Eduardo García Michel: El arzobispo
Por Eduardo García Michel
Hay que tener valor para narrar las vicisitudes que describe monseñor, limitaciones, prejuicios, carencias, vergüenzas, vacíos. Y para reírse, con proverbial espontaneidad, de sí mismo y de la humanidad.
Hay que ser imaginativo para afirmar que el viento, incorpóreo, transparente y fluido, posee cosas ocultas, escondidas. Eso lo afirma el arzobispo.
En épocas pasadas hubiera dado lugar a un llamado de la inquisición para aclarar el sentido de algunos términos, o, por lo menos, a una reconvención. No porque dijera nada malo, sino porque lo expresara en tono tan humano. ¡Guardar la apariencia, hermano!
¿Para qué y adónde pudiera el viento llevar esas cosas si carece de bolsillos o compartimentos estancos? ¿Será que no tienen peso y fluyen disimuladas en la enigmática corriente?
El arzobispo afirma que el viento sí las lleva, pues tiene entresijos. E intenta demostrarlo. Por su alta dignidad, deberíamos creerle (se presume). Loco sé que no está, aunque al igual que a mí, o a cualquier otro, pudiera patinarle un poco la chaveta.
Habría que recordarle al arzobispo que el aireamiento público de sus debilidades de homo sapiens, puede que resulte incompatible con la representación de la divinidad monoteísta que encarna.
Pero ¡qué va! Monseñor se empeña en poner de relieve y en destacar que es tributario de la naturaleza imperfecta de la que todos estamos hechos, en vez de resaltar sus propias derivaciones divinas. Tal vez quiere significar que su ministerio es para los humanos. ¡Quién dice que Cristo no lo fuera!
El alto prelado, con trazos de fino humor, desmitifica la jerarquía eclesiástica que le fue conferida al pregonar que no es lo mismo ser obispo que arzobispo, al igual que chivo no es igual que “arrrchivo”. Y divulga la noticia de que, apoyado en un solo pie y haciendo un triángulo con la otra pierna, imitaba la figura del pelícano. ¡Vaya graciosa imagen la del obispo!
El asunto no queda ahí, pues demuestra, sin huellas prosaicas, que a los obispos se les presentan necesidades inesperadas en medio de la celebración de actos solemnes, verbigracia el Viernes Santo, cuya radicalidad amerita multiplicar el derrame del incienso para que no huela lo que inadvertidamente sale.
Decir esas cosas, se las trae; es ir muy lejos. Esos sí que son asuntos del viento.
Lo anterior viene a cuento porque el arzobispo de Santiago, Monseñor Freddy Bretón, escribió una novela fantástica, titulada Los entresijos del viento, que describe su propia y meritoria historia, narrada con precisión, buen uso del lenguaje, maestría e inspiración, en la que emergen los principios y valores en que fue educado. Al empezar a leerla, se sucumbe a su encanto.
La obra ilustra el modo de vida, las costumbres pueblerinas y de los campos del Cibao de mediados del siglo pasado.
Yo, que vivía en el pequeño pueblo de Moca más o menos en los mismos años en que se desarrolla la novela, aseguro que capta con nitidez y veracidad la situación, atmósfera, costumbres, creencias, valores de aquel entonces. Él lo vivió. Yo lo percibí casi de la misma manera. El libro es novela, también historia.
La trama empieza cuando el hoy arzobispo Freddy Bretón, siendo niño, vivía con alegría y decoro en un campo de Moca, cercano a Licey al Medio, rodeado de pobreza material, provisto de riqueza espiritual. La obra encadena episodios fantásticos que solo un niño con mente aguzada y poderosa capacidad de observación y de memoria, pudiere haber retenido en su mente.
En los maestros rurales y pueblerinos del Cibao central de esos años, existían condiciones superbas que los convertían en magníficos educadores: preparación, apostolado por la enseñanza, dedicación, sacrificio e impartición de clases en pequeños grupos. Era enseñanza casi individualizada.
Los entresijos del viento son un canto a la superación personal. Parecería un milagro que un niño que se criara, como fue su caso, con las restricciones económicas, escasa comunicación con las urbes y atraso del medio rural que afectaba al lar familiar y al contorno, al tiempo que disfrutaba de la amplitud y libertad que proporcionaban aquellas praderas y campos, pudiera iniciar, desde la nada, una meritoria y trascendente escolaridad, carrera universitaria, altos estudios teológicos, hasta alcanzar, no sin antes pasar por Roma, la dignidad de arzobispo.
Hay que tener valor para narrar las vicisitudes que describe monseñor, limitaciones, prejuicios, carencias, vergüenzas, vacíos. Y para reírse, con proverbial espontaneidad, de sí mismo y de la humanidad.
Esta novela de Freddy Bretón es una obra de arte. Sorprendente, atrevida, mundana, no solo para los parámetros de un eclesiástico. Profundamente cristiana, de una humanidad tan auténtica, veraz, que conmueve los intersticios del alma. Junto a la extraordinaria pluma de monseñor, destaca su humildad ejemplar.
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