El sentido de la filología

Por Bruno Rosario Candelier

A Josanny Moní

Primor que rutila entusiasmo

 

Quiero, en primer lugar, expresar mi agradecimiento a las autoridades universitarias por esta honrosa invitación, especialmente al doctor Enrique Sánchez Costa, para compartir con ustedes algunas inquietudes sobre filología en esta disertación inaugural del doctorado de filología en esta Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra.

Con la apertura de esta carrera se va a conocer entre nosotros el alcance de la filología. Tengo en mi haber la satisfacción de ser el primer dominicano en obtener el doctorado en filología hispánica, título que obtuve en la Universidad Complutense de Madrid, pero cuando digo que soy filólogo o que estudié filología, como en nuestro país se desconoce esta hermosa disciplina de las humanidades, tengo que explicar el significado de esa palabra y el ámbito de acción de esta valiosa profesión.

La filología aborda el estudio de la palabra y, en tal virtud, desde antiguo implicaba el conocimiento de cuatro disciplinas afines: la lingüística, para tener un fundamento gramatical, lexicográfico y semántico; la filosofía, para conocer la esencia y la naturaleza de las cosas; la estética, para la valoración de la belleza y el sentido; y la mística, para el estudio de lo divino y la espiritualidad, desde la visión de iluminados y contemplativos.

El saber del filólogo se centra en el Logos, vale decir, en el alma de la palabra, su forma y su contenido. El conocimiento era la más alta aspiración del hombre griego, y en razón de que el conocimiento del mundo nos llega por la palabra, lógico era iniciar el conocimiento de las cosas desde el abordaje de la palabra, base y vía del saber humano.

El concepto del Logos, según la concepción de Heráclito de Éfeso, entraña una energía divina, ya que funda la esencia del espíritu. El Logos encarna la energía interior de la conciencia. El Logos de Heráclito, cono “energía divina”, es el espíritu que conforma el sentido, dando cuenta del alma de las cosas o canalizando el conocimiento del mundo desde nuestras intuiciones y vivencias.

Entre los antiguos pensadores presocráticos, Heráclito se distinguió por ser el primer intelectual griego en fundar en la palabra la esencia del conocimiento, y como entendía que todo cuanto existe es creación divina, infirió el concepto de que todo, forma parte del Todo, en cuya virtud el hombre y las cosas participan de las mismas leyes de la naturaleza en razón de su incardinación a la realidad universal de lo viviente. Siendo el Logos una dotación divina, tiene también las mismas leyes del ordenamiento cósmico, que la gramática de la expresión y la normativa de la palabra han de aplicar en su plasmación formal. Por eso el Logos, que alude a la palabra como forma del pensamiento, entraña el estudio del lenguaje en sus manifestaciones formales y conceptuales

El Logos es una emanación divina, como lo son todas las cosas. Desde que el Logos se instaló en el Universo, comenzó la era de la humanización y la trascendencia porque insufló al hombre la esencia espiritual de lo divino mismo y prohijó el vínculo de lo Eterno, otorgando al hablante el poder auscultar la voz de su propia conciencia, la voz la Creación y la voz de la Divinidad.

El Logos de la conciencia aporta la clave para entender lo que somos, lo que concebimos y lo que creamos. Por eso, cuando la palabra se instala en el Universo, que es la manifestación de la instalación del Logos en la conciencia, tiene el mismo destino de todo lo existente.

Heráclito acuñó el concepto del Logos y con él la convicción de que los hombres tienen acceso a la sabiduría divina por la conexión que la palabra entraña como emanación directa de la Divinidad, condición que han potenciado filósofos, místicos y poetas, razón por la cual Platón llegó a decir que la dotación poética era un don divino dado a los mortales (1).

Fue Isócrates de Atenas el creador del concepto de filología. Corresponde al filólogo, como estudioso de la palabra, conocer la naturaleza del lenguaje, explicar el sentido de los textos escritos e interpretar el trasfondo conceptual del pensamiento y la expresión. Es decir, dar con el sentido de los manuscritos y el significado aparente y oculto de la palabra. El trasfondo de intuiciones y vivencias que la palabra formaliza. En esencia, el sentido de la creación por la palabra.

Vamos a remontarnos al origen de la disciplina filológica que dio lugar a la primera escuela lingüística y literaria que hubo en la cultura de Occidente, como aconteciera en Grecia, donde nacieron las artes y las ciencias, el estudio de las letras y la filosofía, los conocimientos fundamentales del saber humano. Para entender la filología el estudioso del lenguaje tiene que ser una persona con honda sensibilidad para sentir y adecuada inteligencia para entender lo que las palabras entrañan y transmiten. Heráclito de Éfeso, que enalteció la alta condición de los antiguos pensadores presocráticos, vivió en el siglo VI a. C., y con sus reflexiones contribuyó al desarrollo de esta disciplina de la palabra, así como también dio fundamento a la visión cósmica y mística del mundo. La suya fue la época de la gestación del pensamiento filosófico, de la vocación estética y la inclinación mística, es decir, la etapa en que esos antiguos pensadores aportaron el fundamento de la cultura occidental, a lo que contribuyó la gestación de la filología y lo que esa disciplina humanística implicaba para la cultura de la lengua y el cultivo de las letras.

Cuando Heráclito instruía a sus seguidores, que no era una docencia como la que se imparte ahora, sino una reunión de estudiosos del pensamiento, el arte y la espiritualidad para alentar el desarrollo de la conciencia, reflexionaba sobre las diversas cuestiones relacionadas con el hombre, la naturaleza, la creación y la fuente de la creación. En una de esas sesiones intelectuales, uno de los inquietos estudiosos le preguntó al Maestro cuál era el aspecto determinante y esencial de la condición humana, y el ilustre pensador se retiró unos días para meditar en torno a esa pregunta. Al regreso vino con una nueva palabra y un nuevo concepto que fue fundamental para el desarrollo del pensamiento y la creatividad, al sostener que el hombre está dotado de una energía divina, y esa dotación espiritual era el atributo más importante por lo que implicaba para el desarrollo de la inteligencia y la sensibilidad, y a esa potencia de la inteligencia, a esa llama de la sensibilidad, a esa energía divina le llamó Logos. Heráclito de Éfeso fue el creador de ese vocablo. Con esa palabra cifraba el pensamiento, la imagen, la expresión y el concepto, es decir, todo lo que nuestro cerebro puede concebir y manifestar mediante la palabra. Explicaba que en virtud del Logos tenemos una conexión íntima con la Divinidad, y esa conexión divina le da al hombre el poder intelectual y creativo, poder que lo distingue de las bestias y las plantas, ya que carecen de Logos. Por el Logos, el hombre se conoce a sí mismo, tiene un conocimiento del mundo, capta intuiciones y revelaciones, y puede crear. “Por su origen divino se halla en condiciones de penetrar en la intimidad divina de la naturaleza de la cual procede”, explicó Werner Jaeger en Paideia (2).

Las creaciones de todo tipo, y de un modo especial las especulaciones filosóficas, las creaciones artísticas y científicas, así como la interpretación conceptual y poética, provienen del poder del Logos. Y los filólogos, al igual que los poetas, participan del don de la intuición metafísica y estética, por lo cual saben interpretar las sabias palabras de los creadores de poesía y ficción.

Los antiguos pensadores presocráticos tenían una concepción universal de la cultura. No era una concepción restringida o limitada a un área del saber, sino que abarcaba todos los saberes. Para ellos, la persona que desarrollaba su inteligencia y su sensibilidad tenía que cultivarse en todas las áreas; por esa razón, tenían una visión espiritual de la capacidad humana, y además tenían el criterio de que en virtud de esa dotación divina los humanos tenemos un vínculo entrañable con la totalidad del Universo y, de un modo especial, con la fuente de la Divinidad. En virtud de esa convicción, Heráclito atizó en sus estudiantes el pensamiento filosófico, el sentido cosmológico y la vivencia mística, valorando la sabiduría espiritual de lo viviente.

Desde la perspectiva del Logos, el Cosmos y el Numen, enfocaban la interioridad humana, los efluvios de la Creación y la sabiduría espiritual del Universo para activar el pensamiento, la cosmovisión y la espiritualidad de la conciencia. La energía de la palabra es una derivación de la energía de la conciencia, que a su vez lo es de la energía cósmica. La energía de la conciencia es una dotación divina, cifrada en el Logos. Los procesos conscientes e inconscientes activan y canalizan el legado biológico y espiritual de los ancestros y de la sabiduría cósmica que atesora el Numen de la Creación.

Heráclito de Éfeso estaba convencido de que todo viene del Todo, y todo vuelve al Todo, como ya he dicho. Mediante esa concepción del Universo los estudiosos del pensamiento y la filología asumieron el cultivo de la mística, la cosmología y la espiritualidad como base de la cultura universal.

En esa dirección, hay tres conceptos y tres perspectivas que ayudan a entender y expresar, desde la perspectiva de la filología, el sentido de la creación: 1. El Logos, como fundamento de la interioridad de la conciencia y el sentido de la intuición estética. 2. El Cosmos, centro del fluir de lo viviente y base de la intuición metafísica. 3. El Numen, fuente de la sabiduría espiritual y la intuición mística de lo viviente.

Correlativamente a ese planteamiento conceptual, se puede enfocar la voz interior con el lenguaje del yo profundo, que es el lenguaje del mito; la voz de la Creación, mediante el lenguaje de la intuición, que es el lenguaje de la metafísica; y la voz de la Divinidad, con el aliento trascendente que se atisba en el soplo del Espíritu mediante el lenguaje de los símbolos, que es el lenguaje de la mística (3). Ya en la Antigüedad griega esos aspectos de la alta cultura tenían un espacio de atención entre filósofos, místicos y filólogos.

En vista de que todo, forma parte del Todo, hay una interconexión en todo lo existente, de tal manera que hay un punto de vinculación con todo, pero la virtualidad del Logos, que es exclusiva del ser humano, le da la oportunidad al ser pensante para desarrollarse, para intuir fenómenos y sentidos, para apreciar la dimensión espiritual de fenómenos y cosas. Así lo expresaría Platón, quien va a identificar el ideal de superación del hombre griego con el concepto de Eros, significando con la dimensión erótica la aspiración humana para crecer intelectual y espiritualmente, de tal manera, que los estudiosos de la cultura llegaron a la convicción de que la alta vocación por el saber, el ansia infinita de conocimiento y el anhelo de medrar, eran atributos del de la potencia de Eros, fundamental en la visión cultural de la antigua Grecia. Así, pues, la inclinación erótica es expresión de esa sabiduría, de la inquietud por la cultura y de una genuina valoración del saber.

Entonces, en esa relación del hombre con la naturaleza, consigo mismo y con la Divinidad, a la hora de enfocar en términos intelectuales y espirituales, encontramos cuatro disciplinas fundamentales que los filólogos debían conocer y estudiar. Cuando Isócrates inventó la palabra “filólogo”, ya se tenían los conocimientos aportados por Heráclito de Éfeso, Pitágoras de Samos, Leucipo de Abdera y los otros pensadores, contemporáneos suyos, conocimiento que potenciaría la contribución filosófica y mística de Sócrates, Aristóteles y Platón. El vocablo y el concepto de filólogo se aplicaba al amante de la palabra, al quien ama, valora y cultiva la palabra. Ese es el sentido de filología etimológicamente hablando.

No corresponde al filólogo auscultar el trasfondo de su conciencia o la dimensión inédita de lo real o la faceta mística de lo viviente, pero sí desentrañar el sentido de imágenes y símbolos que formalizan los poetas al abordar esas vertientes de la creación.

Las cuatro disciplinas que merecieron la atención de los antiguos filólogos griegos fueron la lingüística, la cosmología, la filosofía y la mística.

En la etapa inicial de la filología en la Grecia antigua existía un alto respeto por el saber, una concepción sagrada del saber, en especial la creación de los pensadores y poetas.

Los estudiantes que conformaban la primera escuela filológica tenían que comenzar por el estudio de la gramática y la ortografía. La preparación fundamental que debían tener los filólogos era el conocimiento lingüístico, porque estaban convencidos de que el filólogo, en su condición de estudioso de la palabra, debía dominar el instrumental de la creación, que es el lenguaje, ya que estudia la cultura de una comunidad, de un pueblo o de un autor a través de los textos literarios. Para alcanzar un cabal conocimiento de los textos precisaban el conocimiento del instrumental que usan los escritores para plasmar un texto literario en cualquiera de sus géneros. Ese instrumental viene dado por la gramática, la ortografía y la semántica de las palabras, disciplinas primordiales para adentrarse en el trasfondo de los conceptos y captar sus significados, así cuanto implica la combinación de los sonidos y sentidos en la gestación del lenguaje.

Consecuente con esa concepción de la palabra y su alta valoración de la creación, en la antigua Grecia había una escuela de poesía. En la actualidad cualquiera publica un libro sin tener el conocimiento idiomático indispensable. En la antigua Grecia el escritor tenía que demostrar su conocimiento del lenguaje, dar demostraciones de que se sabía usar con propiedad y corrección el arte de la creación, comenzando por la palabra; del mismo modo los aspirantes a poetas debían estudiar la gramática, la ortografía y la semántica, y en el arte de la versificación tenían que demostrar conocimientos de la métrica, que es muy complicada en la antigua poesía griega. Debían tener el conocimiento de la retórica, la gramática y la lógica para crear.

Una de las condiciones que se les exigía a los estudiantes de filología era justamente tener el conocimiento del lenguaje. Esa exigencia ahora nos parece inconcebible, y lo digo porque, por ejemplo, en nuestro país el Ministerio de Educación les entrega el título de bachiller en filosofía y letras a individuos iletrados y, en las universidades se gradúan estudiantes de licenciados y hasta de maestrías sin tener el fundamento de la cultura, que lo es el dominio de la lengua. Era inconcebible en la antigua Grecia la existencia de un filósofo, un poeta o un maestro ignorante de su lengua. Entonces, la primera exigencia era tener un conocimiento del lenguaje, la primera disciplina que tenían que estudiar. No por casualidad surgieron en la antigua Grecia poetas de la categoría de Píndaro, Tirteo y Safo.

Una segunda disciplina era el conocimiento cosmológico, el estudio del Universo, porque esos antiguos pensadores eran observadores de la realidad cósmica. Fueron los antiguos griegos los primeros en tener un conocimiento del orden del mundo, del ordenamiento de lo viviente, y llegaron a intuir verdades que hoy han sido ratificadas por la ciencia de la física cuántica, y esos conocimientos formaban parte del conocimiento del filólogo, porque el filólogo era el intelectual dedicado al saber y dar a conocer el sentido de la palabra en cualquier disciplina. Como la palabra canaliza el conocimiento, el filólogo no podía ignorar los conocimientos sobre la organización y el comportamiento del Universo.

La tercera disciplina que los estudiosos de la filología tenían la obligación de estudiar era la estética desde el punto de vista del arte y la filosofía. Por un lado estaban los pensadores y, por otro lado, los estetas. El pensador era el estudioso de la realidad que se dedicaba a contemplar el mundo para conocer, desde la perspectiva intelectual, los fundamentos del ser y la esencia de las cosas. A su vez, los estetas eran los que, desde el aporte de su sensibilidad, contemplaban la realidad sensorial de lo viviente para canalizar lo que sentían a través de la creación poética o mediante cualquier otro arte. La estética era fundamental para los filólogos y para entender el concepto mismo de filología, de tal manera que los estudiosos de los grandes poetas griegos que hemos conocido a través de la historia de la literatura, desde Homero, el padre de la alta literatura griega, pasando por los grandes dramaturgos, como Eurípides y Sófocles, ya que todos habían pasado por una escuela similar y tenían una alta disciplina, fundada en el estudio de la lengua, el conocimiento de la métrica, el sentido de la belleza y la trascendencia de la mística y de la creación. Esto significa que tenían que dominar el instrumento desde el punto de vista de la técnica de la creación, de tal manera que ellos, cuando pensaban en el creador, veían dos vertientes en el fenómeno de la creación: el creador original, el que creaba por primera vez la técnica de la creación; y el creador que aplicaba la técnica de la creación inventada por otro.

Los estudios filológicos eran una singular ocupación entre la intelectualidad griega, como lo evidencia el aporte de los pensadores Aristóteles y Platón, de los dramaturgos Sófocles y Eurípides, de los poetas Homero y Safo. Esos grandes creadores gestaron los fundamentos intelectuales, estéticos y espirituales de las humanidades, y todos pusieron especial atención al lenguaje, al cultivo de la palabra, a la “energía divina” del Logos, según la estimación de Heráclito, quien resaltaba esa dotación espiritual de la condición humana. Ese sabio reflexionó sobre la capacidad para pensar, ya que el desarrollo del raciocinio está vinculado al lenguaje, por lo cual el estudio de la lengua y de la expresión estética del lenguaje, que es la literatura, potencia y profundiza los dones de la inteligencia y la sensibilidad.

Las disciplinas cuyo estudio era obligatorio para un pensador, poeta o intérprete de la creación en la antigua Grecia, implicaban conocimientos de lingüística, cosmología, estética y mística. Esos estudios se requerían para desarrollar las habilidades y destrezas cognoscitivas en las diferentes vertientes del saber. De ahí que los intelectuales y creadores se clasificaban en pensadores, estetas y contemplativos, aunque todos debían conocer todos los saberes vinculados al conocimiento del mundo.

Ya decía Platón que los filólogos o intérpretes tenían la misma dotación de los poetas, en razón de que tenían la capacidad para desentrañar el sentido de las creaciones artísticas. Esos antiguos filólogos debían cultivar y practicar la mística mediante la contemplación, elevando así su espíritu hasta saber captar y expresar el “fuego divino” que recibían, y testimoniar, como intelectuales y poetas, la singular condición de los iluminados, como lo eran Heráclito de Éfeso, Parménides de Elea o Pitágoras de Samos.

El ideal de la Grecia clásica se cifraba en que sus intelectuales y poetas pudiesen articular en forma armoniosa y creadora los cuatro pilares del cultivo del intelecto, de la sensibilidad estética y la sensibilidad espiritual, como garantes del mundo interior de la conciencia, los efluvios de la Creación y de la Energía Espiritual del Universo, para testimoniar verdades profundas y la belleza sutil, intuidas por la sensibilidad y la conciencia. Gracias al desarrollo del intelecto y el cultivo del espíritu, esos sabios griegos podían experimentar y cultiva la emoción estética y la fruición espiritual, sentidas o experimentadas ante la certeza de lo real o intuidas ante la hermosura de fenómenos y cosas. Esa experiencia de la conciencia y ese testimonio de la sensibilidad explican la más alta y profunda dotación que la Divinidad ha conferido al ser humano para el desarrollo de su cultura, según la estimación de esos pensadores, poetas y filólogos (4).

Aristóteles hablaba de la enérgeia, palabra que generó en español energía. Decía el filósofo de Estagira que en todo creador hay una energía creadora (“energía divina”, según Heráclito) y esa energía se manifestaba en las vertientes antes mencionadas, a las que ponían singular cuidado; entonces, los filólogos tenían que ser estudiosos de la creación, entender el sentido de la creación, porque son los intérpretes de la creatividad. Los filólogos son los intérpretes de la palabra y del sentido de las palabras. Se tenía una alta valoración del filólogo porque como intérprete estaba dotado de la potencia creadora de los poetas.

Sabemos que los poetas disfrutaban de una alta valoración en la antigua Grecia, porque los veían como intermediarios de los dioses, a los que llamaban “musas”, entendiendo este concepto porque recibían el ‘soplo divino’, que es el aliento de la inspiración. Los poetas eran los llamados a canalizar ese soplo y los intérpretes o filólogos eran los llamados a interpretar el sentido de la creación, y tenían por lo tanto que conocer la naturaleza y la estructura de la composición poética. Los filólogos eran los llamados a entender y explicar lo que era una imagen, lo que era un concepto, así como las técnicas y los recursos de la creación. Concepto e imagen como constitutivos de la expresión del Logos de la conciencia, de esa energía espiritual que encarnamos los humanos y que en esa época tuvo una alta valoración entre los antiguos pensadores presocráticos. Esa alta concepción y ponderación del arte, el pensamiento y la creación del lenguaje la inició Heráclito, quien formalizó la conceptualización más específica de esta primera disciplina de la Antigüedad griega, que se llamó filología.

Una cuarta vertiente que los filólogos estudiaban en la Antigüedad griega era la mística. Heráclito era un iluminado, como lo eran Pitágoras, Parménides, Anaximandro y los demás. Esos antiguos pensadores presocráticos eran hombres iluminados, es decir, intelectuales dotados de una sabiduría altamente espiritual. Eran creyentes, creían en la Divinidad, creían en la creación intelectual y estética en virtud de la dotación originaria llamada Logos. Por eso buscaban la relación con lo divino, y para eso los primeros filólogos practicaban la contemplación espiritual, que se hacía con el propósito de contribuir a la elevación de la conciencia y a la purificación de la sensibilidad. En virtud de la firme creencia de que la energía divina fragua la inteligencia humana, de que el “fuego divino”, como le llamaba Heráclito, enaltece a creadores, intelectuales y filólogos, se tenía una alta estimación por los estetas, iluminados y contemplativos. Y ese “fuego divino” se les otorgaba a los filósofos, poetas, filólogos y místicos para un propósito muy elevado, como era el de plasmar a través de la palabra lo que la inteligencia podía concebir y canalizar en virtud de su conexión con el mundo y con lo divino mismo.

Al tiempo que esos primeros estudiosos tenían esta conexión con la realidad de lo viviente y la fuente de la Divinidad, con la palabra y la obra del lenguaje, eran verdaderos estudiosos de las humanidades, con la condición para la disciplina intelectual y el cultivo estético y espiritual. En esa visión global, articulaban todos los saberes hacia una dirección específica, el desarrollo de la una vocación intelectual profunda y coherente que explicaba su visión del mundo y su aporte a la cultura.

Desde ese punto de vista prestaban atención a la realidad física, a la realidad sensorial, a las diversas manifestaciones sensibles de lo viviente y, de ahí nació el concepto del sentido estético, que no es más que el sentimiento que nos induce a ponerle especial atención a la sensorialidad de lo existente para hallar en lo sensible, en los datos sensoriales de las cosas, la base de la belleza y el sentido. Captar la belleza de las cosas y el sentido de lo viviente para que el creador genuino pueda producir su obra y a su través generar un sentimiento espiritual que en literatura se llama “emoción estética”, y si esa emoción estética es profunda y cautivadora puede concitar otra expresión de la sensibilidad interior de la conciencia, que es una “fruición espiritual”, y eso debe saberlo el filólogo. No corresponde al filólogo crear la obra literaria, sino interpretarla y valorarla, sabiendo que el sentido de la literatura no se cifra simplemente en la expresión de la belleza, sino que busca una sabiduría más profunda y, para penetrar en esa sabiduría tiene que conocer las imágenes y los símbolos, para así entender esa dimensión alta y trascendente, esa expresión sublime de la intuición. La alta creación es fruto de la intuición, que es la dimensión de la inteligencia que permite captar la dimensión invisible de la realidad, esa vertiente inédita y esencial de lo real, esa faceta honda, sutil y trascendente de las cosas.

Cuando los antiguos filólogos enfocaban el sentido cósmico de lo viviente, buscaban la interconexión con la realidad profunda del Universo, para lo cual hacían ejercicios de contemplación. De la contemplación pasaban a la creación poética y a sesiones para pensar, porque en la escuela de filología había creadores, pensadores e intérpretes, que eran los filólogos; es decir, estudiosos que se inclinaban por el pensamiento y la sensibilidad, como también había quienes se interesaban por la parte formal de la palabra (5).

Desde luego, la parte formal de la palabra siempre ha tenido sus riesgos, ya que Platón advertía del peligro de la pleonexia, es decir, de la vacuidad que entraña fijarse solamente en el ropaje de la palabra, concepto mediante el cual el pensador griego aludía a los que se conformaban con disfrutar la dimensión formal o expresiva de la palabra. Esto es, al estudio del lenguaje sin penetrar en la dimensión profunda, como hacían los sofistas de la época o, como pasó en el siglo pasado con el estructuralismo, que se quedaba en la mera apariencia del lenguaje y no profundizaba en el sentido según postula la filología: penetrar el sentido a través de la palabra. El peligro de la valoración formal al modo de los sofistas y retóricos, es caer en la pleonexia, es decir, en la mera satisfacción por la expresión formal del lenguaje, poniendo el centro del saber en la elocuencia.

Entonces, quien procura una formación filológica puede abordar incluso la psicología del creador, porque puede penetrar en la mente del escritor a través de lo que expresan las palabras, cómo piensa, cómo siente el creador, y cómo entender el sentido de una cultura. Los textos literarios son canales adecuados para conocer la mentalidad de un pueblo, la psicología de un creador y la idiosincrasia de una comunidad, como se ha demostrado en la literatura hispanoamericana, por ejemplo, en la narrativa novelística de nuestros creadores, como se evidenció en los novelistas del boom de los años 60 del s. XX.

Todos los temas pueden ser explorados e interpretados por la filología. El sentido cósmico, que Pierre Teilhard de Chardin atribuía a la percepción de la dimensión profunda de la naturaleza cuando el contemplador entra en comunión con lo viviente, explica parte de la emoción que experimenta el creador inspirado en el esplendor de la naturaleza, y nosotros podemos entrar en comunión con la naturaleza desde nuestra esencia profunda cuando establecemos un contacto con la realidad mediante una especial relación entre nuestra energía, la energía interior de la conciencia, con la energía de la cosa. Entonces, eso va a concitar la chispa de la creación.

Dije al principio que Heráclito era un iluminado y, como iluminado, tenía una visión sagrada de lo viviente y una concepción mística de la existencia, concepción trascendente en la valoración de la Divinidad que concibió a través de la genial intuición de que la palabra encarna y manifiesta la “energía divina” en cada ser humano justamente mediante la condición del Logos, singular dotación que hemos recibido para pensar, hablar y crear. Esas inclinaciones intelectuales, estéticas y espirituales activaron la capacidad filosófica de los grandes pensadores griegos; la capacidad dramática de sus grandes dramaturgos; la capacidad de iluminación de los grandes contemplativos helenos y la virtualidad creativa de los grandes líricos griegos.

Estos planteamientos es oportuno revivirlos para que ustedes se convenzan de que esta hermosa carrera que hoy inician les va a dar la oportunidad para alcanzar un desarrollo intelectual y espiritual si se lo proponen, si asumen con seriedad lo que implica el estudio de la palabra, valorando el Logos como la más alta y profunda dotación que hemos recibido de la Divinidad. Para ello contamos con libros fundamentales que nos ayudarán en nuestra formación académica. Para entender la filología, a quien habla le ha sido clave haber estudiado a Werner Jaeger en Paideia, que explora el sentido de la cultura griega desde la filología; La incógnita del hombre, de Alexis C1arrel, quien desde la biología humana estudia el sentido del arte y la cultura, penetrando en estos meandros del pensamiento y de la sensibilidad para conocer la naturaleza humana, al tiempo que aborda, con singular maestría, el sentido del misticismo. Y Carta al Greco, de Nikos Kazantzakis, donde el ilustre griego explora el misterio del ser humano a través de la palabra, dando un panorama altamente iluminativo respecto a lo que somos y sentimos a través de la creación, del lenguaje y la espiritualidad (6).

Durante la etapa de formación intelectual, ustedes van a tener la oportunidad de conocer a los autores fundamentales de la filología, porque aquí van a estudiar el aporte de eminentes filólogos en el estudio de la lengua y el cultivo de las letras, desde Platón y Aristóteles, hasta Dámaso Alongo y Werner Jaeger. La filología comprende la lengua como fundamento de la creación a través de la palabra; y la literatura como la expresión estética del lenguaje, dos ramas del saber que debe estudiar el filólogo.

Ponderen siempre el instrumental de la creación, que formalizan las palabras expresadas con propiedad, elegancia y corrección, que son las cualidades esenciales del buen decir, y esa valoración comienza a partir del estudio de la palabra, de la semántica de los vocablos, de la combinación de las palabras en las oraciones y párrafos, de la ortografía de la palabra y de la adecuación de la idea a la palabra. En nuestro país no se le da la debida importancia a este aspecto, de modo tal que ni aun nuestros escritores valoran cabalmente el cultivo de la palabra desde el punto de vista ortográfico, semántico y gramatical. Es penoso que un escritor tenga que valerse de un corrector de estilo para que le corrijan lo que escribe. Y es inconcebible que un filólogo no domine la técnica de la composición y la pauta de la normativa de la escritura, ya que debe ser un conocedor del lenguaje y su formalización.

Ojalá sus profesores les exijan a ustedes el dominio gramatical y ortográfico junto al conocimiento de la teoría filológica, exigencia que los filólogos requerían en la antigua Grecia. Al estudiante que no calificaba en la expresión ortográfica y gramatical lo rechazaban, una forma de mantener un respeto hacia el ordenamiento del lenguaje. El orden ortográfico y gramatical de la expresión es una manifestación del orden del Universo. El filólogo ha de tener el “dolorido sentir” de que hablaba Garcilaso de la Vega para valorar como se debe el arte de la creación. Por eso decía Platón que el excelso don que distingue a los poetas también lo tienen los filólogos porque con su saber pericial han de penetrar en el trasfondo de la poesía para interpretar su belleza y su sentido en el caudal de sus imágenes y símbolos. Para ese fin, hemos de auxiliarnos de tres disciplinas esenciales, como son la poesía, la cuántica y la mística, que nos ayudarán en la comprensión de la intuición poética, la visión cuántica del Universo y la sabiduría mística en el estudio de la filología (7).

He de subrayar, para concluir, que el filólogo es quien ama y cultiva la palabra para conocer la creación lingüística y literaria, auscultar las raíces espirituales de la humanidad, conocer el mundo en sus expresiones culturales y sintonizar los efluvios de la Creación, canalizando la huella de la Divinidad desde la palabra y a favor de la palabra.

Cuando Heráclito de Éfeso afirmaba que todo está sometido al ordenamiento del Cosmos, incluyendo la expresión creadora del lenguaje, incluía la literatura; y, en virtud de la conexión humana con la fuente originaria de lo divino nace ese respeto hacia la palabra, que es lo que ustedes, estudiosos de la filología, deben sentir: una veneración sagrada por el valor de la palabra, que en esencia es lo que ilustra y pauta el sentido de la filología.

 

Bruno Rosario Candelier

Lección inaugural del doctorado en filología

PUCMM, Santo Domingo, 5 de septiembre de 2015.-

 

Notas:

  1. Según Platón, los poetas hablaban por inspiración divina. Cfr. La República (533E-534C). Werner Jaeger, Paideia: Los ideales de la antigua cultura griega, México, FCE, 1971, p. 766.
  2. Werner Jaeger, Paideia: Los ideales de la antigua cultura griega, p. 178.
  3. Bruno Rosario Candelier, La belleza y el sentido, Santo Domingo, Academia Dominicana de la Lengua, 2010.
  4. Entre los filólogos dominicanos del siglo XX citamos a Pedro Henríquez Ureña, Federico García Godoy, Carlos Federico Pérez, Antonio Fernández Spencer, Flérida de Nolasco, Héctor Incháustegui Cabral y Manuel Rueda.
  5. En la Academia Dominicana de la Lengua tenemos especialistas y estudiosos de la filología. Con formación académica en filología figuran Ramón Emilio Reyes, Manuel Matos Moquete, Manuel Núñez Asencio, Diógenes Céspedes, Andrés L. Mateo, José Enrique García, Irene Pérez Guerra, Ricardo Miniño Gómez, Ana Margarita Haché, María José Rincón, Odalís Pérez Nina, Liliana de Montenegro, Orlando Alba, Roxana Amaro, Pedro José Gris, Carmen Pérez Valerio y Bruno Rosario Candelier; y con formación autodidáctica en filología tenemos a Federico Henríquez Gratereaux, Marcio Veloz Maggiolo, Carlos Esteban Deive, Rafael González Tirado, Juan José Jimenes Sabater, José Rafael Lantigua, Guillermo Piña-Contreras, Tony Raful Tejada, José Miguel Soto Jiménez, Fabio Guzmán Ariza, José Alcántara Almánzar, Domingo Caba, Roberto Guzmán Silverio, Rafael Peralta Romero, Ramón Antonio Jiménez, Guillermo Pérez Castillo y Fernando Cabrera.
  6. Paideia, de Werner Jaeger, aborda el sentido de la cultura griega desde los textos escritos; La incógnita del hombre, de Alexis Carrel, va desde la biología humana hasta la dimensión de la conciencia; y El pobre de Asís, de Nikos Kazantzakis, desde las vivencias cotidianas aborda el sentido de la mística.
  7. Entre los filólogos con valiosas obras recomiendo a Ferdinand de Saussure, Edward Spranger, Werner Jaeger, Leo Spitzer, Wolfgang Kayser, Benedetto Croce, Umberto Eco, Thomas S. Eliot, Gilbert Chesterton, George Steiner, Roman Jacobson, Andre Martinet, Eugenio Coseriu, Pedro Salinas, Guillermo de Torre, Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Emilio Orozco, Víctor García de la Concha y Luce López-Baralt.