Conferencia de León David sobre Pedro Henríquez Ureña
Comienza el disertante con el señalamiento de que en la actualidad solemos topar con dos formas de crítica literaria: la impresionista, en la que “la obra de arte presta materia a otra expresión artística”, enfoque que “vale lo que vale como artista de la palabra el que lo prohíja”, y la crítica académica o especializada que pretendiéndose científica y objetiva acostumbra “hurtar el cuerpo al juicio de valor” y “atascarse en minuciosas consideraciones de pormenores irrelevantes”. Frente a ambas modalidades críticas se yergue, en opinión del conferencista y académico dominicano, una tercera que le merece el calificativo de “medular” porque “va al tuétano y solo con el tuétano se sacia”. A este género de acometimiento estimativo pertenecería la reflexión sobre arte y literatura de Pedro Henríquez Ureña porque este “no se pierde en el tupido bosque de lo accesorio o meramente circunstancial. Nunca se distrae de su objetivo. Hace eje de la indagación el espíritu del autor plasmado en los motivos que le inspiran y en la singular manera como han sido articulados desde la crepitación anímica de la palabra”, comentó el atildado expositor.
Con el fin de fundamentar lo argumentado, el charlista procede a citar fragmentos distraídos de varios ensayos en los que el ilustre polígrafo dominicano reflexionó sobre la obra de connotados escritores hispanoamericanos y españoles (Gastón F. Deligne, José María Gabriel y Galán, José Enrique Rodó, Juan Ramón Jiménez, Azorín, Juan Ruiz de Alarcón, etc.), destacando la novedad, originalidad, profundidad y permanente validez de sus valoraciones. Por lo demás, según el disertador, la cualidad señera de los ensayos críticos de Pedro Henríquez Ureña se funda en que “no fueron concebidos con el fin de satisfacer a un puñado de doctos profesionales de la crítica, sino para servir de suculento manjar espiritual a cualquier hombre que, habiendo alcanzado un grado medio de cultura, se sienta atraído por el universo desconcertante y enigmático de la literatura y el arte”. Virtud a la que es imperativo añadir esta otra: que el humanista de Quisqueya “aspira a la plenitud de lo exhaustivo y terminado”, por lo que “no se desentiende su estudio de ninguna de las tres fases esenciales de la sensata apreciación literaria, esto es, explicar, clasificar y juzgar”. Por si lo hasta aquí asegurado fuera poco, entiende Jimenes Sabater, o León David si prefiere su pseudónimo, que “el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña se muestra siempre comprensivo, hospitalario, cordial” y que “uno de los primores menos discutibles con que se adorna es su desdén por todo dogmatismo, sea este de método, escuela o teoría”. Considera el conferencista que su cualidad señera es el equilibrio, de lo que “da indicio fehaciente su labor exegética”. Parejo aserto lo ilustra el disertador al comentar ciertos enjuiciamientos del crítico dominicano sobre Gastón Deligne, José Joaquín Pérez y Lope de Vega, así como también, su opinión sobre la poesía cubana de principios del siglo XX.
Otro aspecto del ensayismo crítico que pone de resalto Jimenes Sabater en su disertación (asunto que le merece una amplia digresión) es el hecho de que Pedro Henríquez Ureña, a diferencia de la caudalosa cofradía de escritores que intentan “convencernos de que no existen normas de universal validez que, en materia de estética, faculten para determinar el mérito o la ausencia de mérito” de la obra literaria, cree a pie juntillas en “la bienhechora influencia del canon”. El magno polígrafo dominicano “no se ruboriza por pensar que hay obras maestras; que el buen crítico es el que más las ama y mejor las conoce; y que la función principal de una crítica sana consiste en contagiar al lector, espontáneamente inclinado a los arrobamientos del espíritu, con el entusiasmo por la dignidad de la palabra y la nobleza de la forma”. Y para comprobar la verdad de lo afirmado, cita y comenta el expositor ciertos planteos extraídos de las cavilaciones que llevan el encabezamiento de “Caminos de nuestra historia literaria”. A lo que agrega que “para Henríquez Ureña la ocupación del crítico cumple un propósito preponderantemente didáctico. Enseñar, orientar, auxiliar al lector a discernir los primores del texto es su insoslayable cometido: “De ahí su persistente reclamo de claridad al cultivador de la prosa analítica”. Insiste León David en que “la marcada propensión a la tersura estilística, a la sencillez elocutiva, cobra en dicho autor carácter poco menos que obsesivo”. Y remachando en el mismo clavo, concluye sus consideraciones en torno a ese tema con la siguiente aseveración: “La entera obra de Pedro Henríquez Ureña cabe ser conceptuada porfía descomunal, heroica, por rescatar el pensamiento del hastío y la intrascendencia que hoy nos agobian, y que él, mejor que nadie vaticinó. Su apasionamiento por la pureza expresiva en ese contexto debe ser situado. El anhelo de pulcritud verbal, su testaruda insistencia en evitar preciosismos y hurtar el cuerpo a la ampulosidad y al efectismo retórico se orientan hacia un único y supremo horizonte: la dignificación del espíritu humano”, consignó.
Remató el charlista su discurso al señalar que siempre han existido dos modos de escribir a los que califica de “terráqueo” y “olímpico”. La primera modalidad es romántica, y clásica la segunda; mientras que el escritor terráqueo se singulariza por su propensión a trasladar a la superficie del lenguaje su propia fisionomía espiritual al extremo de que diera la impresión de que en él “el estilo es siempre una prolongación tangible, casi corporal de la persona”, el escritor de linaje olímpico, en contraposición, “asume una postura intelectiva, afectivamente distante, merced a la cual lo singular se diluye, los perfiles del yo son sistemáticamente escamoteados y el ademán verbal idiosincrásico puesto en sordina”. En criterio de León David es esta última forma estilística la que Pedro Henríquez Ureña enaltece en el ensayo Ariel que dedica al notable escritor uruguayo José Enrique Rodó cuando la define como “la transfiguración del castellano que abandonando los extremos de lo rastrero y lo pomposo, alcanza un justo medio y se hace espiritual, sutil, dócil a las más diversas modalidades, como el francés de Anatole France o el inglés de Walter Pater o el italiano de D’Annunzio”. Ese estilo que el maestro dominicano ponderara como “el que deja de ser el hombre para ser más definida su intelectualidad, aislada de su personalidad en cuanto esta sea obstáculo para la justicia y la pureza de la expresión” es, según el charlista, la que alienta “la prosa elegante sin ostentación, sencilla sin ascetismo, dúctil sin blandura, tonificante y erguida sin aspereza…”. Y finalizó su disertación con estas palabras: “Para describirla imposible no recurrir a la categoría de lo clásico”.
Santo Domingo, UASD, 11 de julio de 2017.