La universalidad en lo individual: sobre la novela El infiel, de Ofelia Berrido
Por Manuel Salvador Gautier
En la novela El infiel (1) de Ofelia Berrido hay dos historias que se superponen, aunque, en realidad, una es consecuencia de la otra. Esto se debe a que la autora usa la técnica de dividir la segunda historia en dos partes; una que da inicio a la novela y otra que la termina, creando intertextualidad entre las dos historias y una tensión que, a través de la lectura de la obra, mantiene al lector atento a determinar cuáles son las conexiones entre las dos. Y este es, precisamente, el propósito de la autora al adoptar esta técnica. Si la segunda historia hubiese seguido a la primera, habría sido, hasta cierto punto, previsible, quizás hasta inconsecuente. Con este manejo de la obra, la autora estimula al lector a interesarse en la lectura de la obra desde los primeros párrafos.
La primera historia trata la infidelidad de un hombre casado, que se involucra con una joven a la que hace su amante, en un intercambio intenso de experiencias desgarradoras entre los protagonistas. La segunda historia, consecuencia de la primera, es el asesinato de la amante, que, desde el inicio de la novela, es investigado en forma detectivesca por agentes de la policía. El manejo literario entre ambas partes es distinto. En la segunda historia, la trama es cerrada, compacta, opuesta a la trama abierta de la primera, donde se dan historias paralelas, interiorizaciones, descripciones, disquisiciones y otros recursos narrativos. En esa segunda parte hay más diálogos y los personajes actúan con mayor soltura, en una trama dirigida a descubrir el autor del crimen, y hay un final inesperado. Recuerda las historias geniales de los crímenes presentados en la serie de televisión Crime Scene Investigation (CSI Miami, CSI New York), donde un jefe de detectives y su equipo van paso por paso descubriendo pistas y analizándolas; investigando sospechosos, descartándolos y dejándolos ir, hasta encontrar al verdadero culpable.
Sobre la infidelidad en la literatura hay mucho que decir.
Tenemos el adulterio de la griega Helena con el troyano París, en La Ilíada de Homero, que causó la destrucción de Troya. El castigo dado a este ultraje al marido resulta sorprendentemente desproporcionado, si estudiamos la mitología griega, donde encontramos a varios de sus dioses infieles a sus parejas, en especial, a su dios principal, Zeus, que comete adulterio con todas las mujeres que le placía, a veces personificándose como el esposo para engañar a la víctima. Parece más bien que este adulterio fue utilizado por los griegos como acicate para invadir a un rival marítimo con el cual había un pleito pendiente. Lo que entendemos de toda esta historia es que la infidelidad en Grecia era un asunto grave, que comportaba castigo, pero por razones básicamente pasionales o sociológicas (la mujer podía salir encinta de otro hombre que no fuera su marido, como tantas veces logró Zeus, engendrando semidioses como Heracles y Perseo).
En la Biblia judeocristiana, que es la base religiosa de otro de los principales grupos forjadores de la civilización occidental, la razón para aplicar el castigo es otra. Entre los diez mandamientos que Dios entrega a Moisés para conseguir que los humanos convivan adecuadamente está: “No desearás la mujer de tu prójimo ni codiciarás su casa, su campo, su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo”, que establece el respeto al derecho a la propiedad del otro; pero también prohíbe al hombre conquistar o seducir a la mujer casada. Con este requerimiento moral, la infidelidad fue convertida en oprobio social. Sin embargo, la misma Biblia trata sobre una de las infidelidades más notorias de una época: la de Betsabé, amancebada con el rey David, casada con el soldado hitita Urías. David desobedeció el mandamiento de Dios con el fin de poseer a la mujer ajena que lo cautivaba; en su apasionamiento, incluyó mandar a matar al marido para legalizar su pecado en un matrimonio con la adúltera. Supuestamente Dios castigó a David por cometer esta infidelidad, haciéndolo pasar por una serie de vicisitudes tales como la muerte del hijo adúltero, una guerra civil y otras peripecias. En realidad, David era un pecador impenitente que sabía que Dios (o sea, los sacerdotes y potentados judíos) le perdonaría cada acto que cometiera contra sus mandamientos, puesto que lo importante para Este (y ellos) era que él impusiera el poder del pueblo judío en el territorio que habitaba. Sabedor de esta verdad, David seguía pecando sin pudor alguno; inclusive, en otra instancia, mandó a matar a uno de sus hijos. En definitiva, la infidelidad quedó impune. El castigo de Dios fue más bien a la sociedad que David rigió, que tuvo que soportar todos sus desmanes.
Desde entonces, la literatura se encargará de señalar de qué manera cambia la apreciación de la infidelidad en la sociedad occidental.
En 1782, Pierre Choderlos de Laclos publicó su novela Las amistades peligrosas, donde expuso la actitud de una sociedad permisiva, desaforada y corrompida, como la que implantó la nobleza francesa de finales de siglo XVIII, derrocada, eventualmente, por la revolución francesa. En esta novela se narra el duelo perverso y libertino de dos nobles, la Marquesa de Merteuil y el Vizconde de Valmont, que apuestan sobre si el Vizconde podrá seducir o no a doncellas vírgenes y mujeres casadas de su misma clase, supuestamente inmunes a estos acosos por sus virtudes morales, lo cual el hombre logra. En esta sociedad es obvio que el mandamiento contra el adulterio establecido en la Biblia ha sido desobedecido sin mayores escrúpulos y sustituido por el disfrute personal, erótico y, además, irresponsable, ya que las seducciones del Vizconde hunden en la ruina moral y social a las mujeres que este escoge.
En 1856, Gustavo Flaubert publicó a Madame Bovary, una obra maestra. En esta novela, la protagonista, cansada de un marido aburrido, busca refugio en un estudiante divertido que la atrae y que, tras un tiempo, la traiciona y la abandona. Este inconveniente no la detiene. Ella sigue con otros hombres en la búsqueda de su plenitud como mujer, hasta darse cuenta que el problema que la acosa no está en ella, sino en la sociedad existente, que no ofrece nada a la mujer, y se suicida. Flaubert hace una crítica a la sociedad burguesa, que surge en Francia con posterioridad a la revolución burguesa y al gobierno absolutista de Napoleón, y cuestiona una moralidad que impide a la mujer realizarse como lo hace un hombre, lo cual la obliga a someterse a este o desaparecer como ser humano. Es el comienzo de la lucha por la igualdad de la mujer con el hombre en la civilización occidental y un señalamiento de que ya no bastan los mandamientos judeocristianos machistas, establecidos originalmente para organizar a la sociedad.
Dos décadas después, en 1877, León Tolstoi publicó una de sus obras maestras, la novela Ana Karenina, una historia donde la mujer infiel, enamorada de su amante, un hombre que pertenece a la misma clase social que ella, abandona al marido y al hijo pequeño, pretende el divorcio para legalizar su nuevo emparejamiento, y termina suicidándose ante al rechazo de una sociedad cerrada, como la rusa de la clase pudiente de entonces, que, hipócritamente, considera la infidelidad un oprobio y, en la pareja infiel, castiga a la mujer con la expulsión, mientras acepta al hombre con tal de que este simule someterse a su ordenamiento social. Tolstoi expone a una sociedad que parece acatar los mandamientos morales judeocristianos, pero que, en realidad, despoja a la mujer de todos sus derechos como ser humano.
En estas historias, el sentido de culpa y de pecado de los protagonistas infieles va variando desde el uso político que le dan los griegos, a la impunidad del hombre en la visón machista del mundo judío de David, a la confrontación con la moralidad judeocristiana en la corte de Francia del siglo XVIII, a la lucha por el reconocimiento de los derechos de la mujer en el siglo XIX, para que esta actúe según su propio criterio y no en obediencia a cánones machistas.
Es notorio que en las dos novelas más admiradas sobre el adulterio, escritas en el siglo XIX con el fin de defender los derechos de la mujer, las dos protagonistas se suicidan, agobiadas por el peso condenatorio de sociedades que no le dan cabida. En la novela de Ofelia Berrido, la protagonista es asesinada. ¿Tiene esto algún significado en cuanto a la actitud de las sociedades occidentales del siglo XXI hacia el adulterio?
Lo tiene. Con la novela El infiel, de Ofelia Berrido, se entra a una variación más sobre la relación del adulterio con los mandamientos judeocristianos. El sentido de moralidad que estos establecieron ha desaparecido. Los adúlteros no sienten que hay pecado ni culpa en su relación. Francesca, la amante, se da al hombre del que se ha enamorado sin averiguar si es casado o no, con la inocencia de una entrega de buena voluntad, simplemente por la poderosa atracción que siente por él. El narrador nos dice: “Francesca pensaba que aquella unión intensa y profunda; aquel reconocerse, aquel entendimiento de sus espíritus guarnecidos en la carne solo podía provenir de algún otro lugar, de alguna otra vida; todo era demasiado puro, demasiado bello, demasiado rotundo. Y así aquel amor se convirtió en alimento sagrado: miel, maná del desierto y néctar de ambrosía caídos del cielo, muestra de lo absoluto” (p. 60). En cambio, Arturo, el amante casado, entra en la relación cautivado por los sentimientos de intenso amor que ella despierta en él, diferentes a los que siente por la esposa, con quien tiene una relación de rutinas diarias y acomodo a la vida. “Arturo, quien había vivido en el mundo de las conveniencias disfrazado de hombre de negocios, en ocasiones implacable y cubierto por una máscara de hierro, ahora se sentía diferente y capaz de hacer cosas que nunca pensó. Se acercaba a su verdadero ser e inesperados ímpetus impulsaban su vida. Al lado de Francesca , su nuevo y gran amor, cambiaba día a día, se transmutaba lentamente, sentía que se construía en el tiempo y luego, cuando la borrachera de amor cedía -al menos un poco- sentía que volvía a ser el otro, pero mejorado” (pp. 61 y 62).
Estas posiciones del hombre y la mujer de principios del siglo XXI, muy afín a la actitud pasional de los griegos y a la erótica del XVII, se debe a que, en el siglo XX, la doble moralidad que rigió las sociedades victorianas del siglo XIX fue confrontada por las nuevas generaciones que experimentaron dos guerras mundiales y entendieron que la vida había que vivirla antes de que alguien los enviara a morir a un campo de batalla sin entender bien la razón de ello. Surgió Vietnam y las protestas de la juventud norteamericana, la generación de la contracultura de los beatniks y de los hijos de las flores. Se dio la misma permisibilidad abierta e irrestricta de la sociedad cortesana francesa del siglo XVIII, pero sin ataduras morales, sin confrontación con los mandamientos judeocristianos. En estas sociedades, se reconoce que se vivirá y se morirá dentro de un tiempo dado, que la existencia es una y hay que aprovecharla al máximo. Y, precisamente, vivir el momento en el aquí y ahora es la filosofía que permea las decisiones de los protagonistas de El infiel; es el espíritu planteado en la relación entre Arturo, el adúltero, y Francesca, la amante. Sin embargo, la adopción de esta actitud tiene implicaciones secundarias de los cuales los amates no se cuidan. La autora decide recordárselo colocándole al lado personas que tratarán de traerlos a la realidad, un amigo a él y una amiga a ella. Estas personas harán el papel de censores de una relación que consideran dañina para ambos, pues aunque con esta no cometen moralmente ningún pecado, sí arruinan sus propias vidas y las de otros seres cercanos.
En El infiel estamos, entonces, ante una variación literaria del adulterio consecuencia de la nueva actitud ante la vida tomada por las generaciones contemporáneas. Francesca, la amante, es asesinada, no para que pague su culpa por haber cometido adulterio y no porque la sociedad la rechaza, sino porque con su relación con Arturo atropella el espacio de otra persona, que no acepta esta intromisión. Entendemos la preocupación de la autora. Hoy en día, el mundo occidental está inmerso en un hedonismo egoísta, donde las relaciones humanas se rigen por la conveniencia de cada cual, a pesar de que se encubra con pretensiones de logros personales e, inclusive, con momentos de identificación con Dios. La realidad es que, en la actualidad, el adulterio se ha convertido en un asunto personal y no social o comunitario.
En El infiel, se propone poner un freno a las pasiones personales para que la sociedad no continúe empantanada en ese mundo caótico en el cual las apetencias de cada cual priman por encima de la responsabilidad del sujeto ante la comunidad. Pero eso ya se había señalado desde los tiempos de la Biblia.
¿Debemos, entonces, volver a la rígida moralidad machista que nos impone Moisés en su tabla escrita a fuego por Dios?
No es el mensaje de la obra de Ofelia Berrido. En esta, Francesca es una enamorada idealista que se sumerge en su propia fantasía; Arturo es un realista, disciplinado y dominante, un infiel consciente de lo que hace. Parecería una relación egoísta, de una espiritualidad acomodada a los sentimientos de cada uno. Sospechamos que no lo es cuando, en un momento de distención, Francesca participa en una ceremonia Zen con su amiga más íntima: “(…) Habían conocido años atrás la ceremonia Zen. Desde entonces hacían el ritual como era debido, preparaban el té con atención a los detalles, concentradas, viviendo el momento en el aquí y ahora, apreciando sus alrededores, la belleza del entorno y haciéndose uno con él. Estar ahí presente en cada movimiento y ser felices en ese preciso instante, en ese momento único de meditación era importante para ellas. Sabían que ese momento, una vez terminado, jamás regresaría, nunca se repetiría igual, porque cada momento y cada acción es única en el tiempo” (p. 81).
La autora plantea que, en el mundo ecuménico actual, hay alternativas a la propuesta moral judeocristiana. Con la introducción de los principios de la filosofía Zen en la novela, señala que la salida a todo este desparpajo humano está en deponer los intereses individuales y, a través de una interiorización personal, acercarse a la pureza universal y establecer una comunicación trascendente con los otros seres que existen sobre la tierra. El hecho de que sus protagonistas sean individuos muy distintos, ella, una idealista, él, un realista, implica que todos podemos tener acogida en ese ámbito presentido. La liberación del hombre y de la mujer, entonces, debe asumirse de manera responsable, personal. Esta es la moralidad que debe predominar para establecer las nuevas relaciones humanas en un mundo cada vez más complejo. Si no, como bien señala la novela, otros nos destruirán para lograr lo que ellos quieren.
En conclusión, la novela El Infiel, de Ofelia Berrido, nos enfrenta a una realidad de la cual muchos, quizás, aún no nos hemos percatado: Las relaciones humanas han cambiado tanto en los últimos cien años que, de alguna manera, para poder convivir con los demás, estamos obligados a hacer una revaluación de nuestros principios morales.
© 2017, Manuel Salvador Gautier