Alcázar de don Diego

Por Segisfredo Infante

Soy Diego de Colón crecido

en la bravura de La Mar Océana.

Y he construido un Alcázar para todos

los hombres y mujeres que devienen

del agua, el fuego, los cielos y la tierra.

(Con insumos de Empédocles y Heráclito).

 

Mi Alcázar es estrecho, acogedor y largo

de piedra embellecida con cincel macizo

que tal vez ha disgustado a mis paisanos.

La envidia siempre ronda como bruma.

 

He sembrado la segunda roca

de una utópica Atenas renovada

que mira por el sur al “infinito”

de unos ojos dominico-americanos.

 

Mi refugio es el refugio de un secreto

visigodo, mudéjar, sefardita,

compartido con mi padre infortunado.

De un remoto linaje salomónico:

mi hermano el erudito bien lo sabe

y mi esposa de Toledo lo intuiciona.

 

La Mar es mi maestra. Mi enemiga.

Muy cerca de la piedra filosófica.

Aquí germinarán ciertos varones

como Henríquez Ureña y Bruno Candelier.

Aquí mismo escribirá un poema tosco

un catracho quizás desconocido

con poesía de orfandad. Ausente.

 

A pesar de nuestro salto gigantesco

más grande que viajar hasta la luna

sucede que aquí sólo cosechamos

virreinatos deleznables de la Nada.

Y mi padre: las cadenas de la infamia.

 

He crecido entre La Mar Océana

mirando hacia el sur del “infinito”

a la espera de un poema equilibrante y sacro.

He cincelado mi dolor doliente

de pura soledad con estoicismo.