Para lectores “infieles”

(En memoria de Cervantes y de Ortega y Gasset)

 

Por Segisfredo Infante

 

El primer libro de Ortega y Gasset, publicado como tal, fue puesto en circulación en julio de 1914, bajo los ecos de los primeros pistoletazos que anunciaban el advenimiento de una de las guerras más espantosas de la Historia: La Primera Guerra Mundial. Así que el más importante libro introductor de una nueva filosofía moderna en lengua castellana, pasó desadvertido, y apenas fue leído por media docena de amigos y conocidos del filósofo español. Los motivos de la indiferencia frente a las “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset, son básicamente dos: Primero: Los lectores españoles, incluyendo los académicos, en aquel tiempo no estaban nada familiarizados con los lenguajes filosóficos, y las necesarias profundidades de una Filosofía de contenido. Segundo motivo: Los cañonazos expansivos de la Primera Guerra Mundial, empalidecieron cualquier esfuerzo filosófico y científico. Y ensordecieron los leves campanazos de la armonía propuesta por el saber amoroso de un pensador insólito como Ortega y Gasset.

Por tal razón Ortega se presentó a los lectores latinos, como un simple profesor de Filosofía, con la irónica frase de “in partibus infidelium”. Había que dirigirse a posibles lectores “infieles” que desertaran de la simple lectura de provincia, en donde alternaban, simultáneamente, las buenas y las malas literaturas. No habían sido suficientes los esfuerzos previos de Miguel de Unamuno por acercar a los castellanos, y a los lectores hispanoamericanos en general, hacia las obras de reflexivo pensamiento. Por eso el periodismo había sido la praxis normal previa de Gasset para instalarse en la plazoleta de la opinión pública. Sin olvidar sus aproximaciones a las aulas universitarias. Sin embargo, estaba convencido que la verdadera Filosofía sólo es posible mediante las páginas del libro impreso, en donde el nuevo lector puede detenerse sobre cada metáfora y concepto. Así que el filósofo determinó lanzarse desde los bosques del sobrio monasterio de “El Escorial”, en las proximidades de Madrid, a la cacería de lectores “infieles”, con el fin ulterior de rescatarlos y pastorearlos en el templo de Sophía.

Con el propósito de incorporar a estos nuevos lectores elaboró el señuelo llamativo de “Meditaciones del Quijote”, pues en una sociedad cervantina como la española de aquel entonces, y quizás la de ahora, el sólo nombre de Don Quijote se convertía en un anzuelo para los peces dispersos del conocimiento. La dificultad es que los propios amigos de Ortega fueron atraídos únicamente por las bellas metáforas del libro, creyendo que se trataba de un volumen más de mera literatura, y nunca de un libro de Filosofía que anunciaba la creación de un nuevo sistema filosófico abierto, desde cuyas páginas sería lanzada ante el mundo la frase estremecedora ortegueana: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ediciones Cátedra, 1984, pág. 77). En cambio, la frase que posiblemente sí les gustó a los lectores desprevenidos, es aquella en que el filósofo presenta al monasterio de  San Lorenzo de El Escorial, como “nuestra gran piedra lírica”, como es para nosotros, en Tegucigalpa, el Cerro del Picacho, con todo lo que representa. Varios años más tarde Ortega se quejó, según Julián Marías, de la insensibilidad filosófica de sus amigos y conocidos, quienes ignoraron la inauguración de un nuevo modelo de pensamiento en lengua castellana, como expresión de la madurez centenaria y milenaria de un gran idioma mediterráneo y visigótico: el español.

Pero como Ortega y Gasset había declarado que “filosofar es circunstancializar”, se atuvo, amorosamente, a las circunstancias de la España de aquel tiempo, publicando en revistas y periódicos algunos pensamientos críticos y sesudos, desde casi los comienzos del siglo veinte. De hecho José Ortega y Gasset pertenece a una generación española, la de 1914, que parejamente a la del pensador catalán Eugenio D’Ors, exhibe una fuerte tendencia hacia el ensayo y el artículo periodístico. Esta tendencia marcará una buena parte de su recorrido intelectual: ratiovitalista. Al grado que para reconocer a Ortega, en estos años frívolos en que suelen olvidarse los nombres de varios grandes pensadores europeos y latinos, es sugerible rastrear sus escritos multiformes en periódicos y revistas de su época, como “El Espectador” y la “Revista de Occidente”, para sólo mencionar algunos. Vale destacar que tal actividad periodística terminaba convirtiéndose, al final de la tarde, en sendos libros de una subespecie de filosofía antológica; o de aproximación a ella; sin caer en estereotipos y minimalismos.

Volviendo a las “Meditaciones del Quijote”, debo aclararles a los condescendientes lectores y oyentes, que utilizo en este ensayo-conferencia una edición de 1984 (no la del 2007), preparada por el principal discípulo de Ortega, el también filósofo Julián Marías, con quien en algún momento establecí correspondencia postal. Aún creo conservar una carta manuscrita del profesor Marías. Por razones metodológicas evito, o cuando menos lo intento, diluirme en otros volúmenes posteriores, riquísimos, débiles o amargados, del señor Ortega y Gasset. Encima de ello el libro que nos ocupa pertenece a “Ediciones Cátedra”, del aludido año 1984, que he deletreado en unas tres oportunidades aproximadas, incluyendo la actual. De tal suerte que para evitar las engorrosas formalidades académicas solamente escribiré, dentro del texto, cuando considere pertinente, el número de página citado. También debo añadir que durante casi toda mi vida de periodista de opinión (más o menos treinta y seis años), he venido citando, en múltiples artículos y ensayos, el pensamiento de “Don José”, como algo inevitable en el discurrir castizo. También he citado y trabajado a don Julián Marías, en ligamen con el tema del “ser español”, hondureño y latinoamericano, con sus complicaciones más íntimas, razón por la cual resultarán comprensibles ciertos parafraseos aislados, voluntarios e involuntarios, de los dos pensadores españoles, con mis propias consideraciones concienciales, dentro de los parámetros de mi propio otoño espiritual. (He estudiado a Ortega y Gasset casi con la misma devoción que he dedicado al gran Guillermo Hegel, a René Descartes, Parménides, Aristóteles, Maimónides, María Zambrano, Luis Alonso Schökel, Octavio Paz y Jorge Luis Borges, por sólo mencionar algunos nombres insignes: inevitables y dispares entre sí).

“Meditaciones del Quijote” es un libro que sondea las profundidades de aquel bosque cercano al monasterio de El Escorial, y de algunas universidades alemanas, en donde Ortega y Gasset mantuvo contacto cerebral, y templó su ánimo y su estilo. Es un libro señuelo, como ya lo sugerimos, para atrapar a lectores que se acostumbraron a leer únicamente literatura, en desmedro del pensamiento. Ortega ansía, en 1914, o posiblemente desde antes, que la Filosofía penetre en el alma de los mejores españoles, sobre todo en la de los jóvenes que se mueven bajo el espíritu de los nuevos tiempos. Sabe quizás que nunca va a ponerse de acuerdo con su formidable adversario fraterno don Miguel de Unamuno, el otro gran viejo vascuence castellano, polemista por naturaleza, y a quien nosotros los latinoamericanos le debemos mucho. O por lo menos algo fuerte. Don José Ortega y Gasset comprende, singularmente, que el libro “Don Quijote” es un inmenso bosque, un libro pleno, de un mirar profundo, como pocos de la lengua castellana. Don Quijote es, en definitiva, un “libro máximo”, “una selva ideal” (pág. 118). Y eso que hubo épocas “de la vida española en que no se quería reconocer la profundidad del Quijote” (pág. 119).

Pero lo que a Ortega le interesa, vale la pena destacarlo, es el verdadero quijotismo de Cervantes. (Pág. 87). No las quijotadas de algunos primos y paisanos. Percibimos, en consecuencia, que a Ortega le interesa la profundidad en la mirada y el estilo de don Miguel de Cervantes Saavedra, que se explaya por las páginas del “Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, de una manera que es difícil atrapar. Es una mirada latina, mediterránea, transparente. Pero también es una mirada gótica, medieval, germánica, profunda y moderna, instalada en “la cumbre del Renacimiento.” (pág. 214). No hay que olvidar en este punto que hay autores que sostienen (quizás nunca lo supo Ortega) que Cervantes es de origen judeo-sefardita, lo que le adjudicaría, en caso de demostrarse, un estatus de verdadero “nuevo-cristiano”, como lo insiste él mismo, de forma un poco velada, en las páginas del “Quijote”. Por eso Miguel de Cervantes representa al español genuino, en tanto que se diferencia del común de los españoles, según lo reafirmado por Ortega y Gasset en otro de sus textos, o en las mismas “Meditaciones”. Por lo mismo él insiste que es cuando menos “dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos. Razón de más para que encontremos en el Quijote la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es España?”. (Pág. 168). “Español significa para mí”, continúa Ortega, “una altísima promesa que sólo en casos de extrema rareza ha sido cumplida” (pág. 172). “Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor. He aquí una plenitud española”… (pág. 173). “Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo arreglado. Porque en estas cimas intelectuales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía, una ciencia y una política” (pág. 173).

Pero al hablar del estilo de Cervantes devenimos obligados a redactar un paréntesis anticipado sobre la sustancia del estilo de Ortega y Gasset. En el estilo de este filósofo advertimos preguntas y alusiones que nunca son contestadas, dentro del texto tal o cual, por el autor. Quedan entonces los lectores en suspenso, tratando de encontrar respuestas a las incógnitas que sólo la vida y otras lecturas acumuladas pueden despejar. Por ejemplo Ortega advierte que El Quijote está elaborado sobre una gran “equívoco” de la literatura española. Pero nunca esclarece en qué consiste tal equívoco. También él pregunta de qué cosa se burla Cervantes. Pero deja la respuesta entrelineada y como en suspenso. Aquí conviene recordar la técnica de rodear las murallas de Jericó en forma gradual y concéntrica, que alude el filósofo en varios de sus libros, y de cuya técnica nosotros somos porcentualmente deudores, sobre todo en el renglón moderado de la poética específica “De Jericó, el relámpago”. A esto habría que agregar que para Ortega “La meditación es el movimiento en que abandonamos las superficies” (pág. 125). “Cuando meditamos tiene que sostenerse el ánimo a toda tensión;” en “un esfuerzo doloroso e integral” (pág. 126). Pues el meditador “posee el órgano del concepto. El concepto es el órgano normal de la profundidad” (pág. 141). En consecuencia conviene leer algo sobre el concepto de la alusión puntualizada por Ortega mismo: “la pedagogía de la alusión” es la “única pedagogía delicada y profunda. Quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que inicie en el aire una ideal trayectoria, deslizándonos por la cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de una nueva verdad” (pág. 109). He aquí la auténtica Filosofía ortegueana.

Sin embargo, hay también filosofía, hay política y hay solidaridad en el Quijote de Cervantes. Y hay un cierto estilo poético, advierte Ortega y Gasset. No olvidemos los maravillosos consejos políticos de Don Quijote a su escudero Sancho Panza, al momento de hacerse cargo de la gobernación de Ínsula Barataria. Son consejos sublimes que empalman con la mejor ética y moral que traspasa todos los territorios y los tiempos. Y es que el Quijote representa, lo ha sugerido Julián Marías, la clave de la realidad española. En El Quijote de Cervantes se realiza con “máxima intensidad ese modo de ser humano que es lo español, esa posibilidad tantas veces perdida”, de esa “gema iridiscente”, de lo que pudo España haber sido…De alguna manera también es la clave formidable, añadimos nosotros, de las duras y escurridizas realidades mestizas latinoamericanas, sumergidas entre la realidad, la terquedad y el ensueño, incluyendo a la periférica y angosta República de Honduras, una Ínsula Barataria, muy a la manera hondureña.

En la obra de cada gran pensador hay un estilo abierto o subyacente. Una sustancia especial; irrepetible. Es tarea del buen lector (“infiel” o recién rescatado de las superficies) identificar las peculiaridades de ese estilo único, al margen de las posibles, indirectas e inevitables influencias de otros autores, cercanos y lejanos. O al margen del saber universal compartido. Sobre este extraño punto tengo la percepción que Ortega se imagina a Miguel de Cervantes como un probable pensador, con un estilo poético que guarda en su interior una especie de filosofía. Aunque Ortega solamente sugiere esta posibilidad en algunos cuantos renglones de sus “Meditaciones del Quijote”, se hace fotoevidente que Gasset está proponiendo algo así como una “razón poética”, que será trabajada, décadas más tarde, por su discípula, fiel e independiente, doña María Zambrano. Tema que también será retomado, desde otra óptica, por autores más contemporáneos como el cubano Eduardo López Morales. (Edición 1989). A estas alturas de mi otoño se torna indispensable informarles a los lectores, nuevamente, que hay dos escritoras europeas que han estado, durante casi toda mi vida, muy cerca de mi pensamiento y de mi corazón: me refiero a la española María Zambrano y a la judeo-alemana Hannah Arend’t. Desconocerlas a ellas sería como desconocer dos piedras preciosas del pensamiento occidental. No vaya a ser que los fanáticos y extremistas de siempre nieguen en algún momento de la historia futura que estas dos escritoras nunca existieron, como ahora mismo niegan, algunos, que se verificó el “Holocausto”, y que la señorita Ana Frank, potencial novelista y mártir de unas circunstancias indescriptibles, haya escrito su propio “Diario Íntimo”; sino que lo escribió, dicen ellos, su señor padre Otto Frank. Después negarán, también, que existió su papá. Y así sucesivamente, hasta el “infinito” de la desvergüenza historiográfica.

Las “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset son, además, según Julián Marías, un proyecto intelectual de orden personal, y por tanto vocacional, que el autor habría de dividir en diez meditaciones. De entrada, aunque sugiere negarlo más tarde, se propone elaborar una “doctrina” concretamente filosófica, ligada a la realidad de España, con el propósito de reformarla. El autor pareciera querer advertir que los posibles lectores “infieles”, en vías de conversión en su época, nada querían saber de Filosofía, a pesar de los esfuerzos previos y posteriores del gran Unamuno, con sus ensayos sobre el casticismo y el concepto de la “intrahistoria”. Veamos lo que expresa el mismo Ortega y Gasset: “Estas Meditaciones, exentas de erudición –aun en el buen sentido que pudiera dejarse a la palabra–, van empujadas por deseos filosóficos. Sin embargo, yo agradecería al lector que no entrara en su lectura con demasiadas exigencias. No son filosofía, que es ciencia. Son simplemente unos ensayos. Y el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita. Para el escritor hay una cuestión de honor intelectual en no escribir nada susceptible de prueba sin poseer antes ésta” (pág. 60). Tal es otro ejemplo de la elipsis ortegueana entre la ciencia y la verdadera filosofía especulativa.

De las diez “Meditaciones” proyectadas, Ortega solamente logró escribir, y medio terminar, la primera, subdividida en una “Meditación preliminar” y en una tautológica “Meditación primera”. Sospecho que el desarrollo trágico de los acontecimientos europeos lo hicieron desistir del proyecto. Por eso Ortega se vio en la circunstancia, desde el periódico, la revista y desde el libro, de hacer “propaganda de entusiasmo por la luz mental”. Es decir, “La luz como imperativo” filosófico-conceptual, poético y moral (pág. 157). (De ahí su amor intelectual por el poeta y dramaturgo alemán, extraordinario, Wolfgang von Goethe).  Es interesante que en un libro aparentemente literario, Ortega y Gasset proponga toda una teoría novedosa del concepto, a veces excesivamente pangermanista, por lo menos desde mi gusto personal. Motivo por el cual chocará, mediante agrias discusiones, con su “enemigo fraterno” favorito: don Miguel de Unamuno. Sin embargo, nunca olvidará que es un hombre mediterráneo, que ansía las claridades conceptuales germánicas.  En el alma y en la etnia mestiza del pensador coexistían (lo llegó a insinuar él mismo), diferentes hombres que pensaban simultáneamente. Por otro lado conviene recordar que Ortega se identificaba un poco con el pintor español Diego de Silva y Velázquez, cuya técnica morosa, o de “vocación” suspendida, era la de nunca terminar sus obras pictóricas, al grado de convertir en un estilo plástico genial lo que de entrada parecía un defecto. Ortega sigue, de alguna manera, estos mismos pasos velazquiztas, cuando advierte que sus “Meditaciones del Quijote” son apenas unos ensayos intimistas, propios del “amor intelectuallis” que sugería el filósofo Baruch Spinoza. Pero es tal la insistencia en que su obra es solamente ensayística, que ahí podría esconderse una trampa muy noble, y que para Ortega es, por definición, aquello de la filosofía  como “ciencia general del amor”, pero en estado alusivo y elusivo, circular o elíptico.

El gran preámbulo sobre la obra de Miguel de Cervantes se convertirá en una subespecie de pretexto para establecer el amor como categoría relacional con los “otros”, y para elaborar verdadera Filosofía. En ambas direcciones Ortega la emprende contra el concepto del “odio”. En uno de mis tantos artículos publicados en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, yo advertía que si los españoles hubiesen estudiado, a fondo, la obra filosófica de Ortega y Gasset, jamás de los jamases hubiesen decaído en la famosa “Guerra Civil” de los años treinta. Un solo ejemplo de lo externado se puede extraer del contenido de las mismas “Meditaciones del Quijote”, publicadas por Ortega, ya lo dijimos, a mediados de 1914. Veamos: “Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera cuando no le veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil. Y he observado que, por lo menos, a nosotros los españoles nos es más fácil enardecernos por un dogma moral que abrir nuestro pecho a las exigencias de la veracidad. De mejor grado entregamos definitivamente nuestro albedrío a una actitud moral rígida que mantener siempre abierto nuestro juicio, presto en todo momento a la reforma y corrección debidas.” (Pág. 50). Pero como si la propuesta anterior fuera poca, en la siguiente página sentencia: “El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir” (pág. 51). “Esta lucha con un enemigo a quien se comprende, es la verdadera tolerancia, la actitud propia de toda alma robusta” (pág. 52). El mismo Ortega había dado pruebas contundentes de compresión al defender a su adversario natural Miguel de Unamuno cuando éste fue expulsado de la rectoría de la Universidad de Salamanca.

No comparto del todo la metáfora o la opinión de Ortega cuando sugiere que Don Quijote es “la parodia triste de un cristo más divino y sereno; él es un cristo gótico, macerado en angustias modernas; un cristo ridículo de nuestro barrio, creado por una imaginación dolorida que perdió su inocencia y su voluntad, y anda buscando otras”. (Pág. 86). Sí comparto que Don Quijote es como si fuera un personaje gótico, medieval, metido en una época impropia que apunta hacia el desencanto de cierta modernidad. También me parece aceptable que Ortega proyecte estudiar a Miguel de Cervantes para descubrir la autenticidad española, o sea “el sí mismo”, que los verdaderos héroes intentan asumir para diferenciarse de la vulgaridad de los demás. O “el sí propio”, como corregiría Martin Heidegger en 1927. Claro está que tal heroicidad se encuentra plasmada, para bien o para mal, en la noble y triste figura del inmortal Don Quijote de la Mancha. Porque “el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes” (…). Y “el verdadero quijotismo es el de Cervantes, no el de don Quijote” (pág. 87).

La contradicción aparente, de esta ardua temática ha sido y sigue siendo, sin embargo, creada por el mismo Ortega, cuando esboza que en la obra literaria de Cervantes hay filosofía; apuntamiento que comparto en un ochenta por ciento. Porque también hay una fuerte solidaridad para con los desvalidos y los huérfanos de ambos sexos, y una poesía amorosa, en forma prosaica, en donde se idealizan querencias reales a partir de algo irreal, en tanto que por encima de todo se alza la honra de la mujer. Por ejemplo, la tosca Aldonza Lorenzo en el papel de la sublime Dulcinea, cuyo proceso fue subliminalmente traducido, siglos más tarde, mediante la bella película “El Hombre de la Mancha” (o “Sueño Imposible”), protagonizada por Peter O’Toole y Sofía Loren. No hay que olvidar en este punto “El irracionalismo poético” trabajado, magistralmente, por Carlos Bousoño. (Gredos, 1977). Y las mismas frases del Quijote cuando señala las sinrazones del corazón que la razón no entiende. Ya que “La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida”, termina diciendo el gran Ortega (pág. 149).

Gasset resuelve la aparente contradicción al afirmar que Don Quijote NO es un personaje épico, del tipo homérico, sino que un personaje heroico, de una novela en donde se supera, como síntesis, la tragedia y la comedia. Don Quijote es la vez un héroe y un orate (pág. 241). Pues “el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es”, en donde el personaje tiene el cuerpo medio salido de la realidad. “Héroe es quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad.” Sin embargo, como la mitad del cuerpo la tiene sumergida en la realidad y la otra mitad en la fantasía, al tirarle de los pies y traerlo a la tierra por completo, “queda convertido en un personaje cómico” (págs. 237-238). El problema real es que el soldado y el grave escritor don Miguel de Cervantes, no tiene nada de cómico, ni mucho menos, ya que ha vivido una vida intensa hasta llegar a la miseria concreta y hasta las heces, sólo para construir, consciente o inconscientemente, una novela cuasi gótica inmortal, a partir de por lo menos cuatro importantes novelas caballerescas previas, entre ellas el inolvidable “Amadís de Gaula”, y “Tirante el Blanco” (“Tirant lo Blanc”, como le gusta repetir a Mario Vargas Llosa).

Espero que estos párrafos más o menos cansinos, cuyos borradores han sido escritos, originariamente, entre un jueves y un viernes de “Semana Mayor” (o de Semana alternativa del “Pésaj”), como un homenaje sincero, respetuoso y alterno, al sublime y amoroso Rabino de Galilea, sean digeridos por los lectores avispados de diversas etnias y culturas; pero, sobre todo, por aquellos lectores “infieles”, que se desplazan en doble vía, de países como Honduras, que hoy por hoy desprecian, de manera casi sistemática, cualquier gran Filosofía, o el mismo pensamiento especulativamente serio, en tanto que prefieren el facilismo manualesco de algunas tendencias ideológicas y tecnológicas al uso, simplonas, antifraternas y pesadas. A veces cargadas de histeria y de odio. Ansío la conversión gradual de los “infieles” a la auténtica Filosofía, o, cuando menos, sólo para empezar, a la filosofía ortegueana, aunque para ello, en nuestro medio espiritual precario, tengan que transcurrir unos doscientos años aproximados.

Otros temas conceptuales ortegueanos, como los de “raza”, “gente” y “pueblo”, los seguiré abordando en artículos aislados de periodismo de opinión. Entretanto vale la pena meditar, por nuestra propia cuenta, que así como Don Quijote es un personaje novelesco que padece las dolencias de aquella conciencia desgarrada medieval y moderna que advertía Guillermo Hegel, don Miguel de Cervantes, por su parte, es un hombre muy herido, de conciencia interior parejamente desgarrada, que de alguna manera se consubstancia con su personaje central. Por lo que haciendo una comparación forzada entre el novelista Pío Baroja y el autor del Quijote, podríamos parodiar la frase que Cervantes, “más bien que un hombre, es una encrucijada.”

He aquí mis simples pensamientos de primavera cálida, bajo el cantar desolado de las cigarras y chiquirines, sobre el borde de un tosco peñasco tegucigalpense en donde habito, en virtud que en primavera fueron lanzadas, desde el sacro-histórico monasterio de El Escorial, las primeras meditaciones filosóficas profundas, cervantinas, de don José Ortega y Gasset. Muchas gracias (Segisfredo Infante).

 

Tegucigalpa, MDC, 24 y 25 de marzo del año 2016.          

 

(*) Conferencia pronunciada por Segisfredo Infante, el lunes 25 de abril de 2016, en el paraninfo “Ramón Oquelí Garay”, de la Universidad Pedagógica Nacional “Francisco Morazán”. En esta actividad coincidieron las iniciativas del director de la Academia Hondureña de la Lengua, don Juan Ramón Martínez, con las máximas autoridades de la Universidad Pedagógica, en un acto conmemorativo de los “Cuatrocientos Años del fallecimiento de don Miguel de Cervantes Saavedra”.

 

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