El sentido humanístico de Pedro Henríquez Ureña
Por Bruno Rosario Candelier
Me corresponde enfocar la dimensión filológica de Pedro Henríquez Ureña. La filología es una ciencia que no todo el mundo conoce porque es una disciplina relativamente nueva. Como rama de las humanidades, la filología se ocupa de estudiar la palabra y desde ella aborda el sentido de la cultura, el significado de un texto, el valor literario de una creación y, desde luego, eso supone para quien hace un estudio filológico, tener un conocimiento profundo de la palabra, entender el sentido trascendente que las palabras encarnan y significan para la condición humana y el desarrollo humanístico de una cultura.
Pedro Henríquez Ureña fue nuestro primer gran filólogo; más aún, él es nuestro modelo en el estudio de la lengua y la literatura. Justamente, la filología se ocupa de la lengua y la literatura. El ilustre filólogo dominicano es modelo para todas las personas que nos dedicamos al estudio de la lengua y al cultivo de las letras. Y ha sido un singular referente por el gran aporte que hizo como crítico literario, como lingüista, como creador de literatura y, sobre todo, como intérprete, como exégeta de la palabra a la que se consagró, a la que dedicó toda su vida con una dedicación esmerada, con una profunda identificación intelectual, estética y espiritual con el valor de la palabra y con lo que eso significa para el desarrollo de la conciencia humana.
Pedro Henríquez Ureña tuvo la virtud de hallar el sentido subyacente en la imagen y el concepto. Sabemos que la imagen y el concepto son las dos facetas en las que se mueven los escritores, especialmente los poetas, narradores y dramaturgos, pues con los conceptos y las imágenes realmente desarrollan su trabajo creador. Pedro Henríquez Ureña ponderaba altamente el valor del concepto y el valor de la imagen en la creación poética. Y supo hacerlo con la conciencia del filólogo que sabe desentrañar el trasfondo de las palabras; por esa razón él se dedicó a pensar la lengua, a valorar lo que las palabras encierran en su sentido profundo. Pedro Henríquez Ureña se dedicó a descubrir el sustrato poético de la palabra, y a crear conciencia sobre su rol en el desarrollo de la cultura. En su valiosa obra sobre la gramática de la lengua española, tiene el detalle de ilustrar con textos poéticos varias de las facetas normativas de nuestro idioma que él específica y desarrolla en el plano gramatical. Ese aspecto de su enseñanza gramatical llamó poderosamente la atención y además sirvió de inspiración a mucha gente para entender y valorar la literatura como el arte de la expresión estética del lenguaje. He recibido el testimonio de varios literatos y de estudiosos de nuestra lengua y de intelectuales dominicanos y extranjeros que descubrieron el valor de la poesía a través de La gramática castellana, de Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso, justamente por el valor de la ilustración poética que él consignaba en cada uno de los aspectos que ponderaba para enseñar nuestra lengua con propiedad, rigor y elegancia. Y, desde luego, desde el texto literario puso énfasis en fomentar el valor de la lengua como fuero de la creación, como cauce del pensamiento y como base del buen decir porque él estaba consciente del Logos de la conciencia, y también estaba consciente de que la palabra es la clave para desarrollar la capacidad pensar, intuir, hablar y crear. Cuando digo «conciencia» me refiero a la capacidad de la mente para entender, la capacidad de la mente para intuir, la capacidad de la mente para hablar y la capacidad de la mente para crear. Y eso él lo tuvo muy claro en su concepción filológica y en el desarrollo de su trabajo creador como estudioso de la palabra. En tal virtud, quiero subrayar tres aspectos fundamentales para la comprensión y la valoración de la labor filológica de Pedro Henríquez Ureña durante medio siglo de existencia, que desarrolló como profesor, intérprete y creador.
En primer lugar, tenía un sentido ético de la cultura en cuya concepción moral cifraba su quehacer intelectual con edificantes planteamientos teoréticos, en los planteamientos pedagógicos y en los conocimientos lingüísticos de su labor como intelectual, como creador y como docente. Eso, naturalmente, él lo hacía para ponderar esa faceta fundamental de la palabra en la dimensión de una cultura y, especialmente, de una lengua y de la cultura de un país o una comunidad. Para él la palabra era clave para desarrollar la mentalidad de los pueblos, pero, sobre todo, la conciencia intelectual y estética de sus hablantes.
En segundo lugar, tenía un sentido altruista del trabajo intelectual, que concebía como una obra del intelecto para enseñar y orientar. Su consagración como escritor y como filólogo fue plena y rotunda, es decir, él se había preparado para enseñar; él había estudiado la lengua y la literatura, y justamente lo había hecho con alta disciplina y con plena dedicación para contribuir al desarrollo humanístico de los demás. Él tenía una vocación humanística, un concepto humanista de la palabra y una alta valoración de la condición humana, por lo cual se valió de la palabra para contribuir al desarrollo intelectual, estético y espiritual de las personas (estudiantes, docentes, escritores) con quienes se relacionó a través de la docencia, a través de la escritura y a través de conferencias, o mediante la publicación de estudios y de cartas mediante las cuales comunicó lo que sabía. Los que lo conocieron llegaron a decir que él tenía una generosidad con sus conocimientos, es decir, daba a los demás todo lo que sabía. Comunicaba lo que sabía con una generosidad, con un desprendimiento de su saber. Porque él quería conseguir el mayor número de personas que se formasen intelectualmente, que se valieran de la palabra para su desarrollo como personas. Sobre todo, quería conseguir de nuestra América el más alto desarrollo intelectual que saliésemos del atraso, de la miseria, de la ignorancia que reinaba en su época.
En tercer lugar, tenía un sentido trascendente del ejercicio literario, que realizaba para iluminar y orientar la conciencia intelectual, estética y espiritual, aspecto muy importante en su visión del mundo, en su cosmovisión cultural y en su visión filológica. El sentido trascendente que don Pedro le daba a su quehacer intelectual y al ejercicio de la escritura, que siempre realizaba con un propósito de edificación y concientización de sus lectores y de sus alumnos, desde luego. Porque él sintió la necesidad de orientar y de iluminar la conciencia. Lo hizo con plena identificación espiritual, con esa identificación emocional desde la palabra. Fíjense ustedes en su alta condición de filólogo, pues todo lo hacía desde la palabra, con la palabra y por la palabra. Quería conseguir que los hablantes valorasen la palabra, y mediante el cultivo de la palabra desarrollasen su talento, sus inclinaciones intelectuales, morales, estéticas y espirituales, para lo cual se formó, primero en el seno de su familia, con la orientación que le daba su ilustre madre, la grandiosa poeta Salomé Ureña, y luego en los Estados Unidos y en España. Y plasmó sus conocimientos en diferentes escenarios, sobre todo, en México y en Argentina. Aquí también lo intentó cuando fue Superintendente de Enseñanza, cargo equivalente al de Ministro de Educación. Entonces, trató de identificar el propósito esencial de su vocación filológica, que era contribuir al desarrollo intelectual de la conciencia, al desarrollo espiritual de la sensibilidad y al desarrollo del talento creador de los humanos. Lo hizo mediante la valoración de la palabra y la exaltación de la literatura, que era su interés primordial como filólogo para enaltecer lo que nos distingue y eleva.
Creo que estos planteamientos que él desarrolló en una docena de libros dan un perfil de la labor filológica de Pedro Henríquez Ureña.
Quiero subrayar el hecho de que le puso mucha atención a nuestro país. Aunque pasó la mayor parte de su tiempo en México y Argentina, siempre tuvo presente a la República Dominicana, porque amaba entrañablemente a su país de origen. Por eso escribió El español en Santo Domingo y Las culturas y las letras coloniales en Santo Domingo. Y, desde luego, en otros libros suyos también tuvo presente a nuestros escritores, a nuestra cultura y nuestra historia, justamente para contribuir a lo que él fundamentalmente le preocupaba, que era la formación intelectual y estética desde la lengua, desde el trasfondo mismo de la palabra, fuero, eco y cauce de la honda sabiduría que adquirió en virtud de su luminosa vocación intelectual. De ahí su énfasis en valorar el sentido subyacente en la imagen y el concepto; de ahí su interés en pensar la lengua y descubrir el sustrato poético del pensamiento; de ahí su predilección en exaltar el texto literario para fomentar el valor de la lengua y la literatura como fuero del buen decir.
Un detalle importante en el aporte de Pedro Henríquez Ureña fue su preocupación por ponderar la voz propia, por el énfasis, la ponderación y la exaltación de la voz propia de los escritores para que escribiesen desde su propia sensibilidad y su propia conciencia en atención a la realidad social y cultural de su país.
En su obra Seis ensayos en busca de nuestra expresión enfatizó esos criterios, que fue una gran preocupación suya para que en la América hispana lográsemos nuestra identificación emocional y espiritual desde nuestra idiosincrasia cultural plasmada en nuestra lengua. De hecho, lo que él planteó en Seis ensayos en busca de nuestra expresión, lo asumieron y lo practicaron importantes escritores de nuestra América, como el dominicano Juan Bosch en Cuentos escritos antes del exilio; como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en su novela El hombre de maíz; como el cubano Alejo Carpentier, en su novela El reino de este mundo; y como el argentino Jorge Luis Borges en su cuento La rosa de Paracelso, entre otros textos narrativos y poéticos.
La labor filológica de Pedro Henríquez Ureña fue un luminoso aporte que contribuyó al desarrollo de la identificación cultural de nuestra América desde nuestra literatura, desde nuestra palabra, con la conciencia de nuestro talento, nuestra sensibilidad y nuestro aporte creador.
Santo Domingo, Academia Dominicana de la Lengua, 4 de octubre de 2021.
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