Ensayo sobre El canal de la delicia

El canal de la delicia, de Franklin Gutiérrez: cuando el lenguaje adquiere niveles protagónicos.

Vivimos en un mundo complejo. Con el avance de la tecnología, mientras caminamos por el malecón de Santo Domingo, con sólo apretar un botón de un iphone, nos descubrimos a las puertas del Vaticano, o a pocos pasos del Pentágono. Si lo que existe es lo que palpamos con nuestros sentidos, complementado con nuestra imaginación y la carga de la experiencia, tanto personal como vicaria, entonces tenemos que admitir que nos encontramos en medio de un caos, donde ya no hay lo cercano ni lo remoto, ni lo interior ni lo exterior. Rodamos en medio de un torbellino de información e imágenes que podría hacernos perder, de un momento a otro, la perspectiva de nuestra propia existencia, confundir los linderos de lo real.
Para escribir El canal de la delicia, el escritor Franklin Gutiérrez tuvo que, precisamente, abandonar su mundo, el de la era digital, el de la academia, y saltar los confusos linderos de nuestra época, para viajar hacia el pasado, que es viajar hacia otro mundo. Para lograrlo, para poder descodificar ese mundo que se extendía en su memoria, tuvo que quitarse sus vestiduras de intelectual, y buscar a un narrador-personaje que pudiera contar las acciones de ese mundo, los avatares de sus personajes, con su propio lenguaje, el lenguaje callejero, soez, pedestre, repleto de dominicanismos, con que se comunican los palomos en los pulgueros de la capital dominicana, las lavanderas en los patios, las prostitutas en los cabarets, los borrachos en los colmadones.

El narrador-personaje escogido por Gutiérrez es un pseudo-omnisciente. El escritor rompe con el acostumbrado narrador omnisciente que todo lo conoce. Aunque el de Gutiérrez también todo lo conoce, el escritor lo dota de un lenguaje de barrio, un vehículo para transmitir, a veces con un dejo de burla y no poca picardía, lo terrible de la condición humana.

¿De dónde sale este narrador-personaje? La misma novela nos da la clave en una de las descripciones de la vida en los pulgueros:

“Sus habitantes aman el escándalo, la música chillona, las calles empantanadas y sucias, las frituras plagadas de moscas, las friquitaquerías malolientes y los colmados abarrotados de palomos bebiendo cervezas y hablando burundangas”.

Lo primero que nos preguntamos, al leer El canal de la delicia, es quién nos narra la novela. ¿Será Terencio, el filósofo del Alto de las flores, o Moncho, o la misma protagonista Leonora Fortuna?

La peste, de Albert Camus, está narrada por un omnisciente que por su lenguaje culto no despierta la curiosidad del lector por descubrir quién nos cuenta la novela. Sin embargo, el mismo narrador “omnisciente”, al final de la novela, nos dice: “aunque ya ustedes los sospechaban, les confesaré que soy yo quien cuento todo esto, el doctor Bernard Rieux”.
Esta información que nos da Camus a través de su personaje, quizás obedece a la costumbre de los escritores franceses de la época de narrar en primera persona. Pero, a decir verdad, ya al final de la novela no nos interesa saberlo.

En la novela de Gutiérrez, en cambio, debido al lenguaje que utiliza, el narrador-personaje nos intriga, queremos descubrirlo, desenmascararlo. Pero el escritor, aunque da muchas pistas, no le quita el velo de la cara como lo hizo Camus, por el contrario, lo oculta, lo emplea como arma para que el lector se intrigue y lo persiga.

Al narrador-personaje de El canal de la delicia lo imaginamos bebiendo cerveza a la mesa de uno de esos colmados de los pulgueros, contemplando a la protagonista con boca babeante, cumplimentándola con uno de los piropos espantosos de Muñeco:

“¡Cuánto mangú, bacalao, masolepa y espaguetis transporta ese torpedo de hembra!”

Es tanto el regusto por narrar que siente el narrador-personaje, que por momentos detiene la acción de la novela, paraliza el mundo que ha estado creando, para explicarnos detalles de ese mundo. Un ejemplo es cuando nos detalla el arte de comer friquitaqui, que según el narrador, “poca gente maneja apropiadamente”.

“Se requiere destrezas y precauciones. Hay que estirar el cuerpo hacia arriba como un tubo de bicicleta, inclinar la cabeza hacia delante, bien alejada del pecho; abrir la boca como una atarraya y explayar bien los ojos, para saber dónde dar la mordida. De lo contrario, cuando el pan siente la presión de los dientes, salen dos chorros amarillos procedentes de las yemas de los huevos, que terminan embarrando toda el área de la boca, la camisa y los pantalones”.

Otro ejemplo es la explicación que nos da sobre los restaurantes de Washington Heights. Al referirse al lenguaje con que las camareras tratan a los clientes, el narrador-personaje dice que éstas hacen sentir a los consumidores en una barra, en un café o en un club nocturno:

“Expresiones como: mi chulo, oye papi, moreno, mi amor, dime flaco, habla gordito, mi loco, hola corazón, forman parte de su repertorio”.

En El canal de la delicia el lenguaje adquiere un nivel protagónico, debido, como había señalado, al empleo de numerosos dominicanismos y la hábil colocación de éstos en el conjunto. Qué dominicano no conoce lo que es un “peo químico” lanzado en el cine, una “Presidente ceniza”, dar “labia”, un sitio “chévere”, aventado como un “maco pempén”, beberse un “guayao”, un mabí seibano, comerse un “bofe”.

¿Que buscaba el escritor? El humor, la provocación, y a la vez mostrar con más desenvolvimiento la pobreza de los barrios populosos de Santo Domingo, desnudar a sus personajes con su propio modo de expresarse.

Para narrar la novela, el escritor escogió el estilo periodístico, lo que le agregó fluidez al texto y permite que la historia sea fácil de leer (yo la leí de dos sentadas).

En cuanto a la técnica, Gutiérrez armó un entramado de múltiples piezas anecdóticas, para lo cual se valió del método de la “caja china” o la “muñeca rusa”, que no es más que encajar una historia dentro de otra. Así una historia principal (la vida de Leonora Fortuna, su lucha a favor de los desposeídos en un mundo regido por las leyes del macho), genera otras historias (como la del Mocho y los tres autos de lujo, y la de Prudencio y el brujo), que complementan el conjunto.

Uno de los aportes más significativos de Gutiérrez en esta novela es que abre una veta aún inexplorada en la Literatura Dominicana: la de los viajes de las criollas a Curazao. Como gran investigador que es, desnuda detalladamente como con un escarpelo, en lenguaje periodístico y dinámico, las luchas y padecimientos de la mujeres dominicanas en esta isla caribeña, donde muchas van a prostituirse o a abastecerse de mercancías para comercializarlas en la República Dominicana.

Novela franca, llana, cargada de un humor a veces inquietante a veces mordaz, donde los personajes encarnan lo bueno y lo mano que todo ser humano guarda en su interior, en un mundo en pleno desmoronamiento y que ellos intentan levantar ladrillo a ladrillo poniendo en ello la vida.

Escrito por José Acosta
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