Pedro Henríquez Ureña, el humanista de américa en la Argentina

Por

Alicia María Zorrilla,

Presidenta de la Academia Argentina de Letras.

 

no es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos (Pedro Henríquez Ureña).

«Y se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a la clase a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña»[1], así lo define emocionado el escritor argentino Ernesto Sábato, uno de sus alumnos. Así podría definirlo también una estrofa de la Epístola moral a Fabio: «Una mediana vida yo posea, / un estilo común y moderado, / que no lo note nadie que lo vea»[2].

Ensayista, crítico literario, filósofo, traductor, periodista, historiador, profesor, investigador, don Pedro, el maestro dominicano de pensamiento profundo y de palabra viva y mesurada, de criterio sólido y ecuánime, arriba por primera vez a la Argentina en 1922 como integrante de la delegación mexicana encabezada por el político y escritor  José Vasconcelos Calderón para asistir a la asunción del mando presidencial de Marcelo Torcuato de Alvear; no le interesa la política, pero sí el voseo, al que le dedica su estudio. Se acerca primero a la Argentina a través de sus escritores: Esteban Echeverría, José Mármol, Domingo Faustino Sarmiento, Olegario Víctor Andrade, y, luego, gracias también a la delegación argentina que participa del Congreso Internacional de Estudiantes, celebrado en México en 1921. Después de escuchar las exposiciones presentadas, realmente deslumbrado, dice: «Cabía pensar que nuestra América es capaz de conservar y perfeccionar el culto de las cosas del espíritu, sin que las ofusquen sus propias conquistas en el orden de las cosas materiales»[3]. No obstante, su nombre ya se conoce en la Argentina, pues, en 1913, según las investigaciones del académico Pedro Luis Barcia, se reproduce en la revista Nosotros su trabajo sobre «La obra de José Enrique Rodó»[4], y, en la misma revista, pero en 1919, aparece «La enseñanza de la sociología en América», una carta dirigida a Arturo de la Mota[5]. En 1921, en la Revista de la Universidad de Buenos Aires, se publica «En la orilla»[6], apuntes breves que luego recoge en su obra En la orilla. Mi España, de 1922. En verdad, este año significa su primera y verdadera visión de la Argentina. En esta estada, le aconseja a Ricardo Rojas la fundación de un Instituto de Filología Hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; más aún, le pide que lo presida un discípulo de don Ramón Menéndez Pidal. El elegido es Américo Castro. Además, visita la Universidad de La Plata, donde pronuncia su elogiada conferencia sobre «La utopía de América», publicada en 1925. Dice el gran dominicano: «Si el espíritu ha triunfado, en nuestra América, sobre la barbarie interior, no cabe temer que lo rinda la barbarie de afuera. No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía»[7].

Luego, regresa a México, donde se desempeña como director general de Educación Pública del Estado de Puebla. Conoce a Isabel Lombardo Toledano, veinte años menor que él, y se casa. La situación le es adversa y pierde su cargo. Entonces, le escribe a su amigo Rafael Alberto Arrieta, quien le consigue tres cátedras de Castellano en el colegio secundario Rafael Hernández, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata. Así comienza a formar hombres y lectores con la sabia humildad de los grandes, con la sencillez de los verdaderos eruditos, con una mezcla de «entusiasmo» y de «moderación reflexiva»[8]. Como dice su madre, la gran poetisa y educadora dominicana Salomé Ureña, en un poema que le dedica cuando cumple seis años, «la fiebre de la vida lo sacude»[9].

Llega a Buenos Aires a fines de junio de 1924 con su esposa y la mayor de sus hijas, Natacha, y se instala primero en una pensión; después, en La Plata, donde nace Sonia, su segunda y última hija. Lo hace después de haber viajado mucho, de entrañar otras culturas: los Estados Unidos (California, La Florida, Nueva York, Minnesota, Chicago), Cuba, México, España, Francia, Centroamérica, etcétera. En La Plata, colabora en la revista Valoraciones, editada entre septiembre de 1923 y mayo de 1928. Luce en sus páginas la pluma del ensayista, su deseo de bajar hasta la raíz de las cosas que anhela decir. Allí conoce a Alejandro Korn, a José Luis Romero y a Ezequiel Martínez Estrada.

Atraído por la gran ciudad, en 1925, se traslada a Buenos Aires y comienza su labor docente en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario Joaquín Víctor González, pero sigue viajando en tren a La Plata. No pone límites a su afán docente. El 20 de julio de ese año, le escribe a su amigo Alfonso Reyes, a la sazón embajador de México en Francia: «Buenos Aires me recuerda a la Nueva York de 1905; si para 1945 fuera lo que es la Nueva York de hoy, podría uno consolarse. Pero ¡quién sabe!»[10]. Y el 5 de septiembre, en otra carta a Reyes, se define: «Yo no soy contemplativo; quizá no soy ni escritor en el sentido puro de la palabra; siento necesidad de que mi actividad influya sobre las gentes, aun en pequeña escala»[11]. Como dice Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña está «sediento de educar y de educarse»[12] con una disciplina ejemplar. Tanto en Buenos Aires como en La Plata, se destaca como eminente profesor: consideraba que el éxito del profesor tenía su fundamento en el éxito del maestro. Sus libros reflejan su pulcritud, su esmero en la composición (La versificación irregular en la poesía castellana (1920); Observaciones sobre el español de América[13] (1921); En la orilla. Mi España (1922); El libro del idioma. Lectura, gramática, composición, vocabulario [en colaboración con Narciso Binayán, 1927]; Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928); Cien de las mejores poesías castellanas (1929); Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común (1930); El teatro de la América Española en la época colonial (1936); La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo (1936); Sobre el problema del andalucismo dialectal en América (1937); Para la historia de los indigenismos. Papa y batata. El enigma del aje. Boniato. Caribe. Palabras antillanas (1939); Gramática castellana (dos tomos), para el nivel secundario, en colaboración con Amado Alonso (1939); El español en Santo Domingo (1940); Plenitud de España (1945); Literary currents in Hispanic America (1945); Historia de la cultura en la América Hispánica (1947); La utopía de América; Estudios mexicanos; Antología clásica de la literatura argentina (en colaboración con Jorge Luis Borges); escribe en la Historia de la Nación Argentina, dirigida por Ricardo Levene, el capítulo «Cultura española de la Edad Media desde Alfonso el Sabio hasta los Reyes Católicos». Siempre siente atracción por los temas filológicos; lo corroboran sus trabajos sobre «El idioma español y la historia política en Santo Domingo» y el ya citado «Sobre el problema del andalucismo dialectal en América». Sabe que la lengua une a los hombres de Hispanoamérica; es la savia de su cultura y de su identidad, y a su estudio se entrega con sumo orden, sin improvisaciones ni erudición superficial. Cuando habla de su escritura, dice: «Siempre he escrito suficientemente despacio para trabajar tanto la forma como la idea. […] mi procedimiento es pensar cada frase al escribirla, y escribirla lentamente; poco es lo que corrijo después de escrito ya un artículo… En cuanto a las ideas, también es necesario pensarlas muy cuidadosamente antes de escribir; sobre todo, ninguna idea incidental enunciarla de prisa porque es incidental»[14]. José Vasconcelos Calderón asegura que su prosa conlleva «la luz y el ritmo que norman su espíritu»[15].

El doctor Bruno Rosario Candelier, director de la Academia Dominicana de la Lengua, considera que Henríquez Ureña escribe «para edificar»[16]. Creemos que este es un verbo muy significativo en la ruta intelectual del escritor, pues anhela refundar América como patria de la justicia y de los valores que sostienen la integridad moral de las personas.

A pesar de sus valiosas obras y de su hacer sin descanso —Alfonso Reyes llega a preguntarle si sigue pensando mientras duerme—, Henríquez Ureña se queja de que ha trabajado poco y de que no ha escrito lo que hubiera querido, es decir, cuentos, novelas, dramas. No publica novelas o dramas, pero sí cuentos: Los cuentos de la Nana Lupe (Universidad Autónoma de México); «Éramos cuatro…» y «El hombre que era perro», en Caras y Caretas (Buenos Aires, 8 de agosto y 9 de septiembre de 1925, respectivamente); «El peso falso» y «La sombra», en el diario La Nación (Buenos Aires, 12 de julio y 30 de agosto de 1936, respectivamente).

Es invitado por el Gobierno dominicano para ocupar la Superintendencia General de Educación de Santo Domingo y hacia fines de 1931 viaja a su patria. No obstante, continúa ligado a la Argentina, donde se le concede licencia en sus cátedras. Al año siguiente, la Universidad de Puerto Rico le otorga el título de Doctor honoris causa. Finalmente, no tolera la situación política de su país y deja su cargo. Viaja a Francia, donde su padre es ministro plenipotenciario por la República Dominicana, y regresa a Buenos Aires para reanudar sus actividades docentes. Sin duda, las horas que les consagra con generosidad a sus alumnos le impiden dar vuelo a su imaginación. Sin embargo, no siente que pierde el tiempo, pues, entre ellos, puede haber un futuro escritor. Entonces, debe acompañarlo, ayudarlo, guiarlo. Don Pedro corrige «la ignorancia», denuncia «la barbarie», compadece «la mediocridad» y odia «la demagogia»[17]. Devoto incondicional de la cultura, sabe que solo la educación salva a los pueblos. Por eso, dice: «… la sinceridad y la perseverancia de nuestra dedicación nos permitirán guiar por nuestros caminos a otros, de quienes no nos desplacería ver que con el tiempo se nos adelantasen»[18].

Nunca logra obtener cátedras titulares porque se niega a renunciar a su ciudadanía dominicana, gesto que lo enaltece. Sin duda, ese no es un obstáculo, ya que su verdadero objetivo es trabajar siempre con apasionada consagración. Como reconocimiento a su valía intelectual, el 5 de abril de 1934, la Academia Argentina de Letras lo designa académico correspondiente en representación de la República Dominicana.

Colabora con el diario La Nación y forma parte del equipo de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Al centenario de su nacimiento, Sur le dedica el número 355 con estudios de Enrique Anderson Imbert, Ana María Barrenechea, Emilio Carilla, Raúl H. Castagnino, Emilia de Zuleta, Enrique Zuleta Álvarez y otros. Destacamos un párrafo del doctor Zuleta Álvarez: «… el brillo del cumplido esfuerzo literario ha estado permanentemente acompañado por la lección moral, por la intención de que la obra de cátedra y la página escrita estuvieran al servicio del perfeccionamiento ético y espiritual del hombre de América»[19].

Dice José Blanco Amor que ha sido «el más grande utopista que tuvo la América hispana, tierra de utopistas delirantes. […] fue utopista por vocación y por rigor de estudioso»[20]. Don Pedro cree en la cultura del esfuerzo y del sacrificio, y en los bienes que proporciona el trabajo sin pausa, sobre todo, el trabajo de saber, que es su descanso. Aspira a una «eutopía», es decir, a la construcción de un buen lugar, de un lugar mejor que los existentes, donde la riqueza material no ahogue la vida espiritual, y cree —según Enrique Anderson Imbert, uno de sus destacados alumnos— «que el ansia de perfección vale como norma tanto para la actividad cultural como para la acción política»[21]. Además, se distingue «por la rara combinación de rigor intelectual y accesibilidad al diálogo»[22]. Alfonso Reyes, quien lo llama el «testigo insobornable», dice que Henríquez Ureña enseña «a oír, a pensar», y suscita «una verdadera reforma en la cultura…»[23], y Jorge Luis Borges afirma que «su memoria era un precioso museo de las literaturas»[24]; tenía la impresión de que ya había leído todo. Sus alumnos aprenden oyéndolo conversar[25] y viven con el ejemplo constante, cotidiano, de su conducta intachable. A ellos los instruye acerca de que «el ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que solo aspira a su propia perfección intelectual»[26].

Continúa trabajando como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires; en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad Nacional de La Plata; en el Colegio Nacional Rafael Hernández, de la Universidad de La Plata, y en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires. También, con Amado Alonso, en el Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras, donde tiene a su cargo la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, y es asesor de varias editoriales, entre ellas, Losada, donde dirige la colección «Cien obras maestras de la literatura y el pensamiento universal». En 1939, Amado Alonso publica en Buenos Aires la Revista de Filología Hispánica, de la que Henríquez Ureña es asiduo colaborador.

En 1940, viaja a los Estados Unidos. En la Universidad de Harvard, dicta ocho conferencias en inglés, en la cátedra Charles Eliot Norton, en el Fogg Museum of Art. En 1945, aparecen en las Literary Currents in Hispanic America, que, en 1949, son traducidas al español por Joaquín Díez-Canedo para la editorial Fondo de Cultura Económica: «Mi propósito —dice Henríquez Ureña— ha sido seguir las corrientes relacionadas con la “busca de nuestra expresión”»[27].  Escribe al respecto Emilia de Zuleta: «Si asombra la prodigiosa erudición contenida en esta obra, más admirable aún es la originalidad y la precisión del método en cuya diacronía va integrándose, por planos sincrónicos, con los pertinentes ajustes y correcciones, la literatura peninsular»[28]. En 1941, regresa a Buenos Aires y publica sus trabajos sobre «Literatura de Santo Domingo y Puerto Rico» y «Literatura de la América Central» en la Historia universal de la literatura, dirigida por Santiago Prampolini[29]. En 1944, «dirige el primer trabajo de sociología empírica de la literatura elaborado por Dora Gumpel y Mario Muñoz Guilmar: “La literatura en los periódicos argentinos”»[30].

A pesar de desencantos y fatigas, siempre lo guía la templanza y un anhelo de armonía que vierte en cada uno de sus actos, en cada obra, en cada palabra, pero el tiempo y la vida intensa nos lo arrebatan. Le confía a Luis Alberto Sánchez que el corazón le da, a veces, ciertos malestares; «cuenta [Sánchez] que, la última vez que lo encontró, «estaba enflaquecido y pálido. Trabajaba como galeote. […]. Todo lo suyo fue a corre-vuela, siendo él, sin duda, hombre de sosiego, de ahondamiento, de comprobaciones reiteradas»»[31].

Víctima de un síncope cardíaco, don Pedro fallece el 11 de mayo de 1946 en el tren que lo lleva de Buenos Aires a La Plata para cumplir con sus obligaciones de docente universitario. El filólogo, traductor y crítico literario argentino Augusto Cortina narra de esta manera sus últimos momentos: «Eran las 15 y 15. Don Pedro llegó, como de costumbre, al minuto. Antes de sentarse a mi lado, colocó su sombrero en la repisa del tren. Me dijo: “¿Quiere que coloque el suyo?”. Y la acción siguió a la palabra. Tomó asiento tranquilamente. “¿Cómo le va?”, le pregunté. Entonces, se llevó la frente al dorso de la diestra semicerrada y se desplomó a mi lado. Lo miré sorprendido: pensaba que, antes que otras veces, se proponía dormir un rato. Advertí entonces su rostro ligeramente descompuesto. Después, por cortos momentos, un leve ronquido». Una muerte sin agonía, silenciosa, serena, abrazado a sus libros; quizá, una forma de la felicidad. Así quiso dejarnos, como cayendo en un profundo sueño. En El oro de los tigres, Jorge Luis Borges  recrea admirablemente ese instante: «En la oscuridad el sueño le dijo: Hará una cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación del Anónimo Sevillano[32] Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta. […], el diálogo era profético»[33].

Es sepultado en Buenos Aires, pero, al cabo de treinta y cinco años, sus restos son repatriados a Santo Domingo (República Dominicana) e inhumados en la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, junto al sepulcro de su madre[34], en el Panteón de la Patria[35].

Dice el investigador argentino Emilio Carilla que, cuando escribe sobre Henríquez Ureña, no puede imaginarlo muerto: «Para mí será siempre el seguro guía, la palabra amable, el espíritu amplio, que cumple su misión en Buenos Aires y a quien visito en cada viaje»[36]. Cuando la Universidad Nacional de La Plata decide rendir homenaje a su memoria, destaca su papel de artífice del acercamiento cultural entre la República Argentina y la República Dominicana.

Los que no lo conocimos gozamos hoy, a través de sus obras, de su prédica ejemplar, de su magisterio, de su digna erudición, de su irrenunciable vocación de servicio, que demuestra durante los veintidós años que vive en la Argentina para gloria de la cultura argentina. Coincidimos con el escritor Roy Bartholomew, alumno del maestro, en que «don Pedro nunca presidió nada»; simplemente los presidía a todos y, hoy que nos hermana, continúa presidiéndonos.

 

ALICIA MARÍA ZORRILLA

Academia Argentina de Letras

[1] Antes del fin. Memorias, Buenos Aires, Seix Barral, 1998, p. 47.

[2] <https://www.camagueycuba.org/cienpoesias/35.html> [Consulta: 11 de septiembre de 2021].

[3]  «El amigo argentino», Dos apuntes argentinos, Obra crítica, Primera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 301.

[4] Pedro Henríquez Ureña y la Argentina, Santo Domingo, República Dominicana, Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1994, p. 30.

[5] Ibidem, p. 32.

[6] Ibidem, p. 34.

[7] La utopía de América, Caracas, Biblioteca Fundación Ayacucho, 1978, p. 6.

[8] Pedro HENRÍQUEZ UREÑA, «Vida y obra de Pedro Henríquez Ureña», La utopía de América, p. 480. Destacamos entre comillas los conceptos de José Enrique Rodó.

[9] Pedro HENRÍQUEZ UREÑA, «Vida y obra de Pedro Henríquez Ureña», La utopía de América, p. 475.

[10] Citado por Roy Bartholomew en su artículo «Nuevo adiós a don Pedro», La Nación, Buenos Aires, domingo 3 de mayo de 1981.

[11] Ibidem.

[12] «Encuentros con Pedro Henríquez Ureña», Revista Iberoamericana, XXI, 1956, p. 55 (Citado por María Teresa Barbadillo de la Fuente, art. cit., p. 597).

[13] Aparecen en 1930, en la Revista de Filología Española.

[14] «Vida y obra de Pedro Henríquez Ureña», La utopía de América, ed. cit., p. 480.

[15] Ibidem, p. 481.

[16] Boletín de la Academia Argentina de Letras, Vol. LXXII, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 2007, p. 495.

[17] Enrique ANDERSON IMBERT, «La filosofía de Pedro Henríquez Ureña», Sur. Pedro Henríquez Ureña 1884-1946. Centenario de su nacimiento, Buenos Aires, N.º 355, julio-diciembre de 1984, p. 19.

[18] «La cultura de las humanidades», Obra crítica, Primera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 597.

[19] Sur. Pedro Henríquez Ureña. 1884-1946. Centenario de su nacimiento, Buenos Aires, julio-diciembre 1984, p. 183.

[20] «Pedro Henríquez Ureña y la “magna patria”», La Prensa, Buenos Aires, domingo 8 de junio de 1980.

[21] «De la estirpe americana de los patriarcas», La Nación, Buenos Aires, 31 de mayo de 1981.

[22] Ibidem.

[23] Pasado inmediato y otros ensayos, México, El Colegio de México, 1941, p. 34.

[24] «Prólogo. Pedro Henríquez Ureña», Obra crítica, Primera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. VIII.

[25] Le escribe a Rafael Alberto Arrieta: «Creo que voy acercándome (al menos eso procuro) a escribir en el tono de la conversación y aspiro a que mis artículos —mientras no puedan ser sustanciales— sean conversaciones con amigos» («Vida y obra de Pedro Henríquez Ureña», La utopía de América, ed. cit.,

  1. 487).

[26] Ibidem, p. 488.

[27] Las corrientes literarias en la América Hispánica, Tercera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1969, p. 8.

[28] Sur. Pedro Henríquez Ureña. 1884-1946. Centenario de su nacimiento, ed. cit., p. 169.

[29] Rafael GUTIÉRREZ GIRARDOT, «Pedro Henríquez Ureña», Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina, Caracas, Monte Ávila Editores, 1995, p. 2195.

[30] Ibidem.

[31] Citado por María Teresa Barbadillo de la Fuente, «Reencuentro con Pedro Henríquez Ureña» [en línea]. <https://cvc.cervantes.es/literatura/cauce/pdf/cauce14-15/cauce14-15_32.pdf> [Consulta:

22 de septiembre de 2021].

[32] Se refiere a la Epístola moral, atribuida a Andrés Fernández de Andrada (1575-1648).

[33] Buenos Aires, EMECÉ, 1972, p. 133. Dice Borges que él «había citado una página de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana, temerosa de que el alma del hombre tuviera que comparecer bruscamente ante el Divino Tribunal, cargada de culpas» («Pedro Henríquez Ureña», Obra crítica, ed. cit., p. 9).

[34] Oscar Hermes VILLORDO (coord.), «Pedro Henríquez Ureña. Repatriación de sus restos», La Nación, Buenos Aires, 26 de octubre de 1980.

[35] La urna con sus restos mortales llevaba la Orden de Mérito de Duarte, Sánchez y Mella en el Grado de Gran Cruz Placa de Plata, que es la principal distinción concedida por el Gobierno de la República Dominicana.

[36] «Henríquez Ureña y nosotros», La Nación, Buenos Aires, agosto de 1947.

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