CELEBRACIÓN DE LA EXISTENCIA EN LA LÍRICA DE EMILIO RODRÍGUEZ
Por Bruno Rosario Candelier
“Del morir y el vivir son señales las hojas,
del vivir hacia dentro y también del aliento
que culmina en el salto de subida a las luces”.
(Emilio Rodríguez, “Liturgia del Viernes Santo”)
A Ana Carmen Ortiz Martín,
Que disfruta el fulgor de lo viviente.
La poesía de Emilio Rodríguez es una celebración. El poeta y sacerdote dominico celebra la vida, celebra la muerte y celebra todo lo existente como magnífica y deslumbrante expresión del Creador del Mundo, a quien consagra su vida y su obra poética, pictórica y pastoral con la satisfacción de hacer de su talento creativo un canto místico de amor gozoso y fecundo.
Los poetas tienen la intuición para captar el sentido profundo y trascendente, así como también para percibir hondas verdades, derivadas de su comunión con lo real. Si la realidad tiene una connotación subjetiva, tenemos una manera de aproximarnos a la esencia de las cosas.
El poeta español Emilio Rodríguez (1) tiene sensibilidad trascendente y, en atención a una densa cosmovisión metafísica, aderezada con el sentimiento místico de lo viviente, percibe la vertiente entrañable de la realidad sensible y la vertiente sublime de la realidad trascendente.
Desde diferentes perspectivas de creación, hallamos tres maneras operativas: 1. La que se funda en la contemplación de lo viviente, inspirada en su vertiente sensorial y objetiva. 2. La que se funda en las vivencias interiores, centrada en los datos de la propia conciencia. 3. Y la que se finca en la creación de otros autores, inspirada en una obra literaria. Esta última no es una inspiración directa sino refleja, pero si se elabora con acierto y propiedad, tiene sus méritos.
La creación poética del sacerdote y poeta asturiano, fray Emilio Rodríguez González, se inspira en la fuente de sus vivencias entrañables a la luz del sentido de lo viviente. Al abrevar en diferentes fuentes literarias, el estado emocional de su sensibilidad interior le ha permitido al emisor de estos versos canalizar, mediante una oportuna expresión lírica y estética, una gozosa obra de amor, con el sentimiento que embarga la emoción experimentada bajo el aliento trascendente. En el poeta interiorista hay influjo de la lírica mística de san Juan de la Cruz, Rainer María Rilke y Pedro Salinas, entre otros importantes creadores europeos.
Nuestro poeta entona un canto de alborozo ante el esplendor de lo viviente. Entra en comunión con lo existente y su alma se impregna de júbilo. Contempla el fulgor de la luz y, bajo el hechizo de una imagen fulgurante, estalla su emoción con gozo consentido. Percibe el dato sensorial en su fluir jocundo y canta con gozoso sentir lo que distingue el alma de lo viviente, como lo expresa la voz del poeta asturiano, en “Liturgia del Viernes Santo”:
El árbol que es la vida y es la muerte,
conforma el espacio de nuestras ascensiones,
que sorprende y bendice los días carenciales.
Mirad el origen de los frutos que elevan
y coloran los mejores paisajes.
Del morir y el vivir son señales las hojas,
del vivir hacia dentro y también del aliento
que culmina en el salto de subida a las luces.
Si el mirar nos enseña a encontrar los caminos,
esta mirada ahora nos acerca a otros límites,
a las cotas más altas, en ascensos de calma.
La noche se construye con maromas y besos,
es un rosal cansado de acumular belleza,
para crecer despacio, para tejer guirnaldas.
Por dentro van los gestos, las palabras del duelo,
y también van los ríos, plateados suspiros.
Delgada red que sube con nuestros ojos dentro.
De las pisadas nacen los sonidos y los días
que construyen la historia apilando miradas,
juntando los desvelos por encima del miedo.
Valorar la realidad de lo viviente es ponderar la Creación del Universo, una manera mística de convocar la expresión de nuestro orbe íntimo junto al mundo natural que lo inspira mediante la valoración de lo existente, hecho que alienta y motiva a seguir viviendo bajo la llama del aliento redivivo. En la poesía de Rodríguez González sus sentimientos y conceptos fraguan una visión espiritual de lo viviente. Su emoción enciende una cordial estimación de la belleza y el misterio, cuyo alcance se manifiesta en los versos entrañables de sus diferentes textos poéticos.
Los poemas de Emilio Rodríguez responden a la apelación profunda de su sensibilidad trascendente, que le apela la misma realidad circundante. Cuando el poeta entra en la atmósfera interior que provocan la belleza y el misterio, mediante el sentimiento estético y los recursos del lenguaje, plasma la vivencia que experimenta interiormente y comunica su búsqueda espiritual, como la que mueve tu creación, reflejada en versos articulados a la luz de su apelación divina.
En efecto, en estos poemas ejemplares fluye la esencia y el sentido de la Creación. La persona lírica se ha compenetrado con la dimensión espiritual de lo viviente. En la segunda parte de “Liturgia de Viernes Santo”, se aprecia una relación empática con lo existente entre su ser profundo y el alma de las cosas, especialmente las naturales, signo y señal de que todo forma parte de una misma sustancia estelar que se manifiesta en forma diferente en cada criatura viviente, sea árbol, hombre, lluvia o estrella:
Volvemos de un desierto, de un espacio agotado,
y son tus ramas arcos llamando a nuestros ojos.
Lugar de toda calma, a donde regresamos
para buscar silencios que habíamos perdido.
Todo es cansancio y noche, huracán desatado
que traspasa los sueños de los días mejores.
No nos quedan palabras, y el canto sin sonido
regresa a las gargantas para quedarse anclado.
Nuestra mirada esquiva se prende de tus brotes,
y todos los silencios vuelven a ser gritos.
Las palabras gastadas regresan encendidas
y por los pies nos crecen raíces y certezas.
Todo viene y se va, menos este cansancio,
germinador y claro como los días pequeños
que ya configuraban todos nuestros senderos.
Todo se mueve y gira, como un jinete loco.
Nos queda la mirada y el surco de los dedos
marcando muescas vivas en la espalda del tiempo.
Con esta luz andamos, sentimos y volvemos
a torturar los campos, buscando lo que fueron
tesoros de nostalgia, el pan y la almohada.
Seguimos en la ruta que fue nuestro cimiento.
Emilio Rodríguez viene a decirnos que somos lo que sentimos interiormente. En nuestro interior reside el secreto de la vida con la clave para sintonizar el alma de lo viviente. No es lo que tenemos o queremos, sino lo que apreciamos del mundo circundante. En “Ecos distantes”, el autor de estos versos alude, mediante la forma de haikús, al eco de la huella cósmica que a todos nos vincula al pasado de la raza humana con el consecuente reto de ascender a la cima de la luz cuando damos cabal satisfacción a nuestra búsqueda interior:
1
De la montaña llega
un cálido rumor…
ángeles lentos.
2
Una luz en la noche
entre los árboles.
Alguien pregunta.
3
Lamento muy lejano.
La noche cruje
o se agitan los muertos.
4
Cuánto silencio
tiembla en el contorno
de una mirada.
5
Momento de tensión:
el día y la noche
disputando el horizonte.
6
Vienes de dialogar
con los ausentes.
Hay niebla en tu mirada.
7
Un papel en el aire
se marcha lejos.
Carta del cielo.
8
La garza que navega
el cielo pálido:
dibujo de la muerte.
La esencia de lo viviente propicia una cercanía vinculante con cosas y criaturas. De ahí el valor de la contemplación. El alma puede identificarse con lo contemplado para sentir lo peculiar del objeto o del fenómeno, única manera de asir su esencia y su sentido. Se trata de una experiencia de integración, participación o de comunión física y espiritual con la esencia de la cosa, apelación experimentada mediante el deleite de los sentidos. Esto que estoy diciendo, lo viven los poetas cuando ponen su sensibilidad en sintonía con la dimensión de lo viviente, una vía sensorial y espiritual para vivir a plenitud la belleza y el misterio. En “Horizonte de Brazos” (inspirado en la Crucifixión del retablo de San Marcos, Florencia), nuestro poeta escribe (2):
La tarde es de ladrillos
y de espadas.
El sol es un recuerdo
de otras vidas,
de cuando andaban barcos
el desierto,
espigas eran manos
y al sol de Galilea
las piedras aspiraban
a ser panes.
Será prolongación de este minuto
cualquier dolor cercano
a nuestras horas.
Y todos los relojes
nos repiten
un siglo de silencio atribulado
por el estruendo hiriente
de esta lluvia.
Los que asumen como genuina la huella de lo divino en lo natural, confirman que la realidad de lo viviente encarna una emanación del Creador, como lo revelan tantas formas luminosas. Por eso los creyentes valoran la creación del Mundo como una expresión de lo divino, gracia que concita su Presencia, su Belleza y su Luz.
Cuando se establece una relación empática con lo viviente, el contemplador suele auscultar la vivencia de su sensibilidad profunda y testimoniar, como lo hace el padre Rodríguez González en la segunda parte de “Horizonte de Brazos”, en que revela lo que experimenta su entidad espiritual en su trasiego con las cosas, que una expresión lírica y estética canaliza en estos versos:
La tarde se hace túnel
y alarido.
Dos figuras estáticas
sustentan
una silente voz
de venas en el aire.
Colinas del incendio,
calavera
que nos describe el mundo
sin palabras,
donde la sangre es texto
manuscrito.
Almenas de la voz,
los rostros dudan
buscando su perfil
en la tormenta.
La ortiga del dolor
alcanza el cenit
trepando las columnas
de la carne.
La tarde muere ahora
en nuestros ojos,
cuando la madre siente
que su espalda
sostiene todo el monte.
Un cielo carcomido nos acerca
al tiempo adoquinado
en que los ríos
no encuentran su lugar
en la llanura.
Con la mirada pura y seráfica de un san Francisco de Asís, el poeta asturiano radicado en Parquelagos, territorio serrano de la comunidad de Madrid, observa la paciente labor de la golondrina, que al escoger el barro, lo exalta para ver, desde su peculiar condición, una manera hermosa de la Creación, que cada creatura asume y proyecta en su ámbito y talante. “Abril”, como otras miradas poéticas del poeta dominico, contiene esa visión lírica, fresca y luminosa, de una realidad palpable y cotidiana:
Llegó la golondrina.
Está explorando el barro,
escogiendo el mejor
para colgarlo,
elegante cestillo,
en el alero.
Con ella, nuestra historia
se pone de puntillas
para mirar
por encima de las brumas.
El poeta canta lo que sucede en la vida. Así es la lírica de Emilio Rodríguez, que vive poéticamente el mundo y testimonia lo que susurra el viento con la energía interior de lo viviente. En “Ventana en el paisaje”, así lo confirma:
Columnas de arenisca
para un cielo,
catarata de añil sobre los brezos.
La piedra de los siglos
lima el viento.
Toda la calma enmarca una mirada.
Nuestros ojos imitan
el vuelo de las águilas.
Si el poeta asume como sustancia de su canto la relación entre su ser y las criaturas, también enfoca el vínculo entrañable entre los seres y la Divinidad, que una cosmovisión metafísica de lo existente percibe y plantea como una concepción de la vida a la luz de unas creencias espirituales, como se puede apreciar en varias de sus creaciones poéticas (3).
Como magistralmente ha dicho Antonio Sánchez Zamarreño, la lírica de Emilio Rodríguez retoma “el oficio sagrado de renombrar el mundo: de ´estrenarlo´ mediante una escritura que se va deslizando sobre el pliego incólume” (4), en una creación que llena “de aliento el calendario”.
Al parecer, la persona lírica que alumbró esta obra poética disfruta cada día un júbilo interior al sentir la presencia inmaterial de una figura iluminada, aura intangible que recrean sus ardientes versos bajo el fulgor transfigurado de la dolencia divina.
Bruno Rosario Candelier
Encuentro del Movimiento Interiorista
Moca, Ateneo Insular, 15 de agosto de 2012.-
Notas:
- “Nació en Villar de Adralés, Asturias. Licenciado en Teología, periodista, pintor y poeta, pertenece a la Orden de los Frailes Dominicos. Cultiva las artes con la pasión mística de su sensibilidad espiritual imprimiendo la impronta personal que atestigua su espíritu inquieto y sensible. En Salamanca promovió la creación poética a través de tertulias literarias y la fundación de la revista Papeles del martes. Integrante del Grupo Literario de San Lorenzo de El Escorial, del Movimiento Interiorista del Ateneo Insular en España, ha publicado los siguientes libros de poesías: Pregunto por el silencio, 1977. Marea de bolsillo, 1983. Como árboles que andan, 1984. El canto funeral de la distancia, 1989. Horas menores, 1990. Jardines recortables, 1994. Cantata de Galmaz, 1995. Un horizonte escrito, 1996. Parquelagos, 1996. De espaldas a la luna, 1997. Absorta luz, 2002. Inventario de todo lo que huye, 2003. Interior de humo, 2005. De los premios recibidos por su creación poética, cabe destacar el ADEMAR (Salamanca, 1964), Flor Natural en los Juegos Florales Universitarios (Pamplona, 1968), GUADIANA (Ciudad Real, 1982), BOTÓN CHARRO (Salamanca, 1984) y Primer Premio en las III Justas Poéticas de Villa de Baltanás (Palencia, 1997). Su obra poética ausculta la vertiente esencial y trascendente de las cosas que pasan, como una manera lírica de testimoniar, con sentido estético y simbólico, la nostalgia de lo Eterno” (Bruno Rosario Candelier, Poesía mística del Interiorismo, Santo Domingo, Ateneo Insular, 2008, p. 126).
- Cfr. Emilio Rodríguez, Absorta Luz, Salamanca, Gráficas Arco Iris, 2002, p. 27.
- Por sugerencia del poeta José Nicás Montoto, Coordinador del Grupo Literario del Movimiento Interiorista en San Lorenzo de El Escorial, bautizamos con el nombre del sacerdote y poeta asturiano, Emilio Rodríguez González, a esa valiosa agrupación poética en esa hermosa población de la comunidad madrileña.
- Cfr. Antonio Sánchez Zamarreño, “Un pentecostés en casa: la poesía de Emilio Rodríguez”, en Emilio Rodríguez, Mar que huye, Salamanca, San Esteban Editorial, 2010, p.100.
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