La lírica protomística de Pedro José Gris: Experiencia radical y creación poética
Por Bruno Rosario Candelier
“La eternidad resplandece en su hondura intangible”.
(Pedro José Gris, Las voces)
A
Keyla González Báez,
Cauce fulgurante del sentido.
Contemplación de lo viviente y creación poética
Pedro José Gris nació en Santiago de los Caballeros en 1958 y se formó en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, de cuyo Taller Literario, creado y orientado por el autor de este estudio, fue uno de sus integrantes principales. Este pensador y poeta, es un creador de profundo aliento estético, con hondura espiritual impregnada de resonancias clásicas, como se aprecia en su poemario Las voces (Santiago, Editora Interior, 1982) en cuya lírica, fraguada con la belleza del pensamiento inspirada en el encanto de lo viviente, se desdobla en reflexión, erotismo y sentimiento a la luz de la contemplación sensorial y espiritual de la naturaleza.
Los poetas tienen a su alcance el medio de enlace con lo eterno: la creación poética, a cuyo través empalman el poder humano con lo sobrehumano, y mediante ese producto, creado a imagen y semejanza de la Creación, recrean un mundo de sensaciones infinitas. Por esa razón hay en muchos poetas, como en Pedro José Gris, una expresión panteísta del mundo, es decir, una comprensión de lo viviente desde una doble perspectiva, mitificada y teopoética, mediante una cosmovisión estética y espiritual.
Una plenitud de sensaciones fraguadas en el alma del poeta desatan su potencia creadora: “Oh cósmico erotismo/en la tibia noche del Universo tibio/-hay un Mar que yo amo/donde un dios adolescente que no quiso morir/me ahonda entre sus brazos eróticos y frescos –eyaculó la vida su semen/como un templo de amor sobre las islas” (“Equus”).
El poeta parece escribir bajo los efectos de experiencias arrobadoras, y tuvo la virtud de hallar el canal adecuado para expresar tan inefables vivencias. Hay experiencias que superan las meras percepciones sensoriales por lo cual traducirlas en palabras entraña una proeza del lenguaje. Más aún, la misma aventura poética conlleva una inmersión en el ser, si se trata de la aventura mitopoética o de una creación teopoética. Nuestro poeta realiza esa aventura bajo la lluvia, en el agua, en el mar, que asume el padre de sus criaturas vaporosas. Y como se siente anonadado ante tantas sensaciones cautivantes, busca la clave que signa el sentido de la realidad, concitado por la conciencia, el sentido de la vida y la razón de la creación. En su visión panteísta, los elementos cósmicos le fascinan y se entrega a su contemplación y recreación. Percibe la nube como “vientre estremecido de rocío” y, en la transmutación que experimenta en su contacto con las cosas, se siente “una piedra/una huella/una hoja madura de luz”, compenetrado con cada elemento en una identificación rotunda: “Acercarme a las cosas que era ellas/y ahora ser las cosas/en su misterio” (“Oda a Incháustegui”).
Embriagado por la sensorialidad del mar ante su avasallante oleaje, el poeta se siente fuera de sí y se encabrita su conciencia. Percibe el movimiento del mar como un “oleaje circular de la agonía”, al tiempo que le brinda sensaciones indecibles bajo una meditación sobre el ser, el tiempo y la nada. Sus reflexiones lo llevan a los temas fundamentales de la existencia: la vida, la muerte, Dios, aspectos sustanciales en su poesía, impregnada de un oleaje angustioso. En un balance histórico, Pedro José Gris es el precursor de la nueva sensibilidad poética que abrazaron los poetas de la promoción de los ‘80, fundada en la exploración, desde el ámbito filosófico, de temas y motivos con una perspectiva espiritual: el amor, la soledad, la angustia, la vida y la muerte, donde el ser y la nada nutren el éxtasis en arrebatos creadores.
El pensamiento misterioso, arcaico y originario que orillaron los antiguos pensadores presocráticos, con ese mundo ancestral, puro y sagrado, está en la base de la poesía de Pedro José Gris cuya clave es la siguiente: ver el mundo como lo vieron los que creían en los dioses. Cuando le pregunté al poeta santiagués qué quiso decir cuando escribió: “Las tardes son ovejas que apaciento/El vientre al que regreso/son las tardes”, me contestó: “Yo vi el mundo como lo vieron los que creían en los dioses”. Pedro Gris, en efecto, creía en el mundo, y con la inocencia derivada de la gracia poética, vivía en comunicación entrañable y permanente con sus criaturas predilectas: “En un baño de espadas disueltas/en luna líquida y en agua/he empezado a nacer de nuevo/desnudo en la sal,/en la consumación de la blancura./La vida se vierte, meditabunda,/se pierde, se perfuma, se embriaga…/La noche es un aroma de muy viejos rosales/y un viento muy sabios de adolescente nubes/ que besan, que besan, que besan…” (“Oda al Padre”).
Hay en la poesía del poeta dominicano una empatía entrañable, íntima y profunda, con la naturaleza en cordial actitud panteísta de comunión y adoración con y por sus elementos componentes. Y siente por el mar una admiración y compenetración sacralizada, erótica y seráfica a la vez, que le desgarra la conciencia, le extrapola sus sentidos y lo lleva a crear poesía.
Justamente escribe poesía cuando evoca su inocencia primigenia, cuando contempla la dimensión prístina de lo viviente. Habitar el mundo poéticamente, según Martín Heidegger, es habitarlo como algo vivo. O como algo mágico, en su pureza prístina: “En el principio de los tiempos –dice Jorge Luís Borges en el prólogo a El oro de los tigres (Buenos Aires, Emecé 1972, p. 9)- no habrá habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el dios”. Y dijo Pedro José: “Morir como el primer hombre/tan repetidamente/tornar a la belleza/y no sentirla/(sentir es ya existir, es ya existencia)/La soledad es no comunicarnos/Acercarme a las cosas que era ellas/y ahora ser las cosas/en su misterio/el fondo en su apariencia consumido/y esta agua intocable/y solitaria./Yo soy quien está solo no es el agua/Y al final soy el líquido y el ánfora/bebiendo en soledad mis propias humedades./Por eso estaba solo para siempre/Oh esta compañía disgregada” (“Oda a Incháustegui”).
En su reflexión lírica el poeta no se ve a sí mismo diferente de la realidad, sino integrado a lo viviente (“soy el líquido y el ánfora”). Vivía como un sueño y, al despertar, sentía que perdía la inocencia, la magia, el estado original. Por eso percibía el mar como un ser viviente con potencia divina y se compenetraba con su oleaje y sus espumas, sintiendo sensaciones indescriptibles: “Toco el mar y me confundo”, dijo, y a través de ese oleaje recupera “el oleaje de la eternidad”, es decir, la percepción del mundo como parte del Todo. De ahí su vinculación religiosa con la naturaleza. El poeta siente que el amor es la fuerza que lo vincula al mito, a lo puro, al ser de las cosas: “Hundo mi mano en la noche verde/amo el musgo/los labios rojos/las duras piedras florecidas/Fiel a la neblina/fiel al límite/a la otra orilla/entre neblinas/Sé que no fue hecha para mí el agua vasta/en la imprecisa noche/Una ola son todas las olas/y el Mar/quien canta/multiplica el polvo” (“Los enamorados de la tierra”).
Además de esa compenetración entrañable con lo viviente, con evidente sentido erótico y espiritual, hay también una actitud reflexiva. El poeta supera el estado sensorial t dionisíaco. No se conforma con el mundo y sus vivencias. Tiene que orillar otra ladera, la del pensamiento. Tiene, pues, su poesía una reflexión filosófica que lo lleva a meditar sobre el tiempo, sobre la razón de ser en el mundo, y consecuentemente, sobre el ser y el devenir del mundo y su más hondo sentido: “Y más allá del tiempo,/de la sucesión misteriosa,/del oleaje,/la eternidad resplandece en su hondura intangible” (“Oda al Padre”).
Dirigiéndose al mar, expresa el poeta: “Hacia ti convergen la mediatez del Tiempo,/la agonía del agua, el soplo de la luz/en la Nada perfecta/más allá de la Forma y de la Belleza” (“Oda al Padre”). Para el poeta, el mar es epifanía de lo Eterno, una presencia auténtica de vida, con la que la persona lírica parece extasiarse ante la manifestación sensorial que asume como un fulgor de lo divino, como en experiencia mística: “¡Epifanía pura de cristales de instancia!/¡Marejada del Uno mágico y derramado/en cristales eternos!/¡Oleaje sensorial sin distancia, sin Tiempo!/¡Oh Mar, oh Padre de los siglos,/padre de estos seres vibrantes/que ahora toco en mi dispersión/en su fluir viviente/en su latir cósmico…” (“Oda al Padre”).
Algo, sin embargo, desgarra el alma del poeta en medio de su contemplación: la soledad, el vacío y la nada. El poeta se siente solo, transido por el horror vacui, atormentado por la nada: “cerrado al vecino/hacia su sombra/y que el verdor del abismo no la toca” (“Las voces”). Alude a la actitud existencialista, desgarradora y cerrada, y por eso sufre, y su canto refleja ese aliento lastimero, ese llanto desolador. Pero el sujeto lírico de estos versos canta, y el que canta, busca y sueña, y el que busca y sueña, espera y confía. ¿Qué canta, qué busca y qué espera el poeta? Canta las delicias del mundo; busca la palabra, medio ideal para vincularse a la otredad; y espera la compañía solidaria que lo libere de la soledad desamparada, de la nada insulsa y del olvido. Por eso multiplica su palabra en Las voces, en comunión ardiente y entrañable con lo insondable, con la belleza y el misterio, con el ser de lo viviente. De ahí su angustioso deseo de descubrir la clave de las cosas en su expresión formal de belleza suprema y pura, como la anhelaban los antiguos griegos y disfrutan los contemplativos y los místicos.
En Las voces hay un personaje que domina el poemario: el ser, que Gris trata poéticamente. Pedro José Gris es de los pocos poetas dominicanos que poetizan sobre el ser: “El Ser vive en océanos de angustia/Los peces despliegan sus espumas/hasta abrir el Mar al movimiento” (“Las voces”). Su poesía encierra un doble reflejo: el reflejo del ser, que el espejo reproduce sin saberlo en su olaje sempiterno de los estanques, los ríos y los mares, y el reflejo de sí mismo, que se piensa sabiamente pensante. El pensamiento es un reflejo del mundo, y el poeta habita el pensamiento. Ese reflejo de las cosas en su conciencia produce nostalgia, veta que funciona como motor de su poesía, contraparte del miedo a la muerte, tema concitador en Pedro José Gris, y que su talento conjura mediante las voces del ser. Dice el poeta: “Huyendo a la soledad hablan las cosas y se alucinan”, y entonces adviene el cruce de las voces y las cosas: la voz (la palabra) se hace realidad, y las cosas (la realidad) se vuelven voces, ecos, susurros del ser mediante la palabra; por ello obliga al ser a abrirse en palabras: “El Cosmos tiende a ser una voz…El ser es en soledad…La soledad impulsa al Cosmos” (Las voces). En tal virtud, el movimiento de la materia es un huir hacia el Todo en busca de plenitud. Por tanto, la soledad radical empuja al ser hacia lo Absoluto cuya trascendencia inspira el éxtasis cuando el Universo, que se vierte hacia el Uno, se busca y se complementa. El sentido profundo de Las voces está, pues, empatado con el ser de las cosas, con sus voces profundas, secretas y soterradas. ¿Qué voz oír? La voz oculta del hombre en el despliegue de sus sueños irredentos; el íntimo susurro del suceso fugaz en su fluir viviente; el eco sonoro y elocuente del yo profundo que intuye y canta; o tal vea el murmullo silente de las irradiaciones estelares en sus fenómenos intangibles, eco susurrante de los mundos intangibles.
¿Qué voz susurran, en el ánfora de lo viviente, la mitopoética y la teopoética? La voz del aliento sobrenatural, la voz íntima y profunda del ser, la revelación del más allá que los poetas perciben entre nieblas sutiles y que en su desgarradora soledad claman por la presencia intangible del Ser invisible del Eterno. Esas voces, que nuestro poeta intenta aprisionar en imágenes y símbolos hallan su eco tangible, misteriosa y concomitantemente sonoro y elocuente, en la palabra poética. Por eso, aunque desgarrado y nostálgico, el poeta regresa del éxtasis que su sensibilidad experimenta con fenómenos y coas, con actitud humanizada, añora el retorno al seno primigenio, sintiendo la nostalgia de la visión divina, anhelando el estado prístino de la inocencia pura.
Como creador literario, Pedro José Gris siente la preocupación por expresar las imágenes poéticas de una creación estética y espiritual sin traicionar sus rasgos lingüísticos y literarios, ya que detrás de cada imagen se oculta una vivencia y late una reflexión. La poesía de Pedro Gris no es libresca sino vitalista, aunque en ella se reflejan las huellas literarias de Paúl Valery, Rainer María Rilke, Jorge Luís Borges, Francisco Matos Paoli, Domingo Moreno Jimenes y Nelson Minaya.
En el poetizar de Pedro José Gris aprecio tres facetas literarias: a) Trasfondo estético y espiritual en una armoniosa simbiosis de lo clásico y lo moderno; b) interiorización reflexiva de la realidad circundante que proyecta como espejo de su mundo interior, libre de aspectos superficiales: y c) exaltación de la belleza pura y el pensamiento diáfano, fundando la vivencia de su creación en la intuición mística cifrada en el alma del mundo.
Experiencia radical y sensibilidad protomística
En uno de mis libros consigné sobre la creación poética de Pedro José Gris: “Con un cálido sentimiento panteísta, en “Oda al Padre” Pedro José Gris revela una experiencia protomística donde el sujeto lírico se identifica emocional y espiritualmente con criaturas y elementos para compartir la vivencia de lo prístino desde la compenetración sensorial con lo viviente hasta la dispersión de los sentidos en un abrazo cósmico pleno de sensualidad, encanto y hondura interior. Autor de Las voces (1982), le asiste la iluminación que se adensa con su formación intelectual, su vocación literaria y su reflexión profunda, edificante y luminosa” (Bruno Rosario Candelier, Poesía mística del Interiorismo, Santo Domingo, Ateneo Insular, 2007, p. 247).
Pedro José Gris ha desarrollado la intuición de la conciencia porque tiene inteligencia sutil con capacidad reflexiva y sensibilidad empática con sintonía afectiva, que su talento creador canaliza en estética y simbólicamente en el arte de la creación poética.
Hay dos experiencias profundas en los hombres que superan la medianía: la experiencia fulgurante de la sensibilidad y la experiencia radical de la conciencia.
La de Pedro José Gris es una experiencia radical de la conciencia, estremecida con el impacto de vivencias sensoriales en su contemplación de lo viviente. En virtud de la experiencia radical de su conciencia el poeta santiagués experimentó la experiencia protomística en su sensibilidad profunda.
Pedro José Gris vino al mundo con el talento intelectual para pensar, el talento intuitivo para crear y el talento teorético para reflexionar. Poeta, pintor, ensayista, pensador y teórico del arte, ha hecho de la palabra su aliento creador y de la lírica su cauce para testimoniar su visión estética y espiritual de lo viviente.
En el “Proemio al Odario”, de su poemario Las voces, Pedro José Gris consigna sobre la poesía: “Ella echa sus raíces en el necesario abismo; de algún modo, toda auténtica gran poesía se pierde hacia el abismo azul y claro de mi Padre. La poesía nació del Mar y debe ser marina. Espejo de aquel espejo melódico y esencial donde se ahoga el tiempo” (Pedro José Gris, Las voces, Santiago, Editora Interior, 1982, p. 9).
En su rebelión contra el vacío y la nada –horror vacui que concita su actitud cuestionadora- nuestro poeta lo enfrentaba todo, lo cuestionaba todo, lo desafiaba todo, y todo lo que no se ajustaba a su idea del mundo, incluida la Potencia Superior del Universo, era tema de su confrontación en una lírica que sin embargo estaba impregnada de ternura y bondad hacia lo viviente, como en efecto es su poemario Las voces, en el que el entonces joven poeta, cuando apenas estrenaba su juventud, se sentía iluminado por el fulgor de fenómenos y cosas, y tuvo la dicha de experimentar una experiencia protomística, dotación de su conciencia sutil, como lo revela el memorable poema “Oda al Padre”:
Del vaho de la tierra palpitante de noche
asciende vaporoso jugo letal
de angustia
y turba mi cabeza,
en su origen de sangre primigenia,
esa extensión inmensa de sangre y de criaturas
subterráneas…
El gris, acerado sentimiento, me obliga
a entrar al agua
a refrescar un poco la existencia
En un baño de espadas disueltas
en luna líquida y en agua
he empezado a nacer de nuevo
desnudo en la sal,
en la consumación de la blancura.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 15).
El trueno del mar, del que poetas de la talla de Rubén Darío han hablado y que la mitología de los aborígenes interpreta como la voz de Dios, para Pedro Gris es signo natural del Altísimo, según canta en una lírica donde el Mar es el Padre de la Creación:
¡Y más allá del tiempo,
de la sucesión misteriosa del oleaje,
la eternidad resplandece en su hondura intangible!
Hacia ti convergen la mediatez del tiempo,
la agonía del agua, el soplo de la luz
en la nada perfecta
más allá de la Forma y de la Belleza!
¡Epifanía pura de cristales de instantes!
¡Marejada del Uno mágico
y derramado en cristales eternos!
¡Oleaje esencial sin distancia, sin tiempo!
Oh Mar, oh Padre de los siglos,
Padre de estos seres vibrantes
que ahora toco en mi dispersión,
en su fluir viviente,
en su latir cósmico.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 16).
Aflora en los versos de Pedro José Gris un panteísmo naturalista que ve la presencia de Dios en las cosas, como fuero, signo y cauce de lo divino encarnado en la naturaleza. Y en su comunión erótica y espiritual con lo viviente, nuestro poeta santiagués, tras sentirse abrumado por la sombra que subyuga su sensibilidad, tiene visiones apocalípticas, y se amucha su sensibilidad, y siente un estremecimiento de fulgores en una fulgurante conmoción interior, y estalla su conciencia cuyas intuiciones canaliza en su creación poética al modo neoplatónico:
¡Oh Mar, Oh Padre mío,
mío desde la noche, desde la sal,
desde la consumación de la blancura!
Oh dicha de este hijo en tus noches extrañas
donde se escuchan vuelos, donde el Padre medita
el abismo que acecha a todo hombre…
y desde su meditación se elevan truenos.
Oh Padre, sosegad la noche hasta hacerla
imagen del pasado.
Oh Padre, sosegad esta visión de sangre
que me abruma;
abre tu inmensidad,
mira sangrar mi cuerpo
herido en tu dolor, en tu belleza
ahogado en tu clarísima tristeza…
Oh vasta tumba azul donde los siglos mueren.
(Pedro José Gris, Las voces, Santiago, p. 17).
Prevalido de la lírica de Luis de Góngora, Jorge Luis Borges y Julio Minaya, en “Oda al agua”, tributo a Tales de Mileto, el antiguo pensador presocrático que atribuía al agua el primer poder de los elementos (que los restantes pensadores griegos identificaron en la tierra, el agua, el fuego y el aire), como signo sensorial de la Divinidad, Pedro José Gris se inspira en el agua cuya lírica mitifica, y en su vivencia física y espiritual le chisporrotea una intuición mística de lo viviente cuando dice: “Vivir no es más que deshacer presencias”. Y, en su poetizar profundo, que funda en la belleza del pensamiento la sustancia del poema, despliega su emoción estética en su fluir sensual, lírico, estético y simbólico:
Vivir no es más que deshacer presencias
Gracias, Padre, porque eres la líquida evidencia y el olvido
Yo, por ejemplo, sufro en soledad y me desangro de tiempo
Sentir es ya torrente: y yo existo
Tu vientre, como la muerte, bebe el agua sin fondo
Hay quienes no pueden consigo mismos hasta morir de sed
Un tumulto de lágrimas besa el Durmiente
y lo deja en su inextensión.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 21).
En “Oda a una piedra”, el poeta santiagués que abrazaría la estética interiorista, no solo usa la piedra como arquetipo cósmico asociado a la vocación de eternidad que anida el espíritu humano, sino que en su poetizar es fuente de una honda sabiduría espiritual de quien ha escanciado en la fuente del Numen y, en una metáfora de la conciencia (“Los colores desgarrantes de los primeros ocasos /hirieron hondamente tu agonía cerrada”) comparte, en medio de su angustiosa reflexión, la fruición espiritual lo libra de la desolación y lo eleva en una creación de alta prosapia literaria inspirada en el “Cementerio marino” de Paul Valery:
Será el agua dura, el rocío intangible:
esta piedra.
En la fragancia herida de este río
de aguas intocables
madura el tiempo, ¡el tiempo!, su dureza:
Materia fría, espuma detenida, silencio del planeta
Y sobre ti el río, con música y con muerte
el río, espantosa metáfora del tiempo
Antes que el hombre ya era la piedra
El Mar de la Sangre bañó esta piedra
Los colores desgarrantes de los primeros ocasos
hirieron hondamente tu agonía cerrada
Oh piedra que no tienes en tu abismo memoria
Oh piedra de retorno y soledad
¡Piedra luz, luna de piedra!
El río, el río incesante te arranca del insomnio
esquirlas de sueños y pastores dormidos
en los ojos de ovejas, de duras ovejas del pasado.
Oh piedra sumergida en la angustia azul del Universo.
Vuelves, vuelves incesantemente como el Mar y la vida,
como una divinidad del olvido
En ti las criaturas perpetuaron su sangre.
(Pedro José Gris, Las voces, pp. 23-4).
En su contemplación de la naturaleza, nuestro poeta parece vivir en comunión mística con lo viviente y, en “Oda a una nube”, vive singulares vivencias de su interioridad profunda al sentir el alma de las cosas, y consustanciado con los elementos y connubio con su esencia, vive el éxtasis de los sentidos en una suerte de comunión protomística con la naturaleza, como lo expresa el agraciado poeta, amartelado y jocundo, al sentir lo que la vida concita:
Templo que el agua levantó dichosa
al dios que en la noche, solitario, pasa
hacia el bosque umbrío
donde el verde es sombra,
donde se hace inmensa la luna y el alma.
Templo de frescura, savia de los campos,
hacia ti, borracho de amor y ausencia
alzo mi esperanza, mi vida disuelta, mi existencia.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 25).
En una intuición poética de lo viviente (“todas las angustias son una”) por la imbricación de lo divino, el sujeto lírico se libera de la angustia (“Hoy vislumbro la claridad carente de distancia”), según canta en “Oda a Incháustegui Cabral”, y al intuir que “la agonía es negarse a no ser”, se reconcilia con el sentido de la vida y halla la paz de su esperanza:
He recuperado el oleaje de la eternidad y del tacto
Soy una estela de frescura en el pasado del caracol
Soy algo pobre y disuelto
En verdad, no soy más que estas cosas diseminadas:
una piedra una huella
una hoja madura de luz el aroma de la leche
una boca tibia a los sentidos una materia imparcial y simple
un remanso de sombra ya sin sombra.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 30).
Al saber que todo ser posee el atributo de su entidad (“una ola son todas las olas”), en “Los enamorados de la tierra” intuye que la búsqueda de lo divino subyace en el anhelo de todo lo viviente como un impulso vital para llegar al destino presentido en la conciencia, según revela en unos versos ataviados con la verbalización poética del imaginario bíblico:
Tú ante todo
eras el buscado de la sombra
la miel caída como lluvia
la zarza ardiendo en soledad
la arena caliente donde crecían los siglos.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 34).
“La soledad impulsa al Cosmos”, dice nuestro poeta para enseñar que el movimiento de la materia no es sino un ir hacia el Todo. Y estar en su lugar (untasis) justifica el Universo, que significa ‘volver’ (verso) hacia el Uno (Uni), la Deidad, inspiración de todo lo viviente:
La soledad impulsa al Cosmos
El universo es búsqueda de compañía
El untasis justifica el Universo.
(Pedro José Gris, Las voces, p. 147).
La lírica reflexiva de Pedro José Gris, consustanciada con una vivencia de los sentidos, participa de la visión prístina del mundo; del susurro espiritual de lo viviente en una protomística de la creación; y también de hondas intuiciones y revelaciones impregnadas de las resonancias interiores de su conciencia espiritual esclarecida con la luz reveladora de la trascendencia. Y, desde luego, de la visión interior, profunda y luminosa, del propio poeta que en su arrebato visionario y totalizador se reconcilia con el sentido de la vida y con el poder de conciencia luminosa inspirada en los estremecimientos de fulgores de una experiencia protomística con el toque sutil de la trascendencia.
Bruno Rosario Candelier
Academia de la Lengua y Ateneo Insular,
Santiago, Rep. Dominicana, 25 de enero de 2020.
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