El proceso mental en la elaboración del lenguaje
Por Guillermo Pérez Castillo
El hecho de que al nacer el ser humano se encuentre despojado de los mecanismos de adaptación propias de su clase, nos revela la presencia de un ser inacabado. La idea del hombre incompleto rebasa el supuesto de un tema filosófico y la especulación científica para constituirse en una necesidad vital, una urgencia presupuestaria en la diferenciación de la especie.
Distinto de los demás animales, cuyo mapa genético ya incorpora al nacer un patrón conductual que se perpetuará mientras viva, el hombre como criatura excepcional, deberá transitar por un proceso de maduración neurológico o troquelación neuronal, donde se configurará el ser social esperado.
Déficit o menoscabo, nunca azar o ensayo, la naturaleza nos provee de la adolescencia más prolongada del Reino, en cuyo lapso, a partir del nacimiento, se producirán las conductas más esenciales. La respuesta a esta distinción dentro del registro animal, lo explica el hecho de que es el hombre el que dominará la naturaleza, dirigirá el Estado, creará belleza y desarrollará la facultad creadora.
Todo lo anterior es posible porque es en este período crucial cuando se cincela al hombre, produciéndose profundas transformaciones anatómicas, fisiológicas y psíquicas que tienen que ver con la libertad, la sociedad, el amor y la lengua; tema este último que trataremos en el sentido de CÓMO SE ESTABLECE EN EL USUARIO.
A partir del nacimiento, todo ser humano normal posee la condición de apropiarse en poco tiempo de la lengua de su entorno.
Pensamos al través de ella, supeditada nuestra capacidad de juicio y nuestro aval reflexivo al número de palabras funcionales que conocemos. Sin palabras no podríamos pensar, mucho menos ejecutar las necesidades de la vida.
Este hallazgo, que ha hecho posible el habla, se debe al hecho de que por la evolución de la especie se han especializado zonas o áreas del habla. Un niño aprende a hablar imitando los sonidos que oye y que al principio le agreden cuando comienza a estrenar sus oídos; una sensación novedosa y extraña que le induce a seguir experimentando.
Al principio, el proceso le resulta entretenido al párvulo porque percibe la lengua, o mejor, el habla, como un ensayo lúdico; un juego de ping-pong,una malla etérea en donde el balón rebota y suma puntos, si percibe que va conectando el sonido con el objeto. Rompecabezas exitoso en la medida en que hace del balbuceo una relación biunívoca gratificante; una maratón en la cual se reconoce y premia. Como se ha expresado anteriormente, el niño aprende la lengua imitando los sonidos que capta en su campo sónico; siendo dentro de la vocería familiar en donde se enfrenta al jolgorio, a la algarabía, al silencio que un día relacionará con el punto, la coma o el punto y coma como signos de puntuación.
Barrunto de esta formalidad formadora, biunívoca por cierto, porque en esta realidad de aprender y ser influenciado, no solo se beneficia el niño; también la familia en esa ruta de doble vía.
De ahí que, al relacionarnos con el aprendiz parlante, debemos excluir el inventario de voces amaneradas: al niño se le habla como adulto, sin alteraciones fonológicas. Una cosa es la relación intimante -que puede ser transmitida en un lenguaje dulce, pero firme [el infante reconoce el afecto sin palabras]-, y otra es la lengua en función de la convivencia humana.
El vocabulario o el léxico que se elija contendrán las voces fundamentales con un nivel básico descifrable. Estas palabras servirán de puente para transportar nuevas palabras más complejas; enriquecidas con la escritura y la literatura futuras, en un interesante teatro audiovisual donde los ojos no echan de menos las contorciones de los labios en la promoción de la eficacia de los sonidos en el tracto oral, como si se tratara de aprender otra lengua.
Una de las limitantes del español en el aprendizaje de la escritura (retrato de la lengua) consiste, entre otras complejidades, en tener varias formas gráficas para un mismo símbolo lingüístico; situación que implica en el niño representar el mismo concepto a través de «dibujos» distintos.
No olvidemos que la lengua es un invento del hombre, un espacio habitable para la espiritualidad. El hombre descubre que el aire que sale de los pulmones puede ser utilizado para producir sonidos distintivos identificables y que es vital una función auditiva identificadora. Reto para el niño mudo o para el que tiene una función perceptiva, de esa función, disminuida. Quien enseña debe saber que este tipo de discente se descubre porque instintivamente busca sentarse en la primera fila, y que difícilmente dará a conocer su limitación, ya que esta clase de niños suele ser tímido. Esta disfunción crea malos hablantes, malos lectores y malos escribientes.
En los primeros momentos, cuando comienza a formularse propiamente el interés por aprender, apremiado tal vez por la competencia que espontáneamente se produce en las interacciones en cierne, se produce una disyunción; quizás una alternancia entre juego y palabra, palabra y juego; pero sobre todo juego, en ese sentido particular que le habita. Luego, la palabra pasará a ser portadora del pensamiento; más tarde se convertirá en herramienta.
Este intento, abierto y permisivo, de darle a la palabra un sentido personal, para luego ser estandarizada, nos habla de abrir un camino en un bosque de signos y sonidos en una actitud de cambios y rectificaciones prácticamente inagotables.
La enseñanza de una lengua parte del coloquio, por lo que sus técnicas y procedimientos deben ajustarse a esa instancia. Los modelos literarios refieren un contacto para enriquecerla desde el punto de vista estético, no primordialmente comunicacional. De nada nos sirve un carro para aprender a volar un avión.
Con frecuencia, los lingüistas desconocemos el sentido didáctico de la palabra, poniendo énfasis exclusivo en su sentido comunicativo. Apremiado por este propósito, olvidamos que el habla tiene como objetivo mostrar o dar a conocer algo; lo que implica que entender lo que se nos comunica refiere una relación pedagógica.
Antes se creía que todo alcance en el orden biológico implicaba mayor capacidad en el aprendizaje de una lengua. Hoy se tiene entendido que es el desarrollo de la lengua lo que induce una mayor condición para la vida social, psicológica y mental.
¿Acaso no son las actitudes niñescas las que reconfiguran la comunicación del adulto que comienza a verbalizar una segunda lengua? El habla, como aplicación del lenguaje simbólico, nos abre canales neurológicos y matices intelectuales, afectivos y volitivos.
Nada enseña más que la palabra. Ella es la representante del concepto, el cual resume de un golpe verbal un universo encadenado de palabras en la innecesaria necesidad de hacerlas audibles o visibles en su sucesión gráfica, o tren de la enunciación.
Por otro lado, no hablamos para aprender palabras, sino que, aprendemos palabras para aprender a pensar y hablar. Esfuerzo colosal de descubrir el mundo y sus atajos en esa tarea osada porque el universo está lleno de cosas y cada cosa tiene su nombre resucitable de su escondrijo metafísico.
Hablar al niño, permitirle que hable y escuche sin temor a la burla y la reprensión, permite ir dando a conocer poco a poco su progreso. Saber cuándo y cómo corregirlo es fundamental: que sea la conversación en su ambiente la que incluya en forma relajada la pronunciación adecuada, evitando corregir con el error, porque el error no enseña lo que es, sino lo que no es.
Ahora bien, recuperando el proceso o pauta escalonada en que se va formulando en la conciencia una lengua, es preciso identificar aún más sus escollos. Piaget, psicólogo suizo, famoso por sus aportes al estudio de la infancia y el desarrollo de la inteligencia, nos da el ejemplo de un niño de 7 años que dice «La tierra se fundió en agua como el azúcar», porque no conoce la palabra desleírse. Y lo más interesante, dice «Que el papel no es lindo sumergido, porque ya no se puede escribir».
Toda visión del mundo, muestras concepciones, opiniones y nuestro sentido de vivir se codifican en el cerebro y se fijan en la palabra.
He aquí la referencia de su genoma gramatical en su linguoconciencia, que al hombre lo hace único. Tal vez, lo más difícil de una lengua sea su pauta estructural (lo que llamamos sintaxis), pues hablar, en el mejor sentido, no significa pronunciar palabras. Cada lengua tiene un patrón de sucesión léxica sujeto a reglas bien establecidas. Sin embargo, las normas que suscitan valores permanentes son aquellas que los hablantes descubren y aceptan en el menú de la realidad social permitida.
Cada palabra tiene un sentido arbitrariamente adquirido y un perfil fónico inventado. Lo que recordamos de una palabra, más que su sucesión gráfica, es su relieve perimetral. Por eso, podemos leer una palabra con vocales faltantes o consonantes de igual altura de las vocales. Si bien es cierto que al escribir nos ponemos en contacto con los signos gráficos en la aventura de las palabras; al leer o hablar debemos acudir a las imágenes mentales en una suerte de decodificación escritural, donde la voz o grafía MANZANA ya no es ella misma, sino el reflejo de su forma.
Las palabras varían en su liturgia desenfrenada. Parecen tener el sentido de ubicuidad; pero no, no hay palabras iguales. Todas sufren cambios para distinguirse, o no lo sufren por igual razón. No es igual niño que niños; día igual que jornada; vela encendida, que vela de barco; operación quirúrgica, que operación matemática.
Una lengua mal asimilada conduce a lo siguiente: iluminaria por luminaria; antifungicida por fungicida; majarete por manjarete ; y lo peor, decir: Te espero a la mañana, ya que la preposición que reclama el verbo ESPERAR es EN, por denotar en qué tiempo se realizará lo expresado.
Salta a la vista el hecho de que el ser humano aprende la lengua en circunstancias cambiantes, socorridas por las variables genéticas y los aportes sociales del habla que genera la cultura, paso a paso, sin mayores sobresaltos. Se debe destacar el nivel de dificultad en el uso del adjetivo que enfrenta el principiante. Incluirlo en su repertorio de voces supone en el infante y el adulto inculto, un alto grado de abstracción, dado que el adjetivo es un invento o descubrimiento de la condición, por lo que está sujeto a la contemplación del objeto.
Lo esperado es que el niño salte del sujeto al verbo (papá trabaja), aunque ocasionalmente incluya los valorativos bueno-malo o los estéticos feo-bonito.
Muchas de las formas como usamos la lengua no se hallan formuladas en la normativa, ni son el producto de la reflexión gramatical editada.
Son sí, el resultado del uso, de la prominencia, de la historia, del contexto geográfico, de la cultura. Las palabras no son siempre fotogénicas y fonogénicas. Decimos: Señor Pérez y don Guillermo, pero no Señor Guillermo o don Pérez, porque el uso ha impuesto el nombre como complemento de don, y el apellido, de señor.
La voz PASTERIZAR, cuyo significado consiste ‘en elevar la temperatura de un líquido y enfriarlo bruscamente para destruir microorganismos’, es la palabra que está más cerca del étimo; sin embargo, la más preeminente en el uso es PASTEURIZAR.
Pocas palabras en nuestra lengua han causado tanta hilaridad como él participio FREÍDO, válido cuando se usa en función verbal. Recordemos que, en su etapa lógica, lo esperado por el principiante es el sentido predominante, común en la mayor parte de los casos.
No se debe soslayar el hecho de que aprender a escribir es una uniformidad social exigida por la cultura, lo que hace prevaler formas prácticas e inteligentes en su enseñanza. Vale decir: que se debe enseñar con técnicas que permitan apropiarse de la mecánica y el espíritu de la lengua. Una señal, entre otras, que facilite descubrir que una palabra mal escrita se ve mal, que la mano tiene una memoria motriz, que la raíz de una palabra transparenta la ortografía de su familia léxica, que podemos inventar palabras, pero no reglas. De cualquier modo que se mire, lengua y vida conviven y se complementan en una con-sustancialidad esencial.