El enigma de los pergaminos: Una novela de crítica eclesiástica leída por un teólogo

Por Luis Quezada

Me llena de mucha alegría que una mujer que a través de su obra inspira belleza, bondad y verdad, los trascendentales del ser, nos entregue una enjundiosa narrativa sobre el ser de una institución que está llamada a ser carisma y comunidad, antes que institución, pero que una patología institucional de casi 2,000 años, ha ahogado lo carismático y lo comunitario que en ella deben ser prioritarios, ya que lo institucional debe estar en ella al servicio de lo carismático y de lo comunitario, y no al revés.

Esta narrativa puede inscribirse en el género histórico-crítico y específicamente de las novelas que hablan sobre la patología del poder, entre las que podemos citar “La historia del rey David, en La Biblia; Edipo rey, de Sófocles; Yo Claudio, de Robert Graves; Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar; Calígula, de Albert Camus; El nombre de la rosa, de Umberto Eco; Castellio contra Calvino, de Stefan Zweig; Macbeth, de William Shakespeare; Fouché, de Stefan Zweig; Rojo y negro, de Stendhal; La piel de zapa, de Balzac; El maestro y Margarita, de Miljail Bulgakov; Bella del señor, de Albert Cohen; Todos los hombres del rey, de Robert Penn Warren; 1984, de George Orwell; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe; El señor de las moscas, de William Golding; Agosto, de Rubem Fonseca; Amsterdam, de IanMc Ewan, entre otras.

El tema de fondo de la novela es el PODER. La Antropología Cultural nos ha enseñado que de las 5 dimensiones existenciales que constituyen al ser humano, como son, EL TENER, EL PODER, EL SABER, EL PLACER Y EL HACER, la más difícil de cambiar, o por decirlo en un lenguaje más eclesial, la más difícil de convertir, es la dimensión del PODER. Hacer que el Poder no sea dominación, opresión, represión, exclusión a que sea Poder-Servicio, es lo más difícil de lograr.

Precisamente, la gran herencia que nos dejó Jesús es el vivir el PODER-SERVICIO: “Yo he estado entre ustedes como el que sirve”. El evangelio de Lucas es elocuente al respecto. Dice:

“Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:

—«Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.

 Es harto evidente, que la iglesia en 2,000 años no ha asimilado lo que Clodovis Boff ha llamado “el evangelio del Poder-servicio”.

Incluso, un himno del siglo I, que es anterior a Pablo y él lo recoge en su carta a los filipenses, muestra que todo el misterio de la encarnación, es decir, de la humanización de Dios entre nosotros, no se realiza en una humanidad abstracta, sino en una humanidad concreta, pobre, sencilla. Cuando hablamos de la encarnación, no basta decir que Dios se hizo hombre, sino que se hizo hombre pobre, en la persona de Jesús. Dice el himno antes mencionado:

Filipenses 2, 6-11

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;de modo que al nuevo nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el
abismo, y toda lengua proclame que Jesús es el Señor, para gloria  de Dios Padre.

La narrativa de Johanna Goede reinvindica al Jesús histórico, en su condición de hombre pobre y servidor.

Pero su mayor logro reinvindicativo es el visibilizar y empoderar a esa “muchedumbre invisible” en la Iglesia que son las mujeres. Y creo que este reclamo exigente no es solamente propio de la trama de la narrativa, sino de la trama existencial de la autora. Todo autor siempre escribe autobiográficamente, y en este caso, lo autobiográfico es tan evidente que Johanna no es solamente la autora, sino que también una Johanna es la protagonista.

La novela deja escapar en cada uno de sus 25 capítulos, precedidos por un brevísimo prólogo y un breve epílogo, una rabia santa, contenida a lo largo de los siglos, aprisionada por aquella institución que vive el poder-dominación y no el poder-servicio.

En la piel de res, limpia y estirada, que sirve para escribir sobre ella (PERGAMINOS), Johanna Goede nos revela un conjunto de palabras de sentido encubierto, para que sea difícil entenderlo o interpretarlo (ENIGMA).

Buñuel decía que él era ateo “por la gracia de Dios”. Creo que Johanna es una creyente atea y una atea creyente. Y no es una perogrullada. Ya decía Ernst Bloch “que para ser buen cristiano hay que ser buen ateo”, es decir, ateo de los ídolos falsos.

La autora de “El enigma de los pergaminos” es creyente en el Dios de la vida, del amor, de la justicia, del servicio, de la solidaridad; pero atea de los ídolos de la muerte, que siembran la división, la marginación, la exclusión, la opresión, la persecución.

Una mujer que agradece, ante todo, “a Ese ser inmaterial que vive en mis reconditeces; susurro que me dicta cada palabra a escribir, cada idea a plasmar, cada detalle. Si hay algún error, es mío, por no captar con claridad Su mensaje”. (Pág.11). Esa mujer que agradece así, alberga en su corazón profundas raíces de una fe que opera por el amor.

Hay dos símbolos que aparecen en la portada de la novela y que atraviesan todo su entramado, que llevan dentro de sí “la semilla de su propia destrucción”. LAS CARABELAS, símbolo del poder colonizador dominante, traen de incógnito en su seno dos botijas que constituyen el enigma liberador a develizar. Curiosamente, la nao lleva el nombre de una mujer especial: Santa María, curiosamente, solamente en el discurso de la ortodoxia, esa mujer llamada María es considerada el “simbollumeclesiae”. La miopía histórica nos hace hablar incluso de que la Iglesia es nuestra madre, pero una madre donde solamente mandan los hombres. Es precisamente esa figura femenina llamada María, la que invita en el capítulo 1 a zarpar, la que asegura que “el tiempo de volver a partir ha llegado”. Ella es la que da la señal de salida: “Ha llegado la hora de partir”.

El otro símbolo es EL VATICANO, donde se ha concentrado el poder-dominación de la Iglesia que dice ser “el movimiento iniciado hace 2,000 años por Jesús de Nazaret”. En el Vaticano se respira cualquier cosa, menos espiritualidad. Es la verdadera meca del poder absoluto. Y la novela cita varios momentos, acontecimientos y circunstancias históricas donde se demuestra aquello que decía en el siglo XVIII Lord Acton: “El poder corrompe, y el poder absoluto, corrompe absolutamente”.

Aquí reside el “pecado original” de la iglesia. Abandonó su opción por los pobres y asumió una opción por el poder. Y todo esto se consolida en el siglo IV. Es lo que se ha llamado la “constantinización de la Iglesia”.

La impresión que deja la novela cuando un creyente auténtico la lee no es la de hacerle tambalear en su fe, sino todo lo contrario. Es una bocanada de aire fresco. Es como abrir todas las ventanas, para que entre la brisa suave del Espíritu. La novela es un verdadero “aggiornamento” como decía del Concilio Vaticano II el papa santo Juan XXIII: “se trata de ir a las fuentes y de poner al día a la iglesia”.

Pienso que la trama llevada por la autora en la novela niega lo que ella misma expresa que es el resumen de su pensamiento crítico: “Creo en todo y no creo en nada”.

Por lo que se deduce de la novela, Johanna Goede no “cree en todo”. Cree en aquello que genera vida, amor, felicidad en los seres humanos, igualdad, participación. El que cree en todo no cree en nada. Tampoco es verdad que Johanna “no cree en nada”. La novela deja bien establecido el perfil de su fe. Pero a la vez deja bien definido el perfil de su increencia. Aquello en lo que ella no cree, aunque se presente como la ortodoxia misma y aunque provenga de los llamados “guardianes de la fe”.

El valor narrativo, llevado con fino hilo rojo, como si fuera un poncho de múltiples bordados, donde cada capítulo muestra una faceta diferente del conjunto de la textura bordada por su narrativa, está fuera de cuestionamiento. Dejo a los autorizados críticos literarios profundizar en el valor literario de esta novela, que para mí lo tiene en demasía.

Pero, como teólogo, tengo que subrayar el “plus” que ofrece la novela, en su contenido ideológico. Muestra prácticamente una “iglesia en explosión”, para usar el título llamativo de un libro cuestionador aparecido en la década de los sesenta.

El libro es un verdadero terremoto, una sacudida brutal que quiere despertar las conciencias aletargadas y despabilar a una “iglesia que duerme”, sin darse cuenta de que hace muchos siglos se apartó del sendero que trazó Jesús.

Los dos pergaminos proféticos, protagonistas silentes de la trama, custodiados por un nigeriano -no es casual que el despertar venga de África en la novela, “la cenicienta de los continentes”- y que los mismos sean descifrados en Cuba, la isla que los españoles llamaron “Juana”, como la protagonista de la novela. No son coincidencias. Son aldabonazos para que la Iglesia retome su dimensión profética de anunciar, denunciar, renunciar y pronunciar.

El enigma de los pergaminos es una delicia literaria y un desafío teológico. Los invito a todos a leer con mente abierta, un texto desafiante y que tiene una finalidad explícita: sacudirnos para que cambiemos el rumbo.

Muchas gracias.

Sábado 16 de febrero de 2019

 

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