Cuando la existencia se convierte en poesía
Por Juan José Jimenes Sabater
Toda vez que abordo la tarea de avalorar una creación poética (y no han sido raras las ocasiones en que un arrebato irrefrenable de admiración a tan aventurada iniciativa me incitara), siempre, pues-discúlpeseme la insistencia- que seducido por las gloriosas prendas que exhiben los versos de un poemario, me entrego, con harta más pasión que competencia crítica, a la delicadísima empresa de husmear en las interioridades del texto lírico que enhorabuena me colmara de arrobamiento y júbilo, cada vez que en tal trance me hallo, no consigo eludir la sensación de que, por mucho que me esfuerce en ser claro, equilibrado, fino, justo y objetivo en mis apreciaciones, estoy haciendo víctima al poema escoliado, sin que evitarlo pueda, de brutal atropello, de que estoy cometiendo, muy a mi pesar, lo que acaso no sería erróneo motejar de sacrilegio literario…
Porque la poesía se asemeja a la quebradiza porcelana de un jarrón de exquisita factura, de ondulantes y contorneadas formas para el que hasta la simple mirada o la inocente caricia suelen resultar demasiado bruscas, en exceso profanadoras. Hablar del poema, pretender analizarlo, interpretarlo, acceder a su entraña de pálpitos y ausencias, es como querer descifrar el enigma de seducción de una sonriente estatuilla de cristal mediante el expediente asaz expeditivo de arremeter sobre ella a martillazos. Esquiva la poesía cualquier abordaje ajeno a la mera degustación de su melódico cuerpo de palabras. La fascinación que en nosotros suscita la lectura solícita y morosa del verso inflamado de augurios, preñado de promesas, ese magnetismo, esa magia se desvanece cual humo al viento no bien intentamos justipreciar la eficacia y sentido de la frase poética arrimados a términos diferentes de los que el bardo en su escrito empleara. El poema está ahí, sobre la página, para deleite del espíritu, para iluminar los oscuros laberintos de la conciencia, para henchir el alma de límpidos fervores, para tomarnos de la mano y en vuelo presuroso levantarnos hacia la transparente región de la añoranza, para hacernos vislumbrar la eternidad tras la mendaz corriente del instante que fuga, para que podamos reencontrar la azul diafanidad del firmamento que con imprevisora negligencia dejamos olvidado un día en las desoladoras marismas de la carne, para hacernos sollozar de alegría, gemir de felicidad ante la imagen inmaculada y fúlgida de nuestra vera humanidad por fin recuperada, para hacernos soñar alboradas distantes y eufóricas nostalgias, para hacernos probar, como quien lleva a los labios sedientos el agua emancipada del torrente, el licor insondable de la auténtica vida. No hay poesía -o al menos no la conozco- que se muestre capaz de resistir incólume el escrutador zarpazo de la crítica. Y es que el esplendor del poema, su portentoso sortilegio, se esfuma apenas la mirada del que lee deja de comportarse como cómplice compañera de ruta que enfila por la armoniosa senda que el verso traza para, de espaldas al hechizo estético, acogerse desde los amurallados bastiones del intelecto a heladas y angulosas porfías de inquisitiva catadura. La poesía, la genuina, la que no se resigna a ser tinta sobre papel, ornamento de salón o motivo de glosa erudita, la que se alimenta del espíritu de cada ser humano y se humaniza en cada acto del espíritu es, sencillamente, un hecho, un a priori vital. Está ahí. Cabe negarla o afirmarla. Ignorarla es lo único que no podemos hacer.
En resolución, sin poesía, sin las fuerzas que esta despierta en nosotros, sin los horizontes a los que en el ámbito de nuestra propia intimidad nos da acceso, el hombre resultaría empobrecido más allá de lo imaginable. El valor, trascendencia y peso de la experiencia poética rehúsa ser medido en términos materiales. Su monta y entidad no son cuantificables. Para el ser humano lo verdaderamente importante es lo que no se ve. De esto que no se ve con las pupilas de nuestros ojos carnales, pero que se nos impone, que se manifiesta y afirma en los más hundidos estratos de nuestro ser, se ocupa la poesía… ¿Cómo expresarlo?…, es de las contadas cosas que pueden conferir sentido a la existencia. Su utilidad no es susceptible de ser transcripta en cifras ni transfigurada en beneficios tangibles que podamos atesorar en una caja fuerte. Pero quien se muestre sensible a su embelesamiento la podrá experimentar, distinta y siempre la misma, en cada etapa de su vida, en cada momento único e irrepetible de su apremiado tránsito por las comarcas de lo ilusorio y lo real.
De lo que antecede se deriva que el apreciador que de crítico se propone fungir, si desea llevar a cabo con responsabilidad su ministerio consistente en desvelar el significado del objeto artístico, habrá de abrevar sin remordimiento alguno en la fontana generosa de sus impresiones personales. Porque si los versos del poema están destinados a producir una reacción en quien los contempla y no se muestran inteligibles fuera de pareja intencionalidad comunicativa y dialogal, sobran razones para pensar que les saldrá el tiro por la culata a cuantos se empeñan en escudriñarlos poniendo su propio yo en cuarentena, tomando estrictas precauciones para que su visión no se contamine con los efluvios emocionales que la creación poética no puede dejar de suscitar. Semejante actitud de extemporánea cautela (en otros dominios de la investigación acaso justificada) impide la comprensión y cata de lo que de propiamente artístico, de esencialmente humano y genuinamente significativo hay en la arrobadora experiencia de adentrarnos en los miríficos parajes de la poesía. El poema de excelso linaje no puede ser otra cosa que un aldabonazo espiritual que convoca nuestras potencias interiores. Al examinarlo -siempre que a esa ímproba cuanto arriesgada tarea nos aboquemos- harto descabellado sería en punto a adelantar juicios valorativos prescindir de los sacudimientos que en nuestro fuero íntimo su presencia desconcertante desata. Al cabo y a la postre, la apreciación del escrito poético se reduce a verificar, describir y fundamentar las impresiones de toda laya que en las praderas hospitalarias del alma este despierta, alimenta y aviva.
Y es desde ese belvedere vivencial, desde esa subjetiva y quizá arbitraria perspectiva enjuiciadora que, sin la menor ambición de rigor académico ni pretensión erudita alguna, me dispongo a comentar en los breves renglones que a continuación borrajearé ciertos aspectos que han concitado mi hasta este instante abotargada atención en la poesía honda, medulosa y auténtica de José Rafael Lantigua, la que, para ventura y alborozo de quienes a sus páginas se avecinen, figura en los cinco felices poemarios que hasta ahora el autor publicara, los cuales se intitulan Sobre un tiempo de esperanzas, Júbilos íntimos, Cuadernos de sombras, Territorios de espejos y La fatiga invocada.
En el primero de los libros mencionados, que recopila poemas escritos en la década del 66 al 76, toparemos con versos de lóbrega andadura, de pesadumbre cenicienta, versos de rotunda estampa que rompen el pecho del lector con la furia plúmbea y reiterada como acostumbra golpearen el yunque la pesada mandarria del herrero. Así, por vía de ejemplo, en el canto intitulado Apocalipsis del que recojo el fragmento inicial, el aedo propone una visión de herrumbre y óxido en la que toda esperanza se marchita:
Se fue tibiamente
y será casi imposible
volver a ver como se oculta la esperanza.
Sobre el tejado caliente
surgió una amargura abdominal
que aceleró el pulso
bajo la presión sanguínea de la ilusión
pero se fue
y ya fue casi imposible
detener su camino irreversible
casi imposible
vislumbrar de nuevo su luz
esa luz que iba adjunta
a una fisonomía destartalada por el dolor.
Se fue
y allí mismo surgió la espera
el monólogo tornóse largo
y el silencio fue más silencio,
entonces
vino el aluvión de las gentes
embravecidas
y casi fue imposible detener el llanto,
y allí mismo se detuvo la ilusión
y se prolongó la espera.
Empero, harto nos equivocaríamos si diéramos en imaginar que la tónica sombría, fúnebre, desgarrada que testimonia el pasaje que vengo de citar revélase a guisa de constante emocional del poemario Sobre un tiempo de esperanzas al que el texto reproducido pertenece, que si así fuera habría que modificar semejante título. No. En dicha obra, como era razonable suponer en una trayectoria poética de dos lustros, tropezaremos con muy variados sentimientos y motivos. Uno de ellos, acaso preponderante, es el de la nostalgia, el de esa gris opalescencia agridulce, deliciosamente triste, que nos devuelve a un ayer floral desvanecido cuyo aroma de mustias soledades, a instancias de la lluvia, por los poros penetran de la piel hasta los pasadizos del recuerdo. De ello Melancolía Rítmica, cuya primera estrofa a seguidas transcribo, tengo por ejemplo paradigmático:
Esta tarde
la lluvia ha caído
impiadosa
sobre el desgastado techo
como queriendo deshacer los planes
que
de mañana
parecían renacer.
Las gotas
apesadumbradas
por tener que caer
y… caer sin razón
desu tranquila morada
han debido cumplir
en la tarde
las maniobras de un destino
que las hace figurillas cristalinas.
La tarde se ha contagiado
y hay ahora temperamentos sobrios,
la lluvia
pesarosa y lánguida
ha templado los tiempos
para forjar el sobresalto
de una vida pasajera.
El poema culmina con los versos que sin demora estampo:
La esperanza se ha ido
con la tarde gris
y la noche ha llegado
mientras la melodía entonante
del crepúsculo
se ha opacado
con el furor
y el misterio
de la lluvia arrogante
que, de costumbre,
ha hecho su crucigrama de angustias
sobre todos…
¿Habrá un sueño que sea testigo acallado
de nuestra protesta?
¿Habrá sobre el estrecho mundo de la habitación
el teatro de una escena cruel
donde revivan los aconteceres
donde renazcan los amaneceres
donde perviva el sentimiento
que las gotas
imprudentes
afanosas
y largas
impidieron
al comienzo de la tarde?
Soñemos…
Mas, amén de la pesadumbre y la nostalgia, otros sentimientos de muy opuesta índole suelen también hinchar la vela del numen de Lantigua en el referido poemario, impulsando su navío de musicales versos hacia mares de júbilo y centelleante orgullo. Es el caso de la composición que lleva el título de Poetas de mi Pueblo, del que me complace distraer de inmediato el segmento de rotundos perfiles que ningún lector cuyo temperamento se muestre accesible a las gratificaciones de la belleza dejaría de enaltecer:
¡Oh, mis ilustres camaradas!
violemos hoy
el maldito juego de los versos,
y construyamos el recuerdo
con el recuerdo alegre
de sus alegres trovas
y juntos
caminemos por los anchos mundos
de las muchedumbres infinitas
acortando la distancia
en medio del rumor del río angosto
en medio del fragor de la batalla ingrata
en medio del sudor de la campiña agreste.
Permitidme
que observe el paso de sus vibrantes notas,
que bañen mil mundos las aguas frescas
de sus torrentes,
que retumben las voces de sus gritos
y que estalle
en la presencia del recuerdo firme
el golpe fuerte
del fuerte logro de sus cantos.
Haré gracia a cuantos hasta estos arrabales de mi deslucida prosa analítica han tenido la paciencia de escoltarme de más prolijos abundamientos en lo atinente a fundamentar y encarecer con innecesarias precisiones conceptuales los valores expresivos, altos y plurales, que exornan la recopilación poemática Sobre un tiempo de esperanzas de la que hasta ahora nos hemos ocupado.
Sin embargo, si la recién mencionada colección conquista nuestro favor merced a las virtudes estilísticas que ostenta y a la variedad de tonos, temas y colorido de que hace gala, en un poemario de esmerada factura y gravedad solemne como el que lleva el nombre de Los júbilos íntimos, salido de la imprenta en el año 2003, José Rafael nos invita a penetrar en las más hundidas y espesas capas del humano existir. En lenguaje que elude sistemáticamente los inútiles abalorios de intrincada retórica, pero que dada la complejidad de los asuntos que plantea esquiva por un parejo caer en la celada del esquematismo y la simplificación, el autor vuelca los ojos hacia los adentros para palpar la dimensión oculta de su ser. Henos aquí ante poesía de sesgo inequívocamente introspectivo. Los poemas de este volumen constituyen un abierto y desesperado intento por responder a la esencial pregunta: ¿quién soy y qué hago aquí?… Se trata de una poesía que indaga con celo, desvelo y furia en los enigmáticos desvanes del auto-conocimiento. Y permítaseme en este punto -porque lo creo pertinente- ocurrir a los abusos de la digresión: si al cabo estoy de lo que se cuece en la caldeada marmita de la literatura-y me tiene sin cuidado la opinión de los científicos-, la poesía, a su manera, ofrece un cierto tipo de conocimiento al que la lee, un conocimiento que ninguna ciencia es capaz de aportar. Y decir conocimiento es decir vida intelectual. La poesía, aunque a las primeras de cambio parezca paradójico, es intelectual por esencia; importa en la esfera de la comprensión humana una suerte de ampliación y agudización del órgano racional. De modo que si logramos desembarazarnos de los prejuicios cientifista en boga, habremos de reconocer la emersión de un saber poético que aunque en nada se asemeje al que nos tienen acostumbrados las ciencias positivas y experimentales, testimonia un conocimiento genuino, importante, real, obtenido en virtud de lo que no sería descabellado llamar intuición creadora. Se sobreentiende, claro está, que tal saber no consiste en determinar la estructura y comportamiento de la materia ni en descubrir las leyes a que obedecen los fenómenos de la naturaleza. Empero, argüiría cortedad de miras no advertir que por caminos diferentes al de la ciencia, la poesía permite acceder a sus devotos -a través de la emoción estética y la connaturalización- a una comprensión válida y profunda de la existencia y de las relaciones del ser humano con lo que le rodea. En resolución, el lenguaje poético comporta una particular sabiduría del sentimiento, razón por la cual no sólo nos procura gozo su belleza sino que, al trasladarnos a las áureas latitudes de la efusión calológica, los símbolos que el poema despliega, no obstante permanezca sin explicitar su contenido, consiguen conmovernos. Pues -en esta precisa cuestión toda insistencia será poca- en el poema de radiante factura el placer estético dimana de las sensibilidad que el intelecto ilumina tanto como del talante intelectual que la sensibilidad manifiesta. El conocimiento preñado de emoción que el poema obsequiase revela fruto de la ejemplaridad de una significación contemplada y no producto de vida encorsetada en el terreno de la necesidad histórica y física. De modo que el conocimiento con el que el temple intelectual de la poesía nos recompensa no es -como ya quedara registrado- el que procede de la gimnasia conceptual, discursiva y lógica, sino el que mana de la recoleta y nocturna fuente, próxima al núcleo del alma, de la razón intuitiva y creadora.
Y es desde esos íntimos bastiones que Lantigua nos habla cuando, en un poema como el intitulado Los días remotos, se enfrenta al misterioso abismo de su mismidad:
HOMBRES DE DÍAS REMOTOS
multitud de laberintos y dobles,
arrastro una congoja de siglos
sobre mi espalda lacerada
me despedazo en el poema para encontrar la mutilada
inquietud
de los tiempos cubiertos
en la sórdida ruindad de los tiempos
La ciudad se vacía de sueños cada tarde
y cada tarde ya no hay alondras que dormitan en sus
terraplenes
mientras una endecha de dolor y hastío
se consume sola en el altar del vicio.
Hambre de noches trepidantes,
duendes tenebrosos que en las sombras dejan
el espacio a los enigmas
en las fortuitas crepitaciones del absurdo.
Victoria morosa de la lluvia
y la paz inquietante del sol.
La luz cierra su crepúsculo
y el grito se sumerge en su eco delirante.
Pienso ahora que preciso de tiempo y edad
para surcar mares y vientos
y redimir congojas en la tibia y necia soledad
de los días remotos.
Hay algo extrañamente perturbador, una luz oscura que retuerce la memoria y desconcierta, en ese naufragar hacia las simas ignotas de lo humano, en esa manía de explorar el rastro de lo eterno allende el transcurrir incesante del tiempo con el que nuestra carne se construye y desgasta. Sabe el poeta que bajo la epidermis de las cosas a que hemos puesto nombre, una fuerza elemental y poderosa irradia reclamando su peaje de triunfo y permanencia; que el árbol no es el árbol que ves sino el que entierra sus raíces en la noche estrellada del alma; que el cielo no es tampoco el que observas, cuyo azul esplendor nos calma o desespera, sino el que por dentro de la sangre ufano se dilata; que no es la lluvia, no, esa que tu piel moja, sino la que humedece, fragante y fresca, tu angustia y tus añoros… eso sabe el poeta, y no es otra la razón de que el aedo mocano a cuya creación lírica estas insuficientes cavilaciones consagro, en el poema Noche nos diga:
ESTA NOCHE
quisiera
ver llegar la sabiduría del necio
ser encina que nutre y sol que alumbre,
tarde gris saturada de memoria-
Esta noche
capricho que corretea ilusiones
quisiera desprenderme de mis axilas,
de aurora que muera en los tejados
manos que palpen mi desnudez
nudo que quebrante mi pálida sombra.
Esta noche
quisiera verme en una infinita población de espejos,
derrumbarme en el agobio de saber
que soy solamente
absurdamente
un pedazo de tierra fragmentado en el otro
un trozo de angustia inoculado de miedo
una pinta de sueño pisoteado
o simplemente tal vez
un requiebro de luz sobre este corazón
de noche oscura y solitaria.
Todo adentramiento poético en los hondones del alma importa soledad, agobio, expectación, quebranto. El yo verdadero, el yo genuino, ese que el bardo procura aferrar con uñas y dientes no es posible alcanzarlo sin saltar al abismo de los viejos terrores al acecho, de los fantasmas del pasado, de los errores, impudicias y vergüenzas con que ofendimos una y otra vez la dignidad de la alborada. No en balde la luz precisa de la oscuridad para brillar. Y el lodo que la corriente arrastra fertiliza el suelo en el que la semilla fructifica. Sin el despellejamiento de la conciencia que la travesía hacia los recónditos parajes del yo implica, no hay poesía, no al menos la grande, la erguida, la memorable, la que las generaciones futuras no se resignarán a preterir. De ahí que en La paciencia quebrada por este modo José Rafael levante sobre el mástil visionario de la desolación su altiva queja:
Será un decir acuoso y taciturno
un ramo de violetas sobre el jardín de penumbras.
Será un decir de celosías abiertas
Tejidas de viento sobre el mar indolente
Calma vacía
Cuerpo ausente
Temblor de lejanía
Noche tenue que alumbra temores
vuelo de loros descarnados
que dormitan su habla en nubes encubiertas
Ha subido el amor a un cielo de vergüenza
a propósito de delirios y embelecos
he contemplado sombras
sobre un techo de lunas
he preludiado el cantar
sin estigmas ni entuertos.
¿Por qué ha de cantar en la sombra
mi poesía desnuda?
¿Por qué he de balbucear mi grito
en la cansada luz de mis puertas cerradas?
No hay nieve en mis caminos de hieno
sólo las alas cansadas de batir polvo y tiempo
Detengámonos.
Mucha y muy fina hebra quedaría por hilar si me hubiera cruzado por las mientes la idea asaz ambiciosa de llevar a buen puerto una valoración integral y cumplida de los cinco afortunados poemarios que José Rafael Lantigua nos ha obsequiado al día de hoy; empresa ésta que a todas luces, sobre exceder mi encogida competencia crítica, estaría por entero fuera de lugar en un escrito de naturaleza introductoria que, acogido a los rigores de la brevedad, sólo aspira a ser tenido por lo que es: modesta presentación de algunas de las prendas que adornan la poesía de tan airoso y levantado porta-lira.
Empero, si de algo estoy muy cierto es que no hay que beberse la entera barrica para catar la calidad del vino. Al buen degustador un mero sorbo bastará para advertir sus bondades y falencias. Y mutatis mutandis algo no del todo diferente ocurre en el caso de la literatura y, en particular, de la poesía. Tengo, en efecto, por cosa averiguada que para determinar si un escritor pertenece a la plana mayor, resultará más que suficiente visitar un representativo manojo de sus composiciones. No es otra la razón de que me avenga a considerar que los poemas del aedo mocano que a estas páginas trasvasara mi pluma díscola e indelicada, habrán de persuadir a quienes consigan paladearlos de que su autor merece por sobrados motivos ser incluido en la señalada cofradía de las péñolas de mayor relieve de nuestra casta y solar.
Ser poeta implica, entre otras cosas, tener intensísima conciencia de que el hombre es el misterio supremo, misterio que emplaza sin posibilidad de renuncia ni pausa a la mirada de la Esfinge, que remite de manera invariable a las ultimidades del ser… Hoy, como ayer, la humana criatura continúa preguntándose de quién es el rostro cuya imagen contempla en el espejo, de dónde viene, a dónde va, cuál es el sentido de su estar en el mundo, en qué consiste ese extraño transcurrir por los laberintos de la carne que algunos llaman con sumaria imprecisión existencia, y tiempo otros, no sin abstracta cuanto ociosa exactitud… Y como de semejantes estupores está tejida la lírica creación de José Rafael Lantigua, no podríamos sin infligir agravio a la verdad escatimarle su bien ganado rango de poeta.
Poeta es el que vive en perpetuo deslumbramiento ante la realidad; es el que trasmuta en canto la opaca prosa de la existencia; el que con los despojos sangrantes y el dolor y el hastío nutre la palabra y la pone a volar; el que reinventa el universo en un grano de arena; el que convierte la aflicción en rito y apoteosis; el que es capaz de brindar nido al sueño y al más puro ideal arrimo y patria; el que sabe que la nostalgia señala el camino correcto para ir al encuentro del manso hogar, del terruño de paz, de las elementales certezas de alborada que fueron nuestras en un remoto ayer y no supimos conservar; poeta es el hombre auténtico, el único real, definitivo y cierto que mora bajo la piel y las facciones de ese otro desvaído y anónimo sujeto con el que topamos diariamente en la calle… poeta, en fin, es el que, visionario, puede expresarse con la presagiosa contundencia de Lantigua, para quien, como nos alerta en versos de su poema El salvaje vicio del tiempo, versos que suenan como puñetazos y no como palabras:
El mundo está hecho de tormentas
cuerpos vacíos
hombres grises
amores entreabiertos
en un entorno
donde alguien silba una canción perdida
donde otro alguien
deja yacer su libertad
tumbado sobre un vientre dormido.
Quien así se expresa, no lo dudemos ni por un instante, es, gústele o no a la galería, poeta, poeta de raza…
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