Alumbre así vuestra luz a los hombres
a) Del libro del Profeta Isaías 58, 7-10.
La justicia que tiene un papel determinante en el pensamiento del Deuteronomio, representado también por los profetas, no puede quedar oculta ni siquiera por las más válidas prácticas religiosas, ya que éstas corren el riesgo de volverse mecánicas y externas. El Señor no tolera la hipocresía de una religiosidad meramente externa, que no se refleja en promover y respetar la justicia en la vida ordinaria y en la preocupación por el pobre. Quienes actúan así están muy lejos de haber conocido a Dios. Por eso el profeta no cesa en su empeño de denuncia y enseñanza.
Dios no acepta el ayuno ni la piedad hipócrita que se hace compatible con toda suerte de injusticias. Por el contrario, las obras de misericordia recomendadas en ese capítulo 58 del Tercer Isaías, motivan la atención generosa de los ruegos del creyente por parte del Señor que se complace en esas obras de justicia y de amor.
Por otra parte, sabemos que las obras de misericordia recomendadas por Isaías, resuenan en el discurso de Jesús sobre el juicio final, recogido por San Mateo en el cap. 25, 35-45 de su evangelio. La espiritualidad cristiana, además, ha insistido siempre en el amor al prójimo y en el ejercicio efectivo de estas obras como demostración cierta del amor a Dios y de la verdadera religión.
b) De la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 2, 1-5.
El Apóstol de los gentiles hace referencia al modo en que se comportó cuando llegó a Corinto, a pesar de su basta preparación, recibida en la escuela de Gamaliel, no hizo alarde de sus conocimientos ni de su estatus, sino que más bien se presentó débil y temblando de miedo; siempre se manejó con humildad y apego al mandato del Señor. Su saber y sus credenciales eran solamente Jesús, y éste crucificado.
Como nos reitera San Pablo, recordemos siempre que la eficacia de la predicación no depende de la elocuencia persuasiva, ni del dinero, ni de la fama, ni del prestigio personal; sino paradójicamente de la ciencia de Cristo crucificado y la fuerza del Espíritu que apoyan la debilidad del apóstol y su temor, acojamos la invitación del Señor a ser sal y luz de la tierra como se nos invitará en el evangelio de Mateo.
c) Del Evangelio de San Mateo 5,13-16.
Estos versículos del evangelio son la continuación inmediata de las Bienaventuranzas que comentábamos en la anterior entrega. Jesús nos demuestra con tres parábolas proverbio, qué es ser cristiano: sal de la tierra, luz del mundo y ciudad visible en lo alto de un monte (alusión a Jerusalén), Mateo utiliza un lenguaje narrativo muy sorprendente con estas imágenes.
La sal es un elemento común y familiar en cualquier cultura pues siempre se ha usado para dar sabor y preservar los alimentos. Pero, además, en la cultura bíblica y judía, la sal significaba también la sabiduría.
No en vano en las lenguas de origen latino los vocablos sabor, saber y sabiduría pertenecen a la misma raíz semántica y familia lingüística. Por eso, la sal resulta un feliz simbolismo, de gran riqueza expresiva, para centrar la misión del seguidor de Jesús en medio de la sociedad.
La sal es un protagonista muy apreciado en la cocina. Su presencia discreta en la comida no se detecta; en cambio su ausencia no puede disimularse. La sal se disuelve por completo en los alimentos y se pierde en sabor agradable. Bella manera de expresar el cometido del cristiano: ser sal de la tierra, sal humilde, sabrosa, que actúa desde dentro, que no se nota, pero que es indispensable.
De esta enseñanza de Jesús se desprende una hermosa lección: la fe, como constitutivo de la condición cristiana, es todo lo contrario de un aguafiestas, porque no es ascética, negativa o triste. Hay personas que tienen esa idea de la religión porque no se les ha revelado el verdadero rostro del Evangelio, que es por definición buena y alegre noticia de Dios para el hombre. La gozosa responsabilidad del cristiano es descubrir el rostro auténtico de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de todos nosotros.
El Señor que nos envía como sus discípulos, garantiza la eficacia de nuestra tarea iluminadora de la humanidad, alentándonos constantemente con la fuerza del Espíritu Santo. Ser sal y sabor de la vida, ser gracia festiva, ser esperanza y optimismo para el tedio y el cansancio de la existencia.
Sublime tarea la del creyente, desbordar sin ostentación la riqueza de una vida cristiana interior, fecunda y alentadora para los demás.
El simbolismo de la luz tiene un largo y fecundo camino en las páginas bíblicas: desde el Génesis en que se describe la creación de la luz, pasando por la columna de fuego que guiaba a los israelitas después de su salida de Egipto, y siguiendo la luz de los tiempos mesiánicos anunciada por los profetas, especialmente Isaías, para llegar a la plena luz de la revelación en Cristo Jesús. Él mismo dijo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas”.
También el creyente en Jesús se convierte en luz para él mismo y para los demás.
El nuevo Pueblo de Dios (Iglesia, ciudad colocada en lo alto), la comunidad de los fi eles que sigue a Jesucristo, tiene la misión de ser luz del mundo, pues como dice el Concilio Vaticano II en la Constitución Luz de los pueblos: “la luz de Cristo resplandece sobre el rostro de la Iglesia”. Sin contentarnos con una fe alienante, exclusivamente cultural y ritualista, recordemos lo que leímos en Isaías en la primera lectura.
Esa fe era la que practicaban los escribas y fariseos, denunciados por Jesús como hipócritas.
Hemos de ser testigos de la luz, “no se enciende una lámpara para ocultarla, sino para que alumbre a todos los hombres”. Esa tarea de cada día, personal e intransferible en la familia, en la relación de los esposos entre sí, de los padres con sus hijos, de los adultos con las generaciones jóvenes, en el testimonio dentro del mundo laboral y cívico.
Fuente: Luis Alonso Schökel: La Biblia de Nuestro Pueblo.
1. Caballero: En las Fuentes de la Palabra.