Papel y responsabilidad del maestro de lengua española

Por Tobías Rodríguez Molina

 

La palabra “didáctica” proviene etimológicamente del término adjetival griego “didactikos-a-on”, que traducido al español significa “lo referente a la enseñanza.”

En sentido general, se puede definir la Didáctica como “la ciencia de la enseñanza”. Y esa puede ser una definición de Didáctica General al igual que esta otra: “Es la ciencia que ofrece normas generales que conducen a avivar las ideas o a comunicarlas al alumno.”

También podemos hacer alusión a una definición de Didáctica Especial sobre la cual diríamos que es “aquella que trata de las normas referentes a la enseñanza de una materia en particular.”

En ese sentido podemos hablar de la Didáctica Especial de la Lengua Española como “la didáctica que trata de las normas referentes a la enseñanza de la lengua o idioma español.”

Para dejar bien aclarado lo que puede entenderse por enseñanza de la lengua, examinemos lo que es el aprendizaje de la lengua, pues debe quedar claro que esas son dos realidades distintas.

El hombre, ser social por naturaleza, nace, crece, se desarrolla en una comunidad que habla una lengua. Esa comunidad le transmite al hombre, en  forma espontánea, esa lengua de su comunidad. Es decir, el hombre la recibe sin ser sometido a un entrenamiento o sistema de enseñanza y sin hacer un esfuerzo consciente de su parte.

Al llegar a este punto, debemos aclarar que es posible que la comunidad conozca algunos principios escolarizados que guíen en algo la marcha de ese aprendizaje, aunque los que los conozcamos les hagamos poco caso. Nos referimos fundamentalmente al principio sicológico-didáctico que dice que “no se deben repetir al niño las palabras y construcciones gramaticales  como él las dice, sino en su forma correcta”. La razón por la cual eso debe evitarse es evidente: si las repetimos igual que él, le estamos infundiendo formas incorrectas y le retardamos, por el refuerzo negativo, el aprendizaje de las correctas.

Por otra parte, nos damos cuenta de que  el aprendizaje espontáneo, al estar limitado a la lengua oral matizada con las imperfecciones lingüísticas que generalmente posee la comunidad de hablantes,  no le basta al hombre para conocer, usar y dominar adecuadamente la lengua. Por eso tratamos de mejorar ese aprendizaje, el cual es resultado de una labor escolarizada. Esto es, es producto de la enseñanza escolarizada de la lengua, siendo la escuela la institución a la que la comunidad le ha encomendado esa trascendental tarea.

La escuela tiene, para llevar a cabo esa labor, a los maestros, que son el complemento insustituible del aprendizaje de la lengua. Ellos son los agentes responsables de que los hombres conozcan, usen y dominen adecuadamente la lengua nacional.

A continuación pasaremos a ver la responsabilidad del maestro en su labor de la enseñanza de la lengua.

Si el maestro de lengua española tiene como misión lograr que los miembros de la comunidad conozcan, usen y dominen adecuadamente la lengua, nos damos cuenta de que la responsabilidad en esa tarea es enorme, crucial.

Claro está que a la escuela le toca una gran cuota de responsabilidad para el logro del aprendizaje de la lengua, ya que ella debe lanzar a la docencia a maestros bien preparados en el área de español. Además, la escuela debe crear óptimas condiciones físicas, materiales y espirituales y orientar y vigilar la enseñanza de la lengua.

Pero la responsabilidad más inmediata la tiene el maestro, pues es él quien tiene que vérsela cara a cara con el alumno  y con  sus dificultades, inquietudes  y problemática social y comunitaria concreta.

Es por eso que el maestro debe estar adornado de un conjunto de cualidades sin las cuales su labor quedaría reducida grandemente.

Veamos algunas de esas cualidades:

  1. Querer su profesión. Es decir, estar enamorado de su profesión de maestro; sentirse a gusto en la profesión de maestro de lengua española. Este es el requisito número uno en cualquier profesión existente, y sin el cual los demás requisitos tendrían poco sentido.
  2. Poseer condiciones físicas y humanas suficientes para llevar a cabo su trabajo. Este requisito pide, entre otras cosas, que el maestro tenga salud física y mental; además, espíritu de sacrificio, paciencia y buen trato, en un grado tal que le permitan cumplir eficientemente su ardua y delicada labor.
  3. Conocer bien la lengua que enseña. Si ese es el objeto de su enseñanza, se sobreentiende que tiene que conocerla adecuadamente. Pero no solamente conocerla en un plano puramente teórico, libresco. No. También encierra el término “conocer” la idea de buen uso, oral y escrito, de la lengua.
  4. Conocer y dominar el arte o didáctica de la lengua. Es decir, el maestro debe saber adecuar el contenido y los métodos al nivel intelectual de los alumnos. ¿De qué servirían los alimentos si no supiéramos cómo se preparan y se comen? Algo así pasaría con los conocimientos de la lengua. No basta con poseerlos; hay que saber transmitirlos a los demás de forma que los asimilen.

Creo que amerita que ampliemos lo que dijimos anteriormente sobre la necesidad de que el maestro conozca bien la lengua que enseña.

La finalidad del aprendizaje y la enseñanza de la lengua es lograr un desenvolvimiento adecuado, de parte del usuario de la lengua, para que pueda recibir y llevar a los demás la información deseada en cada situación lingüística.

Ahora bien, el dominio de la lengua, como vimos antes, no se adquiere espontáneamente en su totalidad. Se hace necesario, para mejorar esa adquisición, un proceso de entrenamiento, el cual precisa del concurso del hablante.

Ese proceso tiene, para cualquier hablante “culto”, y mucho más para el maestro, tres niveles básicos:

  1. Lectura constante de diferentes obras escritas;
  2. Sometimiento activo a un proceso continuo de conocimiento de la lengua; y
  3. Recibir la influencia, mediante consulta, conversación, etc., de hablantes distinguidos o de renombre. Esto así, ya que el ideal lingüístico es “conocer la lengua y usarla como lo hace el hablante culto.”

Si “nadie da lo que no tiene”, el maestro de lengua española debe tener lo que tiene que dar.

Ahora bien, si el maestro de lengua española debe llevar a sus alumnos hacia el ideal lingüístico, es decir, al uso de la forma culta, ¿cómo enfrentará él  el caso de alumnos cuya lengua sea, por ejemplo, la dialectal cibaeña o sureña? ¿ Tomará una postura de censura o de aceptación?

Lo primero que tenemos que tener completamente claro es si un dialecto goza de sanción social positiva o negativa. En el caso del dialecto cibaeño, es fácil constatar que nuestra sociedad lo sanciona en forma negativa. El argumento demostrativo pude estar en muchos de nosotros, que una vez fuimos hablantes “cibaeños” y hoy  somos hablantes “cultos”.

Por tanto, frente a una forma lingüística que no goza de sanción social positiva, el maestro debe enseñar, transmitir, la forma general que puedan entender todos los hablantes de la comunidad nacional e internacional que conozca la lengua de que se trate.

Además, ya la lengua regional la sabe el alumno y le damos más, lo enriquecemos más, en el aspecto cultural y lingüístico, si le transmitimos la lengua general o culta.

El problema que se le plantea al maestro es cómo va a lograr llevar a los alumnos de su dialecto natural, que lo marca tan  intensamente, a un nuevo dialecto, el dialecto culto o forma lingüística empleada por los integrantes  del nivel  sociocultural más elevado de la comunidad.

En esa labor, el maestro, lejos de insultar o ridiculizar al alumno que todavía no domina la forma lingüística que algún día dominará, debe saber que el proceso de asimilación de ese nuevo dialecto será largo y no se deben violentar las etapas.

Debe, por lo tanto, orientar al alumno  con sumo cuidado y paulatinamente. El paso por las diferentes etapas escolares y por las exigencias que le van imponiendo al alumno  sus responsabilidades sociales y profesionales tendrán la última palabra.

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