La muerte de un gigante
Por José Rafael Lantigua
Hace alrededor de tres semanas me envió sus dos libros más recientes, que serían los últimos suyos en vida. Días después me hizo llegar unos libros de su biblioteca, con dedicatorias que me avergüenza reproducir y que, viniendo de él, constituyen el mejor regalo que he recibido en mucho tiempo. Me había prometido esos libros poco antes de la pandemia, con el compromiso de que fuera a su casa. Le prometí que acompañaría mi visita con un buen vino para compartir un rato. Faltaban días para que se desatara el virus y nunca pudo realizarse el encuentro. En esos días previos a que se conociese su contagio y su internamiento médico, volvió a insistir en que debía pasar a recoger el obsequio. Le prometí hacerlo en cuanto ambos nos vacunáramos. No perdió tiempo –no le quedaba mucho tiempo-: dos días después llegaban a mi casa unas joyas literarias perfectamente conservadas que, ahora, han adquirido un valor incalculable para mí. Fue su despedida. El pasado sábado, 10 de abril, con la llegada de la mañana, Marcio Veloz Maggiolo dejó de existir. Yo escribí hace poco más de cuatro años el siguiente texto con motivo de su 80º aniversario de vida. Lo titulé “Los 80 años de un gigante”. Con algunas actualizaciones lo reproduzco, porque creo que este fue, entonces, como lo es hoy, un homenaje a su trayectoria y a su nombre. Marcio celebró mucho este artículo, como en estos días sus amigos recordamos al Maestro, con mayúsculas, con lágrimas y con una celebración de su vida y de su gloria que, esperamos, mantener por siempre. Hasta volver a vernos. Marcio Veloz Maggiolo es un hombre de muchos nacimientos y aniversarios. El suyo es un linaje de palabras distribuidas entre vocaciones varias y luces de sabiduría que iluminan múltiples caminos. Su trayectoria: una de las más dilatadas y plenas que conoce nuestra historia cultural. Nació poeta. A los veintiún años da a conocer su primer libro, el poemario El sol y las cosas (1957). En 1986, después de que sus versos hicieran su recorrido inspirador, dejó su mochila poética sobre la mesa de sus mudanzas literarias para que las musas dejaran abiertas las sendas de sus ya encaminadas preocupaciones hacia nuevos estadios de creación. De ese primer libro suyo, con el que comenzó a construirse su marcha incesante en las letras nacionales, se cumplen ya sesenta y cuatro años. No había suspendido su oficio de poeta cuando, en 1960, se estrenó como novelista. Con El buen ladrón nacía, así, entrando firme en la enredadera de la ficción desde el primer estallido, una de las mejores novelas de la literatura dominicana. Hace sesenta y un años de ese suceso que marcó la consagración de Marcio antes de que llegase el amplio registro de toda su gran obra.
Nació para el cuento en ese mismo decenio de los sesenta (El prófugo, 1962), se estrena como ensayista iniciando los setentas (Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo, 1972), y de inmediato tiene un nuevo natalicio, esta vez como arqueólogo y antropólogo –una de sus grandes pasiones- con la Arqueología prehistórica de Santo Domingo, 1972).
Al poeta, al novelista, al cuentista, al ensayista, al antropólogo, le nacieron luego otras compañías: el dramaturgo, el narrador infantil, el historiador, el columnista, el memorioso que desnuda fantasmas y que fermenta remembranzas. En todas estas categorías literarias la suma de sus producciones debe ser una de la más extensa y sólida de nuestra cultura literaria. Sus dos primeras novelas –en total, publicó dieciséis- y los relatos bíblicos inauguran una especie que le distingue no solo en nuestras letras sino que pudiera correr suertes en cualquier otra latitud. Sus cuentos y casicuentos entran sin apuros en cualquier antología continental. Sus estudios arqueológicos son puntales de esa materia de especialistas que lo mismo bucea en nuestros ancestros aborígenes, como planea sobre nuestras sociedades arcaicas y sobre nuestra cotidianidad. Sus ensayos son pruebas no solo de erudición sino de una fortalecida conciencia que rodea momentos fundamentales de nuestra historia cultural o sondea los trances alucinados de un barrio y su paisaje humano.
Yo entré a la literatura de Marcio en los finales de los sesenta, en pleno bachillerato, cuando la profesora de literatura Rafaela Joaquín trajo una mañana la novela Los ángeles de hueso como una auténtica novedad que nos obligó a todos en el aula a leerla. Incluso, convocó un concurso para premiar al que escribiese el mejor examen de la obra que correspondió a mi trabajo. Así me encaminé yo en los senderos nunca abandonados de las letras de nuestro gran escritor. Nunca imaginé que treinta y cinco años después, en una tarde inolvidable, Marcio –sin conocer esta historia- me pediría presentar la tercera edición de Los ángeles de hueso. Entonces, dije lo siguiente, que ahora reafirmo. “Con la irrupción de la narrativa de Marcio Veloz Maggiolo en la dinámica literaria dominicana entre el final de la Era de Trujillo y los inicios del período de transición a la democracia, que es cuando comienza formalmente su trayectoria, el entramado de la literatura nacional sufre un cambio radical que establece nuevas coordenadas de enfoque, técnica, tema y ensamblaje del hecho narrativo en ese escenario. Todos veníamos de leer y estudiar el Enriquillo, Over, Cosas añejas, Baní o Engracia y Antoñita que eran los referentes obligados de la literatura dominicana. Cuando llega Los ángeles de hueso, en 1967, se produce una revolución en la concepción de la literatura como materia insurreccional, levantisca, rebelde, donde la palabra puede jugar a ser emblema y visión de una realidad interior, como experiencia individual ajena a normativas tradicionales”. A partir de entonces, comenzamos a perseguir al Marcio anterior y posterior a esa novela, hasta que toda su obra se convirtió en un momento sensible de nuestras personales querencias literarias. Tempranito en la mañana de un domingo imborrable en nuestra memoria, Marcio llegó a mi casa para dejarme el manuscrito de Uña y carne, una de sus novelas más sacudidoras que, como escribí en otro lugar, produce un estrujón cerebral cuando se intenta aprehender la galería de significantes de obra tan convulsa. Sin ritmo lógico, Marcio seguía innovando más de cuarenta años después de su salida hacia la gloria literaria, con ese memorial de virilidades insospechadas y de memorias truncas. Cuando propuse crear un gran premio como parte del programa de la Feria del Libro, el primer ganador fue Marcio con uno de mis libros favoritos cuyos capítulos nunca he dejado de releer: Trujillo, Villa Francisca y otros fantasmas, publicado hace justamente veinte y cinco años. Y dos años más tarde, cuando creamos la Colección Cultural Codetel, Marcio fue uno de los tres autores que seleccioné para el primer volumen, Santo Domingo, elogio y memoria de la ciudad. Y volvió a serlo cuando a tres manos se escribió el volumen ocho de esa desaparecida colección, con uno de los temas de su preferencia que maneja con conocimiento inigualable, El bolero, visiones y perfiles de una pasión dominicana. Y cuando esa colección cerró en su noveno año de existencia, ahí estaba Marcio para escribir junto a Hugo Tolentino Dipp, Gastronomía dominicana, historia del sabor criollo. A la admiración sin pausas, se unió pues la complicidad literaria en la producción de textos únicos en nuestra literatura. Con toda seguridad afirmo que Marcio Veloz Maggiolo fue, hasta hace una semana, el escritor dominicano viviente más completo y de mayor trascendencia. Nació a la vida el 13 de agosto de 1936, por los predios de Villa Francisca. Nació a la eternidad el pasado sábado 10 de abril. Poco más de ochenta y cuatro años en un profesional de la palabra y la escritura que supo nacer muchas veces, como si en cada nacencia suya la génesis de la gloria lo esperase para alcanzar nuevos vuelos desde las alturas gigantarias que ocupa en nuestras letras. ¡Buen viaje, Maestro!
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