Volví a ver aquella película de Woody Allen en la que un ama de casa se convierte en millonaria y se propone mejorar su formación cultural. Siente que sus nuevas relaciones sociales (no digo mejores) sacan a la luz la pobreza de su vocabulario.
Ni corta ni perezosa decide aprenderse todas las palabras del diccionario, empezando por la A, por supuesto. Cuando se dirigen a ella con una palabra que desconoce no duda en contestar: «No he llegado a esa letra todavía».
No es este el método idóneo para aprender nuevas palabras. Para esto de la lengua no hay fórmulas mágicas ni inventos de última hora. La lectura sigue siendo el recurso más eficaz, más consistente y, ni que decir tiene, más divertido para aprender nuevas palabras. La lectura nos abre ventanas por las que nos asomamos a horizontes nuevos, lejanos, desconocidos. La lectura nos despeja caminos por los que nos internamos en realidades humanas, temporales o espaciales, muy distintas a las que nos rodean. Las palabras que vamos encontrando a lo largo del recorrido son herramientas que podrán sernos útiles en cualquier recodo del camino, del que estemos recorriendo hoy o de otro que nos atrevamos a emprender.
En el Museo de Pérgamo en Berlín vi una estatua antiquísima en cuyo pie estaban tallados caracteres primitivos de escritura alfabética. Un invento que ha permitido que disfrutemos de nuestra cultura desde las ancestrales tablillas de cera a nuestras modernas tabletas. Vivamos la extraordinaria experiencia de viajar a lomos de la palabra escrita echando en nuestras alforjas pequeñas herramientas que, en el momento menos pensado, pueden abrirnos una nueva puerta, una nueva ventana, un nuevo camino.