Anthony Ríos y el chino
Por Miguel Solano
Ese día, vista desde la Solséptima, la mar parecía un cementerio que se elevaba hacia los cielos, sin el conocido canto de los muertos. Si algún barco circulaba era porque regresaba con los asaltados peces, ya cazados y en su cama de hielo. El sol brillaba libremente y la brisa se movía fría y rápida, obligando a las aves a permanecer bajo la protección de las hojas.
Con frecuencia, Anthony Ríos iba a comer costillitas y chofán a un restaurante chino situado en la avenida Rómulo Betancourt, en la capital quisqueyana.
Anthony siempre andaba con un río de lágrimas encima, siempre caminaba con el diluvio bajo sus pies. Y ese 14 de febrero parecía más propicio que ningún otro para que el gran tormento, el amor, se mostrase dueño de cada átomo que componía su cuerpo y le hiciese lagrimear a la velocidad de la luz.
Anthony llamaba a una y a otra y lloraba e imploraba. El chino lo toleraba: ¡Era buen cliente! Y para el parpadear del chino, siempre que deje beneficios, las lágrimas de un cliente pagan por la paz y ciencia, financian la paciencia.
—Hay que aguántalo, gata muuucho.
Pero ese día, en el que los peces parecían venir de ultratumba, Anthony estaba verdaderamente desesperado. Comía y lloraba, aunque lloraba más que lo que comía. Aun así, seguía pidiendo costillitas. Ya en la mesa no cabían más platos y el chino y su esposa solo se susurraban entre ellos:
—Un homble inocente.
El chino, que pocas veces en la vida da consejos, creyó que Confucio le obligaba a romper con su tradición. Como si fuese imitando los pasos de Lao Tse, se le acercó a Anthony:
—Lío, en China, complendemo má y amamo meno.
Anthony lo miró y le dio un trompón de agradecimiento. Le pidió al chino que le prestara el teléfono, el chino lo condujo hacia la oficina. Anthony escribió algunas notas en un pedazo de papel, llamó a la chica y le entonó:
—Ni tú ni yo
lo comprendemos
es mejor para convivir
comprender más
y amarse menos.
*Del libro de cuentos Los barriles.
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