Taberna de naúfragos, novela de José Enrique García

Por  Jorge Urrutia

Es curioso que Rubén Darío pase, en los manuales literarios y en la creencia común, por ser un poeta de la luz, del color, de la música, de la belleza. Pienso más bien que es poeta de la melancolía, poeta de la lamentación por no alcanzar lo que desearía ser, poeta del sentimiento de incomprensión y, sin duda, poeta de la soledad. Poeta al fin.

Tiene Darío momentos de luz, como esos lienzos donde los personajes se sienten sorprendentemente iluminados por el rompimiento de gloria. Sé bien que el rompimiento de gloria busca la representación de lo espiritual sobre lo terrenal, pero no debo referirme a la simbología de lo teológico, sino al estar de los personajes del cuadro. Todo y todos quedan iluminados por la aparición celeste. Mas el sol entre nubes sabemos que durará un instante y que, antes de esa demostración palpable y después de ella, no reinará en el mundo sino la sombra. ¿Cómo no temer la llegada del rompimiento que, a la postre, sólo servirá para convencernos de que la sombra es nuestro reino y la luz únicamente un deseo, reafirmado una y otra vez pero nunca accesible -al menos en esta vida, corta y también, por eso mismo, larguísima- que nos corroe y devora?

Aquí, en esta dialéctica, luego tan cernudiana, de la realidad y el deseo, me place situar la poética de Rubén Darío. Colige, virgo, rosas, escribió Ausonio. Pero por el año 1578, en su más famoso soneto a Helena de Surgères, esa Laura petrarquesca que revive, Ronsard también demostró conocer que era preciso apoderarse desde hoy mismo de las rosas de la vida, y Darío se dedicó, muy pronto, a recolectarlas. Ambos sabían bien que es necesario darse prisa, no tanto porque la rosas se mustien, que se mustian, sino porque, una vez cortadas, solo queda el arbusto, la mata aquella que Juan Ramón Jiménez, en Piedra y cielo, acababa por arrancar de raíz. Cuando se ejerce esta violencia se acaba el perfume de la rosa y percibimos el dolor (¿el olor?) de la ausencia y la fuga.

Ustedes dirán que me he equivocado de acto. Que yo tenía que hablar de don José Enrique García que acaba de publicar una novela, pero trastabillé los papeles y me traje unas páginas distintas a las que debía leer. Pero no. Con todo respeto tengo que decirles, señores académicos, que se equivocan. Cito a Darío, a Ronsard, a Juan Ramón Jiménez, pero hablo en realidad de José Enrique García y de su novela Taberna de náufragos.

A la taberna literaria acuden dos tipos de personas. Los acompañados y los solitarios. Los acompañados porque carecen de otro lugar donde reunirse: ello ofreció espacio de queja y discusión a la novela y al teatro de tema proletario.

Los solitarios porque confían en que hallarán compañía. De estos últimos, hombres y mujeres, son los personajes de la novela. Aparecen vencidos, están agotados, han perdido ilusión, saben que son pero no serán. Y se ven reflejados en un viejo cartel del barco Titanic que cuelga de una de las paredes del local. El barco se perdió, ¿y ellos? ¿Tan perdidos están? ¿Van de camino hacia lo más profundo de las aguas?

José Enrique García es poeta, como Ronsard, como Darío, como Juan Ramón. No los igualo. No los distingo. Pero todos ellos saben de la función y la fuerza de la palabra para descubrir lo más íntimo del ser humano. Para expresar también el desengaño. En un momento de la novela se citan dos versos de Darío: “Gozad de la carne, ese bien / que hoy nos hechiza”. Las rosas siempre se nos están escapando, recordamos. Los versos pertenecen al “Poema del otoño”. La estrofa termina con otros dos que el libro de García no incluye: “y después se tornará en /polvo y ceniza”. Un especialista en métrica se detendría inmediatamente en la rima con palabra vacía, bien/en, tan rara en la poesía española; pero nosotros nos fijaremos en cómo ese abandono de la preposición al final del verso deja que el siguiente sea tan sólo “polvo y ceniza”. Hay que gozar de la carne, sí, hay que cortar el rosa ya mismo, pero después, cortada o no, únicamente tendremos en las manos polvo y ceniza.

José Enrique García es autor del libro El fabulador, de 1979, uno de los más importantes de la poesía caribeña contemporánea. Libro extraordinario donde el autor se confiesa contador de historias, “tejedor de dichas y desdichas”. Al final, confiesa un duro fracaso:

Todo falso perfecto engaño
nada se puede testimoniar sino el vacío
el infinito vacío que hicimos perpetuo
en los actos que engendramos en nuestros propios músculos y palabras
y en la hora en el instante en el siglo
en procura del verdadero mundo que soñamos.
Los solitarios por ver si encuentran compañía.

Supongamos por un momento que Taberna de náufragos fuera ese deseo de testimoniar el vacío, ese “infinito vacío” que se sabe perpetuo, que bien conocen los solitarios. Entonces resultaría que esta novela que ahora nos ocupa es la demostración de la tesis del fabulador. El cartel del Titanic resulta no ser tan sólo imagen y metáfora del fracaso del individuo y del desencanto, sino cruel simbología del vaciamiento absoluto. En otro poema de El fabulador leemos:

El mar naufraga entre sus aguas,
el hombre en sus pasos, en la distancia.
hombre, mar, distancia,
naufragio de ausencia.

Incluso el mar naufraga y llega al fondo. El mar se hunde en sí mismo. Es un naufragio absoluto. “De ausencia”, dice el poeta. ¿Naufraga la ausencia, es decir, se alcanza la presencia? ¿O bien se naufraga por la ausencia absoluta? Me inclino, claro es, por esta última lectura. La vida es un vacío porque no hay nada, ni siquiera una piedra que justifique subir la montaña acompañando a Sísifo. Parece un existencialismo supremo, elevado al cubo. El hombre está solo y, sí, al final del poema, se echa al hombro sus costumbres, como si fuera el saco de las provisiones del caminante, y emprende una ruta, una travesía, que sólo conduce ¿indefectiblemente? a morir. El rompimiento de gloria era temible, dije, sí, porque no hace sino reafirmar la sombra. Si el rompomiento de gloria es el amor, éste desaparecerá cubierto por una nube. No queda ni siquiera espacio para el olvido. Como se dice en un momento de la novela, “el tiempo no hace olvido de las cosas, solo las acomoda”.

El mar donde quedó el Titanic, el que contempla el fabulador, aquel al que acude hacia el final de la novela Fernando, el personaje principal, no es la vida, sino la muerte. Ya lo sabíamos desde Jorge Manrique, nuestras vidas van a dar a la mar, que es el morir. Todo viaje que los seres humanos emprendan está condenado al naufragio.

Estamos ante una literatura de la desesperanza y de la soledad. Estos náufragos viven, malviven tal vez, algunos -especialmente las mujeres- arrastran una vida llena de daños y violaciones, incluso de abortos, también y sobre todo de olvidos, defienden un trabajo con el que deberían poder realizarse personalmente pero que acaba siendo una prostitución, como el escritor que busca escabullirse por entre los autores y personajes clásicos (Darío, Whitman, San Francisco, don Quijote, los bucaneros…) mas, solo consigue salir adelante escribiendo panegíricos de políticos o himnos para partidos y agrupaciones, que alquila sus palabras, lo más profundo y propio que posee, “para roda clase de circunstancias y eventos”. Por eso, una tarde justifica su existencia con una frase no ya sin futuro, sino sin presente: “hago lo de toda la vida, continúo copiándome”.

Para introducir la preocupación existencial en el discurso, el autor se sirve de la descripción detallada de la degradación de objetos, interiores, vestidos, rompiendo la norma de un buen gusto asumido. Si el chico de la pensión decide escapar de los “trapos llenos de mierdas, vómitos, toallas usadas de distintas formas, sucio [así, sustantivo y adjetivo], mugre, desperdicio, los malos olores de las gentes… Va en busca de un espacio propio, porque ninguno poseen los personajes: charlan en la taberna, duermen en la pensión, comen en la fonda… Conocemos al personaje principal “las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero, estirándola, desnivelando lo que el sastre dispuso con exactitud de regla”. Otro renquea de la pierna izquierda y habla con una voz que engorda las vocales. El piso de la taberna está cubierto por una alfombra “ya gastada en la que aún se perciben rastros de un verde pálido”. El olor “cansado y sucio”, se adentra en la nariz “con lentitud y persistencia”.

No parece haber salida para este relato (¿o retrato?) de la desesperanza. Ni siquiera cabe la huida. Fernando, el protagonista, se enfrenta al mar y visita un cementerio. Mar y muerte. Queda, sin embargo, una pequeña ventana: lleva en la mano dos rosas. Deposita una sobre una tumba. Un poco al azar. Guarda la otra en el bolsillo de la chaqueta. Deja al lector la esperanza de que un día, al proteger la mano de un frío sobrevenido, la encuentre de nuevo.

Jorge Urrutia

9 de noviembre de 2019

Areíto, periódico Hoy.

Literatura.

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