Testimonio de una trayectoria

Por Manuel Salvador Gautier

Académico de la lengua

 

Ante todo, mi agradecimiento al jurado, compuesto por el presidente de la Fundación Corripio, don José Luis Corripio (Pepín), quien creó el Premio Nacional de Literatura; el ministro de Cultura, don Pedro Vergés; los magníficos rectores de las universidades, UNPHU, PUCMM, INTEC y UCE, y el director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier, por haber considerado mi obra literaria merecedora de este Premio Nacional de Literatura.

Quiero dedicar este premio a mi padre Manuel Salvador Gautier González (Flon), y a mi madre, María Josefa Castellón (Maricusa), por educarme para que, con capacidad y éxito, yo haya podido ejercer la profesión de arquitecto y producir esta obra literaria. Asimismo, quiero dedicarlo a mis hermanos Josefina y Tabaré, José y Daisy, y Milagros y Orlando, porque siempre nos mantuvimos unidos, y deseamos lo mejor para cada uno de nosotros. Quiero hacerlo, también, a todos mis sobrinos, por ser tan afectuosos conmigo, dándome un respaldo familiar que me produce gran satisfacción.

A mi sobrina, la historiadora y profesora María Josefina Álvarez. Deseo también agradecer a varios intelectuales que, de una manera u otra, contribuyeron a que esta obra literaria tuviera la calidad que hoy se premia. Al cuentista y novelista Virgilio Díaz Grullón, a quien entregué mi novela recién terminada para que la evaluara y me dijera si tenía algún valor literario. Virgilio la leyó (era un legajo de unas 1,800 páginas). Cuando terminó, me llamó y me dijo que la novela era muy larga, y que yo tenía que reducirla lo más que pudiera. “No te voy a decir lo que debes quitar; eso tienes que hacerlo tú”, me advirtió. Tampoco me dijo si la obra tenía valor literario, pero yo entendí que me estimulaba a seguir escribiéndola. La reduje a 1,200 páginas, quitando pasajes que me parecían muy buenos, pero que no tenían relevancia para la historia principal. Al poeta, cuentista, novelista y ensayista José Alcántara Almánzar, mi primer asesor literario, quien me indicó una serie de medidas narrativas a tomar, tales como rehacer pasajes para que dieran mayor sentido a lo que se decía, y demás. Al poeta y publicista Juan José Ayuso. Cuando ya yo tenía la novela diagramada para publicarla, se la entregué a Ayuso con el fin de que me trazara una estrategia de publicidad. “La obra es muy larga; poca gente va a comprarla para leerla”, me dijo. “Tiene cuatro partes; divídela en cuatro novelas”. Así surgió la tetralogía Tiempo para héroes. La obra trata sobre la expedición de Constanza, Maimón y Estero Hondo, que, en 1959, desembarcó en el país para derrocar al dictador Rafael Trujillo. Mi sobrina trabajaba con el historiador Emilio Cordero, a quien conozco desde que éramos niños. Su hermano, José, murió mientras combatía en Maimón y Estero Hondo. Por eso, cuando mi sobrina le contó a Cordero que yo iba a publicar una novela sobre esa gesta, este le señaló que quería leerla, porque, si no servía, me lo iba a decir. Le entregué el primer ejemplar que salió del taller. Cordero lo leyó y me mandó un mensaje, donde me recomendaba que inscribiera la tetralogía en el Premio Nacional de Novela Manuel de Jesús Galván de ese año, porque yo lo iba a ganar. Fue el primer reconocimiento a la calidad de mi obra. En ese momento, yo no sabía que ese premio existía; pero inscribí la obra y ganó, como predijo Cordero.

Al ensayista, crítico literario y novelista Dr. Bruno Rosario Candelier, presidente de la sociedad literaria Ateneo Insular Internacional y director de la Academia Dominicana de la Lengua. Soy miembro del Ateneo Insular desde 1995, donde, en las reuniones mensuales que se convocan, el Dr. Rosario Candelier expone sus orientaciones sobre la poesía y la narrativa. En las obras que realicé a partir de entonces, les incorporé un cierto sentido poético que les han conferido un carácter de mayor trascendencia.

A todos los miembros del Ateneo Insular, en especial a los poetas Carmen Pérez Valerio, Pedro José Gris y Ramón Antonio Jiménez, quienes, con sus participaciones, mantuvieron mi interés en los temas que se trataban en esa sociedad. Al poeta, cuentista, novelista y ensayista José Acosta, por su amistad. Acosta reside en Nueva York y ha contribuido a que mi obra sea leída en esa ciudad.

A los miembros del Grupo Mester de Narradores de la Academia Dominicana de la Lengua, los escritores Ángela Hernández, Emilia Pereyra, Ofelia Berrido, Rafael Peralta Romero y Miguel Solano, por su compañerismo. Al presidente de la Editorial Santuario, Isael Pérez, y a su esposa, Oneida, por haber difundido mi obra literaria, de manera que se conociera en todo el país. Al Arq. Eugenio Pérez Montás. Fuimos condiscípulos y amigos en la carrera de arquitectura, en la Universidad de Santo Domingo, de 1950 a 1955, y hemos mantenido esa amistad desde entonces. A todos ustedes, público presente, que han venido a celebrar esta premiación junto conmigo.

Cuando en 1986, a los 56 años, comencé a escribir ficción, no imaginé que mi obra literaria tendría éxito alguno. Me dediqué a escribir porque sentí una compulsión a hacerlo, una necesidad para satisfacerme y sentirme completo. No era la única vez que lo intentaba. A los catorce años traté de escribir mi primera novela. Estábamos en 1944, a finales de la Segunda Guerra Mundial, y salió en la prensa que un submarino alemán averiado había buscado refugio en las playas de Puerto Plata. La noticia me interesó. Pensé que era una situación que podía generar conflictos entre alemanes y dominicanos, ya que habíamos declarado la guerra a Alemania. Redacté algo sobre el asunto, y ahí se quedó. Más tarde, mientras ejercía mi profesión de arquitecto, en varias ocasiones lo intenté de nuevo, hacía algunas notas, pero no las seguía. En 1986, sin embargo, aproveché que dispuse del tiempo necesario para iniciarla y continuarla. En la oficina no había trabajos, y yo me entretuve con eso. Cuando llegó trabajo, ya yo no podía abandonar el proyecto de novela, como otras veces. Sabía que podía seguir adelante y lograr lo que tantas veces quise. Para no descuidar mi trabajo profesional y la redacción de la novela, me levantaba en la madrugada, le dedicaba unas cuantas horas a la escritura y luego, a las siete de la mañana, me iba a trabajar. No fue agotador, como parecería ser. Estaba disfrutando con las dos cosas. Al cabo de un año y medio, tenía redactada la primera versión de Tiempo para héroes. No esperé. Continué con otra novela, La mala maña; la terminé; inicié otra, Toda la vida, y siguieron las demás. Así somos los escritores. Nos apasiona lo que hacemos, y no nos detenemos nunca. Comencé a escribir sin ninguna preparación académica literaria. La tetralogía Tiempo para héroes es una obra espontánea que se iba formando según la escribía, aunque sí tuve un propósito para hacerla: contar la historia de los héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Al darme cuenta de que quería dedicarme a escribir narrativa, decidí conocer más sobre la manera en que esta se redactaba. Estudié algunos libros que lo indicaban; asistí a cursillos de literatura. Supe de las distintas maneras en que se prepara una novela y de las nuevas técnicas que habían surgido a principios y mediados del siglo XX, como las desarrolladas por Franz Kafka, James Joyce y William Faulkner, entre otras. Determiné que yo podía adoptar estos conocimientos a mi obra. A Serenata, la novela sobre las relaciones entre la poeta Salomé Ureña y su esposo, el político Pancho Henríquez y Carvajal, que publiqué en 1999, la organicé en varias partes, cada una de las cuales se inicia con un monólogo del personaje principal, Pancho, y sigue con un episodio narrativo; cada episodio trata una historia completa y tiene un narrador distinto. Utilicé técnicas postmodernas como las de relatar en dos tiempos a la vez y, también, cambiar el tiempo gramatical del verbo en un mismo párrafo. Estos aspectos de organización y redacción literarias los continué aplicando en las siguientes novelas que trabajé. En esos 32 años en los cuales me he dedicado a escribir, he publicado dieciséis novelas, cuatro libros de ensayo y un libro de cuentos. He sido incansable en mi producción literaria, y he sido recompensado con una serie de premios literarios.

Con el Premio Nacional de Literatura culmina la comprobación del valor de mi obra literaria completa. Tras haberlo ganado, he pensado mucho en dos intelectuales, Virgilio Díaz Grullón y Manuel Rueda. Díaz Grullón es Premio Nacional de Literatura (1997), y yo lo admiraba por haber escrito una obra literaria con la cual obtuvo este reconocimiento. Desde que me ayudó en la redacción de mi primer trabajo, consideré que era mi deber asistir a todos los actos públicos en que se conmemoraba su obra. Él iba a las tertulias que se daban los sábados en la mañana en la Librería Trinitaria, de doña Virtudes Uribe, y allá me dirigía yo. En otra tertulia, supe que Díaz Grullón también era poeta, aunque su poesía nunca la dio a conocer al público. Manuel Rueda también es ganador del Premio Nacional de Literatura (1994). Rueda me conoció como literato después de él participar en un homenaje que le hizo el Ateneo Insular en Montecristi, donde yo presenté su novela Bienvenida y la noche. A partir de entonces, actuó consecuentemente para promoverme a mí y a mi obra literaria. Me invitó a las tertulias que él organizaba con varios intelectuales en el edificio del periódico Hoy; me incluyó en la comisión que determinó cuáles habían sido las mejores obras literarias del siglo XX, en América Latina; me invitó a su casa, donde leyó una obra teatral sobre un momento en la vida de Eduardo Brito. Siempre he considerado que, en la segunda mitad del siglo pasado, la República Dominicana tuvo por lo menos dos genios de la literatura universal: Manuel Rueda y Virgilio Díaz Grullón. Para terminar, les voy a leer un fragmento del episodio titulado: “La revelación sin nombre”, del Capítulo 1, de mi novela El asesino de las lluvias: “Yo continué en línea recta hacia el recodo del río. Pisé flores azules, amarillas, blancas. Toqué un árbol alto y frondoso con una sombra oscura que opacaba el aire verde. Era el primero de un grupo tupido que penetré volando como un barrancolí, pequeño y confiado, tan inmerso en su recorrido que desdeñaba el entorpecimiento de la oscuridad. Llegué hasta el río, rugiente y huidizo, con sus músculos acuosos y retorcidos. Me embriagué de olor a hojarasca disuelta en la tierra y de humedad fermentada. Recogí una pomarrosa que flotaba cerca de la orilla y la llevé a los labios. Algo inexplicable impidió que la mordiera y me obligó a notar las sombras que me arropaban. Tiré la pomarrosa al río para que prosiguiera su viaje inútil, y me agaché a recoger una flor pequeña, incolora, campanita de pétalos, tejido de luna en la maraña de la oscuridad. La flor se abrió y me enseñó su pistilo cuajado de partículas de polen, que se prendieron como soles diminutos para iluminar el espacio en que me hallaba, un lugar sin dimensiones, donde nada y todo era real. Sentí un efluvio de paz, un deseo de amar todo lo que me rodeaba, de disolverme en lo impredecible. El aire cambió de un color negruzco a otro violáceo; se hizo espeso, de una viscosidad irrespirable. Me empujaba una fuerza desconocida a la cual me acogí. El río se perdió en la inexactitud del espacio; solo oía su sonido, insistente, intermitente. Pensé que me movía, pero sabía que estaba estático, clavado en el mismo lugar. De improviso entendí que orillaba el hueco de la vida y de la muerte. Era redondo, amenazador, y tuve miedo; sin embargo, no pude evitar acercarme a su borde hasta alcanzarlo. Allí me asomé a su misterio. En el fondo no había nada, ni siquiera una luz, como yo esperaba. El peligro de su atracción me sofocó. Sabía que en cualquier momento me lanzaría en sus profundidades. Entonces apareció a mi lado un ser idéntico a mí, solo que insubstancial como mi aliento. Entró en mi cuerpo y respiró conmigo. “Disuélvete en mí, no tengas miedo; la vida soy yo y la muerte eres tú”, dijo por mi boca. En ese momento no capté su significado. No estaba preparado para desentrañar ese misterio metafísico. Me distrajo el ser paralelo. ¿Quién podía ser… mi ángel?, fue la incógnita que me preocupó, condicionado como estaba a mi mentalidad de niño. Más tarde, cuando comencé a poetizar y a evocar esta visión, lo denominé mi musa o el espíritu de la vida. El incidente fue una iniciación. Para ser poeta, hay que estar iniciado y fui iniciado por ese ser paralelo, el dios que soy yo como ente maravilloso de la naturaleza. Nací a la existencia de la poesía en ese momento; entré a la sensibilidad de una herencia ineludible que descodifica la palabra. Pero los iniciados no siempre tienen éxito en su primer periplo. Mi ser paralelo me reveló la verdad; mas no la reconocí enseguida. No existía en mí en ese momento. Debí esperar otra revelación para completar mi iniciación. Me desperté en los brazos de papá, que corrió tras de mí y vio cuando me interné entre los árboles.

“¿Qué te ocurre, mi hijo? ¿Estás bien?”

“Estoy bien, papá; solo que me caí”.

Lo abracé refugiándome en su preocupación. Le mentí, no quise explicarle lo que había pasado. Tampoco se lo conté a Lili, a quien había dejado de adorar, a pesar de su hermoso pelo, sus orejas rosadas y los dos lunares en el cuello. Sin embargo, se lo relaté a Santico al día siguiente, mientras nos acompañaba en el paseo a caballo por la finca. Quería impresionarlo para que se diera cuenta que Lili había escogido mal y que yo era el mejor de los dos. Yo iba en el mismo caballo que seguí en el episodio del potrero. Santico me lo trajo y me ayudó a montarlo en una silla demasiado grande para mí. “Este potro es muy manso, usted tiene buen ojo”, me dijo para confortarme, y lo fustigó en las ancas provocando que el animal diera un brinco hacia delante y comenzara un trote al desgaire.
Sentí una inestabilidad abrupta, una sensación de abismo inminente; mas logré dominarme. Me equilibré; controlé con las riendas la marcha del animal como me habían enseñado, presionándole la boca con el bozal para obligarlo a seguir mis instrucciones. Sonreí a Santico a mi lado; le di las gracias por su ayuda y entonces, sin más preámbulos, le hablé de la florecita transparente. Le expliqué cómo se abrió en mis manos, lanzando lucecitas que iluminaron la oscuridad. “En sueños no importa, pero en la realidad nunca tome una de esas florecitas en sus manos; hacen daño”, me dijo. “¿Cómo pueden hacer daño, si alumbran para guiar en las tinieblas?” Santico me miró con ojos mansos. “Solo sirven para conducirlo al infierno”, dijo, y espoleó su caballo. Rechacé el comentario del vaquero. ¿De qué infierno hablaba? ¿Del infierno en que vivimos todos nosotros? ¿Del día a día desalentador y atroz en el que debemos rezar a Dios para que nos proteja y nos conduzca al Cielo? ¿O del otro infierno, absorbente, transportador, el del poeta, el del visionario, el del místico, el infierno de quien engendra otra realidad con las palabras y da sentido a lo absurdo de la vida y a lo inefable de la inmensidad cósmica?

Santo Domingo, Teatro Nacional, 20 de febrero de 2018.

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