Mortandad léxica

Por Jorge J. Fernández Sangrador

La conmemoración del nacimiento de Miguel Delibes ha avivado, como siempre que se evoca la figura y la obra del gran escritor español, el escozor que la desaparición de los vocablos campesinos y regionales específicos produce en el ánimo de los amantes de la riqueza léxica multisecular de nuestro idioma.

En su reivindicativo discurso de ingreso en la Real Academia Española, dijo: «Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como por ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente he tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos».

Hizo este pronóstico en mayo de 1975, cuando se sentó en el sillón “e” de la Docta Casa. Y el tiempo le ha dado la razón. Con la emigración a las ciudades y el abandono de las labores del agro han ido en desuso los términos con los que los habitantes de los pueblos, aldeas y caseríos de España señalaban, denotaban y definían los elementos que componían su entorno y su mundo.

Y es que no solo se mueren los pueblos, sino también las palabras que les dieron vida. Los medios, sin embargo, para evitar que se volatilicen los vocablos del habla popular en núcleos pequeños de población comenzaron a aplicarse a principios del siglo XX con la confección del “Atlas Lingüístico de la Península Ibérica”, concebido por Ramón Menéndez Pidal y dirigido por Tomás Navarro Tomás en los años 1920 y 1930. Este último fue, además, el creador del “Archivo de la palabra”, un registro del habla viva de las distintas regiones y capas sociales en nuestro país, de canciones tradicionales y de la voz de personalidades relevantes.

Aunque es preciso decir que hoy existe igualmente una conciencia viva del problema entre gente joven. Es el caso de María Sánchez, una veterinaria cordobesa que acaba de publicar un libro sobre la recopilación de términos rurales en peligro mortal. Se titula “Almáciga”, palabra de proveniencia árabe, cuya segunda acepción en el “Diccionario de la lengua española” es «Lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego han de trasplantarse». Es decir, un semillero, un seminario, un vivero. En este caso, de palabras. En el apartado “Algunos pasos sencillos para preparar nuestra almáciga” explica cómo lo ha hecho ella, cosiéndolas luego en almazuela. Las hay preciosas: jañiquín, petricor, oriscana, alpararia, tárama, pergañas, aliara o seher.

De esta variedad léxica han quedado hermosos testimonios en la obra de Miguel Delibes. Sirva de ejemplo aquella exultante visión de la primavera recién advenida en “Diario de un cazador”: «El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que le vi a la perfección el collarón rojo y las timoneras picudas. En la salina, la gabusia se despegaba del cieno del fondo… Era un espectáculo… Así, como nosotros, debió de sentirse Dios al terminar de crear el mundo».

En efecto. «Y Dios vio que era muy bueno», se repite sucesivamente en el capítulo 1 del libro bíblico del Génesis ante la contemplación de las obras convocadas a la existencia por la palabra del Creador. Algunas fueron dotadas con la capacidad ínsita de diversificarse y de multiplicarse, en virtud del poder que les otorgó la Palabra única, que preexiste al Universo. Ella es generadora de las otras palabras, variadas y polivalentes, por medio de las cuales esa Palabra primordial ha ido dándose a conocer, a entender y a amar, y con las que el ser humano asigna nombres a las realidades, visibles e invisibles, que se hallan ante él, pues, de no hacerlo, acabará sucediendo aquello que Carl Linnaeus advertía: «Nomina si nescis, perit et cognitio rerum» (Si ignoras los nombres de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas).

(La Nueva España, 25 de octubre de 2020, p. 33).

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