Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas

Por José Luis Vega

   Tal vez la mayor empresa de la poesía moderna, de la cual todos somos herederos afortunados, ha sido asomarse a la dimensión invisible de lo real, la que no se manifiesta a los sentidos ni a la razón analítica, el eterno reverso enigmático, del cual habló Lezama Lima, escudándose en Pascal. En su afán por develar el lado oculto de las cosas, la poesía a veces ha invocado el mito de su origen divino, en otros momentos, su parentesco con la magia o bien sus vasos comunicantes con las oscuras potencias del inconsciente. Desde la inmanencia del leguaje ha proclamado el poder significante de la metáfora como instrumento de búsqueda. Esta aventura espiritual de la poesía, de remoto origen, atraviesa el romanticismo y llega hasta nuestros días vacíos como un eco cada vez menos audible y comprensible. Ningún otro ideal poético -ni el “arte por el arte”, ni el civilismo comprometido, ni el formalismo linguístico— ha superado esta exploración del silencio de lo invisible, En los vecindarios de nuestra lengua, el poetizar aún se empecina en ser, en palabras de Gonzalo Rojas, un “transver” o el viaje a la “otra orilla” del que habló Octavio Paz. Juan Ramón Jiménez anheló algo semejante: “Si (el poeta) sueña, piensa y expresa (sic.) Otras realidades, las invisibles, que él clarivé, su expresión, su sueño quizás las ‘cuaje”. José Lezama Lima, de manera más rotunda, afirmó la victoria súbita de la poesía con esta proposición: “La imagen es la realidad del mundo invisible”. Todos, a sabiendas o no, evocan una fecunda concepción del lenguaje que lo considera, no como un simple código convencional, sino como una facultad de raíz oculta que remite a un orden superior. Esta concepción del lenguaje, reactivada por el romanticismo, atravesó la historia del pensamiento occidental hasta desaparecer en el racionalismo, con el cual, sin embargo, convivió en fecunda confrontación.

El romanticismo, aun el más profundo y radical, no fue una invención total, sino la reformulación poética de una tradición que hasta cierto punto podríamos catalogar de “mística”. Para entendernos mejor, para saber cuál es uno de los mitos fundamentales de la poesía moderna, conviene al menos nombrar algunos hitos de la tradición que lo difunde: Platón, Proclo, San Agustín, Meister Eckhart, Valentin Weigel, Sebastian Frank, Paracelso, Nicolás de Cusa, Jacob Bóhme, Martinés de Pasqually, Louis Claude de San Martin, J. Friedrich Kleuker y Franz Xaver von Baader. Estos nombres -algunos altos y fundamentales, otros meramente instrumentales- marcan la ruta de una de las corrientes que alimentó al romanticismo alemán hasta desembocar en las poéticas francesas del siglo XIX. Los grandes poetas de la modernidad, Hölderlin Rilke, Baudelaire, Mallarme y Rimbaud, entre otros, no hubieran sido posibles sin esta fuente nutricia. Sin embargo, para no extraviarnos en los laberintos de esta tradición de lo invisible, conviene asir bien el hilo de Ariadna del lenguaje.

Los nombres de las cosas, propone Platón en El Cratilo, sin ser onomatopéyicos imitan por el sonido aquello que no tiene sonido, esto es, la esencia invisible de cada cosa. El nombre “correcto” o “exacto” de la cosa nombrada resonaría en su “forma” o “idea”. Pero un lenguaje que de manera tan diáfana y directa alcance a mostrar la verdad última de las cosas, ha de ser, según Platón, más propio de los dioses que de los hombres, razón por la cual él mismo depuso las armas intuitivas de la poesía y abrazó el camino más seguro del razonamiento filosófico. En una obra temprana, María Zambrano aludió a las implicaciones para la poesía de esta suprema decisión:

   Es en Platón donde encontramos entablada la lucha con todo su rigor, entre las dos formas de la palabra, resuelta triunfalmente para el logos del pensamiento filosófico, decidiéndose lo que pudiéramos llamar “la condenación de la poesía”; inaugurándose en el mundo de Occidente, la vida azarosa y como al margen de la ley, de la poesía, su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su locura creciente, su maldición. Desde que el pensamiento consumó su “toma de poder”, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía.

En efecto, la desterrada palabra poética encontró refugio y correspondencia en varias importantes tradiciones espirituales que hoy conocemos con nombres llenos de suspicacia: neoplatonismo, gnosticismo, hermetismo, cábala y, por supuesto, también reconoció su remota filiación con algunos pasajes bíblicos como el Prólogo al Evangelio según san Juan, donde se afirma categóricamente que fue la Palabra lo que el produjo y sostiene el portentoso microsegundo que dio origen a la onda expansiva del big ban.

Quizás es en la obra de Jacob Bóhme (1575-1624) —aquel zapatero prodigioso a quien las grandes mentes de su tiempo y el nuestro no han cesado de admirar- donde mejor convergen las tradiciones espirituales que sacralizan la noción esencialista del lenguaje. Las ideas de Bóhmese filtraron hasta el corazón mismo de la praxis poética moderna., difundidas de manera directa o indirecta por varios autores, entre ellos, el teúrgo Martinés de Pasqually, su seguidor y secretario Louis Claude de San Martin, primer traductor de Bóhme al francés y J. Friedrich Kleuker y Franz Xaver von Baader, comentaristas de la obra de Claude de San Martin.

Según la cosmogonía gnóstica que matiza el pensamiento de Bóhme, la creación es un pronunciamiento, un ex-hálito del abismo de la divinidad, lo que supone, a su vez, el fundamento mítico del lenguaje humano. En tal contexto la teofanía es una teofonía y la cosmogonía es cosmofonía. El Mysterium magnum (1623), según Bóhme, es el gran misterio del mundo invisible que hay oculto en el visible, siendo el mundo invisible la causa, explicación y posibilidad del visible, y el visible del invisible. El mundo visible surge por ex-presión de la palabra divina, que es palabra invisible, inaudible, espiritual y eternamente parlante. Esa palabra divina, este Logos, se manifiesta como un actante silencioso que sostiene lo visible. En esta concepción, la palabra y el lenguaje significan flujo o efluvio de la voluntad, divina o humana, pues ambas se corresponden en tanto que la palabra divina actúa sobre el mundo de la misma manera que el alma obra en el cuerpo. Escuchemos al propio Böhme:

 Creo y reconozco que el poder eterno de este principio causó la existencia del universo; que su poder, de una manera comparable a un aliento o expresión (la Palabra, el Hijo o Cristo) radió de su centro y produjo los gérmenes de los cuales crecieron las formas visibles, y que este Aliento o Palabra (el Logos) está en el cielo interior y en el mundo visible con todas las cosas existentes en ambos.

Pero el lenguaje del hombre, criatura caída, ha perdido la fuerza del Verbo creador. El lenguaje natura que usó Adán para dar nombre a las cosas (la palabra “exacta” de cada cosa) hoy es un secreto y un misterio, aunque sus restos, según Böhme, aún perduran en la gramática general de todos los idiomas, pero sobre todo en texto parlante de todo lo existente:

Cuando levanto una Piedra o un Terrón y lo miro, veo entonces lo que está arriba y lo que está abajo, sí, todo el Mundo en él, solo que en cada Cosa o Propiedad se muestra lo principal y lo manifiesto, conforme a lo cual es llamado. El resto de las Propiedades están allí unidas, pero en distintos Grados y Centros, pero todos los Grados y Centros no son sino un solo Centro. Solo hay una Raíz única de donde todas las cosas proceden, esta solo se separa a sí misma en la Compactación donde está coagulada. Su Original es como un Humo o Aliento vaporoso del gran Misterio de la Palabra expresada, que está en todas Partes en la re-expresión, esto es, en el re-aliento (o eco) de una Semejanza de sí misma, una Esencia en acuerdo con el Espíritu.

Böhme heredó de Paracelso la metáfora del “libro de la naturaleza” que alude al mundo material como un texto cifrado en signaturas. La signatura es la señal de cada cosa (no solo su palabra, – que es el signo por excelencia- también son signaturas la figura, el número, el movimiento, el color, el tono…). Tras el gran misterio material de la naturaleza externa está el gran misterio espiritual de la naturaleza eterna. El mundo visible se halla en correspondencia perfecta con el mundo invisible. La signatura reposa muda en la esencia de la cosa como un son posible, dispuesto a ser tocado por el espíritu impulsivo. El hombre, dotado de la Gracia, en sus creaciones lingüísticas penetra intelectualmente en la esencia de las cosas y crea una imagen fonética de la misma. Esta idea del lenguaje supone una tremenda exigencia para quien usa las palabras siendo consciente de que son cifras del gran misterio. En la capacidad del hombre para re-expresar el silencio elocuente de lo in-hablado, se funda, según Teresa Rocha Barco, la posibilidad de la metafísica occidental, y añado, también la posibilidad de esa hija descarriada del lenguaje original que es la poesía. Desde tal perspectiva habría que concluir que, en un sentido lato, la metafísica y la poesía comparten un mismo basamento “místico”. El anhelo de lenguaje original aún resuena en estos versos de Juan Ramón Jiménez:

¡Inteligencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

… Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas,

que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas.

¡Inteligencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!

 

*Fragmento del libro en prensa El arpa olvidada (Editorial Pre-Textos, Valencia, España).

 

Notas

l   Revista Helios (1903-1904.)

2 Poesía y filosofía, Universidad Michoacana, 1939

3 Teresa Rocha Barco traza esta ruta en Un apunte sobre la teoría del lenguaje: Bóhme, Saint Martin y Kleuker.dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/58797. pdf. Habría que señalar también la ruta que conduce a la lengua inglesa mediante traducciones tempranas a esa lengua, apartir del siglo XVII, en particular las de John Sparrow.

4  Traduzco al español de la traducción inglesa de Mysterium Magnum realizada por John Sparrow en 16.

 

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