasciende lo ordinario, lo común. ¿Cómo sucede esto? Veamos: decíamos, porque el poema así lo refleja, que estamos frente a una creación poética autobiográfica y, por tanto, el “Yo” como sujeto conducente prevalece y el poeta, como tal, inicia con él, luego sigue el verbo: ser, en presente “soy” para actualizar e imprimir sentido de permanencia; en ese soy no solo está el poeta cantando en el instante, sino que está vigenciando toda su creación, contemporizando su obra: y más adelante viene “aquel”, una palabra que indica lejanía, distancia; en sentido último, pasado; pues sucede que dentro de la distribución de los pronombres demostrativos, “aquel” ocupa el lugar más lejano, convoca distancia, lejanía, pasado (este, aquí, ese, ahí, aquel, allá) hasta el eco adviene cuando se enuncia. De modo, pues, que en ese aquel introduce el elemento contrastante desde el ángulo de la temporalidad; y se hace tan expresivo porque en el contexto general del poema el pasado gravita en cada verso: y el soy porque sostiene la permanencia. El resto del verso “no más decía reitera el sentido de pasado que encierra el pronombre.

El segundo verso alude directamente a la práctica poética, sus ilustres antecedentes, sus libros donde el modernismo echa raíces, frutos, y madureces. Azul, el primer libro y Prosas profanas, segundo libro donde ahonda la corriente iniciada en el libro anterior. En los dos versos siguientes de esta primera estrofa, contrastan dos realidades exteriores “noche” y “mañana”, las que refieren dos condiciones íntimas del poeta: “ruiseñor”, “alondra de luz”. El canto que tiene inicio en la noche continua en la luz y entonces la circularidad es la totalidad.

El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño

de góndolas y liras en los lagos;

Esta estrofa, en conjunto, alude a sus posesiones interiores, convoca a ese “ensueño” dominante en su libro Azul. Las referencias, o mejor decir, jardín, sueño rosas, cisnes, vagos, tórtolas, góndolas, liras y lagos. Sustantivos y adjetivos modernistas fluyen a través de ellos el ensueño, la transparencia, la limpieza interior y exterior. Ahora, Darío reitera su condición de poeta modernista poseedor de un vocabulario y concepciones muy específicas. Un mundo de ensoñación y vuelo, lejano del lodo y lo oscuro, de suciedades, y la hace utilizando tres veces la palabra “dueño”. Asume en estos cuatro versos su condición de poseedor de un vocabulario que reúne música y luz, sentido y belleza, sueño y elevación.

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,

una sed de ilusiones infinita.

Darío alude directamente con estos versos a sus fuentes primarias, a sus iniciales maestros franceses: Víctor Hugo y Paul Verlaine. Esta mención de estos poetas tiene, además de ese valor autobiográfico, uno que toca uno de los versos más elevados del mismo texto, me refiero a “ser sincero es ser potente”, pues Darío honra con ello a sus predecesores, y a la vez se honra a sí mismo, y ejemplariza lo que también propone el texto.

Hay, por otro lado, en la estrofa tres adjetivos: moderno, audaz y cosmopolita que caracteriza, en cierto modo, el sentir, la visión, la dirección poética de Darío en esos momentos de plenitud del modernismo: ser audaz; ir en contra de lo establecido, lo agotado, cansado, lo inexpresivo; modernos: testimoniar su momento y la historia misma a través de nuevos y renovados instrumentos expresivos; y cosmopolita, es decir, hacer una literatura más ecuménica, distante del ruralismo realista y de melancolismos cansados y lastimosos.

Yo supe de dolor desde mi infancia:
mi juventud… ¿fue juventud la mía?
sus rosas aún me dejan la fragancia,

una fragancia de melancolía.

El primer verso de esta estrofa –de cara a ese presente inmediato en que el poeta evocaba, sumaba y también restaba– hay un sentido más profundo: el dolor, el sufrimiento humano (y no solo el de Darío sino el de todos los hombres, el de los grandes poetas de la historia. Pues el sufrimiento es fuego que alimenta los elevados espíritus, pocas obras han salido de lo festivo, lo bucólico y agradable. El dolor sostiene porque es origen, transcurrir y muerte). Y a esto, desde luego, hay que sumarle la vida misma de Darío: abandonado por su padre y criado por la madre. Además, Darío a los primeros años de existencia ya andaba versificando,  regando con versos, tocando el dolor desde la palabra de otro: y de la de sí mismo.

 Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó potro sin freno;
iba embriagada y con puñal al cinto;

si no cayó, fue porque Dios es bueno.

Refiere la estrofa a ese momento de su vida en que se dio al mundo sin contemplación ni sujeción, que buscó los placeres de la materia, lo que la vida concreta e inmediata le brindaba, época briosa, cuando el horizonte es ancho y sin obstáculos, época romántica, de desenfreno absoluto, como bien señala Pedro Salinas: “Es la sensualidad lo que le empuja a matrimonios desdichados. Ella, en combinación con el alcohol, le hace casarse con la que fue su segunda esposa, Rosario Murillo, en un episodio penoso entre todos, que es, si acaso, todo lo contrario de la gran aventura erótica romántica”.[1] Y ese sentido que llevó hasta el lecho de muerte y también ese sentido de destino.

En mi jardín se vio una estrella bella,
se juzgó mármol y era carne viva;
una alma joven habitaba en ella,

sentimental, sensible, sensitiva.

Esta estatua es Darío que vive más lejos del lodo, del cierno. Es él vivo y latiendo, un hombre definido por una perfecta aliteración de tres adjetivos donde el fonema –s– hace posible esa aliteración y, sobre todo, imprime ese sentido de limpieza, de susurro, de claridad y elevación “sentimental, sensible, sensitiva”. Es Darío con “carne viva”, como señala Gerardo Diego: “Está hablando Rubén de su estatua, es decir, de su obra, del alma de la estatua de su jardín que es la suya propia”.[2] Aquí Rubén enfatiza, de constancia de su humano calor, de su íntimo estado de ser, hasta por encima del mismo poeta. Su alma es limpia, sensitiva y sensible; lo demás, circunstancias del vivir.

Y tímida ante el mundo, de manera
que, encerrad en silencio, no salía
sino cuando en la dulce primavera

era la hora de la melodía…

El poeta temeroso del mundo se refugia en sí mismo, protegíase, indefenso se sabía: y únicamente enfrentábalo con su canto, con la palabra, con su verso, de ahí que solo cuando la primavera, como símbolo del florecer, de la fecundación, salía de ese silencio que él mismo tejía, y era para cantar, y su canto era su escudo y estandarte, su arma y verdad, todo entero.

Hora de ocaso y de discreto beso
hora crepuscular y de retiro;
hora de madrigal y de embeleso,

de “te adoro”, de “¡ay!” y de suspiro.

Tiempo de término del día e inicio de otro tiempo muy distinto, aunque contrastante como el mismo poema, tiempo mustio y de recogimiento, de sutilezas y claroscuros, de insinuaciones y tiernos regocijos junto a la mujer amada, esa mujer de primeros besos, mujer ingenua y débil de experiencia, mujer para la evocación y ensoñación. ¿Quién humano, “sensible, sensitivo y sentimental” no carga con esta hora vivida o soñada?

Y entonces era en la dulzaina un juego
de misteriosas ganas cristalinas,
un renovar de notas del Pan griego

y un desgranar de músicas latinas.

¿Es un juego el amor? Parece ser que cuando es puro, es juego. Un juego que cada vez que sucede se revaloriza al dios griego, se revivifica la vida, se renueva la existencia que no es más que ese “un renovar de notas del Pan griego”. Es que Darío siempre fue en pro de ese amor puro y justo y que nunca alcanzó.

Con aire tal y con ardor tan vivo,
que a la estatua nacían de repente
en el muslo viril patas de chivo

y dos cuernos de sátiro en la frente.

En esta estrofa que evidencia esa inclinación inicial de Darío hacia las preferencias griegas, propia del Modernismo, de la escuela literaria, continúa el desarrollo de ese elemento decidor: la estatua, que es él en viva carne, y por tanto, su propensión al amor carnal, el goce de placeres de carne suave, sensitiva y amorosa, a esa época, en que los juveniles ímpetus lo lanzaban a las totalidades del amor, “Pan griego” primero, luego vuelve la alusión, empleando un adjetivo que precisa “viril” y la palabra “sátiro”. Era un amador, o un hombre que procuraba el amor si freno, sin nudos; un joven tras las frescuras de la carne; y las desnudas pasiones.

Como la Galatea gongorina
me encantó la marquesa verlainiana
y así juntaba a la pasión divina

una sensual hiperestesia humana;

Dos nuevas referencias, que de soslayo alude a fuentes, Góngora, el inmenso poeta español, y de nuevo Verlaine. Sin embargo, donde la significación de los versos, que también responden ese transcurrir sensual, amoroso que arranca en este poema desde esa “estatua” se encuentra en esta conjunción “pasión divina” y “sensual hiperestesia humana”. Dos sensibilidades haciéndose una, juntos cielo y tierra, como diría Juan Ramón, lo divino y lo terrenal; dualidad que asume y proyecta en actos, y que aquí deja, en un acto de pureza, al desnudo, a flor de músculo, sin piel que cubra: Darío se sentía un amante que iba, como sátiro, en conquista de las vastas experiencias de la carne, de la vida.

 Todo ansia, todo ardor, sensación pura
y vigor natural; y sin falsía,
y sin comedia y sin literatura…

si hay una alma sincera, esa es la mía.

En esta estrofa reside, en esencia, la razón del poema, en ese verso final de ella: “si hay una alma sincera, esa es la mía”. Toda la aspiración, el poema en su totalidad, se concreta en el verso; el deseo de ser como fue ante sí mismo, y ante los otros, puro entro de las circunstancias de la vida, sin engaño, sin máscara, lejos de ropaje, distante de la retórica de la palabra, de la retórica de la vida, como es en la tierra que pisa, y como es en los versos que escribe. “Y el mérito de mi obra, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad”, dice Darío en Historia de mis libros.

La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme dentro de mí mismo,
y tuve hambre de espacio y sed de cielo

desde las sombras de mi propio abismo.

Dos referencias claves: “tentó mi anhelo” y “quise encerrarme”. Las dos señalan inclinaciones, búsquedas, refugio. El poeta procura apartarse del mundo concreto que lo cercaba, mas no pudo, y no podía porque era tan humano como los mismos con quienes se trataba, y además, porque estaba marcado por igual condición: humano ser “su propio abismo”. Esto no es la torre de marfil literaria que se alude siempre cuando se habla de modernismo y de Darío, es una alusión a alejarse del mundo y sus materialismos, pues esa no la necesitaba, como señala Pedro Salinas:

Él llevaba su torre de marfil a cuestas, no necesitaba materializarse ese anhelo de retirarse, retrotrayéndose a un lugar aparte, sino que le bastaba con recogerse en su alma que “se juzgó mármol y era carne viva. De ahí su aire sonámbulo, de hombre que está y no está donde se le ve, que anda con los que anda y está solo”.[3]

La vida, en fin, era bastante torre.
Como la esponja que la sal satura
en el jugo del mar, fue el dulce y tierno
corazón mío, henchido de amargura

por el mundo, la carne y el infierno.

Ese sentido trágico del existir, inherente a la vida como al crear mismo, Darío lo asume por entero, “henchido de amargura”. Mas es la vida un ir llenando instantes de pesadumbre que de jubileo, y mucho más en el sentir del mundo, del hombre y de sí mismos, y entonces, ese dolor común a todo ser humano, en esta criatura se agiganta hasta alcanzar proporciones de visiones, hasta tocar límite del cielo o del infierno.

Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el Bien supo elegir la mejor parte;
y si huno áspera hiel en mi existencia

meleficó toda acritud el arte.

Esa dualidad del hombre referida en la anterior estrofa, ese moverse entre lo dulce y lo amargo, que es común decir, entre el bien y el mal que existe en la tierra, porque la habita el hombre quien encarna la doble condición: ángel y demonio en una eterna batalla que únicamente conduce a la destemplanza, a la agonía, a esa pesadumbre última; esa dualidad, por una gracia de lo divino, y aquí entra ese sentido religioso íntimo que llevó Darío hasta el lecho de muerte, se desgaja, una se pone sobre la otra, el arte salva lo mejor, el bien conduce al hombre por el camino de las creaciones. Los dos últimos versos, como señala Salinas, clave son para la comprensión total de la confesión de este hombre, de este poeta ante el pórtico de su libro de mayor hondor telúrico y metafísico.

Leído esto, olvidándose de la vida de Darío, suena a pura invención metafórica, que se mueve en el alto plano de lo puramente poético. Pero esos dos versos bajan, de allí, como rayo iluminador, clave final de la vida terrena del poeta, de la que son el más certero resumen, el más hermoso y sobrio epitafio que poner sobre su inmortalidad.[4]

El arte salva el vivir, o en otro caso, justifica ese vivir, constituye en último sentido, la única forma de sobrevivir como proyecto humano en la tierra.

Mi intelecto libré de pensar bajo,
bañó el agua castelia el alma mía,
peregrinó mi corazón y trajo

de la sagrada selva la armonía.

El primer verso, dentro de esta confesión, manifiesta una condición inherente al poeta, y también al hombre: la pureza. Y después, “la sagrada selva” y “la armonía”. Dos realidades contrapunteadas en la realidad misma; pero que en la poesía de Darío hallan, precisamente, justa armonía. La sagrada selva es el mundo y el hombre, de la procedencia o fuente de la materia poética, de ahí injusta y equivocada aplicar el sentido escapista, huidizo a la obra de Darío, pues este enfrentó la vida con su vida. Gerardo Diego expresa:

La armonía que nos canta, ¿es la armonía sin más, cualquiera armonía que nos canta, es la armonía sin más, cualquier armonía de la selva? En el fondo, las dos cosas. Es toda la armonía y viene de la sagrada selva, donde preexestía, y nada más que allí, en ella.[5]

La selva, la vida, el mundo, el cosmos de donde proviene la palabra, el ritmo, el tono, y el todo.

¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda
emanación del corazón divino
de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda

fuente cuya virtud vence el destino!

La selva sagrada es el mundo, el hombre y, sobre todo, lo interior del hombre, lo hondo, insondable, el misterio que siempre es temblor y asombro, dubitación permanente, honda esencia del ser humano, y sobre eso, anduvo el poeta en procura del desvelamiento, de la permanencia de lo que sabía fugaz.

Bosque ideal que lo real complica,
allí el cuerpo arde y viene y psiquis vuela;
mientras abajo el sátiro fornica,
ebria de azul deslíe Filomena.

Aquí el poeta continúa el desarrollo de esa idea o sensación contrapunteada de la “sagrada selva”, ahora dada por “bosque ideal” que lo cotidiano, lo común y ordinario, y además, retoma un tema muy caro a su época de Azul. Específicamente el amor en su sentido puro y limpio, salvaje y amoroso, tierno y hondo, rememora, en fin, El año lírico.

Perla de ensueño y música amorosa
en la cúpula en flor del laurel verde;
Hipsipila sutil liba en la rosa,

y la boca del fauno el pezón muerde.

Continúa esta estrofa describiendo la voluptuosidad, el amor que se hace recíproca posesión sin mediación, únicamente los cuerpos, y la naturaleza de fondo y de testigo, el ensueño y la música, la flor y la rosa y ese fauno que muerde el pezón, es decir, la leche y la sal, la vida que despierta y se derrama. Referencias evidentes del mundo clásico que tanto conoció el poeta, que tanto utilizó y que tanto pervive.

Allí va el dios en celo tras la hembra,
y la caña de Pan se alza del lodo;
la eterna vida sus semillas siembra,

y brota la armonía del gran todo.

 “La caña de pan se alza del lodo”, inigualable manera de repetir la expresión bíblica: “Polvo somos”. Ese lodo que es aliento proviene del amor que es la continuidad, o mejor, su prolongación “la eterna semilla” que “brota y crea armonía”, es decir, al mundo, al hombre “al todo”. De ahí que esta estrofa, en el transcurrir del poema, se constituya en síntesis, reunión de metafísicas inquietudes que atraviesan la carne del poeta, y su visión misma.

El alma que entra allí debe ir desnuda
temblando de deseo y fiebre santa,
sobre cardo heridor y espina aguda:

así sueña, así vibra y así canta.

 Llama interior, temblor total que se integra a la fuente más pura de donde proviene esa estatua que era carne viva, que el poeta en su concreticidad de existencia, entre el debate de la vida misma procura la armonía del todo, de ese Todo donde la desnudez es condición indispensable, pero desnudez no del cuerpo, sino de la vida interior, de esa que permanece por encima del polvo y de la nada de la carne, “sueña, vibra, canta”, razón y ejercicio de su existir.

Vida, luz y verdad, tal triple llama
produce la interior llama infinita.
El arte puro como Cristo exclama:

¡Ego sum lux et verita et vita!

 La triple llama, como decir, la perfecta alianza. El poeta, sin recurrir a ningún acto de insinceridad, compara o asocia el arte con Cristo, la siempre idea del poeta-dios, desde luego, y esto lo sintió Darío en carne propia: el poeta es un visionario, alcanza visiones, llega a tocar misterios, le he dado por el mismo dios, o dioses, la condición de visionario, y esto lo testimonia grandes poetas: Blake, Holderlín, Víctor Hugo, Milton, Kilke, Machado, Vicente Huidobro, quien dijo de Darío:

Honremos el genio y demos gracias al maestro de las nuevas generaciones. Al que tiene en su poesía todas las tonalidades posibles, desde el gorjeo divino del ruiseñor hasta el rugido del león feroz, al que rompió las cadenas de la retórica, los férreos grillos de la métrica fija, al que nos enseñó a volar libremente.[6]

Darío siempre gravitando, extendiéndose en él y en los otros, a través de las generaciones, de los hombres, los poetas. Como testimonio uno de los grandes poetas de la lengua, Juan Ramón Jiménez: ¡Tanto Rubén Darío en mí; tan vivo siempre, tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo![7]

Y la vida es misterio, la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra;
la adusta perfección jamás se entrega,

y el secreto ideal duerme en la sombra.

Pero Darío, que escribe este poema, cuando había experimentado las más hondas experiencias humanas como hombre y como poeta, como dice César Fernández Moreno:

En el momento triunfal del modernismo, Rubén Darío, que todo lo dijo y todo lo adivinó, escribía en el poema inicial de Cantos de vida y esperanza (1905) este resumen de la nueva realidad.[8]

Quien todo lo vio y sintió y adivinó, conviene en esta declaración de fe poética en que aún el arte, la creación más pura después de la divina, es incapaz de dar todas las verdades, de desvelar los misterios y además que obra acabada, perfecta solo la alcanza Dios. Misterios e imposibilidades, conjunción que se persisten desde la primera raíz humana.

Por eso ser sincero es ser potente;
de desnuda que está, brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente

en la voz de cristal que fluye d, ella.

 El poeta en estos inigualables cuatro endecasílabos; donde pone en práctica uno de sus virtuosismo formal, hace la contracción “d,ella” y no “de ella”, lo que le permitió hacer el endecasílabo sin cacofonía y sin rudeza, reúne el sentido primario del poema: la develación de su vida y obra a través de un sincero discurrir temporal y circunstancial. En el primer verso, no solo se encuentra la reveladora fuerza del poeta “Por eso ser sincero es ser potente”, sino que se convierte en una máxima para ser aplicable a todos los hombres y a toda actividad que se realiza en la tierra.

Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una estrella, una fuente sonora,
con el horror de la literatura

y loco de crepúsculo y de aurora.

El ejercicio poético de Darío constituyó una forma de ser sobre el mundo, un modo de acercarse a lo más puro y noble, y como el arte, de toda la actividad humana, es la que más proporciona ese anhelo, ese deseo; hubo en él, por encima de todo ese deseo de ser puro como la estrella, como la lluvia, como la naturaleza entera. Palpitaba siempre en él ese constante: la de ser limpio y transparente, aunque partiera del lodo, de lo común, de la literatura misma, en sentido de palabras y nada más, como bien señala Pedro Henríquez Ureña:

La forma solo debe interesar cuando está hecha para decir alguna belleza: armonía del pensamiento, música del sentir, creación de la fantasía, “todo lo demás es literatura”.[9]

Darío siempre estuvo, como confiesa y testimonia sus poemas, por encima de la palabra, de la palabra a sola.

Del crepúsculo azul que da la pauta
que los celestes éxtasis inspirar,
bruma y tono menor -¡toda la flauta!

y Aurora, hija del sol -¡toda la lira!

“Del crepúsculo azul que da la pauta”, vuelve Darío a referirse a su libro Azul, inicio, no de su vida poética, pero sí de su obra de madurez, la que quedará mientras exista un hombre en la tierra, después, la flauta y toda la lira, es decir, sus grandes cantos. Y esto acontece porque el poeta en esta confesión ya comienza a referirse, a reunirse en las dos últimas estrofas, y va cerrando el poema, y va completando la imagen, la totalidad del canto.

Pasó una piedra que lanzó una honda:
pasó una flecha que aguzó un violento.
La piedra de la honra fue a la onda,

y la flecha del odio fuese al viento.

Reciprocidades. En estos versos que se suceden en círculo, en remolino formal, Darío sintetiza su actitud ante el otro, los otros, el mundo. Sereno, seguro, sin manchas, puro de hechos e intenciones, al final, y como fue en el transcurrir; firme y sin miedo a lo que viene que ya se vislumbró. Lo que va vuelve; y espera frutos quien bien sembró.

La virtud está en ser tranquilo y fuerte;
con el fuego interior todo se abrasa;
se triunfa del rencor y de la muerte,

y hacia Belén… ¡la caravana pasa!

En esta estrofa final del poema se concilia el pulso y el vuelo, la raíz y la flor, lo fugaz y eterno. Darío, el hombre el hombre poeta, y como tal transitorio en constitución humana, se reconcentrase en su interior, en su propio fuego, con humildad; y deja el tiempo, solo al tiempo el destino de él y de su obra. Y el destino es justo porque su obra es justa.

 

[1] Pedro Salinas, La poesía de Rubén Darío, Buenos Aires, Editorial Losada, 1948, p. 15.

[2] Gerardo Diego, “Notas sobre Darío”, Cuadernos Hispanoamericanos, Nos. 212-213, agosto-septiembre 1967, p. 263.

[3] P. Salinas, La poesía…, p. 218.

[4] P. Salinas, La poesía…, p. 28.

[5] G. Diego, “Notas sobre Darío”, p. 254.

[6] Vicente Huidobro, Obras completas, tomo I, Chile, Editorial Andrés Bello, 1976, p. 858.

[7] Juan Ramón Jiménez, Libros de poesía, Madrid, Editorial Aguilar, 1959, P. XXVIII.

[8] César Fernández Moreno, América Latina en su literatura, séptima edición, México, Siglo XXI Editores, 1980, p. 84.

[9]Pedro Henríquez Ureña: Ensayos, Santo Domingo, Editora Taller, 1976, p. 74.