Intuición mística de San Juan de la Cruz llama viva de la creación teopoética
Por Bruno Rosario Candelier
A
Juan Alberto Tejada Méndez,
cultor ejemplar de símbolos interiores.
La contemplación mística
Fue san Juan de la Cruz quien vislumbró una singular llama en la noche oscura, el aliento vaporoso de la soledad sonora, así como la intuición de la inteligencia mística, que canalizó en textos de sabiduría teológica y en reveladoras imágenes de la creación teopoética.
El corazón del místico es un ánfora divina impregnada de amor y sabiduría sagrada: experimenta una empatía hacia personas y cosas; tiene una iluminación de lo Alto; y siente un amor infinito por el Padre de la Creación. Ese sentimiento de amor se manifiesta en el júbilo de su sensibilidad, y cuando se desborda, se vuelve un canto gozoso con su expresión emocionada, ardiente y entrañable por la llama que incendia el corazón de los espirituales. Entonces nace la poesía mística, con su triple vertiente estética, simbólica y sagrada, como la más alta creación de la inteligencia humana.
San Juan de la Cruz, el poeta místico por excelencia de las letras españolas, recibió el don de la poesía, el don del sacerdocio y el don de la mística, que fragua en su lírica teopoética mediante el arte de la creación verbal en el más alto grado de la emoción estética y la fruición interior. La creación teopoética se produce en virtud del sentimiento de lo divino. Fluye el anhelo de expresar el torrente emocional, imaginativo y espiritual, que se desprende de una sensibilidad extasiada ante la Belleza sutil y el Misterio trascendente. Y vive una creación que expresa no solo lo que experimentan sus sentidos, sino la hermosa realidad que su intuición percibe. En el fondo de esa creación, hay un sentimiento de ternura sagrada mediante los fenómenos que lo apelan con su encanto. Y adviene el deseo de expresar lo que siente el corazón en un canto hermoso y dulce, ardiente y apasionado.
La creación teopoética es el resultado de una vocación sublime y de una sensibilidad con predilección por la vertiente mística. Y tiene motivos especiales que la inspiran. La sensación de sentir el mundo como creación divina genera el sentimiento de identificación emocional, intelectual y espiritual por lo viviente.
Y todo le habla al místico de Dios, y en todo ve la huella de Dios. Se trata de la participación y la concepción del vínculo divino. En esa vivencia los niños, los poetas y los místicos tienen en común que experimentan un sentimiento de participación con la cosa y de compenetración con todo en virtud del nexo divino que los une. Por eo el místico termina siendo partícipe de una sabiduría profunda que le revela el sentido de fenómenos y cosas o participa de una revelación que le permite aproximarse al misterio del mundo y a la fuente primordial de lo viviente.
En el místico nace un poderoso sentimiento de empatía universal, ternura cósmica y amor divino. La esencia de la vocación mística es el amor, y el amor es una gracia divina. O una llamarada de Dios en el corazón. En virtud de esa gracia aflora un júbilo interior ante el esplendor de la naturaleza. San Juan de la Cruz, el sacerdote y poeta de Ávila que vino al mundo con el nombre de Juan de Yépez, sentía en su sensibilidad el sentimiento que mueve a los iluminados, santos y profetas a expresar su valoración del mundo con la fuerza que despierta su vocación creadora, espiritual y estética. A los poetas místicos los mueve una singular apelación que opera a modo de llamada secreta que atizan motivaciones especiales. En el caso de san Juan apreciamos la señal de una comprensión amorosa del mundo. El poeta abulense se sentía concitado por un espíritu de amor y una inteligencia de lo divino. Movido por una apelación sagrada, su vocación contemplativa era la manera de sentir el alma inflamada en espíritu de amor. Un deseo de iluminación espiritual potenciaba en él el disfrute de la gracia divina, los valores sublimes y la belleza suprema, que culmina en el amor místico, es decir, en ese anhelo de sentir y gozar la unión con Dios.
El santo español, en su condición de sacerdote, poeta y teólogo, fue reconocido como Doctor de la Iglesia y patrono de los poetas. Por eso desde su fundación el Ateneo Insular invocó a san Juan de la Cruz como su patrono espiritual, modelo de creador. Su concepción teológica participa de los dichos de amor en inteligencia mística. Entendía que había que saltar de la vía sensible y la vía imaginativa a la vía contemplativa de la trascendencia para entrar en la vía del espíritu. La vía contemplativa supone un vínculo con lo sensorial, un contacto directo con las criaturas vivientes, para sentirse uno con todo, y en esa relación sensorial, afectiva y espiritual con la naturaleza, halla la forma de comunicarse con Dios.
Concepción espiritual y estética
El gran lírico español pertenecía a la Orden de los Carmelitas, que él ayudó a reformar y reorientar con su sabiduría mística y su formación teológica. Este grandioso poeta, místico y sacerdote carmelita creía en el amor como la fuerza que nos une a Dios por cuanto la dolencia divina descubre y revela el sentido de la vida, el valor interior de las cosas y la fuente de la gracia divina. El amor puro y sagrado germina en las almas desapegadas de los bienes materiales y, sobre todo, en quienes desarrollan su sensibilidad con pureza, sabiduría y bondad. La sabiduría mística, la más alta cima del desarrollo espiritual, pasa del conocimiento de las imágenes sensibles al conocimiento de las vías suprasensibles o sobrenaturales mediante la intuición del sentido y la experiencia de lo sagrado. El místico abulense asumía ese don como una gracia divina. Por supuesto, que esa gracia enriquece y potencia la sensibilidad, la visión del mundo y la conciencia espiritual.
En el caso particular de nuestro poeta su sensibilidad estaba marcada por una definida ternura divina con una capacidad de amor inmenso. Y en virtud de esa sensibilidad abierta había en Juan de Yepes una empatía universal hacia todo. Dotado de la gracia poética, la gracia mística y la gracia sacerdotal, su alma vivía inflamada en el amor divino, y esa inclinación amorosa de ver y sentir la huella de Dios en todo lo inclinaba cordialmente hacia criaturas, cosas y elementos.
El místico percibe el mundo como una emanación divina y su visión de la trascendencia pone en el más allá el más alto bien. Para buscar y sentir a Dios, el místico acude a la contemplación, el silencio y la oración, las vías para arrimarse a la realidad trascendente. El sentido de la contemplación implica entrar en el interior de sí mismo para escapar del cerco del mundo. Y es también una ocasión para vivir, en el fuero de la conciencia, la llama de la Luz divina. Los místicos se compenetran con lo viviente mediante una identificación sensorial, intelectual, afectiva, imaginativa y espiritual con lo contemplado y, en el goce de esa empatía amorosa, tienen una vivencia de amor, que es su cuota de eternidad. Desde esa experiencia espiritual se abren a la vivencia de lo sagrado y al sentido de lo Eterno.
Se cree que la experiencia mística se torna inefable por el misterio que entraña, por su condición cerrada y oculta, que es lo que significa la palabra “mística”, del griego myein, que significa ‘cerrado’, ‘secreto’, ‘oculto’, ‘misterioso’, como todo lo desconocido. Como no podemos ver a Dios, ni lo que está más allá del alcance de nuestros sentidos corporales, nos ponemos en contacto con criaturas, cosas y elementos de la naturaleza, y el místico lo hace con la convicción de que todo lo existente es creación divina. Como revelación del misterio o conocimiento revelado de verdades divinas, los místicos acuden a términos simbólicos para comunicar el fulgor extático de la experiencia mística. Algunas voces adquieren una connotación representativa por su irradiación trascendente. En tal virtud, la poesía mística participa de la gracia divina, y el poeta místico le da forma a la vivencia espiritual que lo cautiva cuando vive el estadio de contemplación, silencio y oración:
Y si lo queréis oír
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divina Esencia:
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
En su prólogo al Cántico espiritual, san Juan de la Cruz enseña que se trata de una apelación a “lo puro del espíritu” para llegar a valorar, mediante la contemplación, las verdades divinas (1). Significa que la poesía mística, en su peculiar dimensión como vivencia de la gracia divina, entraña la comunión de valores trascendentes en tanto vivencia sagrada de lo Alto. Para formalizar esa vivencia, el contemplativo necesita soledad, adobada del silencio y la gracia amorosa. El poeta lo revela en Cántico espiritual:
Y si lo queréis oír
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divina Esencia:
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
En su prólogo al Cántico espiritual, san Juan de la Cruz afirma que se trata de una apelación a “lo puro del espíritu” para llegar a valorar, mediante la contemplación, las verdades divinas (1). Significa que la poesía mística, en su peculiar dimensión como vivencia de la gracia divina, entraña la comunión de valores trascendentes en tanto vivencia sagrada de lo Alto. Para formalizar esa vivencia, el contemplativo necesita soledad, adobada del silencio y la gracia amorosa. El poeta lo revela en Cántico espiritual:
En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su Querido,
también en soledad de amor herido.
La poesía mística tiene como base el sentimiento de lo divino y como tema el amor a Dios. Contemplar es ponerse en comunión con lo viviente, meditar las cosas divinas y vivir los misterios religiosos. La contemplación se asocia a la palabra “templo”, lugar de recogimiento, silencio y oración que invita a una mirada reflexiva, sosegada y sagrada sobre los misterios de la vida y el sentido de la trascendencia, y esa mirada contemplativa se hace en la soledad del cubículo, la alcoba o el templo, de manera que el resultado de esa vivencia espiritual se fundamente en la contemplación de lo divino. El poeta místico hace de su mundo interior un templo y, del mundo circundante, la fuente contemplativa de la vía sensorial para modelar, a imagen y semejanza de la Creación, la sustancia que amasa, con el gozo del amor divino, su música íntima. Transido de la gracia divina, el místico contempla jubiloso el esplendor del mundo y a su través el misterio de lo Eterno.
San Juan de la Cruz (1542-1591), sacerdote y poeta, pensador y místico, hizo de Ávila el centro espiritual de la mística y, de su poesía, la cumbre mística de la lírica española con Noche oscura, Llama de amor viva y Cántico espiritual. De hecho, esos poemas sanjuanistas constituyen la más alta expresión de la lírica mística, que es un rasgo distintivo de la poesía española. Su formalización entraña la divinización de la lírica mediante la poesía a lo divino, peculiar de los místicos españoles encabezados por el santo poeta carmelita de Ávila. La poesía mística es la base de la tradición espiritual de la literatura hispánica que se sitúa, como infiere Dámaso Alonso, “en el centro vital de las letras y del espíritu de España” (2).
Un rasgo distintivo de la poesía mística es la asunción del amor y el erotismo, transmutados con la gracia divina en su sentido sagrado. Los poetas místicos asumen el amor y la poesía amatoria para divinizarlos, y esa tendencia a la divinización obedece a sacralidad de su concepción espiritual y a la pureza de la experiencia mística, que se comunica mediante imágenes del amor profano, como enseñan los críticos españoles (3). La mística, con una vigorosa tradición en la lírica hispánica, florece en poetas creyentes dotados de dos excelsos dones: la gracia poética y la gracia mística, que se unifican en la creación teopoética para hacer del sentimiento de lo divino un tributo de amor al Padre de la Creación. Cuando al amor se aúna la gracia divina, se incendia el corazón del poeta con la más ardiente apelación de los sentidos dando lugar a la dolencia divina. Por eso el místico poeta de Ávila pudo escribir en “Llama de amor viva”:
¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres,
rompe la tela de este dulce encuentro.
Como saben los entendidos de la poesía mística, entre ellos Aurora Egido, Víctor García de la Concha y Luce López-Baralt, la locución “romper la tela” de ese encuentro, remite a la época del siglo XVI cuando un telar separaba en las casas la ubicación de los enamorados. El poeta siente una necesidad de expresión, y si a esa necesidad se suma la apelación de lo divino, se enaltece su sensibilidad y exalta su conciencia, fuertemente aguijoneada: herido de amor por la dolencia divina, apelado por el esplendor del mundo y concitado por la gracia sagrada, el poeta siente enardecidos los sentidos con una fuerza irresistible. Con esa motivación, contempla las criaturas del Universo, disfruta el encanto del mundo y aprecia el esplendor de lo viviente como un signo de la presencia divina, y entonces se excita su sensibilidad, se despierta su potencia creadora, se entusiasma su corazón, y canta; y en su canto expresa lo que sacude su emoción al sentir en contacto con lo visible los destellos invisibles de las irradiaciones estelares. Su expresión participa del júbilo místico en un testimonio armonioso, enaltecedor y edificante. Para lograr ese estadio de la espiritualidad mística, que entraña una transfiguración de la conciencia, el contemplador pasa por tres vías hacia el ascenso del espíritu en pos de la gracia mística, como dice el teólogo de Ávila: a) la vía de la purgación, que es la purificación o ascesis de los sentidos; b) la vía de la iluminación, que entraña la transfiguración de la conciencia mediante la gracia divina; y c) la vía de la unión, que conlleva la compenetración del alma del místico con el aliento, soplo o Ruah de lo divino.
Cántico de amor sagrado y puro
El poema del místico abulense, Cántico espiritual, inspirado en la dolencia divina, comienza con el dolor de la amada, que lamenta la ausencia del Amado y, al comunicar su estado emocional, para encontrarlo pide auxilio:
¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero:
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
La atribulada esposa interroga a las criaturas de la naturaleza, que responden exaltando las cualidades amables del Amado, y en su búsqueda desesperada acude a elementos contrapuestos (“oh vida, no viviendo donde vives”); contrasta la realidad y el deseo (“los ojos deseados/que tengo en mis entrañas dibujados”); y conjura con intención de ascesis los datos del mundo circundante que describe simbólicamente (“las montañas, los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos, / la noche sosegada,/ en par de los levantes de la aurora,/ la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora”).
La búsqueda del Amado que expresa la amada del Cántico, a pesar del sentido místico que se le atribuye, apuntala el deseo, que contraviene la tendencia mística, que postula la supresión del deseo. El lenguaje de amor en san Juan de la Cruz, dice Julio Castellanos, es “el lenguaje del deseo”: “Como poema místico es poema del deseo”, y el hecho de acrecentar el deseo, distancia la mística de la ascética (4). A menos que se aplique esa idea al deseo, no ya de la carne, sino del espíritu que anhela el bien divino.
En el amor humano, la búsqueda de la persona amada da sentido al discurso y sustancia a la pasión. En el Cántico espiritual, cifrado en el amor divino, la búsqueda del Amado da sentido al discurso místico y a la súplica de la amada. En la organización del poema, 32 estrofas corresponden a la amada, 7 al esposo y 1 a las criaturas. La amada busca con ansiedad la presencia del Amado y anhela la liberación de cuanto le impide llegar a Él. Con el corazón herido de amor, a la emisaria de los versos se le desmayan los sentidos y clama con el lenguaje de la pasión erótica:
¿Por qué, pues, has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me has robado,
¿por qué así le dejaste
y no tomas el robo que robaste?
Como todo amante insatisfecho, la amada se rebela contra lo que le impide vivir el amor con la presencia del Amado para sentir y disfrutar la dolencia divina. La acción dramática del poema, similar a lo que acontece en el bíblico Cantar de cantares por la ausencia del Amado, refleja la intensidad y el dramatismo con que el poeta sufre la dolorosa pasión al expresar lo que viven los amantes. En la imagen del poemario del místico de Ávila (“La dolencia de amor solo se cura con la presencia y la figura”), dicha en un contexto de iluminación espiritual, se puede inferir la alusión divina de la amorosa frase. Los poetas místicos usan el lenguaje del amor humano para explicar el sentido del amor divino, aliento que mueve la sensibilidad de creyentes, iluminados, santos y contemplativos:
¡Apaga mis enojos
pues que ninguno basta a deshacellos
y véante mis ojos,
pues eres lumbre de ellos,
y sólo para ti quiero tenellos.
¡Descubre tu presencia
y mátenme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura!
Tras los clamores el esposo accede al reclamo de la amada y se manifiesta con sus atributos. El poeta se vale de criaturas y datos naturales para exaltar las cualidades del Amado. Sabe el poeta que comunica aliento, gracia, luz, ternura y entusiasmo, lo que estimula el encuentro de amor entre los amantes, que hace hermosa la vivencia de amor que anhela el corazón y disfrutan los sentidos. La vivencia del amor se refleja en la pasión, el ritmo, el acento, las vibraciones del alma enamorada por el goce de la unión, la más alta apelación de los sentidos bajo la emoción de la carne florecida:
Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado
y a su sabor reposa
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.
El fuego que desata la búsqueda del Amado, igual que en El cantar de cantares que lo inspira, atiza el anhelo del corazón, que se desvive por el aliento de quien hace posible el más hondo reclamo del cuerpo y la más densa fruición del alma. A menudo la realización del amor encuentra escollos y peligros, como sabe todo amante. La persona lírica del Cántico espiritual desafía los posibles obstáculos para vivir la llama del amor, y alude a ellos en la imagen de la fiera, que tiene un linaje bíblico, para enfatizar su disposición de luchar contra miedos, obstáculos y enemigos:
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré por fuertes y fronteras.
Entonces el poeta describe los encantos del Amado. Se aprecia la dolencia del amor (¿quién que ama no sabe del dolor que entraña amar?). Enfatiza la dolencia del corazón llagado con la herida del amor, y exalta la vivencia de la pasión amorosa. Realmente el amor es el aliento contra la nostalgia, el desamparo y la soledad. Es la más intensa forma de sentir la vida con emoción y vivencia apasionada. Por eso al tiempo que nos alienta y vivifica, el amor evoca la muerte, porque lo más cercano al amor es la muerte. De ahí la relación entre Eros y Thánatos, es decir, entre el amor y la muerte, y a pesar de esa extraña asociación, el amor es el antídoto contra la soledad, el vacío o la nada, y por tanto es la más densa cuota de eternidad que experimentan los mortales. Leemos en el Cántico espiritual:
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.
Y allí me mostrarás
aquello que mi alma pretendía
y luego me darías allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.
Usando el recurso de la táctica amorosa, el Amado se ausenta, huye y no aparece, y entonces con su ausencia despierta el más intenso de los deseos y desata la más honda de la pasión del alma en la esposa enamorada, porque ella no advierte que lo lleva en sus entrañas: “Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”.
La amada finalmente satisface su anhelo de amor, y lo satisface desde la mirada porque la mirada es la forma más asequible para ratificar la presencia de manera que pueda sentir que cuenta con su Amado. En la mirada se percibe lo que siente el alma cuando ama. Y una mirada canaliza lo que cuece el corazón cuando experimenta el anhelo de sentir lo que calma su sed o reclaman los sentidos. De hecho, en el poema se produce la unión a partir de la mirada, en la que se identifican los amantes mediante la cópula de amor en la imagen de la fuente cristalina a la par del deseo reflejado:
Escóndete, Carillo,
y mira con tu haz a las montañas
y no quieras decillo;
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.
(…)
Por las amenas liras
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras
y no toquéis el muro
porque la esposa duerma más seguro.
(…)
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega
ya cosa no sabía
y el ganado perdí que antes seguía.
Se trata de la vivencia del amor en su punto culminante, el éxtasis de amor con el alma embriagada y los sentidos suspendidos en la llama que incendia el corazón bajo el aliento de la dolencia divina. El poema lo dice de esta forma:
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su esposa.
Es el lenguaje del amor, que enciende la pasión, atiza los sentidos y encanta el corazón y, a su través, concita una réplica traslaticia y simbólica, amorosa y mística, para buscar la unión divina, que es el más alto sueño del místico: conseguir la compenetración con la Divinidad, meta final de la búsqueda mística.
La llama de la pasión mística
El Cántico espiritual es la más alta expresión de la lírica mística, que se fundamenta en una contemplación amorosa de lo divino. Mediante la contemplación de la realidad, el poeta místico procura, con el concurso de la intuición, disfrutar la vivencia de lo sagrado. La realidad natural, como se aprecia en este poema sanjuanista, es la fuente de la contemplación. El esplendor del mundo se aprecia como expresión y cauce de la Divinidad.
Para canalizar la búsqueda de lo divino y expresar lo que capta la intuición mística, los poetas acuden a imágenes, símbolos y voces antitéticas que comuniquen la particularidad de la vivencia mística, que participa de una gracia trascendente. Y su creador tiene una sensibilidad especial potenciada por una ternura cósmica, una empatía universal y el amor divino. Tras quedar liberado por la vía purgativa de las pasiones cegadoras y las ambiciones desmedidas, de los egoísmos humanos y los apegos caducos, de las inclinaciones insanas y los intereses subalternos, su espíritu se imanta a la gracia divina que lo embriaga, y comienza un camino de ascenso espiritual a partir de la valoración de lo viviente como expresión de lo divino. La búsqueda mística que se opera en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz se funda en la vivencia de una experiencia de amor y una experiencia mística. De hecho, el poeta se vale del lenguaje del amor para transitar su vivencia espiritual. Y acude a términos y alusiones eróticas con una sensual ternura para dar comunicar el arrebato sublimador del misterio divino: “Allí me dio su pecho, / allí me enseñó ciencia muy sabrosa”; “cuando tú me mirabas, / su gracia en mí tus ojos imprimían”. Y tras el disfrute de la dimensión sensual pasa al goce supremo del espíritu, “do mana el agua pura”. La amada, entonces, busca la “llama que consume y no da pena”, porque la llama humana, la que enciende el fuego de los amantes, es dolorosa, y aunque alienta y alegra, también hace sufrir y penar, pero la verdadera llama, la llama de lo Eterno, “consume y no da pena”. En esa vivencia de amor el poeta asume lo contemplado como punto de referencia y medio de conexión para alcanzar la más alta vivencia del amor sagrado que anhela el místico en su alta contemplación espiritual. En ese proceso interior, asume y conjura lo real objetivo para dar el salto a lo real trascendente donde se halla su más preciado anhelo. De ahí la empatía cósmica con todo lo que le conecte con lo sobrenatural y, desde luego, la simpatía por la “soledad sonora”, la “música callada”, el “cautiverio suave”, fórmulas antitéticas para expresar la excitación de la pasión erótica que encalabrina los sentidos. Con ese fin, toma de la realidad natural los referentes físicos que usa como símbolos del ámbito trascendente en procura de la gracia divina, la llama alucinante y luminosa, el esplendor sagrado de lo eterno. Y busca vivenciar en su hondura entrañable el sentido último, que es la unión con lo divino. De ahí el hábito místico de ver la ‘luz’ en la ‘noche’, la ‘riqueza’ en la ‘desnudez’, la ‘vida’ en la ‘muerte’, el ‘todo’ en la ‘nada’, como infiere Leo Spitzer (5). Por eso el místico aprecia en lo simple, en la sombra, en la poquedad, una huella de Dios, y por lo mismo se despierta, en contacto con las cosas, la onda del destello sutil que opera el milagro de la luz, el júbilo del amor, la nostalgia del Paraíso que se aplaca en la jubilosa onda de la ternura consentida, en la presencia de una llama de amor o en el aletazo jocundo de lo eterno.
Esta singular vivencia de amor, este goce de la gracia mística, es una experiencia compatible con nuestra vida cotidiana, con cualquier oficio y condición, pues la vivencia mística no es un privilegio exclusivo de monjes, ascetas, iluminados y santos, sino de todo el que tiene desarrollada su sensibilidad espiritual y, cuando se trata de la creación poética, que imprime el aliento místico al arte de la palabra, además de la vocación creadora, es necesario sentir una singular apelación de íntima coparticipación en lo viviente, según el reclamo de una nueva conciencia mediante la contemplación trascendente.
San Juan de la Cruz es modelo de creador en la lírica mística y en Teología, razón por la cual la Iglesia Católica, además de distinguirlo entre los Doctores Místicos, lo declaró Patrono de los Poetas, como en efecto lo hizo su Santidad Juan Pablo II. La creación literaria del santo abulense encarna la excelencia mística y poética a la vez, porque alcanzó su comunicación con la Divinidad, que canaliza en una lengua mediante figuraciones simbólicas formalizados con términos y datos de la naturaleza. De la esfera de lo sobrenatural fluyen voces del Numen y de la Noosfera, que encierra la sabiduría espiritual y sagrada, de manera misteriosa la voz del Espíritu Santo, como la experimentaron Pablo de Tarso, san Juan de la Cruz y otros místicos que sintieron el aletazo del misterio y escucharon voces claras y entendibles. Por eso el contemplativo y místico de Ávila, san Juan de la Cruz, cuando la madre Magdalena del Espíritu Santo le preguntó, admirada por el portento de sus palabras, de dónde las sacaba para crear versos tan maravillosos, el carmelita le contestó: “-Hija, unas veces me las daba Dios y otras las buscaba yo”. Y así supo transmutar su pasión amorosa en una cálida dolencia divina revestida de un ardor espiritual. Por eso pudo decir: “Mi alma se ha empleado, / y todo mi caudal en su servicio;/ ya no guardo ganado /ni ya tengo otro oficio, / que ya sólo en amar es mi ejercicio”.
Se trata de una apelación suprema que transmuta la apelación erótica en cauce de amor divino. El místico de Ávila vivió su pasión de amor en su búsqueda de lo divino, y se valió de elementos naturales y de anhelos carnales que supo sublimar para cristalizar su búsqueda mística. El poeta y místico del Siglo de Oro español conjugó maravillosamente la erótica y la mística, las dos apelaciones más poderosas que sacuden la sensibilidad humana, y esas dos fuerzas subyugantes encontraron en el poeta abulense el armonioso punto de fusión en virtud de la sensibilidad poética, la apelación espiritual y la vocación mística. En esa relación entrañable y profunda, amorosa y mística, se potenció su vocación de amor divino para enaltecer la lírica mística hispánica:
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuera vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que andando enamorada,
me hice perdidiza y fui ganada.
Esa marca de la lírica hispánica se expresa en el empleo de formas poéticas popularizantes para acomodar la mística a formas expresivas de fácil comprensión, como el romance, el estribillo o las letrillas, y lo que tipifica el rasgo más definido de la literatura española, su vocación mística, en una clara apelación de lo divino. La poética sanjuanista establece un logro estético en su vertiente mística, que en sus rasgos estilísticos presenta matices del lenguaje y expresiones de la imagen en procura de lo inefable, propio de la contemplación:
No quieras despreciarme,
que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.
En otro pasaje del Cántico espiritual, que es un canto de amor, el sujeto lírico alude al amor que su corazón anhela, pero hay que advertir que el autor se refiere al amor divino: determinados términos y expresiones del celebrado poema, como ‘gracia’, ‘agua pura’, ‘cristalina fuente’, ‘noche sosegada’, ‘huerto deseado’ o ‘noche serena’, tienen una representación simbólica con una connotación mística por el sentido sagrado y divino que procuran y enfatizan esas singulares voces y expresiones de la lírica mística (6):
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura:
entremos más adentro en la espesura.
La creación poética del místico abulense representa una expresión de amor en inteligencia mística, no solo por las figuraciones y semejanzas con valor simbólico y connotación divina sino en atención a la abundancia de sentidos que colinda con la dimensión espiritual. Según san Juan de la Cruz, el alma puede alcanzar una “sabiduría espiritual” en virtud de la inteligencia mística: “(…) esta es la causa por que Dios le da las visiones y formas, imágenes y las demás noticias sensitivas e inteligibles espirituales; no porque no quisiera Dios darle luego en el primer acto la sabiduría del espíritu, si los dos extremos, cuales son humano y divino, sentido y espíritu, de vía ordinaria pudieran convenir y juntarse con un solo acto” (7). La tendencia mística con aplicación estética que en el Misticismo español adquirió una fuerza dominante, tuvo en san Juan de la Cruz una culminación consagratoria, a tal grado que esa vertiente del Realismo trascendente marcó un hito en las letras hispanas y una marca distintiva en la literatura universal. Se trata de una forma singular de hacer poesía, que en la vivencia del amor sublime hace compatible la gracia divina y la gracia poética por la prodigiosa sensibilidad de un creador que tuvo el don de vivir la pasión amorosa en una doble vocación espiritual y estética, para hacer de la búsqueda mística y de la dolencia divina, en su éxtasis de amor sagrado, el más hermoso sentido de la vida con la emoción que embriaga el corazón de los contemplativos.
Bruno Rosario Candelier
Coloquio del Movimiento Interiorista
Santiago, PUCMM, 30 de junio de 2001.
Notas:
- San Juan de la Cruz, Vida y obras, Madrid, BAC, 1960, p. 737.
- Dámaso Alonso, Poesía española, Madrid, Gredos, 1971, p. 227.
- Ibídem, p. 264. Ver Emilio Orozco, Poesía y mística, Madrid, Guadarrama, 1959, 47ss.
- Julio Castellanos, “San Juan de la Cruz: el amor como lenguaje”, en Ciclo de poesía religiosa y mística, Córdoba, Argentina, Ediciones Sade, 2000, p. 40.
- Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1968, 2da. ed., p. 194.
- Gracias a la profunda interpretación mística de la destacada sanjuanista puertorriqueña Luce López-Baralt, por el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz sabemos que la poesía extática del reformador abulense combina el fondo ortodoxo de la teología cristiana con la forma alumbrada de la literatura sufí, lo que explica el misterioso lenguaje del poeta más sublime de la literatura española. Cfr. Luce López-Baralt y Eulogio Pacho, San Juan de la Cruz: Obra completa, Madrid, Alianza Editorial, 1999, 3ª. edición, pp. 7-48. Cfr. Luce López-Baralt, Asedios a lo indecible, Madrid, Trotta, 2009.
- San Juan de la Cruz, Vida y obras de san Juan de la Cruz, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1960, p. 186.
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