Premio Nacional de Literatura 2019

Por Manuel Matos Moquete

   Desde los primeros inicios de mi vida aprendí con el ejemplo de mis mayores que agradecer era la manifestación más noble del ser humano. Desde el fondo de ese aprendizaje quiero trasladar mi agradecimiento al conjunto de protagonistas que propiciaron el galardón que me honra: Premio Nacional de Literatura 2019.

Debo decir a la Fundación Corripio, al Ministerio de Cultura y al honorable jurado integrado por los rectores de las principales universidades del país y por el director de la Academia Dominicana de la Lengua, que a mis 75 años no me bastará el tiempo que me resta de vida para agradecerles tan elevada distinción, la cual asumo con humildad y responsabilidad, comprometiéndome esta noche a hacerle honor con mis actuaciones y con mi labor literaria y académica.

A mi esposa Lizet Rodríguez, a quien dedico y con quien comparto este premio; a mis hijos biológicos Ninon y José Antonio; y a mis hijos no biológicos Olivier, Li y Lisa, quiero decirles que el valor de este premio es el mensaje que encierra, que con mi ejemplo he tratado de comunicarles siempre: apostar a la potencia de la honestidad, del trabajo y la inteligencia.

A mi familia Matos y Matos Moquete, a mis compueblanos de Tamayo, a mis amigos y colegas, quisiera expresarles mi gratitud por las motivaciones recibidas en las horas y días que en su compañía cercana o lejana, pero siempre condescendiente, he consagrado al ideal de cultura que este premio representa.

Ahora, permítanme un breve relato del trayecto de mis vocaciones hasta el logro de este maravilloso galardón. Excúsenme, que debo hablar de mí, pero, entiendo que, justamente, este es el momento.

Nací con un defecto de fábrica: la ambigüedad vocacional.

A una edad, regularmente los jóvenes van clarificando su vocación. Anclan sus expectativas de futuro a una determinada esfera del saber y el hacer. Yo no. Siempre he estado atraído por una extraña e irregular ambigüedad vocacional.

Desde muy joven viví este conflicto: no sabía —y nunca supe— cuál era mi único y particular centro de interés. He venido cabalgando en la disyuntiva jamás resuelta del gusto por la literatura, por la ciencia y por el compromiso social.

He llevado esa ambigua inclinación hacia varios horizontes de vida lidiando con sus desventajas y sacando provecho de sus ventajas. Por momentos me he sentido confundido y paralizado. Y en ocasiones no he podido evitar pasar por un tipo “raro”, que no se conforma con un solo punto de vista y no se ajusta a un solo tipo de actividad. Pero, las diversas inquietudes me han permitido explorar mundos diferentes y continuamente nuevos.

En mi juventud sentía fascinación por las ciencias experimentales. Quería ser un gran científico, preferiblemente un médico, pero también un químico o un físico. Eso me llevó a elegir en el bachillerato la mención ciencias físicas y naturales. No pude seguir esa vía, pero he conservado el gusto por las ciencias y la tecnología, temas constantes en mis lecturas y en mi producción académica.

Pero mucho antes en Tamayo, en mi niñez, en un ambiente totalmente adverso, sin libros ni referentes letrados en mi familia, inexplicablemente era un compulsivo aficionado a la lectura. No olvido la lejana imagen de un poeta de la familia, el tío Miguelito Moquete , que mi madre evocaba como el hermano poeta que se había ido a Venezuela y de quien de año en año conocíamos noticias suyas cuando se recibía una carta y un dólar en un llamativo sobre orlado con colores postales de las correspondencias del extranjero.

Tampoco puedo escaparme de la imagen de un ogro filantrópico, mi padre Fabián Matos, que me obligaba a ir a la escuela, con amenazas de terribles castigos que urdía en complicidad con las maestras y toda la comunidad. Mucho menos debo ignorar 4 los desvelos de mi madre, Rita Moquete, para que sus seis hijos fueran profesionales, meta que efectivamente logró.

En Tamayo había una bibliotequita municipal que como un oasis en un desierto abría algunas horas a la semana y a la que, pienso, solo yo visitaba asiduamente; pero que, de todas maneras, me permitía leer cosas raras que me desconectaban del estrecho ámbito local. Ahí rumiaba los escasos libros que llegaban, principalmente de una colección consagrada a los papeles de Trujillo, pero también algunas obras de autores desconocidos, totalmente extraños, que con el tiempo supe que les llamaban “clásicos”.

El hecho es que cuando a los 17 años me fui a vivir a Santo Domingo, ya había leído bastante, y a los 19 años, cuando me hice bachiller, me había leído todo lo que leían los jóvenes de la capital del país.

Pero el gusto por la creación literaria me surgió del contacto con las narraciones orales del tipo de las recogidas por el investigador Manuel José Andrade en su obra Folklore de la República Dominicana.

Las oscuras horas nocturnas del Tamayo de mi niñez y adolescencia sin electricidad se hacían livianas alargándose desde la oración hasta la medianoche por los encantos de magistrales contadores de hazañas de brujas, diablos, aparecidos y extraordinarios personajes como Buquí y Malí y Juan Bobo y Pedro Animal, que colmaban mi yerma imaginación del placentero y tenebroso mundo de sorpresas indescriptibles.

Luego, al amanecer volvían los días sin horizontes de la ceñuda rutina de la vida pueblerina y las hoscas tareas de abrevar el ganado, de las siembras y las cosechas, pero alimentados por las creencias de la religiosidad popular. Gracias a las truculentas narraciones nocturnas, la imaginación ya estaba poblada de brujas, zánganos, bacás, luases, espantosas criaturas chupacabras encontradas en los recodos de los caminos y misteriosos personajes que aparecían y desaparecían deambulando por los campos; 5 si no la imagen nigromántica de la presencia y revelación de los muertos en la realidad de los setos y los tejados o en los sueños entregados a pesadillas innombrables.

Y en otras latitudes, los ritos hibridados del vudú y de la iglesia católica, poblados de espíritus malignos y bienhechores hermanados, erguían a exóticas divinidades en ceremonias sacrificiales y a la Virgen y a San Antonio en cultos y procesiones ceremoniosos; a la llegada de la lluvia meses enteros esperada, en bendiciones innombrables por los milagrosos episodios de manifestación de la gracia divina; en alabanzas de glorificación celestial por la portentosa sanación de los inválidos y la abrupta incorrupción y resucitación de los árboles podridos, los animales muertos y la suerte perdida devuelta a base de promesas cumplidas y dones otorgados por Dios y por los dioses múltiples que cohabitaban el territorio sagrado.

Ese es el mundo que narro y describo en mis novelas En el atascadero, Larga Vida, La avalancha y El regreso de Plinio El Mesías.

La dictadura de Trujillo hundió sus garfios en mi tierna adolescencia. La presencia apabullante del régimen me colocó en una situación límite que me obligaba a mirar hacia el lado terrible de la sociedad: miseria, abusos, asesinatos, incluso en el seno familiar, asfixia y carencia de libertad.

Así nací y así crecí. El apego a la vida y a la libertad no era una vocación. Era una obligación, una imperiosa necesidad. El ajusticiamiento del tirano nos tomó prevenidos y volcados hacia lo social y lo político.

En ese momento, sin proponérmelo, sin haberlo decidido, en mi universo personal ya reunía las tres vocaciones: la del científico, el lector-escritor y el promotor social y político. Sin embargo, las circunstancias me obligaron a seguir una sola, dejando de lado, temporalmente las otras dos.

Me involucré terriblemente de lleno en la política por el imperio de la necesidad de libertad y democracia que tenía el país. No hice carrera en el accionar político. En realidad, mis motivaciones profundas y permanentes han sido el compromiso social y el apego a los valores de los derechos humanos.

Por eso, nadie me hable de dictadores a lo Trujillo, a lo Fidel, a lo Chávez o lo Maduro, pero tampoco a lo Trump o lo Bolsonaro, o a los caudillos y los reeleccionistas de capa y espada que prosperan en nuestras tierras como la mala yerba.

Cuando estaba plenamente inmerso en la militancia política, redescubrí la vocación literaria. Empecé a escribir en los periódicos de izquierda, específicamente en el periódico Libertad del MPD; también redactaba octavillas para los sindicatos en apoyo a sus reclamos laborales; y en la cárcel escribí mi primer cuento y un libro de poemas.

Así pude entrelazar dos de mis tres entrañables vocaciones: escritor y promotor social. Faltaba retomar la del científico. En 1975 salí de prisión exiliado hacia Francia, y las circunstancias del momento me llevaron a poner fin a mi accionar político como militante, no así a la vocación social, que siempre se mantiene y que he desarrollado a través de mis labores profesionales y comunitarias.

Ya estaba inmerso en el quehacer literario, y en ese momento, apenas llegado a París, retomé la vocación académica y científica: empecé una extensa carrera de estudios en ciencias del lenguaje (semiótica, lingüística, poética, análisis del discurso, enseñanza de la lengua, etc.) durante ocho años, desde la licenciatura hasta el doctorado.

Desde ese momento la ciencia y la literatura se juntaron para siempre en el bagaje de mis actividades habituales, y están tan sólidamente integradas en mí adentro que investigar, leer y escribir son los actos que dan trascendencia a mi vida.

Esa relación quedó sellada en Paris en la época en que preparaba la tesis doctoral. Mientras investigaba y redactaba elementos de poética, semiótica y lingüística para ese trabajo culminante de mis estudios, utilizaba esos mismos elementos formativos 7 para imaginar y escribir una novela inspirada en mi pueblo Tamayo y en una localidad de Cuba de nombre Somarriba.

En 1982 aprobé el doctorado y regresé al país con mi título de doctor en literatura y con la novela terminada: En el atascadero. Dos años después, sometí esa obra al concurso de literatura de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos ,siendo galardonada con el Premio Nacional de Novela Manuel de Jesús Galván 1984.

Así, y desde entonces, se cerró el círculo de mis tres vocaciones: soy escritor, soy científico y soy un promotor social y educativo, vocación esta última que ejerzo en las aulas universitarias y a través del Ministerio de Educación en múltiples acciones relacionadas con la educación nacional.

A mi entender, el sentido del galardón que me ha sido otorgado por la Fundación Corripio y el Ministerio de Cultura es el reconocimiento de variadas vocaciones en mi persona. El veredicto que lo justifica revela esa intención en la decisión del jurado.

En mi perfil, la vocación del académico y la del escritor son inseparables. No existe divorcio entre la producción científica y la producción literaria; entre ciencia y literatura.

¿Cuándo me otorgó este premio el jurado estuvo pensando solamente en mi personal condición, o tuvo como referencia el paradigma universal de ilustres personajes que son a la vez artistas, escritores y científicos?

¿Estaría el jurado pensando en los más grandes humanistas de nuestro país, los hermanos Henríquez Ureña: Pedro, Max y Camila, quienes nos enseñaron con sus ejemplares acciones educativas y sus producciones científicas y literarias que en el proyecto humanista pueden confluir la entrega a la labor social, a las letras y a las ciencias?

De ser así, me siento aún más gratificado y honrado por merecer este eximio galardón.

Muchas gracias

26 de febrero de 2019.

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