Consistencia del idioma español
Por Segisfredo Infante
No soy lingüista. No soy lexicógrafo. Pero siento una gran empatía con el idioma con el cual aprendí los primeros monosílabos y a escribir las primeras palabras tomadas de una Biblia ilustrada de “Mama-Toya”, el ama de llaves ocotepequense, quien me enseñó las letras iniciales de la “Torá” o “Pentateuco”, entre mis cinco y seis años de edad, en una casa del Barrio “Villa Adela” de la capital, cuando Tegucigalpa era todavía una pequeña y linda ciudad, inundada de neblinas amorosas durante casi todo el año, con transeúntes pobres, pero bien trajeados.
En la década del noventa del siglo próximo pasado, conocí a un personaje oriundo de una aldea de Talanga, que había cursado dos años de abogacía en la UNAH, y luego había logrado una beca en la Universidad de Berkeley, Estados Unidos. Hablaba inglés con bastante soltura; fingía que también hablaba japonés; pero despreciaba el idioma español (su lengua materna), al grado de subrayar en varias oportunidades que “el idioma castellano es un dialecto, inservible para la ciencia”. Tal expresión me la restregó sobre el rostro en varias oportunidades. Hasta el momento en que le dio por traducir “Teoría de Justicia” del filósofo estadounidense John Rawls. No le quise decir que el libro ya estaba traducido al español, para que me probara que realmente conocía ambos idiomas. Cuando me presentó su traducción de unas cincuenta páginas, me sentí defraudado. En primer lugar porque el libro originario es voluminoso. Y luego porque al leer aquella traducción, me enteré que el personaje hablaba inglés pero no sabía nada de gramática inglesa. Tampoco sabía hablar ni escribir español. Le pregunté que en dónde había cursado sus estudios primarios y secundarios. Me contestó que en Talanga. “Eso lo explica todo”, le reafirmé, para finalizar la conversación de aquel día.
Aunque leí diferentes cosas en mi preadolescencia, descubrí la verdadera riqueza de la lengua castellana al saborear, a los catorce años de edad, más o menos, una edición del “Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Era una edición cervantina (lo he divulgado varias veces) ilustrada por Gustav Doré, con un español cargado de palabras y frases arcaicas, muchas de ellas hermosísimas. No me gustan las ediciones de “Don Quijote” que circulan con un español actualizado. En esto coincidimos con el poeta y prosista español, de primera línea, Miguel Albero Suárez.
Creo que uno de los mejores piropos al idioma castellano, lo lazó Sigmund Freud, cuando escribió una carta, a un amigo, en donde le relataba que estaba aprendiendo el idioma español para leer en su lengua original al “Quijote de la Mancha”. Destacamos aquí el concepto de “castellano”, porque así le llamábamos en primer año de secundaria en el Instituto Central “Vicente Cáceres”, bajo la influencia de los textos de Víctor F. Ardón, el primer hondureño que escribió un libro sobre filología castellana.
Un segundo gran piropo es que las “Obras Completas” del filósofo neokantiano y lógico matemático Kurt Gödel, fueron publicadas, por primera vez, en lengua española, creo que bajo el consentimiento del autor. Bien pudieron ser publicadas en legua alemana, considerando que el autor era de origen austro-húngaro. O publicadas en inglés, habida cuenta que era uno de los profesores de la prestigiosa Universidad de Princeton, en donde se hizo amigo íntimo de Albert Einstein. Universidad que ha sido visitada, en días recientes, por nuestro amigo el doctor Josué Danilo Molina, uno de los fundadores del “Círculo Universal de Tegucigalpa Kurt Gödel”. Pues bien. Para orgullo de los que hablamos y escribimos en la lengua de Miguel de Cervantes, Fray Luis de León, Juan de Yepes, Francisco de Quevedo, Góngora y Argote, y del padre Francisco Suárez, aquella obra científica completa de Gödel (el más relevante lógico matemático del siglo veinte, y quizás el más importante después de Aristóteles), fue publicada en lengua española.
Cuando Ortega y Gasset comenzó a lazar sus textos de pensamiento creador, muchos discutieron, incluso en España, si acaso la lengua castellana era apropiada para los moldes, o módulos categoriales, de la gran Filosofía. Tal discusión encontró eco en varios círculos intelectuales de América Latina. Creo que en parte por el viejo complejo de inferioridad criollo-mestiza. Pero con la obra publicada de Ortega y Gasset, de Xavier Zubiri y de David García Bacca, para sólo mencionar tres autores, se demostró que el español del siglo veinte es una lengua consistente. Consolidada. Propia para la gran Filosofía y las ciencias duras.
En el plano particular puedo presentar limitaciones. Pero cuando me asaltan dudas técnicas consulto con mi amigo Atanasio Herranz, creador de la escuela universitaria de lingüistas y lexicógrafos hondureños. O consulto con mi amiga Águeda Chávez. Por cierto que hace varios años Atanasio me trajo de Madrid el Manual del español correcto, de Leonardo Gómez Torrego. Sin embargo, esta es otra historia, que contaré después.
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