En Mesopotamia

Por Jorge Juan Fernández Sangrador

 

Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medas, elamitas y habitantes de Mesopotamia… Y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua» (Hechos de los Apóstoles 2,9-11).

Jardín de Edén. Discurrían por él cuatro ríos. Dos de ellos se llamaban Éufrates y Tigris. Ambos delimitan la extensión territorial que el Papa visitó la semana pasada. En aquel vergel, Dios conversaba, a la hora de la brisa vespertina, con Adán y Eva, que habían sido advertidos, a la vista de un árbol, de a dónde podía arrastrarlos el ciego deseo de lo imposible.

Al este de Edén, la descendencia de Caín levantó la primera ciudad y hubo pastores, citaristas, flautistas y forjadores de herramientas de bronce y de hierro. Y héroes. Y surgieron los linajes y las genealogías, de las que fueron quedando noticias impresas en las tablillas de arcilla que se guardaron en las bibliotecas allí formadas.

En aquellas inmensidades mesopotámicas refulgió la luz de la fe religiosa, vivida como acto de relación personal con Dios, de tú a Tú, en un diálogo que acontece en el decurso de las horas cotidianas. Coloquio que la muerte no podrá acallar, porque, el hombre y la mujer, amorosamente moldeados por los dedos de Dios a su imagen y semejanza, fueron creados para estar siempre con Él.

Era, además, tierra de inundaciones purificadoras, porque la violencia sembrada por Caín en la historia no fue erradicada jamás de ella, sino que creció, se multiplicó y se expandió. Hasta el presente. Mas Dios, valiéndose de la inmejorable pedagogía de las pruebas de la vida, fue enseñándole a la humanidad, con infinita paciencia, el valor de la bondad y del perdón, como proclamó, en Nínive, el profeta Jonás.

Y cuando aquí morábamos aún en abrigos de cuevas o en chozas, unos emigrantes de Oriente construyeron, con ladrillos y alquitrán, en la llanura de Senaar, una torre altísima, con pretensiones de que llegase hasta el cielo. Fue, a partir de entonces, cuando la lengua “primaeva” se diversificó en tantas como pueblos se originaron tras la dispersión de Babel.

Siglos después, fue levantada en aquellos sequedales la ciudad de Babilonia, irrigada por rumorosas corrientes de agua fluyente a través de las acequias que proveían de la vital linfa a las exóticas especies de árboles y plantas que alegraban con sus colores y fragancias los jardines colgantes.

Junto a los sauces, de cuyas ramas pendían, silenciosos, los instrumentos musicales que se habían llevado consigo cuando fueron conducidos al cautiverio, los israelitas se lamentaban de su suerte, de haber sido trasplantados tan lejos de Sion. Y eso que no les faltaban ni los oráculos de Ezequiel, ni las visiones de Daniel, ni los testimonios de fe en Dios, que salvó de morir en el fuego a los jóvenes Ananías, Azarías y Misael.

El Cristianismo, que fue aceptado muy pronto por los habitantes del Creciente Fértil, arraigó profundamente en aquel suelo. Al fin y al cabo, las civilizaciones que allí habían existido coprotagonizaron las historias que refiere el Antiguo Testamento. Eran, en cierto modo, prehistoria del Cristianismo. Y esto lo captaron inmediatamente los oyentes mesopotámicos del anuncio del Evangelio, el cual, a la par que arrojaba una luz esclarecedora sobre su riquísimo pasado, confería a éste plenitud de sentido. Asumir, inculturar y resignificar. En eso consistió la clave del éxito apostólico.

De ahí el que el cristianismo mantuviese, en sus estructuras, jerarquías, liturgias y tradiciones, los adjetivos “caldeas”, “asirias” y “babilónicas”, y quepa decir con orgullo que los cristianos son los herederos y únicos representantes vivos de aquellas culturas poderosísimas que se originaron en la antigüedad dentro de los confines señalados por el Éufrates y el Tigris, en Mesopotamia.

(La Nueva España, 14 de marzo de 2021, pp. 22-23).

 

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