La voz mística de Jit Manuel Castillo: cauce estético y simbólico de la llama divina

Por Bruno Rosario Candelier
 
A Rafael Peralta Romero,
Cultor y guardián de las voces con sentido.

 

Sin mí
puéblame contigo.
A solas con el solo
en mi soledad todos entran.
¿De dónde esta presencia
que me deja tan ausente?
Tu claridad me refleja
como espejo de tu sombra”.

(Jit Manuel Castillo, “Plegaria”)

    Encontrar un genuino poeta que también sea un auténtico místico es una grata y auspiciosa coincidencia que pocas veces acontece en el ámbito de la literatura. Esa doble dotación espiritual se ha manifestado con elegancia y primor en la obra y la persona de Jit Manuel Castillo, singular portalira en las letras dominicanas. Oriundo de Santo Domingo, pertenece a la Orden de los frailes franciscanos y escribe poesía, narrativa y ensayo. Forma parte del Movimiento Interiorista y es cultor de una hermosa lírica mística (1).

En efecto, este creador dominicano y sacerdote franciscano vino al mundo dotado de la gracia poética y la gracia mística, dones que se potenciaron con la gracia sacerdotal que lo enaltece, triple condición amartelada en la palabra divina, la acción humanizada y la creación teopoética con alta irradiación trascendente, lírica, mística y simbólica que su poesía canaliza en hermosos y densos versos henchidos de amor, belleza y sabiduría.

El lenguaje de la lírica es un abrevadero inagotable y luminoso para encauzar la onda sublime que encierra el misterio de lo eterno, que el caudal lírico y simbólico revela mediante llama sutil de la inteligencia mística y la veta fecunda de la conciencia trascendente, cauce de la intuición espiritual que la palabra poética atrapa y promueve. En la lírica mística, el lenguaje no es solo un brocal del pozo de la samaritana, sino un espejo de la trascendencia y un vínculo con la Divinidad.

El aliento divino que subyace en la creación teopoética también encauza la belleza simbólica de una visión iluminada, por lo cual la palabra de este sacerdote-poeta inspira fascinación y hondura. Su poesía es un fino cauce del éxtasis transformante, con algo de la revelación trascendente y mucho de la redención final. En la luz de su lenguaje poético refulge un cautivante sentido que edifica y enciende. Y la Llama que purifica, con el entusiasmo que enciende, se posa con su aleteo sutil en las imágenes y los símbolos de su extasiada lírica.

Las grandes creaciones literarias, especialmente la literatura inspirada en el sentimiento de lo divino, como el “Cántico del Universo”, de san Francisco de Asís o el “Cántico espiritual”, de san Juan de la Cruz, paradigmáticos textos de las letras universales, evidencias son de la creación poética de inspiración religiosa, en las que ha abrevado nuestro agraciado poeta, junto a las grandes obras clásicas y modernas de las letras universales.

Un dato significativo, en este poemario de Jit Manuel Castillo es el epígrafe que trae cada poema, con el detalle de que la frase que preside cada texto corresponde al sentido orillado en el poema y a un autor místico de las letras universales, con la excepción de una ilustre dominicana, la poeta mística Martha María Lamarche.

Desde el pórtico del poemario En la voz del silencio se vislumbra en la persona lírica la huella transformante de la mística, cuya vivencia modifica la visión del mundo y concita una conducta coherente con la iluminación de esa singular vivencia, ya que, después de experimentar la inmortal dolencia, no deja igual a quien ha sido tocado por la Presencia, como se aprecia en “Crepúsculo”:

Doy testimonio de mí
quien entró al umbral del ocaso
no es el mismo que sale.
Penetré al misterio del crepúsculo
y petrificado en su volcán
me consumió un beso compasivo.
Tocado por los sueños y la ternura
me transfiguré en pasión y caricia
y he quedado sin palabras.

(En la voz del silencio, p. 10).

En efecto, el poeta queda sin palabras, tras la experiencia arrobadora, extática y transformante. Arde el alma del poeta en el fuego del misterio, y todo cuanto ve, hace o anhela, está marcado por la singular llama divina que impacta su sensibilidad, expande su conciencia y atraviesa su decir. En ese discurrir interior fluye la vida mística, que ha pautado la existencia de Jit Manuel Castillo de la Cruz, no solo por su vocación sacerdotal, sino por su dotación espiritual y estética, como lo revelan los encendidos versos fraguados en el fuego del amor divino (2).

Sabe el poeta franciscano que la lírica mística trabaja con el lenguaje de los símbolos y las figuraciones literarias para decir lo indecible de la experiencia mística a la luz del impacto intelectual, emocional y espiritual que, como en la pasión del amor, desmaya los sentidos y cautiva el alma con la dulce sensación de una singular vivencia trascendente.

En esa peculiar experiencia interior fluye la búsqueda mística, que es la búsqueda de lo Absoluto, mediante la cual el poeta dominicano vive la más alta apelación de los sentidos, al tiempo que expresa, con el ardor de una luminosa vocación redentora, lo que subyuga su sensibilidad y enajena su conciencia. Cuando regresa de la inmortal dolencia, como es la genuina dolencia divina, su alma contagia las cosas con su peculiar energía, y todo parece responder al “fuego sagrado” que lo abrasa, incita y purifica. Entonces, el mundo le parece diferente al contemplador de lo viviente. En tanto expresión de la Energía infinita, la Conciencia mística lo cambia todo: no solo porque todo viene de Todo y hacia el Todo vuelve, como intuyeran los iluminados y contemplativos de las diferentes culturas de Oriente y Occidente, sino porque en esa comunión entrañable con la Fuente primordial del Cosmos las cosas adquieren una singular connotación simbólica y el afortunado contemplativo se transforma y se ilumina: “¿Puede una luciérnaga / ocultársele a la noche?”, se pregunta extasiado el poeta, y de inmediato se responde: “Tampoco yo puedo esconderme a Tu misterio”.

En esa integración cósmica bajo la subyugación de la experiencia espiritual se resuelve la angustia del místico. En su anhelo de lo divino, Castillo de la Cruz vive imantado al fulgor de lo divino y experimenta la indecible ‘deificación’ en el centro mismo de su alma, en cuya virtud participa del “gozoso sentir” que experimentan los  iluminados y los místicos. Ya no es el “doloroso sentir” de los poetas, según la intuición estética de Garcilaso de la Vega, sino el “gozoso sentir” de los místicos que atribuyo a los contempladores de lo divino. De ahí la inmensa alegría y el júbilo entrañable que destila el alma del místico, como se manifiesta en este poeta interiorista, que canaliza en la gozosa entonación de sus versos la radiosa expresión del corazón enamorado al sentirse elegido y enaltecido por la potencia esencial de lo viviente, que encauza en la expresión mística de lo divino. El esplendor del mundo aflora límpido y puro en el lenguaje del poeta villaduarteño, que compensa el sentimiento de anonadación espiritual ante el arrebato del Misterio que concita su honda devoción por el Creador del Mundo. Sabe nuestro poeta manejar las imágenes que dan cuenta de su estado emocional y, con su amorosa mirada mística, asume los datos sensoriales de las cosas, según testimonia en “Luz y tinieblas”, que canaliza con la advertencia del epígrafe de santa Teresa de Jesús (“Si te perdieres, mi amada./alma, buscarte has en Mí”), para cantar conmovido por el sentimiento que horada su alma estremecida:

Soy luz intermitente.
A veces
ilumino el movimiento de la noche
para esconderme de Ti
tras un brillo que enloquece.
Otras veces
solo nado entre tinieblas
perdido entre las sombras
de Tus aguas que me encubren.

(En la voz del silencio, p. 26).

Bajo su pulcra mirada escrutadora, que es una mirada de amor, del limpio amor sagrado, el sacerdote-poeta experimenta, al tiempo que vive su pasión de amor, “gemidos interiores” como el dolor de la Creación, que según el vidente de Patmos, gime y sufre. Pero nunca ese dolor suplanta ni avasalla al júbilo místico, la ternura universal, ni el lenguaje simbólico, los tres rasgos del perfil distintivo de la creación teopoética, que En la voz del silencio de Jit Manuel Castillo, formaliza soberanamente en el fuero de la sede literaria (3). Una sabiduría divina destilan estos amartelados versos del místico poeta interiorista que calza y perfila esta lírica entrañable. Y una empatía cósmica concita el aliento de su alma encendida en la fragua de lo sagrado, vínculo de la gracia que convierte el amor en quejido y el dolor en luz bajo el fuego de lo divino. Con la sensorialidad de lo viviente el poeta se hace uno con el Todo, según canta en “Nos unió el llanto”:

Nos unió el llanto en la alborada
yo me derramé en lágrimas
Tú me acompañaste con el rocío.
Y por tus ojos entreabiertos
se fugó una estrella solitaria
pañuelo de mi alma herida.

(En la voz del silencio, p. 47).

Para el que vive místicamente el mundo, que es vivirlo bajo el aliento de lo divino, todo es pasión, armonía y entrega. Se vive así místicamente el mundo como expresión de lo sagrado a la luz de la irradiación de lo celeste. Jit Manuel lo sabe y lo siente porque ha sido imantado por la llama sutil de la Presencia infinita y la pasión inmortal de la dolencia divina. Y ha experimentado la inexorable transformación que vive la conciencia del místico. Así lo expresa el poeta franciscano en “Ya no es lo mismo”, por lo cual unos versos de san Juan de la Cruz (“¡Oh noche que guiaste/¡Oh noche amable más que la alborada!”), acuartela la mirada que purifica los sentidos y, como el niño atemorizado ante el miedo de la Caperucita, evoca el lenguaje del cuento infantil, que usa como mediación de sus cogitaciones interiores:

Ya no es lo mismo
todas mis noches se siembran
 de estrellas mi densa oscuridad
está poblada de constelaciones.
Cierro los ojos para mejor sentirte.

(En la voz del silencio, p. 48).

En efecto, quienes han experimentado la sublime sensación de la experiencia mística ven lo que el común de los mortales no atisba, y vive lo que ha sido reservado a iluminados y contemplativos, que viven el fulgor de la celeste llama. Es un “fuego divino” que atiza el hondón de la sensibilidad y la purifica el sentido bajo el crisol de lo sagrado. En “Hay un ardor en mi pecho” escribe el poeta:

Hay un ardor en mi pecho
no me pertenece y me quema.
Esa pasión no es mía
me abrasa y viene de lo Alto
aunque está bien adentro.
En lo profundo
tan honda que me trasciende.
Es devoradora y me funde.
Su misterio me habita
me posee    me integra.

(En la voz del silencio, p. 52).

Entonces el poeta experimenta extrañas, profundas y contradictorias señales. Entre antítesis y paradojas resuelve el poeta la ambivalencia de su lenguaje y la “contradicción” de la “soledad sonora” o la “tiniebla encendida” de los grandes místicos que en el mundo han sido. Sin buscar nada lo tiene todo y, como el Poverello de Asís, no quiere nada para tenerlo todo. El fundador de la Orden Franciscana, a la que pertenece Jit Manuel Castillo de la Cruz, es un paradigma de santidad y ternura, y de su corazón impregnado de amor divino, brotó la poesía que canta en sus tiernas cancioncillas, rociada de la llama mística de lo viviente, que este seguidor de su vida imita y cultiva en su lírica teopoética bajo la fragua del sentido. En “Temor de Dios” nuestro poeta expresa su visión iluminada:

 No es tu presencia lo que temo.
Es al dolor que persiste
cuando me dejas.
Devuélveme a Ti
aunque me duela.
Es como único soporto no sentirte.

(En la voz del silencio, p. 78).

Y en un aparente juego de palabras, propio de la paradoja muy del gusto de la mística, el poeta expresa el anhelo de ser para la luz, viviendo en medio de la sombra bajo el fulgor del misterio, como escribe en el poema “En tu ausencia”. El anhelo de “otro cielo estrellado”, para aludir al ámbito sutil de la trascendencia, hace suspirar su alma irredenta cuando se siente abandonado, solo y triste:

En tu ausencia, ni las arañas me visitan
para tejer su amor en mi abandono.
En mi abandono, ni las arañas se agitan
para expresar por tu ausencia mi dolor.
En mi dolor me detengo en las arañas
para disimular tu abandono.

(En la voz del silencio, p. 86).

En el poemario En la voz del silencio, título traslaticio y simbólico de una cautivante creación teopoética, el emisor de estos encendidos versos canta el hallazgo que emociona al poeta, anonadado ante el Misterio y arrobado ante la Presencia que le revela el Sentido y la entrañada Luz de la Hermosura. En “Plegaria”, que sirve de epígrafe a este estudio, el poeta canta el sentimiento místico de compenetración con lo divino que, con el lenguaje simbólico de la paradoja, expresa la conmoción que lo desconcierta ante el Fulgor del Misterio:

Sin mí
puéblame contigo.
A solas con el solo
en mi soledad todos entran.
¿De dónde esta presencia
que me deja tan ausente?
Tu claridad me refleja
como espejo de tu sombra”.

(En la voz del silencio, “Plegaria”).

Desde los tiempos antiguos los poetas creen, y lo creen porque lo viven, que con su creación verbal crean un mundo verbal que formalizan en sus imágenes y símbolos, aunque estén conscientes de que la suya no es una creación ex nihilo, es decir,  de la nada, como fue la Creación del Mundo según el relato bíblico. La de los narradores y poetas es una invención que tiene su base en la tradición, el lenguaje y la memoria, aunque participan la imaginación del creador con sus intuiciones y vivencias, ya que el lenguaje forma parte de la cultura colectiva de una comunidad con sus mitos, tradiciones y costumbres.

Los escritores han evidenciado que con la palabra pueden formalizar su capacidad simbólica, como lo vive el niño a través de procesos que experimenta en su confrontación con el mundo sensorial de lo existente. El lenguaje deviene un instrumento indispensable de relación y connotación que la creación formaliza. Con la palabra encauzamos nuestra visión del mundo, que lo representamos en el lenguaje discursivo y directo, o traslaticio, metafísico y simbólico.

Desde nuestra instalación en el mundo establecemos un vínculo con las cosas y, mediante el arte del lenguaje, lo recreamos, representamos y simbolizamos. Intuimos, conceptualizamos y simbolizamos lo que pensamos, que formalizamos en imágenes y conceptos con el concurso del lenguaje (verbal, pictórico o musical) y reproducimos nuestra percepción de las cosas y creamos un nuevo orbe nominal con los signos y los símbolos de nuestro lenguaje. Y como el lenguaje es una creación, tenemos la sensación -y el primero en tenerla es el niño- de que nos apropiamos del mundo por el lenguaje que lo representa, y por eso Adán aparece en el Jardín del Edén nombrando las cosas, una forma de apropiarse de ellas nominalmente. Los poetas, que con su lenguaje recrean la realidad de lo visible y lo invisible, representan con las palabras no solo lo que acontece en el mundo interior de su conciencia y en el mundo exterior de lo existente, sino lo que subyace en la apariencia de las cosas puesto que la creación poética capta su esencia y su sentido. Y, además, perfilan la dimensión metafísica y simbólica de lo viviente. Mediante el lenguaje canalizan lo que su intuición percibe, lo que la revelación les dicta o lo que su creatividad genera mediante su visión de lo incorpóreo. Y, desde luego, la representación simbólica que atribuyen a las cosas. Justamente por el lenguaje asume el hombre el mundo, como lo hace el niño desde sus primeros balbuceos, y al nombrar y recrear las cosas el hablante las confirma, y al confirmarlas y simbolizarlas, las conjura con la magia verbal de los vocablos y el acierto expresivo de los símbolos (4).

Hay realidades sensoriales (piedra, lluvia, gorrión), intelectuales (concepto, intuición, criterio), imaginativas (mito, fantasía, ilusión), afectivas (amor, atracción, rechazo), morales (pauta, ley, ordenamiento) y espirituales (fe, contemplación, éxtasis). Los símbolos se forman con realidades sensoriales, y a las referencias objetivas, concretas y tangibles, les asignamos un nuevo sentido. Por esa razón los símbolos tienen una concreción referencial, constatable y visible y, en tal virtud, facilitan su comprensión, a pesar de la connotación metafísica que entrañan, pues siendo realidades sensibles, encarnan una faceta suprasensible, por lo cual implican un nivel de representación intelectual y de irradiación espiritual superior a la evidencia de su materialidad física. En Jit Manuel Castillo de la Cruz la luz es símbolo de la llama divina, que anhela entrañablemente para mitigar la sombra que lo anula, según revela en su poema “Entre tinieblas”:

Luz es lo único que pido:
enciende mi corazón con Tu espíritu
y disipa el vacío que me envuelve.
¿Para qué finalmente un horizonte
si en la oscuridad de Tu vientre
me descubro tu hijo muy amado?

(En la voz del silencio, p. 13).

El poeta acude a las manifestaciones sensoriales vinculadas a la luz (Sol, hoguera, fuego, alborada, crepúsculo) para canalizar la honda pasión de su sensibilidad espiritual, con la obvia alusión a la Llama infinita, como expresa en “Ser hoguera”:

Anhelo ser hoguera
abrasada entre árboles.
Consumirme Contigo
en un bosque maternal.
Mas el miedo me quiebra
detiene mis pasos
hacia el sol llameante
y anula mis pisadas.

(En la voz del silencio, p. 21).

Con la connotación simbólica de su visión mística del mundo, en “Luz y tinieblas” el poeta interiorista procura conciliar los opuestos de luz y sombra, las dos coordenadas en las que desenvuelve su sensibilidad espiritual:

Soy luz intermitente.
A veces
ilumino el movimiento de la noche
para esconderme de Ti.
Otras veces
nado entre tinieblas
perdido en las sombras
de Tus aguas
que me encubren.

(En la voz del silencio, p. 55).

Al respecto conviene advertir que hay palabras que parecen abstractas y no lo son, como el silencio, que no es una ausencia, una irrealidad o una abstracción. El silencio es una entidad sensible, sonora y elocuente. Mediante el silencio escuchamos la voz interior de la conciencia, la voz entrañable de las cosas y la voz sutil de efluvios y emanaciones de la cantera cósmica o de la Divinidad. Por eso el silencio tiene una dimensión estética, simbólica y mística, como la siente y la vive fray Jit Manuel Castillo, según plasma en su hermoso poemario místico. Se trata de voces intangibles (silencio, soledad, contemplación), que generan efectos especiales en el hondón de la sensibilidad profunda.

   La vertiente simbólica del lenguaje entraña un conocimiento metafísico del mundo y una valoración mística de lo viviente. Todo lo que sensorialmente existe puede ser objeto de simbolización. El símbolo es la representación icónica de un concepto metafísico, de un significado trascendente o de una manifestación del inconsciente personal o colectivo. Y el símbolo arquetípico, como el más alto índice de la espiritualidad trascendente, es el modelo primordial del psiquismo humano y de la sabiduría espiritual del Numen, que la poesía metafísica y la creación teopoética suelen convocar.

“En la clara penumbra”, término contrastante para aludir a su anhelo profundo, la voz lírica explora las cosas vinculadas a la luz, símbolo de su alta aspiración mística, para significar que su vida tiene un destino y, su creación, un alto sentido:

Soy una llama
y me alargo para alcanzarte.
Pero mientras más me consumo
más me alejo de Ti.
Sin quemarme, no sentiría el calor
que confirma Tu presencia.
Ahora comprendo: estás en mí
en cada vano intento por alcanzarte.

(En la voz del silencio, p.85).

Los poemas están llenos de símbolos y la literatura mística es un caudal de connotaciones simbólicas. Lo que importa es entender el significado de cada símbolo ya que cada voz simbólica tiene una connotación metafísica o mística. El Universo es un caudal de símbolos que constantemente emanan de la cantera cósmica y de la Divinidad, la fuente primordial de símbolos, mensajes, señales, estelas, emanaciones y sonidos con valor simbólico. De hecho, Dios y el Cosmos se comunican simbólicamente como ha sabido entenderlo el autor de esta obra.

Poesía intuitiva, mística y simbólica la de Jit Manuel, revela una onda de sabiduría y una estela de espiritualidad edificante y trascendente. Cuando un poema, una ponencia o una palabra de luz contribuyen a la expansión de la conciencia, hay una irradiación divina que amplía el horizonte espiritual y una honda sutil que potencia la gracia divina. La lírica de Jit Manuel revela una conexión directa, no solo con la faceta mística de lo viviente y la vertiente metafísica de la realidad cósmica, sino con la realidad esencial, pura y primordial. La mística es la más alta creación de la conciencia por la conexión que entraña con la Fuente originaria.

Se siente en este poemario que su iluminado creador es un canal de energía con una frecuencia activada en la Energía pura, un canal de Dios, como lo evidencia su lírica teopoética a través de sus símbolos arquetípicos. Quién escribe en símbolos es un vaso comunicante con lo divino mismo porque Dios habla en símbolos a través de las sutiles emanaciones de la Trascendencia. Y el alma es la puerta por la cual fluye lo divino cuando está conectada con la Fuente. Llega la iluminación y con ella el amor divino desde la fragua de lo viviente. Y como corolario, la sabiduría que edifica y la belleza que conmueve.

La obra de este poeta franciscano es un vivo reflejo del esplendor del mundo, pero un reflejo que sorprende al mismo Reflejado. Quien habla en símbolos es un canal de lo trascendente para encauzar sabias palabras con mensajes eternos, como se manifiesta ejemplarmente en  el poemario En la voz del silencio.

Por eso, al término del poemario el poeta queda “Sin palabras” ya que, en la aparente contradicción de su anhelo infinito, sintiéndose sombra, se abre a la luz ya que el derrotero final de su ruta implica fundirse con la Luz:

En el mudo silencio
de mi espacio vacío
te encuentro
sembrado en Ti
también soy la LUZ
aunque parezca Tu sombra.

(En la voz del silencio, p. 93).

Como genuino cultor de la singular vivencia del espíritu, la persona lírica que habita en Jit Manuel Castillo experimenta en el fuero entrañable de la ‘realidad sagrada’ la comunión mística con la Divinidad, y cuando regresa de la singular vivencia de lo inefable, vuelve impregnado de la sabiduría que nutre su decir con el halo secreto de lo Eterno y, en gesto de generosidad y entrega, comparte su emoción estética y su fruición espiritual en esta obra inspirada en el lenguaje del amor sagrado bajo la onda sutil de la llama que ilumina, el aliento que embriaga y la voz que cautiva.

Bruno Rosario Candelier
Encuentro del Movimiento Interiorista
Moca, Ateneo Insular, 22 de octubre de 2016.

 Notas:

1. Jit Manuel Castillo de la Cruz nació en el barrio de Villa Duarte, Santo Domingo Este, el 18 de junio de 1974. Cursó estudios de filosofía en el Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó, del Intec, entre 1993-1996. Hizo un bachillerato en artes, mención filosofía, en la Universidad Central de Bayamón, Puerto Rico, y obtuvo una maestría en Divinidad por el Centro de Estudios de los Dominicos del Caribe, en la Isla del Encanto. En el año 2011 hizo un posgrado en teología pastoral de evangelización por el Instituto Teológico Franciscano en Petrópolis, Brasil. Impartió docencia en la rama de filosofía en el Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó y en el Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino, y teología en la Universidad Católica de Santo Domingo. Es asesor de las Comunidades Eclesiales de Base. En el vigésimo certamen literario de la Universidad Central de Bayamón ganó el primer lugar en poesía y cuento, y el segundo lugar en ensayo. Autor de la novela El apócrifo de Judas Izcariote, forma parte del Movimiento Interiorista del Ateneo Insular. Reside en Puerto Rico donde hace vida pastoral y literaria.

2. El poemario En la voz del silencio, primer libro de creación poética de Jit Manuel Castillo, refleja la dimensión mística en su temática y la belleza formal en su lenguaje.

3. Esta creación poética, interiorista y mística, aporta un nuevo aliento que nutre y potencia el cultivo de la lírica teopoética en las letras dominicanas, cuyo autor, Jit Manuel Castillo de la Cruz, comparte con los presbíteros dominicanos Freddy Bretón, Tulio Cordero, Fausto Leonardo Henríquez y Roberto Miguel Escaño, la plantilla de sacerdotes y poetas místicos, que el Movimiento Interiorista impulsa, estimula y promueve.

4. Bruno Rosario Candelier, Ensayos lingüísticos, Santiago, PUCMM, 1990, pp. 247ss.