Mariano Lebrón Saviñón: el fuego de la palabra peregrina

Por José Rafael Lantigua

 La fuerza del poema radica, sustancialmente, en su lenguaje y en la forma en que ese lenguaje transmite una esencialidad y una visión del mundo y de la vida. El poema es un diálogo cruzado entre la palabra y la revelación. El poeta crea una realidad desde el conocimiento y desde este entorno de la conciencia facilita el surgimiento de otra realidad, la de la revelación. No se podrá comprender el alcance del poema, su entidad, sino se alcanza a poseer su unidad, la palabra que crea sus signos y oferta su velo creador.

La trascendencia de un poema y la estatura de un poeta no deben medirse nunca bajo el rasero de las formas y tal vez mucho menos con la aplicación de mecanismos estilísticos, simbólicos, psicológicos o comparativos con otras disciplinas. El poema es mucho más. Es la sustanciación del Yo y sus alcances. Es la transformación del ethos del poeta para transfigurar su relación con la vida y sus trasuntos, y compartir desde la perspectiva de su revelación los envites y cultivos de sus fuegos interiores y el flujo de sus imágenes. “El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos”, ha dicho Octavio Paz.

Cuando leo un poema, cuando me integro a la lectura de una obra poética, no reparo en formas ni estilos ni en las siempre odiosas e inútiles comparaciones que es propia de algunos ejercicios críticos, de insertar el poema a clasificaciones que creo ajenas al orden poético. Busco lo que el poeta ha deseado transmitir desde su mismidad, la convocatoria que el poema construye para invitarme a descubrir su imaginario, desde el ser y su imagen, desde las coyunturas propias, íntimas y entrañables del hombre o la mujer que, en la poesía y su ritmo, encuentran la manera de transfigurar su existencia y referir la historia de su gravitación humana.

Independientemente de que pueda leerse bajo esas formas y lenguajes, y de que uno termina siendo influido por el estilo y la retórica en la lectura poética, yo leo el poema al margen de psicologismos o sociologismos, incluso sin detenerme en hermetismos o  en lo que Paz llama “nomenclaturas tradicionales”. Yo busco en el poema lo que su creador transmite, lo que revela, la biografía que me brinda, el sueño, las afrentas, las escapatorias, las afluencias, la perspicuidad, los resplandores, el ensamblaje de silencios, soledades, sombras, vacíos y estrépitos que la existencia crea y disemina. Un poema o toda la poesía de un poeta pueden no alcanzar las alturas del Machu Picchu, pero puede permitirme conocer la biografía humana y sentimental del hombre o de la mujer que edifica su obra. O puedo conocer sus vaivenes vitales, sus desiertos, su desiderátum, sus quebradas, sus desafíos, su lealtad a un decir y a una querencia resistente. Decía Gerardo Diego que la poesía es un “lenguaje incorruptible”. Y no se corrompe porque es el lenguaje del ser que la habita, del ser que la construye, del ser que la levanta. De ahí, sus incógnitas, sus misterios. En el poema yo descubro la tintura del sujeto que lo enuncia, se me revela el acarreo del que carga sus sentimientos, me conduce al conocimiento de su torrentera. Es hermosa esta definición de Lorca: “La creación poética es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces, no se sabe de dónde, y es inútil preocuparse de dónde vienen”.

Mariano Lebrón Saviñón hizo del poema una forma de enunciar sus vínculos con el amor. Y esa es su biografía. Su poesía es su biografía desde los caminos devocionales, galantes, estimativos del amor. Es uno de los poetas más coherentes de la poética dominicana. Toda su poesía, hasta la que se interna en las angustias y dolores de la realidad social, está contemplada desde el amor y sus vías. El romanticismo llenó sus alforjas. Y en ese fuego abrasador, sustentó toda su peregrinación poética desde que a los quince años de edad comenzara a dar a conocer sus primeros sonetos. (“No era nadie:/ era el susurro/ de tu voz en la rosa […] No era nadie,/sólo el fulgor/ de tu recuerdo en la ausencia”.) Y a esa edad tempranera, adolescente en cierne, proclama desde ya lo que fue tema y esencia de su poesía, desde las distintas perspectivas de su abordaje. (“Canéfora de amor/ yo tengo un sueño. […] Y tremolar de canciones/ y flores en mi cancionero/ y tengo tesoros tuyos:/ los de tus ojos, los de tus senos,/ los de la comba radiante/ de tu vientre pregonero./ Y aún tengo más,/ tengo un sueño”.) Es una proclama. La percibo como un edicto de lo que habría de ser su poesía, del tema, fondo y sustento de la poesía que irá construyendo, paso a paso. Quince años y el peregrinaje inicia teniendo a los “Versos sencillos” de Martí, a la gloria de Antonio Machado y a la muerte de uno de sus íconos irrenunciables, Federico García Lorca, como motivos para levantar su poesía. Cuando cumple los dieciocho, la forma varía, el estilo se ensancha, pero el tema lo persigue, lo arropa, lo conduce. Es la conciencia de su conciencia. Su identidad. Una plenitud que sólo está lista para continuar su derrotero, no para abandonarse a otras cuitas, a otros desafíos. (“Se asombrará la tarde./ Tocaré tierra con mi cara de extraño/ peregrino./ Todo estará igual:/ el rosal, el recuerdo, mi mirada/ y mi anhelo de ayer./ Tendrá el cielo cadencia de ternuras/ Y tú,/ y tú/ ¡quién sabe si me habrás olvidado!”.)

El amor, la soledad, las ausencias, el mar, la muerte: todo lo que a los románticos les fue materia imprescindible de expresión y dominio, serán elementos constantes en la configuración de la poesía de Lebrón Saviñón. A su decir romántico, se le agregará uno propio: el trópico. Un fuego que delinea su peregrinaje, su camino, el fragor de sus canciones. Tiene ya veinticinco años y sigue en sus quince, creciendo. (“Bajo el álamo en flor te di mi beso./ Tú estabas como el canto de la tarde,/ iluminada y pálida y rendida./ Y temblamos los dos en el estanque”.) Es sorprendente, pero cuando tiene apenas diecisiete años, cuatro años antes de que surgiera La Poesía Sorprendida, Mariano Lebrón escribe el que, a mi juicio, es su poema más representativo y una de las piezas que forman parte del conjunto histórico de la poesía dominicana. Con “Me duelen estos hombres”, el poeta parece variar su identificación persistente con la escuela romántica. Empero, el dolor por la observación del drama social se une desde su clamor, al amor por los humildes, aquellos del “montón salidos” que poetizara Federico Bermúdez, otro de los poetas admirados por Lebrón Saviñón. (“Estos hombres me duelen. Vestidos de sudor/ comerán pan amargo y agrio como la vida,/ amasan la caricia del trigo y del amor/ y recogen la ofrenda de un trabajo perdido/ en el vientre fecundo del engaño y el dolor./ Pero ya están pegados a la tierra/ como su complemento […] Y por eso me duelen estos hombres […] me duelen en el alma,/ me duelen en el pecho su canto y su mirada”. Y he aquí uno de los trozos poéticos más emotivos y fundamentales de la poesía dominicana: “¡Ay! Esos hombres tristes, montón de piedra dura,/ (arteria de cantera formando su nervura),/ no saben de la dicha, no saben de la gloria. Me duelen en el alma, me duelen en la historia. […] Y en tanto que ellos sigan sin mañana ni sol,/ me seguirán doliendo, seguirá mi dolor.”)

El peregrino seguirá su camino. Y a los veintiún años –sigue siendo un adolescente- se produce un fenómeno que reseña la historia de nuestra literatura sin otorgarle la importancia que tuvo, en términos simbólicos y creativos, el hecho. Yo lo conté del siguiente modo, hace cuarenta y dos años, cuando salía de la adolescencia, en mi biografía de Domingo Moreno Jimenes. El poeta postumista me lo contó tal cual en su humilde morada del Barrio de Mejoramiento Social. Lo resumo: En 1943, Moreno Jimenes va a ser copartícipe de una experiencia poética muy singular. Se trata de un experimento lírico tridimensional, en el que tres voces actúan de forma conjunta, aunque con acento individual, pero siempre alternada y concurrente. Sus creadores –Mariano Lebrón Saviñón, Alberto Baeza Flores y el propio Moreno- le llamaron Los Triálogos. En Los Triálogos se intenta una poesía de tres caras, de tres posibilidades, según lo definiera el chileno Baeza Flores, donde se va a cuidar mucho la estética expositiva y se va a poner en juego la sensibilidad de los poetas actuantes, una especie de test valorativo del coeficiente creativo del poeta, quien para crear ha de meditar con una rapidez que quepa dentro de la sensibilidad propia de un creador original y trascendente. “Empezamos a caminar –dice Baeza- siempre hablando, como si no existiera el día del pan y de la necesidad. Transfigurados, nos transfiguraba también”, queriendo significar la acción influenciadora de Moreno. “Mariano Lebrón Saviñón –alto, vehemente, escuchador y discurseador. Moreno Jimenes, profético, sentencioso, brillante, augurador-. Yo, bastante hechizado por ese frenesí que iba a desembocar en Los Triálogos”.

El proceso creativo tan distintivo de Los Triálogos se desarrolló mientras los tres aedas –Moreno, Baeza y Lebrón- caminaban por la ciudad, haciendo sus paradas en lugares diversos, parques, sitios de expendio de frituras. Nunca cesaban de crear. Creaban, poesiaban, mientras conversaban de manera continua, sin detenerse, ni siquiera cuando saboreaban unos “fritos” de Villa Francisca o de la Avenida Mella.

Quizás aquella acción podría parecernos hoy extravagante y propia de ingenios cuya clarividencia estaba opacada y era reacia a un compromiso más formal con la literatura. Sin embargo, Los Triálogos no pueden ser comprendidos mejor como experiencia literaria si no se escudriñan las raíces del momento histórico que vivía el país para ese tiempo. Comenzaban a patentizarse las contradicciones del régimen trujillista. La ciudad era el espejo de una realidad que apenas iniciaba los balbuceos de su inacción creadora en el marco de las concepciones culturales, vistas estas como fuente libre de ataduras y vehículo potencial para el desarrollo intelectual. Al otro lado, el mundo estaba siendo víctima de los flagelos del nazismo y de la desgracia de la guerra. Vuelvo a citar a Baeza Flores: “El mundo nos golpeaba y en medio de ese ambiente epocal intenso, ensayábamos una poesía tridimensional como un testimonio humano, para afirmar lo humano, en nuestra medida. Para una fe de vida, rodeados de tanta muerte, que nos salpicaba, allí y acá…No era una evasión, era el inventario al borde de los abismos del infierno. Así nacieron Los Triálogos”. Sus protagonistas: tres poetas con distintas nervaduras y de edades desiguales: Moreno Jimenes, de 49 años; Baeza Flores, de 29; y Lebrón Saviñón, de apenas 21 años de edad.

No existen antecedentes de acciones poéticas similares que conozcamos. Se estaba creando pues una experiencia, se estaba escribiendo un expediente nuevo en la lírica hispanoamericana. Los poetas aprovechaban los parques en las horas nocturnas para resumir las acciones del día. Así surgieron los libros o cuadernos que contenían Los Triálogos. Citamos siempre a Baeza porque fue de los tres el que dejó constancia más detallada del suceso. Dice: “Se escribía de acuerdo al tema que surgía, que lo ponía un poco al azar, y luego hablábamos de manera bastante continua, espontánea, escribiendo muy rápidamente, en una continuidad sin tregua, para no perder el estado de gracia poética”.

Esta poesía triangular, experiencia colectiva de tres poetas al unísono, aunque conservando sus individualidades, se constituye sin pretenderlo sus creadores, en un acopio de vanguardismo en el contexto de la literatura hispanoamericana. Poesía a tres voces que fue un ensayo dimensionalmente poliestructural, un intento cuasi-aristotélico, insertado en las testas de imaginación indómita de poetas de tiempo completo que salen un buen día a la calle en medio de las gentes, atónitas e irreverentes, mecánicas y sojuzgadas, a crear, a expandir el pensamiento, a abrirle alas a la imaginación en el mejor sentido de la frase. Moreno Jimenes definió esta transfiguración callejera a su modo, quiero decir como el poeta auténtico que fue: “Los Triálogos: murieron tres hombres. Nacieron tres hombres. Dios no tuvo nada que decir y volvieron a renacer los innumerables hombres de la tierra”.

Fue otro escaño en el trajinar peregrino de Lebrón Saviñón, de quien dice Manuel Rueda que “además de su juventud se daban en él condiciones excepcionales de fervor y brillantez”. Los Triálogos fue un acto de poesía sorprendida, aunque Ramón Francisco afirma que, contrariamente a lo que Moreno, Baeza y Lebrón consideraban, “fue la poesía quien los sorprendió a los tres”. Mariano continúa su peregrinación poética y se integra al movimiento de La Poesía Sorprendida, el más relevante agrupamiento poético de nuestra historia literaria. Tiene aún 21 años. El movimiento nace en octubre de 1943 y Mariano había cumplido esa edad en agosto, o sea apenas dos meses antes. Rueda, apoyado en textos poéticos de Lebrón Saviñón y Manuel Valerio, afirma que los sorprendidos vivían “dentro de una realidad maravillosa, común a todos los del grupo, en una especie de Pentecostés donde a cada uno se repartió el fuego de la lengua unido a profundas experiencias comunitarias”.

Y así continuó el peregrino de la poesía en sus andares, junto a su canto, apegado al trópico y al amor (“Tu sol, trópico undoso, grita y canta/ y vibra como hermosa cabellera./ Aroma y canta y grita el sol, y aroma”). En su textualidad, surge el “trópico sin dolor”, el “trópico loco”, el “trópico enardecido”, las “luces del trópico”. Lo vislumbra de distintos modos, lo acoge y lo invoca con diferentes medidas. Clásico, neoclásico, romántico. Etiquetar sus formas es reducir su discurso poético, tan pleno, tan en sólida comunión con la palabra y la imagen. Será sin dudas todo lo que de su obra se dice, pero lo que importa es su andadura por una poesía que no rompió esquemas sino que los sostuvo. En Lebrón Saviñón, los dilemas clásicos del poema se mantuvieron incólumes. Los críticos, dice Rueda, se sorprendieron por “la frescura del tono”, y los profanos, por “el ropaje neoclásico”. (“Yo soy mi soledad/ y soy mi tarde./ Y soy la sensitiva despreciada,/ que se abre al sol y tímida se cierra”).

Nace como poeta en 1937 y llega a los sesenta con sus ademanes de amor, con su acento de olvido, con sus huecos tristes, con sus motivos de mar.  (“Nadie podrá lo que mi amor no pudo”). El romántico no cede. Ha peregrinado mucho para volver siempre a su punto de partida (“Yo volveré una tarde a tu primera estancia,/ mujer, junto a tu sueño de olvido en desespero./ Veré tu hondo martirio en arco de esperanza./ Yo volveré una noche hablando a tu recuerdo”). Toda su visión, sus cantos, sus paisajes de sombras, latieron fundamentalmente en los cuarenta. Su mejor obra está allí, en ese decenio. Arribará a los sesenta y continuará su peregrinaje poético hasta la entrada del milenio, a pesar de ser un poeta de escasos libros. Y siempre será el amor el motivo que impulsará su numen. (“Mujer, déjame solo hasta el milagro triste de tu mirada fría./ Mujer, déjame triste en soledad de musgo/ melancólico y solo con mi vida/ hasta el cielo imponente de tus cruces”).

He ahí la obra del último de los  poetas románticos dominicanos. “Apertrechado de Bécquer y Machado, de Lorca y Fabio Fiallo”, asegura Bruno Rosario Candelier. Un poeta en quien se notaba el hálito de un Miguel Hernández y de un Rafael Alberti, en la consideración de Manuel Rueda. Diógenes Céspedes ve a Bécquer también influyendo en su poética, pero por igual al último poeta del romanticismo alemán, Heinrich Heine. Lo que importa resaltar: vivió bajo el fuego peregrino de su trajinar poético sin abandonar nunca sus coordenadas sentimentales y sus resonancias románticas. Desde el quinceañero que en 1937 inicia su camino en la poesía, hasta el poeta asentado y firme que arriba al año dos mil con sus mismas inquietudes y sus persistentes oleadas de amor. El paso del hombre que establece en 1956, a sus treinta y cuatro años de edad, su ideario poético, cuando advierte en “Elegía absurda”: “Tengo necesidad de mi alegría./ Tengo necesidad de mi dolor”. Y vuelve a repetirlo, como si necesitara confirmarse en su atuendo de querencias y aflicción, en 1968, cuando ya tiene 46 años: “Yo tengo mi dolor. Lo acuno ansioso/ en el rescoldo de mi amor: su nido..” Y en 1983, cuando ya cumple 61 años, proclama sin ambages: “Vuelvo a ser ruiseñor nostálgico de auroras,/ vuelvo a la lluvia alegre, a la canción del pino./ Aunque es de escarcha y nieve mi nostalgia/ he vuelto al primer trino”. Y seguirá gravitando en sus contingencias, en su tiempo de amor sin vencimiento, en sus canciones de irradiaciones, alientos, anhelos, soledades, estremecimientos y quejumbres de inconmovible pasión.

Manuel Rueda lo advirtió: sus “temas y estilos permanecen inalterables, únicos y compactos en su fluidez”.  Y lo vio como “el poeta del amor, de las imposibles realidades del amor”. Bruno Rosario Candelier lo observó “fiel a su estética original”, en cuya poesía se refleja “un sacudimiento emocional estremeciente con una gracia poética canalizada en la expresión cálida y límpida, ardorosa y cordial”.

Yo lo veo ahora mismo, con su voz tronante y su verbo sonoro, su palabra solemne y su trino poético, vivo, vívido, en las horas en que llegaba con su estatura humana e intelectual a las aulas de la universidad, donde fui su alumno de Historia de la Cultura y de Historia de la Literatura Dominicana. Era una fiesta escucharlo. Sabíamos algunos que ya el tiempo de su esquema literario estaba haciendo mutis, pero nos entregábamos solícitos a su palabra y a sus gestos y a sus hendiduras, aquellas que nos mostraron un camino y unas formas y una hechura para entender las letras y las altas dimensiones de la cultura y sus variados caminos. Sus cátedras figuran entre los grandes momentos de nuestra vida, como una herencia impoluta, como una huella que no la borra el tiempo ni las modas ni las argucias y vaivenes de la modernidad líquida. Con toda seguridad, ha de ser cierto lo que sentenció en su poema “A uno de tantos”: “¡nunca se muere una canción!”.

Bibliografía

Los humildes, Federico Bermúdez; Estudio: Joaquín Balaguer; UCMM, 1968; 110 págs.

Tiempo en la tierra, Mariano Lebrón Saviñón; Prólogo: Manuel Rueda; Editora Corripio, 1982; 240 págs.

Los Triálogos, Poesía a tres voces, Domingo Moreno Jimenes, Alberto Baeza Flores, Mariano Lebrón Saviñón; Editora  Mediabyte, 2003; 83 págs.

La Poesía Dominicana en el Siglo XX, Alberto Baeza Flores; Prólogo: Héctor Incháustegui Cabral; UCMM, 1976; 671 págs.

Domingo Moreno Jimenes, Biografía de un poeta, José Rafael Lantigua; 5ta edición, Editora Búho, 2006; 234 págs.

Vuelta al ayer, poemas, Mariano Lebrón Saviñón; Ediciones El Pez Rojo, 1997; 85 págs.

Bajo la cruz del sueño, Mariano Lebrón Saviñón; Biblioteca Nacional, 2002; 45 págs.

Desde un prado luminoso, poesía completa, Mariano Lebrón Saviñón; Ediciones de Cultura, 2011; 412 págs.

Poemas de amor de Mariano Lebrón Saviñón; Compilador: Julio Jaime Julia; Editora El Siglo, 2011; 60 págs.

Infinitestética; El tercer libro de Los Triálogos; Domingo Moreno Jimenes, Alberto Baeza Flores, Mariano Lebrón Saviñón; Ediciones de La Poesía Sorprendida; Librería Dominicana, 1943; s.n.p.

Antología poética, Heinrich Heine; edición bilingüe; Introducción: Berit Balzer; Ediciones de la Torre, 1995; 238 págs.


José Rafael Lantigua es miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Ocupa el sillón A que perteneciera al fundador de esta corporación, Mons. Adolfo Alejandro Nouel, Arzobispo de Santo Domingo.

 

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