Mística del logos en Karol Wojtyla: la teología poética del mitrado polaco
Por Bruno Rosario Candelier
A
Nicolás de Jesús Cardenal López Rodríguez,
Pastor amado de nuestra grey católica.
Las aguas de los ríos manan hacia abajo;
el torrente del lenguaje monta hacia la cima.
(Karol Wojtyla)
Si decimos que el Papa Juan Pablo II estaba dotado de una elevada sensibilidad espiritual nos parece natural en virtud de la alta categoría inherente a su dignidad eclesiástica, pero si añadimos que ese carismático Sumo Pontífice de la Iglesia Católica era también poeta, comprendemos su gran sabiduría, pero si agregamos que a su condición sacerdotal y poética se sumaba la dotación mística de su sensibilidad trascendente, entonces la admiración es mayor por la conjunción de tan valiosos atributos en ese excelso mitrado.
En efecto, el Santo Padre que dirigió los destinos de los católicos durante más de un cuarto de siglo, se distinguió como uno de los grandes poetas místicos europeos del siglo XX. Su nombre de pila era Karol Wojtyla, oriundo de Polonia, donde nació, creció y se desarrolló intelectual y espiritualmente. El lírico polaco es un poeta iluminado del siglo XX, con un singular magisterio espiritual que se suma a su inmensa sabiduría mística.
Teólogo de la esperanza y teopoeta de la espiritualidad católica, Karol Wojtyla tuvo, además de su luminosa vocación sacerdotal, una sólida inclinación literaria y una honda sensibilidad mística, dones que cultivó en armonía con su consagración religiosa, sus estudios eclesiásticos y su devoción cristiana. Se graduó en filosofía y letras con una tesis doctoral sobre el pensamiento teológico de san Juan de la Cruz, de quien era particularmente devoto y a quien consagró, cuando fue el Sumo Pontífice de Roma, como el Santo Protector de los Poetas. La poesía era su género predilecto, que compartió con el ensayo, el teatro, las encíclicas y la oratoria. Este ilustre mitrado poeta cultivó la lírica mística con un alto sentido de la belleza y el sentido.
Se sabe que la lírica y la mística confluyen armoniosamente en la más alta cima de la creación humana, pues la poesía no es solo un conocimiento intuitivo de la realidad, sino una vía excelsa para canalizar y potenciar la dimensión espiritual de lo viviente. La mística no entraña solo la búsqueda de lo divino, sino un sentimiento de comunión espiritual con lo viviente en atención a la vocación de ternura y piedad que inunda el alma de los contemplativos. De ahí la pureza y la fascinación de la lírica mística.
El poeta va más allá de la realidad sensorial cuando alcanza, mediante la intuición del sentido, la esencia de las cosas, el valor permanente de criaturas y fenómenos o el alcance de lo divino mismo. La mística es un don, o una gracia, que se suma al talento poético, razón por la cual la poesía y la mística responden, en su contacto con lo trascendente, a una motivación singular y a una búsqueda, en la que el poeta y el místico coinciden en esa tarea luminosa de la literatura.
La búsqueda de la belleza sensorial y, más aún, de la belleza sutil forma parte de las apelaciones de la sensibilidad trascendente que mueve la curiosidad del poeta a expresar lo que concita la onda sublime en su hondura interior. En tal virtud, la búsqueda del poeta y la búsqueda del místico confluyen en un punto de encuentro en esa vertiente de la creatividad que comprende la lírica mística.
La belleza del mundo o el esplendor de la Creación se asumen, según la tradición mística, como una emanación de lo divino. Por eso la poesía es también una vía «hacia el conocimiento de lo Absoluto», como dijera Emilio Orozco (1). Si la poesía propicia un vínculo con la cantera infinita, mucho más la mística, que cifra en el sentimiento de lo divino su razón y su sentido. Más aún, los místicos enfatizan la vinculación amorosa y en todas las cosas exaltan la dimensión espiritual, interna y mística de lo viviente en atención a su anhelo mayor, que es la unión con Dios. La poesía de Karol Wojtyla centra su atención en lo divino.
En atención a ese objetivo espiritual y estético, tres facetas concitan la sensibilidad mística del mitrado polaco: la realidad natural en su dimensión cósmica; la realidad existencial en su faceta humanizada; y la realidad trascendente en su faceta espiritual (Poemas, p. 23): “En la oscuridad hay tanta luz/ como vida en la rosa abierta”.
El sentido místico de lo viviente
En su “Cántico al esplendor del agua”, Karol Wojtyla asume el encanto de la Creación como expresión de lo divino. Este hermoso poema integra en su composición el fulgor expresivo de la belleza sensorial, la mirada amorosa del sujeto lírico y el sentimiento de lo divino ante el elemento de la Creación:
Mira las escamas argénteas del agua.
En su hondura el pozo se estremece
como la niña del ojo
cuando la imagen surge en ella.
Si el reflejo de las hojas
en la superficie del agua
toca tu rostro,
te lava las ojeras del cansancio.
Lejos está todavía el manantial.
Esos ojos cansados y ojerosos
me dicen que las aguas sombrías de la noche
rebosando están en las palabras de tu plegaria.
(Secas están nuestras almas, muy secas).
Pero la claridad del pozo palpita en tus lágrimas,
que un hálito de ensueños
-piensan los pasajeros-
habrá hecho brotar del corazón.
Este singular poema está inspirado en el pasaje bíblico de la samaritana (Jn 4, 13) cuando Jesús, aludiendo al agua que puede saciar la sed del alma, si la toma jamás vuelve a sentir sed. El poeta sabe que vivimos en “las aguas sombrías de la noche” y están “secas nuestras almas”, mientras llegamos al brocal del pozo de Siquem.
En su exploración profunda, el poeta ausculta la profundidad del alma humana en busca de lo que anhela la conciencia sutil. Advierte la sed que el agua no mitiga. Y la presencia de un manantial con agua de vida, el agua de vida eterna:
Nadie se atrevería a mirar como Él,
ni a ver, de esa manera, en sí mismo.
¡Qué distinto es su modo de conocer!
Apenas levantaba los ojos,
pero ¡qué plenitud de conocimiento!
Su rostro era como la luz del agua en el pozo:
Un espejo…, como el pozo…,
luminiscencia profunda…
A través de sus ojos escrutaba el resplandor del pozo profundo que su mirada irradiaba. Y la samaritana, atenazada por ese fulgor irresistible, siente la magia de una llama infinita que la embriaga bajo la lumbre de una presencia sutil:
Aquel pozo me ha unido contigo,
me ha sumergido en tu persona.
Nada había entre nosotros, nada,
sino la profunda claridad que tiembla
como una pupila limpia,
Engastada en la órbita de piedras del brocal
la claridad me sumergió en tus ojos
y me ha encerrado en ellos.
En su expresión traslaticia y simbólica el poeta alude a sombra, cansancio y vacío para referirse a un modo de existencia distante del auténtico sentido de la vida que reclama el alma en su ruta hacia lo Eterno. Y sugiere una vía adecuada hacia la armonía que da gozo:
Tarde o temprano,
he de reconocer que me has quitado
un peso, a la medida
de mi cansancio y mis esfuerzos
por conseguir una partícula de esa armonía
tan sencilla que Tú posees sin agobio…
¡Y que es infinita!
Entonces la persona vuelve al pozo profundo en cuyo haz del agua brilla el fulgor de sus pupilas infinitas. De repente, el emisor de estos versos experimentó una iluminación. Misteriosamente, hay vivencias que iluminan y transforman. La vivencia de la mística entraña una iluminación y, los escogidos por la gracia divina, experimentan la más alta experiencia transformante en el hondón de su sensibilidad profunda. El poeta polaco así lo revela cuando dice que “en el reflejo de este pozo se me ha dado/ una experiencia como nunca tuve”:
El brillo de la hondura de este pozo,
del que vine mi cántaro a llenar,
ha tiempo que se iba pegando
a mis pupilas…
En el reflejo de este pozo se me ha dado
una experiencia como nunca tuve,
y he descubierto así
mi gran vacío (2).
La actitud trascendente ante la vida y la muerte
Con el poema «La madre», que constituye un canto a la vida en alabanza divina, vamos a ilustrar otra vertiente en la lírica de Karol Wojtyla. El poema subraya la sensación que siente la mujer cuando está a la espera de la criatura que se gesta en sus entrañas. El poeta Wojtyla, para lograr su propósito, asume el canto desde la perspectiva de la mujer, una manera de identificarse con el motivo de su inspiración, que es un procedimiento pautado por la lírica mística para alcanzar la compenetración sensorial, intelectual, afectiva, imaginativa y espiritual con la sustancia que asume el creador como materia de su creación. De esa forma puede el sujeto obtener no solo la comprensión del fenómeno sino la identificación empática, una manera de sentir y habitar lo contemplado. El poeta contempla la situación de la madre y se identifica con ella hasta sentir y expresarse como ella:
Mi lugar se aleja de mi memoria.
Mas no se extingue
el silencio de las callejuelas lejanas
en el espacio cristalino
reflejado en las limpias pupilas de luminoso zafiro.
Tengo cerca las palabras del niño
que levantan el silencio:
«Mamá, mamá».
Y luego, cual pájaro invisible,
cae al fondo de las mismas callejuelas.
De siempre retorno a los recuerdos,
que ensanchan
la vida y se alían desde el fondo
enriquecidos con un sentido inefable.
Entonces la voz de la criatura resuena con su eco sonoro en el fuero del ámbito materno, siempre dispuesto a potenciar el aliento de la sangre y la ternura para hacer de la existencia una canción, y de la canción, una oración fraguada con cada vivencia cotidiana. Es la forma de asumir la rutina de una mujer, como la de tantas que en el mundo hacen de lo simple la madeja existencial de su vida:
Son los días tranquilos, hijo mío,
de aquellas callejuelas
donde en el silencio protegía tu voz infantil.
Ahora oigo las palabras desde otra lejanía,
palabras que antes apenas murmurabas,
palabras que al intuir tu pensamiento
me penetran el alma.
Mediante la poesía crea el poeta una forma estética para ponderar el valor de la vida, la significación del mundo y la magnificencia del Padre de la Creación. La lírica mística es la más alta forma de expresión de tan excelsos atributos. El sentimiento místico se funda en el amor y el bien, como paso previo a la búsqueda de lo divino: «La mística es una tiniebla luminosa que se convierte en transparente esplendor en el alma a medida que se comprende la verdad» (3).
La persona que asume el rol de madre en este poema de Karol Wojtyla funda su verdad en la certeza de la criatura que gesta su vientre, medita en torno al derrotero del hijo y se asombra por el portentoso acontecimiento que es la vida, que contrasta con la muerte:
Toda la vida cabe en ese momento,
condensado en verbo,
convertido en mi carne,
alimentado con mi sangre,
llevando al éxtasis,
creciendo en mi corazón silencioso
cual el de un hombre recién nacido
sin que cesara el asombro ni la cotidiana tarea manual.
Este momento, al alcanzar su cumbre, sigue tan fresco,
te encuentro de nuevo y solo falta una lágrima
en mis párpados
en la que los rayos de las miradas
se funden en el aire frío
y el cansancio encuentre su luz y su sentido.
La expresión que pone el poeta en boca de la mujer, «creciendo en mi corazón silencioso», alude a la emoción con que contempla el milagro de la Creación. Al poeta lo subyuga la Creación del mundo y en esa contemplación pergeña la creación del lenguaje mediante el cual testimonia su visión luminosa al contemplar y plasmar una nueva realidad, la realidad estética y la realidad trascendente que su visión mística descubre. Habla de un “corazón silencioso”. El silencio es lo que se produce en el interior de la conciencia cuando contemplamos o escuchamos, cuando ponderamos la belleza y el sentido de cada cosa, fenómeno suceso o acontecimiento. El autor de «La madre» tomó el acontecimiento supremo de la vida que le tocó gestar a una mujer singular. Y lo convierte en motivo de reflexión lírica y simbólica sobre el acontecimiento cardinal de la existencia humana. El fenómeno de una vida singular le hace pensar el hecho mismo de la vida y en el Dador supremo de todo lo creado.
La mística tiene por objeto exaltar la verdad y la belleza del mundo como manifestación de la Verdad y la Belleza divina. En el poema, la mujer ve a través de la Luz que le deslumbra y le revela el misterio:
Una luz se filtraba lentamente
a través de los acontecimientos cotidianos
a que desde la misma infancia se acostumbran
mis ojos y manos de mujer,
y de pronto en estos mismos acontecimientos
brilla una luz tan intensa,
que se anudaron las manos mientras
las palabras perdían su lugar.
En aquella aldea, hijo mío, donde todos nos conocían,
me decías «Madre»,
y nadie quería penetrar en las maravillas diarias.
«Y nadie quería penetrar en las maravillas diarias«, dice la voz lírica para significar que pocos valoran el portento maravilloso de cada criatura viviente, de los elementos y las cosas, de toda la Creación. A través del talante femenino el poeta fija su atención en el sentido de los hechos. Valora una señal, la que revelan fenómenos y cosas, y sabe que de nuestro interior profundo mana un río amoroso, que es efluvio de lo divino. A medida que establecemos un contacto con las cosas y, sobre todo, a medida que calamos el sentido trascendente, se despierta la conciencia espiritual con la gestación del sentido estético, el sentido cósmico y el sentido místico, que nos enseñan a sentir y ponderar la dimensión genuina de criaturas, fenómenos y cosas. La persona lírica expresa esa conciencia al sentir lo que sacude su sensibilidad profunda:
Sabía que la luz
que acompañaba aquellos acontecimientos
como chispa oculta bajo la corteza de los días,
y que esta luz que no salía de mi cuerpo,
que te he sentido más mío en la luz y en el silencio,
que antes cuando te sentía
en mi carne y en mi sangre.
Con el convencimiento de que somos partícipes de una esencia trascendente, desarrollamos una nueva conciencia y, a partir de su gestación, comenzamos a ver lo que antes no veíamos. “Ver un mundo en un grano de arena”, atribuía William Blake a la mirada profunda de los poetas místicos. Si el amor es el sentimiento que permite aquilatar el valor de lo existente, la mística es la luz que alumbra la valoración de lo divino. El creador de «La madre» tenía conciencia de lo que despierta esa sensibilidad profunda y así se evidencia no solo en los subtítulos con que Wojtyla divide y organiza la estructura del poema, sino en los planteamientos y reflexiones que fluyen a través de sus intuiciones líricas, estéticas y místicas:
Las madres saben los instantes en los que el misterio
humano despierta un reflejo
de la luz en sus pupilas,
que parece tocar el corazón con la mirada apenas.
Sé de estas lucecitas que pasaron
sin despertar ningún eco
y dura lo que dura un pensamiento.
Hijo mío, complicado y grande, hijo sencillo,
conmigo te acostumbraste a pensamientos comunes
a todos los hombres
y, a la sombra de estas ideas,
espera la profunda voz del corazón
que en cada persona suena de manera distinta.
«La profunda voz del corazón«, a la que alude el mitrado poeta, es el lenguaje del yo profundo en su vínculo con lo Eterno. El hombre, en contacto consigo mismo, descubre el lenguaje de su interioridad y siente el eco de las cosas y expresa esa dimensión de lo viviente. En comunión con lo existente se le revela el sentido místico del mundo. La intuición de lo profundo, en su hondo misterio, culmina en la conciencia de lo Absoluto.
En la segunda parte del poema, titulado «Imploración de Juan», advertimos que la madre que se alude en el poema no es la madre común, la que puede encarnar cualquier mujer, sino la singular mujer que en función de Madre acunó en su regazo al Hijo del Hombre. Juan, el discípulo amado, el que acompañó a María en su momento estelar, asume el discurso poético para dirigirse a la Madre dolorosa:
Yo soy Juan el pescador,
merezco poco que me amen.
Todavía lo recuerdo a orillas del lago
con la menuda arena bajo mis pies,
cuando de repente, Él.
No podrás recoger este misterio en mí,
pero dulcemente yo estaré en tus pensamientos
como una hoja de mirto.
Que pueda decirte Madre, como Él lo quiso,
te ruego que no toques en nada esa palabra,
en verdad no es fácil medir su hondura,
cuyo sentido para ambos fue inspirada por Él,
para que en Él encuentre cobijo
todo nuestro amor ancestral.
La mística tiene como meta orillar el camino hacia la trascendencia para alcanzar la unión con Dios mediante el amor que concita unión y vivencia de lo sagrado: «Los místicos auténticos buscaron y buscan ese amor trascendente, esa realidad última, sin preocuparse de lo que experimentaban o de si lo experimentaban. Mística es igual a unidad y lo que une verdaderamente es el amor», escribió Ros García (4). En «La madre» el poeta Karol Wojtyla habla por Juan y dice:
¿Dónde está este espacio:
en el murmullo de mis labios,
en los pensamientos, en la mirada,
en el recuerdo o, tal vez, en el pan?
Se ha perdido entre tus brazos, con la cabecita
apoyada en tu hombro,
porque este espacio ha quedado en ti
y de ti procede.
Se trata de la unidad de lo viviente, como postula la conciencia mística, con una amorosa unidad con lo viviente, como sugiere la misma ley de la naturaleza, pues todo en ella tiende a la unificación y la armonía. La mística busca la unión, y el místico ha de ser un ente de comprensión y unificación. Esa unión la sintió amorosamente el apóstol Juan cuando se une a la Madre antes, durante y después del momento supremo de la crucifixión de Jesús:
Nunca se ve el vacío.
Nuestra unión es tan intensa
que, cuando con dedos temblorosos
partía el pan para ofrecerlo a la Madre,
me he quedado un momento atónito,
al ver toda la verdad
en una lágrima que asomaba en sus ojos.
Es una conciencia de amor, de integración, de participación y con ella una actitud y una vivencia, una compenetración e identificación. Desde su propia conciencia, que es una conciencia mística, el poeta contempla, medita y escribe. El poema que comentamos revela que Karol Wojtyla vivió intensamente ese proceso estético y místico. Así se aprecia en la tercera y última parte de «La Madre», mediante una vivencia entrañable, tan cara a la lírica mística. Esa vivencia concita la fe en sí mismo, en el propio talento creador y la fe en la trascendencia. El poeta místico se siente vinculado a lo existente y sabe que encarna una porción de la Totalidad. Mediante la unión con lo existente concita una ternura cósmica y una empatía universal. En tanto creador, capta y escribe, mediante la fe en su quehacer que alienta la expresión como testimonio de su percepción y valoración de lo viviente. La madre toma conciencia de su rol y expresa:
No me conocí hasta encontrarme en la canción.
Andaba entre la gente
sin saber separar sus penas
de mis simples actos,
de mis pensamientos de mujer,
expresados a voces.
El lenguaje canaliza los acentos, los recursos compositivos, el tono y el ritmo como medio de expresión del canto, la forma más alta y más reveladora del sentimiento lírico. De ahí que los místicos, cuando rebosan de emoción o júbilo, cantan y, con su canto, entonan una expresión de amor, una emanación jocunda y jubilosa, una oración lírica y mística. Cantan la belleza de la Creación y a su través la bondad del Creador con la exultación y el gozo que concitan su emoción y su entusiasmo:
Y cuando el canto estalló
como una campana sonora,
he percibido que estas palabras
te sacaban del refugio,
ha de contenerse como luz profundamente
dentro del pensamiento.
La Madre está consciente de que se halla en su momento dramático, culminante y desgarrador. Valora el dolor que la embarga y la traspasa. Y ofrece ese dolor como sacrificio de comunión y entrega:
Nunca cesará en mí tu recogimiento.
Me levanto hacia ti, que serás parte de mí misma.
Silenciosa como un río de agua trasparente,
con mi cuerpo dejado vendrán los discípulos,
hallarán que mi corazón ha dejado de latir.
No dependerá mi vida de la balanza de mi sangre
ni huirá el camino bajo mis pies cansados,
en mis apagados ojos lucirá un tiempo nuevo.
Él será el huésped de mi corazón
y eternamente me colmará la delicia.
Figuran en estas estrofas el lenguaje poético de la lírica mística, que fraguan la creación con los recursos compositivos de la invención retórica, como antítesis, paradojas, hipérboles, imágenes y símbolos, formas expresivas que enlazan lo natural con lo sobrenatural y hacen sensible una visión de lo trascendente. La sensibilidad lírica del místico conecta con la dimensión sobrenatural de la realidad ya que la lírica mística encauza y potencia la zona de la realidad sublime y la hace comprensible a la intelección humana mediante los recursos simbólicos del lenguaje poético. La poesía y la mística coinciden en la búsqueda que mueve su sensibilidad, por lo cual los poetas y los místicos acuden a la creación. Por eso escribe nuestro místico a través de la voz de la mujer-madre:
Entonces se extenderá mi canto,
llegaré a comprender cada sílaba,
abriré mi canto
inclinada sobre tu vida entera,
mi canto arrebatado
por el Hecho tan claro y tan simple
que aparece en cada hombre
a la vez abierto y oculto.
Concluye con una frase que sintetiza el contenido temático para exaltar la figura divina encarnada en los humanos por el amor y pondera la vocación creadora de su canto místico:
Y este Hecho
se hizo carne en mí,
se manifiesta en mi canto,
ha aparecido entre los hombres
y ha escogido en ellos su morada (5).
Karol Wojtyla asume con intensidad dramática la posición de la madre dolorosa en el momento culminante de la pasión y muerte de su Hijo, mediante versos dolientes y emotivos. Con el aliento de la lírica mística logra una creación trascendente. «La Madre», paradigma y símbolo del amor y el sacrificio supremos, comporta una valoración de la Trascendencia. El mitrado poeta enfatiza, con voz entrañable y luminosa, la significación de la vida, la condición humana relevante y la satisfacción de tributar, a través de la mujer hecha madre, un canto de alabanza al Creador del mundo.
Lo esencial y trascendente de las cosas
La tercera faceta en la creación poética de Karol Wojtyla es justamente su sensibilidad estética y espiritual. Ese talante interior, intelectual y afectivo, funda una visión profunda de las cosas. El poeta polaco, enriquecido con tres dones eminentes -el don sagrado del sacerdocio, el don estético de la poesía y el don sublime de la mística-, hacía confluir su cosmovisión y su sensibilidad hacia la percepción de los valores trascendentes, que supo captar en todo lo existente.
El hombre superior pone su sensibilidad y su conciencia al servicio de apelaciones trascendentes. Se trata de una actitud y una disposición intelectual, afectiva y espiritual que privilegia, en actitudes, creaciones y conductas, los valores permanentes: la disciplina interior, la paz espiritual, la verdad profunda, la belleza sublime y el bien supremo. Esa ha sido la trayectoria de iluminados, místicos y santos, vale decir, de quienes ponen su tesoro en la búsqueda de la sabiduría y saben que la meta suprema de la vida va más allá de los bienes transitorios.
Karol Wojtyla tuvo siempre esa disposición interior hacia la plenitud de una vida consagrada a lo divino. Y en atención a esa vocación espiritual orientó su formación teológica, fundamentó su inclinación intelectual y encauzó su sensibilidad estética. Su obra literaria es testimonio elocuente de esa visión trascendente de la vida.
En el estudio crítico sobre Mousiké, el poema juvenil de Karol Wojtyla, el crítico polaco Bogdan Piotrowski consigna que la poesía de su ilustre coterráneo ahonda en la temática de la filiación divina, como lo confirma la realidad misteriosa de la palabra y la teología: “(Karol Wojtyla) se dirige a los hombres de todas las culturas, invitándolos a reflexionar sobre la existencia de la persona y sus relaciones con el entorno en que vive, pero especialmente pretende ahondar en la temática de la filiación divina. Ese propósito explica la insistente presencia de la imagen de Dios en sus versos” (6).
En el poema “Canción sobre el Dios oculto”, el poeta polaco enfatiza la valía de la dimensión esencial, interna y mística de lo viviente de nuestra sensibilidad espiritual que, en virtud de nuestros sentidos interiores, atrapa y expresa para obtener una visión profunda, rotunda y entrañable de lo real. Así se expresa el poeta:
Las lejanas orillas del silencio
comienzan detrás del umbral.
No podéis pasar por ahí como un pájaro.
Tenéis que deteneros y mirar hacia lo profundo,
hasta que no sepáis separar el alma del fondo.
Allí ningún verdor podrá llenar la mirada,
no regresarán los ojos fascinados.
Tu creías que la vida te iba a defender de la otra Vida,
abismo insondable.
De esta corriente -tienes que convencerte-
no hay regreso. ¡La eternidad te envuelve!
Hay que luchar siempre. No interrumpir el vuelo,
ir con sencillez hacia la cumbre.
Sin embargo, tú siempre retrocedes ante Aquel
que viene de la otra orilla,
cierras las puertas de tu pequeña casa.
Pero Él suaviza sus pasos en el silencio,
y con este silencio acierta en el blanco.
El poeta subraya que la llama del amor proporciona la manera de superar limitaciones y temores, al tiempo que constituye la vía para experimentar, con armonía y esplendor, la suprema vivencia del espíritu para vivir el auténtico sentido de la vida:
El Amor me lo ha aclarado todo,
el Amor me lo ha solucionado todo.
Por eso glorifico el Amor
en cualquier lugar en que se manifieste.
Ya me he convertido en un llanto abierto
a la tranquila avalancha del agua,
en la que no hay turbulencia alguna
y que tiene algo de la ola tranquila
que en la luz se abre
y con esta luz brilla en las hojas plateadas.
Oculto en el silencio,
yo
–una hoja liberada del viento-
ya no me preocupo por los días que caen,
porque sé que todos los días irán desapareciendo.
Dice Karol Wojtyla que cuando Dios desciende a las orillas de su alma, “en la oscuridad hay tanta luz/ como vida en la rosa abierta”. En esa hermosa imagen el poeta cifra y revela su convicción profunda, base de su cosmovisión trascendente, en la que fundó su trayectoria existencial este singular hombre del siglo XX. Su creación poética, espejo de esa visión teocéntrica, refleja esa disposición intelectiva, espiritual y emocional de su conciencia por cuanto, como sujeto creador, procura expresar la belleza del pensamiento, libre de retórica insulsa, para dar con la verdad de su vida mediante la verdad y la belleza de su creación. En una de sus más hermosas estrofas, leemos:
Lentamente me despojo del brillo
de las palabras,
conduzco los pensamientos,
como las sombras en rebaño.
Lentamente todo lo lleno con la nada,
que espera el día de la creación.
El poeta místico sabe lo que anhela y tiene claro su último destino. Sin embargo, como humano está sujeto a las limitaciones de la condición mortal y atado al abismo que lo separa de lo Eterno. Así lo confiesa el propio poeta cuando se siente acorralado ante el Misterio, que expresa en símbolos propios de este modo del decir místico:
Hay en mí un transparente abismo,
ante mis ojos velados por la niebla.
y paso con rapidez,
como un arroyo,
sin tocar el fondo de mi hondura (7).
La lírica mística de Karol Wojtyla constituye un canal de la llama divina, y el contenido trascendente de su creación poética revela la concepción del arte como inspiración y auxiliar del plan divino, así como el enfoque de la filiación divina del hombre y la visión de la poesía como una vía hermosa para llegar a Dios.
Los rasgos estéticos y espirituales de Wojtyla son los siguientes:
- Empatía universal hacia fenómenos, criaturas y cosas en actitud de convivencia fraterna y solidaria con los elementos, con predilección por el fuego y el agua, mediante los cuales exalta el sentido místico de inspiración bíblica y connotación simbólica.
- Coparticipación profunda impregnada de ternura cósmica mediante una disposición de identificación cordial con lo viviente para subrayar el vínculo existente entre lo material y lo espiritual, lo natural y lo sobrenatural, visión que exalta lo Absoluto.
- Imbricación entrañable de lo divino en lo humano engarzada a través de la experiencia cotidiana, como la gestación de la madre, hecho que la persona lírica asume desde la perspectiva terrenal y sobrenatural al mismo tiempo, para ponderar el fenómeno de la Creación que funda una mística de la experiencia.
- Identificación intelectual, afectiva, imaginativa y espiritual en la que el sujeto creador logra una compenetración con lo contemplado, al sentir y hablar desde la persona que piensa y siente como sujeto del poema con su representación simbólica.
- Atención a la faceta esencial, interna y mística de lo viviente, con las virtudes de su triple don sacerdotal, estético y místico, mediante un enfoque centrado en las vertientes de la vida que revelan, a la luz de la intuición mística en sintonía con su apelación interior, su sensibilidad espiritual y su creación teopoética, por la cual enfatiza esa dimensión de lo real con un sentido trascendente.
El aporte intelectual, espiritual y estético de Karol Wojtyla se cifra en los siguientes aspectos destacables de su lírica:
- Asunción de la poesía como salmo de oración para certificar la fe, potenciar la vocación mística y acentuar el amor divino, centro de sus apelaciones entrañables.
- Empleo de formas expresivas, teatrales y musicales, como vías estéticas para perfilar la dimensión dramática de lo viviente que clama angustiosamente por un destino trascendente.
- Uso de fórmulas lingüísticas y recursos simbólicos de las letras polacas, clásicas y universales, para enfatizar la dimensión divina.
- Concepción mística de la palabra mediante la cual formaliza el vínculo divino con la Creación, la realidad sagrada del Logos y la experiencia teopática de su expresión espiritual y estética.
- Encarnación del sentido del Logos, que asumió con la devoción y la conciencia de su vínculo con la energía de la Divinidad.
- Asunción de la energía interior de la creatividad con un sentido de sabiduría y espiritualidad profundamente arraigada en su conciencia, su sensibilidad y su talante.
- Ponderación y manejo de la poesía mística, en tanto creación teopoética, como caudal de belleza sutil y sentido teológico.
- Valoración de la llama de su luz y la fuerza de su convicción, aspectos que alientan la vocación creadora.
- Canalización de una orientación espiritual y teológica, cuya esencia se halla esbozada en su lírica mística.
- Formalización de la belleza de la expresión y la dimensión sutil del sentimiento místico, que activaron el don de su creatividad y el sentido trascendente de su visión espiritual.
La conciencia de una Llama sutil, centro de sus apelaciones entrañables, funda la experiencia singular de este sacerdote católico y poeta místico que acudió a la palabra para potenciar el vínculo divino inserto en su esencia, a la que alude el sujeto lírico de sus poemas como la expresión espiritual que transporta el alma hacia el pozo profundo de lo divino en comunión con la Fuerza Espiritual del Cosmos en su dimensión natural y sublime, tal como lo experimentó Karol Wojtyla como autor de estos versos memorables, creación que testimonió, a través de la lírica mística, para plasmar los hermosos dones espirituales y estéticos que iluminan su palabra y encauzan nuestra ruta hacia la Luz.
Bruno Rosario Candelier
Congreso Internacional sobre Juan Pablo II,
Santa Fe de Bogotá, Colombia, 20 de febrero de 2010.
Notas:
- Karol Wojtyla, Poesías, Madrid, BAC, 1993, p.25.
- Emilio Orozco, Poesía y mística, Madrid, Guadarrama, 1959, p. 26.
- Ver «Presentan en el Vaticano poemas de Karol Wojtyla», en Listín Diario, Santo Domingo, 19 de febrero de 1995, p. 13.
- S. Ros García, «Mística y Nueva Era de la Humanidad», Ávila, España, Centro Internacional de Estudios Místicos, copia mecanográfica, 1994, p. 8.
- Karol Wojtyla, Poesías, citado. Ver poema “La madre”, pp. 33-39.
- Bogdan Piotrowski, Mousiké, Bogotá, Universidad de La Sabana, 2008, p. 86.
- Los fragmentos poéticos que sirven de ilustración al presente estudio proceden del poemario Poesías, ya citado, de Karol Wojtyla.
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