Tony Raful o la omnipresente simbología de la luz

(Lectura de Danza del amor y los mandalas)

Por Leopoldo Minaya

   Para palpar lo inasible y auscultar lo insondable… ha revelado su presencia el poeta sobre el cosmos. Filósofo, teólogo, sacrílego y mundano, su mirada devela enigmas al soplo de lo intuitivo, enigmas que recrea y relanza redivivos cuando planta y faena en el suelo fecundo del Arcano. Justa medida… por justa medida. Todo cuanto existe, todo cuanto “es”, todo cuanto “no es” —memoria o mansedumbre o risco llameante— se constituye o en piedra de toque o en materia de su arte.

Impulsado por la energía volitiva del espíritu que inquiere, el poeta busca las verdades últimas por senderos ignorados no siempre apegados a los principios de la lógica, independientes de la fe, recelosos de la razón; valga decir: por las  veredas de la emoción trascendente, del sentir eminente y de la arrebatadora hermosura.

En estos atributos, y en este objetivo —búsqueda y planteamiento de axiomas universales—, se fundamenta el corpus poético “Danza del amor y los mandalas”, de Tony Raful, excelso cantor de “Freya” y “Eurídice”², rapsoda del tiempo y de la luz, auriga del sueño intemporal y de los símbolos.

Ante todo, ¿qué es un mandala?, vocablo no siempre de significación obvia para nosotros, renuevos de Occidente, pobladores de la historia y el tiempo rectilíneos:“Mandala —dice la nota introductoria en que se logra distinguir el refulgente estilo del poeta— es una palabra sánscrita, de origen hindú, es un vocablo mágico que significa círculo. En su interior gravitan el inconsciente y el consciente del ser humano según Carl Jung. Significa un abastecimiento de energías para influir en el destino humano. Un centro energético de equilibrio y purificación que ayuda a transformar la mente, se le privilegia como un espacio sagrado. El mandala te ayuda a curar la fragmentación síquica y espiritual y a manifestar tu creatividad, así como a reconectarte con tu ser esencial. Es un viaje hacia tus esencias. La danza del amor es infinita y nace de los mandalas, sus prodigios y sortilegios como naves del laberinto, donde el poeta toca los tambores del renacimiento, la fosforescente imagen de sí mismo, bajo el fulgor de sus versos y el ígneo destello de su poesía”.

Con esta acotación (que alcanza sin duda los linderos sublimes del poema), Raful emprende la concretización de su arquitectura verbal. Emplea en ella conceptos comunes al budismo y al hinduismo, como el mandala,  sumándolos a elementos del cristianismo, del catolicismo y  del pensamiento laico que subyacen en su amplia formación humanística. Aborda la interpretación del misterio de lo bello… como justificante para descifrar la belleza del misterio en caudales pinceladas inquisitorias en la “Danza del amor”, poema central que da título a la entera publicación. El lector, en esta pieza de incalculables proporciones, no puede sino imaginar al aeda sentado al borde del cosmos, formulando interrogantes perentorias en nombre de la raza humana: un acto de conversación superior o con todos los hombres o con ese Ente generador, ese algo, ese alguien, ese círculo, esa complejidad dimensional, esa fuerza, esa cognición suma, ese instinto, ese mandala… que le sirve de silente interlocutor:

 

¿Quién es el ser?

¿No es la conciencia sobreactuando?

En doble nivel de preceptos y de fuerzas infinitas,

¿puede el ser crear el sentido?

¿Erigir dioses y que éstos, creados, sigan creando?

¿Cuánto dura el ser?

El ser existe si existe la conciencia,

la conciencia existe si existe el diálogo crítico interior.

¿La conciencia es la fe?

No hay fe sin conciencia pero hay conciencia sin la fe.

¿Se desdobla la conciencia?

 

Intento divalente, a mi parecer, pues demanda análogamente el absoluto delineamiento del ser al través de la conciencia como modo de alcanzar autoconocimiento —del “yo” individual y el colectivo al saberse o al determinarse lo que realmente podrían ser—, y la anhelada substanciación de lo divino en el acto probable de responder.

Técnicamente, “Danza de amor y los mandalas” es un poema compuesto, resultante de la superposición de enunciados, aseveraciones e interrogaciones que encuentran en el Amor —fuerza suprema que vivifica y aniquila— su hilo conector en cuanto al fondo…  En cuanto a la forma, lo será el ritmo: verdad oculta  del sentido. En lo tocante a lo primero, el texto puede subdividirse en un número determinado de apelaciones esenciales, entre las cuales en una rápida asomada se pueden distinguir:

(Apelación de la calidad y el atributo):

 

Yo suelo ser el elegido

del mandala que sostiene círculos y diagramas.

(Apelación de la duda formal):

¿No es envoltorio lúdico el verbo?

¿Y la palabra, no es articulación confusa

del ser indefinido que apenas percibe

del todo, minúscula esencia,

tropel fugaz de imágenes?

(Apelación del uno múltiple):

¿Quién soy yo?

Yo soy el otro aludido

su entorno del albur sorprendido,

el lenguaje, el signo, la cultura,

rudimentos confusos adheridos.

(Apelación de la redención animal):

¿Son los animales todos, seres ofendidos?

Digo, sin objetivos, expresión bruta

de vivir sin alcanzar asiento,

formas superiores de embelesamiento.

¿Quién dijo que ellos serían adorno, utilidad, alimento?

(Apelación de la identidad, o reflexiva):

¿Dónde el ser se define distinto

si la conciencia no detiene el asalto del primate

esencial,

de la bestia libre que serpentea laderas?

(Apelación del samsara):

El mandala refulge en líneas concéntricas

oficio de Buda y capuchinos del Tíbet

manipulan el sol y lo fragmentan en espigas doradas,

gobiernan la luz y la miel del reposo.

¿Pero escapan de la rueda de vidas y muertes?

En cuanto a los compases, nótese la musicalidad cautivante con que el poema rompe: “Numinoso el canon del verbo y el escriba, / tiempo flamígero de volada palabra / donde el ser reverdece la vida / y la muerte es enigma disuelto…”.     Un ritmo apoyado en un pie trisílabo —en esta magistral entrada, predominantemente anapéstico— que unido al sentido emblemático y de identificación colectiva, la voz de todos, convierte el poema en una suerte de himno:

 

Numinó / so-el cá / non del vér / bo…y el escriba, (Verso 1)

tiempo flamígero / de volá / da palá / bra   (Verso 2)

donde el sér / reverdé / ce la ví / da  (Verso 3)

y la muér / te es eníg / ma disuél / to… (Verso 4)

 

De hecho, los dos últimos versos de esta primera muestra son decasílabos hímnicos perfectos, el metro preferido en las versificaciones tradicionales de las lenguas derivadas del latín para componer este género de cantos, como su nombre lo indica, algo que puede comprobarse en la composición tomada como Himno Nacional dominicano:

Quisqueyá/ nos valién/ tes, alcé/ mos…

Y que encontraremos con frecuencia, fragmentado, empotrado o in extenso, en todo el recorrido de la “Danza”, que se aboca sin embargo a un  ritmo más moderno y variado:

Dónde el sér / se defí / ne distín / to (Verso 34)

¿Quién otór / ga sentí / do a los ás / tros? (Verso 72)

¿Qué-extrá / ña versión / de otros mún / dos? (Verso 132)

no meré / ce perdér / la memó / ria  (Verso 155)

Complementado por las modalidades dactílicas y anfibráquicas, es decir, el mismo pie trisílabo con el acento rítmico movido a la primera o a la segunda sílaba:

Juégo de / trópos que in / súfla va / cíos   (Verso 11)

del tódo,/ minúscu / la esén / cia (Verso 15)

O combinándose con otras reproducciones fónicas de entre dos y cuatros emisiones tonales… Locución y elocución confabulándose para revestir el discurso poético de altos niveles líricos; de la excepcional musicalidad tan solo reservada al entusiasmo y la exaltación de los himnos.  Porque eso es “Danza del amor y los mandalas”: un himno lleno de vibrante energía que despliega en su grafía y eufonía los trazos inmanentes a la altura de su numen y la profundidad de sus conceptos.

En Tony Raful hay una exuberancia de recursos lingüísticos y conceptuales que seducen las interioridades de la sensorialidad humana, usados a un tiempo con soltura y naturalidad, y exentos de superficialidades y afectaciones como soñara Pushkin. En el decir, el enunciar y el inquirir se revelan la pulcritud expresiva, el estilo delicado, la incomparable belleza de las locuciones. ¿Qué es la belleza, sino el comprobante irrefutable de cuanto nos resulta trascendente, verdadero en sí o valedero?:

 

¿Quién irisa la oscura flor del mar?

¿Quién fabula la brizna del terciopelo y la sepultura?

Un amor que destella y se enreda en la luna,

¿en qué instante se llena de vírgenes dormidas

violines de hueso, humo errante, clámide de polvo?

¿En qué lago azul se asila la belleza,

el otoño y sus corceles de vencido marfil o aceituna?

¿Se sostiene un pensamiento más de un ciclo lunar?

¿Somos frailes y asesinos

santos y malvados, torturadores y torturados?

¿Abdica la gnosis frente a la armadura de la noche absoluta?

 

El artista fija siempre el objeto de su canto (de todos los cantos que conforman su volumen lírico) en la trascendencia espacio-temporal, ente transformador más allá de formas y sonidos. Se vale del amor, la sensualidad, la metamorfosis de lo cotidiano, la contemplación de lo bello, el asombro, el éxtasis, la catarsis… “El Genio Poético es el hombre verdadero”, como enunciara Blake, “y las formas de todas las cosas están derivadas de ese Genio”.¹  En la expresión: “Si tú sonríes el mundo cambia” se advierte al instante el deseo de subversión traducido en halago sugestivo o conminatorio; deseo que se hace transformación efectiva, “realidad irreal” porque la capacidad de mutación reside además en la mirada y el alma y la aspiración del observante… vale decir: del poeta.

La energía del espíritu transfigura todo lo que toca: eslabona las imágenes como piezas de un rompecabezas. ¿Qué sucede si tú sonríes y el mundo cambia? La respuesta la da el verso subsiguiente: “El oro y la tierra no los necesito”,  y continúa ese fluir de posibilidades elaborando el tejido del discurso en que una transformación promueve otra transformación hasta que el poeta o agota el contenido conceptual o retoma el condicionante inicial, en un rebote retórico que originará a su vez nueva sucesión de sobrecogimientos e imágenes:

 

(Imaginando si tú sonríes)

Si tú sonríes el mundo cambia,

el oro y la tierra no los necesito.

Sirenas y luces para tu esbeltez tersa

silbando bajo la rama en tu costado.

Vegeto el ocio de contemplarte.

Si tú sonríes, el cegador desmayo

suspende la palabra y boca floridas.

Todo el universo cabe en una esquina,

atento al ojo que aguarda y besa

el lábaro alado de tu belleza.

 

En verdad, el goce en la contemplación de lo excepcionalmente bello concretiza y encuadra toda forma de aprehensión de las esencias universales, puridades que el ser toca sin tocar al asalto de la mirada (física o espiritual) y al martirio de la temporalidad y la expectación, que aguijonean dulcemente como pequeñas muertes.

Pero si todo deriva del Genio Poético, y si entiendo que “salvo en el amor el ser no existe, es engañifa” (verso 152)³, ¿quién soy yo? Después de todo, “Yo suelo ser el elegido / del mandala que sostiene círculos y diagramas”, nos dice el bardo en los versos 8 y 9 de la oración primordial. “Yo suelo ser el elegido” –repite en el verso 161-, “…de la poesía náufrago y del naufragio punto de partida” (verso 162). El poeta se busca. En un poema anterior, intitulado “Si no fuera quien soy”, empieza a perfilarse: es él… todos los poetas en un acto de cosmogónica representación; él, que habla al Universo, a los dioses y a los hombres; es el oficio mismo de la Poesía. Pero no afirma lo que es: niega lo que no es, y así, por el recurso recatado de la doble negación llega a la afirmación ulterior, en una suerte de rodeo, y separa la paja del cereal. “Si no fuera quien soy” –dice convencido- “no enlazaría alas en las gotas del rocío”. Y continúa:

…no tendría el ritmo breve del torbellino

que refulge y esplende el cristal de las aguas.

No agitaría el pañuelo

como una garza de luz rosada

que baila sobre las espumas rotas del cielo,

arrebol que finge su pulpa de nirvana.

Si no fuera quien soy

no buscaría el recinto violeta de la llama

el plenilunio donde detúvose la fresa pálida

              de tu ternura,

las lecturas de Octavio Paz y su Piedra de Sol,

los versos centinelas y su telar romancesco,

el amor vivido a sorbos de lumbre y esmeralda.

Si yo no fuera quien soy

no tocaría el pretil ni su floración de orquídeas,

ese talle esbelto de flor en el jardín,

no tentaría tu esfera de cañada clara,

no besaría la rosa trémula del ardor lascivo…..

 

En tal virtud (parafraseando los postulados por vía de la antítesis): Por ser quien soy…. enlazo alas, tengo el ritmo breve del torbellino, agito esta garza de luz que es mi pañuelo, busco el recinto violeta de la llama, el plenilunio, la fresa de tu ternura, el poema, el amor…  Pero por el mismo motivo, es decir, por ser quien soy, el Poeta y todos los poetas: toco pretiles floreados, el talle (tu talle), tu esfera de cañada y, sobre todo,  la rosa trémula del ardor lascivo, un símbolo tan hermoso y tan preciso este último, una metáfora tan cristalina… que no necesita explicación alguna, salvo que el mismo poeta, en la prolongación del arrebato gozoso del acto creativo, del toque o la contemplación, pueda agregar otras tres metáforas que amplíen la duración e intensidad de la sacudida…

…ese lazo furioso de alondras y sombras,

golpe de olas,

escarchas de limbo y alba

en el abismo de la herida que me nombra.

…con el objetivo de entroncar la imagen sensual a la imagen ideal de ansia de autodescubrimiento y avidez de iluminación, como símbolos que se intersecan en la imagen tercera de un abismo e, irremisiblemente, en la dicotomía sensoria del placer y el dolor. ¡Visión! El poeta, la herida y las cuatro últimas metáforas: Visnú con sus cuatro brazos que sostienen la flor de loto, la rosa del placer, del mandala, de la resurrección.

 

Y quedan explicadas de paso la condición sagrada, la condición sacrílega y la condición mundana del poeta.

Porque, en primer término, ¿qué simboliza un abismo? Una herida atávica y ancestral (y hay placer y dolor en el hormigueo de las heridas). Y, en segundo término, ¿qué representa un abismo? Vértigo: esa mezcla insólita de perdición de profundidad y de salvación de altura en el disfrute de la sensación de desfallecimiento (y hay placer y dolor en el desfallecimiento). ¿Y el sentir de la carne, ese otro abismo, ese séptimo sentido, a la vez placer y dolor de nuestro espíritu, y que se repite continuamente en la danza del amor…, qué simboliza?

Arribando al forzoso desenlace, el poeta se define en un tono más desenfadado, pero no menos misterioso:

Yo soy estas palabras, esta dicha, esta sortija,

el tiempo amarillo del olvido,

espacio sacro o laberinto encantado,

el inconsciente colectivo de Jung,

esta danza circular del amor y el mandala

que el pájaro tinto del vino revolotea sobre

                      mi cabeza

al pie de sonajeros, sátiros y basiliscos.

La poesía de Tony Raful se desenvuelve indistintamente entre el sueño y la realidad; el poeta se pasea de uno a otro lado sin necesidad de dormir o despertar. Su poesía es fulgor y plenitud. Conceptos y categorías como “espejismo”, “desmayo”, “cristal”, “deslumbramiento”, “agua”, “plenilunio”, le son connaturales. Tony Raful es el poeta de los encantos oníricos, los misterios del tiempo y la simbología de la luz, siempre presente, siempre pudiente. El poeta puede “escapar por la pendiente azul que la noche ondula y el altozano planta con estambres”, y hacerlo en un caballo de luz que galopa hacia el pasado. No todos pueden seguirlo o alcanzarlo por semejantes parajes de vuelo y ensoñación. Por tanto, esta lectura de “Danza del amor y los mandalas” es sólo una aproximación admirativa, un segundo acercamiento rendido a la producción de este poeta dominicano universal; un punto de partida para nuevas y mejores discusiones; un motivo para que posibles lectores se adentren en la espesura de su himno. Con una sola aclaración: hacedlo por vuestra propia cuenta y riesgo: ante el fulgor ontológico y el peso de las palabras, he tenido que apartar el libro varias veces de mi rostro, por temor a que el centelleo me dejase ciego:

“Oh, poesía

                        que rielas de jaguares la barca del alba

                        y de mi corazón.”4

 

Notas:

¹ William Blake, “All religions are one”, Principio Uno.

² Tony Raful, Visiones del Escriba, 1983.

³ Siempre que aparezcan versos numerados, corresponden al poema central que da nombre al libro.

4.Tony Raful, Danza del amor y los mandalas,  Madrigal, p. 77.

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *