Sobre el lenguaje inclusivo
Por José Luis Moure
Es una evidencia comprobable que los cambios lingüísticos que se imponen en una sociedad son aquellos que alcanzan difusión en los sectores más vastos de la población, y que usualmente —con las excepciones esperables en todos los procesos humanos— nacen de procesos evolutivos de la propia estructura del idioma, de la búsqueda de una mayor expresividad (sobre todo en el léxico), de la designación de realidades antes inexistentes (el mundo de la técnica es un buen ejemplo), y en una suerte de corolario de esto último, de las modificaciones sociales compartidas. En lo que atañe a la gramática propiamente dicha, suele prevalecer casi siempre una simplificación del sistema. Esta explicación es necesaria para entender mejor lo siguiente.
En la propuesta “inclusivista” es preciso separar la preocupación que está en su base —legítima en tanto procura el reconocimiento, defensa o ampliación de derechos de un sector de la sociedad— de los mecanismos, en este caso de intervención en la lengua de quinientos millones de usuarios, a los que se confía la empresa.
De las varias intervenciones que se han venido proponiendo en los últimos tiempos, acaso la menos espectacular consiste en imponer que se desdoble la mención del sustantivo afectado haciendo visible el género femenino (“señoras y señores” —ejemplo en el que se advierte que el procedimiento no es nuevo—, “los y las estudiantes”, encomendando al artículo la visibilización femenina, etc.). Cabe preguntarse si la mayor parte de los hablantes necesitará afectar la economía de su expresión recurriendo a ese mecanismo de redundancia, pero se trata de una elección cuya aceptación y generalización es impredecible.
En cuanto a la idea de unificar con la vocal “e” las distinciones de género presentes en los sufijos nominales “-a(s)” (femenino) y “-o(s)” (masculino), más que desaprobar la propuesta, parece conveniente exponer las razones que permiten anticipar su fracaso:
a) No surge como cambio “desde abajo”, es decir, como una progresiva y por lo general lenta necesidad expresiva de un número considerable de hablantes, sino como una propuesta “desde arriba”, numéricamente minoritaria nacida de un grupo de clase media que busca imponer con marca en la lengua un valor en torno a un reclamo social.
b) No implica una simplificación del sistema preexistente, sino una complicación inducida. Esa intervención afecta la estructura misma del idioma en su sistema de desinencias morfológicas de género (elaboradas a partir del latín y a lo largo de siglos), proponiendo la inserción de una terminación artificial arbitraria (vocal “e”, ¿por qué no “i”?) sin existencia en la conformación histórica de nuestra lengua.
El empleo de la arroba u otro signo que busca neutralizar en la escritura la distinción de género, aunque es un recurso probablemente también destinado a desaparecer, es en verdad mucho más inocente, porque deja constancia exclusivamente gráfica de esa voluntad —llamémosla “social” o “ideológica”—, sin proponer la asignación de un sonido diferenciado, que es, como hemos intentado explicarlo, interferencia lingüística mucho más grave.
La hipotética introducción de esos sustantivos y adjetivos artificiales terminados en “e” daría nacimiento a otros problemas no despreciables, como las dificultades que implicaría la enseñanza del nuevo sistema (el cuestionable entrenamiento de los padres, maestros y de la población en general), la puesta en peligro de la unidad del idioma de veintitrés naciones si ese cambio se impusiera solo en ciertos lugares, como todo indica que podría suceder si se avanzara desacompasadamente en esa línea, y etcéteras que seguramente surgirían a medida que se profundizara la reflexión sobre el asunto.
Una observación final. No deja de ser paradójico que se reclame a las academias y a las instituciones una intervención en la lengua, cuando lo general en los últimos tiempos ha sido un mal disimulado rechazo hacia cualquier política de imposición normativa.
José Luis Moure
Presidente Academia Argentina de Letras
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