Tácticas y texturas del silencio

Por José Rafael Lantigua

 

Séneca aplicaba la máxima de que el silencio era la virtud del sabio.  El silencio es la marca de la prudencia. Parece escudarse en la soledad, pero su esencia se establece en la mesura. Fue escuela de conocimiento en siglos anteriores. En nuestro tiempo, se tiene la impresión de que se esfuma, se encarroña, se quebranta. El nuestro es el tiempo de las voces del ruido. El ruido que rueda en las calles con los autos, las sirenas, los atascos, los decibelios citadinos, las mil y una formas de la vocinglería nerviosa de la tribu. El ruido que ha crecido en las redes digitales y en las encendidas y complejas redes de la turbamulta, desde sus distintos campos y esferas.  Callarse y esperar antes de dar rienda suelta a las palabras, no parece un oficio del siglo veintiuno. La profundidad del silencio ha sido desechada por el escándalo, saboteada por la grosera liviandad del creedero virtual, por la credencial de la hoguera que incinera y pitorrea. “Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua”, nos recuerda Alain Corbin. El hombre se ha vuelto temeroso del silencio. “Nuestra época es enemiga de la intimidad”, ha escrito Alejandro Arvelo, y la intimidad tal vez sea el silencio cuando se asocia al recogimiento, a la interioridad, a la escucha, como lo explica Corbin.

El silencio, sin embargo, está entre nosotros, se alimenta de la parquedad y el vacío, pero se mueve porque hay seres que lo buscan, que lo desafían, que lo hacen presencia viva en nuestra abrumada cotidianidad. El ruido es grosero. El silencio es noble. “El silencio es un gesto de nobleza, si no se tiene qué decir… Bien administrado, el silencio es tan digno como el imperativo de difusión de la verdad”. Arvelo afila la espada: “En la tierra en que vivimos, ya nadie escucha. Todos hablan sin rubor de cosas que nunca han aprehendido ni entenderán jamás. Estamos heridos de muerte por las limitaciones del siglo y envenenados por las nuestras. El que menos puede dar es quien exhibe mayor ambición de orientar a sus semejantes. Más, ¿qué aporta quien incluso de lo elemental carece?”.

Las texturas del silencio aún pueden ser favorecidas por nuestra lealtad. El caminante que se ejercita en el Mirador o en el Jardín Botánico se recoge en el silencio en una hora o dos de caminata para vencer la hostilidad del medio donde se desenvuelve. Algunos siguen en el bullicio en el que están acorralados, el animal del ruido los envuelve en la conversación amena que los distrae del silencio que debiera invadir los rincones de sus pasos. Admiro la soledad y el silencio de los monjes cistercienses de Jarabacoa, consagrados a la oración, a la vida comunitaria, al orden fraterno sin bullangas ni el estropicio del alma. Me estremece la vida de silencio de las clarisas y las carmelitas que en sus monasterios y entre barrotes viven en prisión voluntaria para recogerse en la soledad de la oración, en la clausura de un tiempo vivido sólo para Dios. Su confinamiento no es temporal. Le dura toda la vida. Me conmueve hasta las lágrimas, pasearme en un silencio que dicta el espíritu, el respeto y el recuerdo, por el Museo de la Historia del Holocausto en Jerusalén, el Yad Vashem, cuya sala de los nombres atestigua el episodio infame de aquel capítulo luciferino del horror. Me sacude el silencio de la noche, por décadas, que intuyo al caer la tarde cuando los muros de Belfast separan a católicos y protestantes desde que comienza a oscurecer y se hace obligatorio concentrarse en sus hogares para no enfrentar el peligro suicida. Hay muros que no han sido derribados aún. Me enternece el silencio de Brujas, que Alain Corbin describe y que he vivido, cuando frente a sus canales, en medio del ruido que has dejado atrás un par de calles más tarde, observas aquel caserío señorial, donde el silencio es cauce de vida. Las “mansiones patricias” de Brujas, son “casas mudas” que con su silencio melancólico y doliente enfrenta el ruido de la vida cotidiana de la ciudad. La textura del silencio todavía tiene lugares en el mundo donde puede sentirse y hasta tocarse.

Pero, me atrae el silencio rural, el sabio mutismo del hombre de la ruralía que, cual Arzobispo sacratísimo, y a veces mucho más, conoce la realidad humana que los mortales ignoran en sus múltiples acrobacias cotidianas de sobrevivencia. Son las tácticas del silencio. Es el silencio que se liga necesariamente al secreto. Se afirma que, por educación y costumbre, en el siglo XIX el campesino era un hombre que callaba. “Su palabra es rara, a menudo le parece inútil, incluso en el gesto mismo de la plegaria”, nos cuenta Corbin. Es un silencio desconcertante. Son los ojos que miran sin decir nada, porque han dejado crecer el silencio a su alrededor. Es táctica porque crea desconcierto en el pequeño auditorio que asiste a la conversación. Es táctica porque en el silencio que ejerce se encuentra la clase de sus secretos, de su opinión, de su sabiduría. No es cierto el viejo adagio de que “el que calla otorga”. Es más cierto el viejo dicho de nuestros padres y abuelos de que “el silencio es más elocuente que la palabra”. El silencio como táctica protege de los secretos de familia, de los ataques contra el patrimonio de honor, de la solidaridad de grupo, de los proyectos concebidos, de los aspavientos que intentan coartar tu derecho a poner freno a tus palabras. Incluso, es un ardid añejo cuando se trata, como por estos días sucede, de conocer tu intención de voto. “Callar es protegerse de la circulación de los chismorreos del otro, que intenta incesantemente penetrar en lo que se oculta tras el silencio”. El táctico rural no se descubre con facilidad. Muchos, más de los que podamos creer, son parte de este colectivo sin dirigentes que, también en la ciudad, hace del silencio una protección y un señuelo sutil para no descubrirse. No hay por qué, nunca, desnudarse ante el otro cuando se busca intranquilizar tu conciencia y apresar tus saberes.

Hay silencios que oprimen. Hay silencios que liberan. Hay silencios que no requieren de las palabras porque en el callar se sobreentiende el juicio. El silencio se convierte así en un código. Corbin categoriza los silencios: los impuestos, los deliberados, los implícitos, los instrumentalizados. El silencio tiene, sin duda alguna, una firme importancia táctica. Por eso, el silencio es prudencia y tolerancia. Es mudez necesaria cuando la palabra pierde su aliento y su profundidad. Es placer de los sentidos cuando sobra el decir o cuando el decir quebranta las leyes del buen pensar. “De puro hablar –cito de nuevo a Alejandro Arvelo- hemos perdido el respeto a las palabras… Ya no florece entre nosotros la lozanía, la delicadeza de una conversación amable… Se ha perdido el respeto al silencio… Hoy nadie reclama su derecho a la soledad… La personalidad se ha disuelto en la muchedumbre”.

Los grandes hombres de letras y de pensamiento practicaron siempre el derecho al silencio y a la soledad. Marcel Proust recubrió de corcho las paredes de su habitación para escribir “En busca del tiempo perdido”. Kafka prefería las habitaciones de hotel para aislarse y escribir. Rilke sólo conocía la felicidad a carta cabal cuando estaba en la habitación silenciosa de la casa que había heredado. Julien Gracq era asiduo a descubrir los matices del silencio. Mallarmé buscaba siempre la protección de las nieblas para que generaran “un gran techo silencioso”. Whitman escribe para contagiarnos –oh contagio evocador y necesario- del esplendor del silencio. Séneca, no sólo en sus escritos, sino en la vida, aplicaba la máxima de que el silencio era la virtud del sabio. Ignacio de Loyola creó sus famosos ejercicios espirituales basando su método en el silencio, y acostumbraba durante las comidas a no hablar nunca y a escuchar los comentarios de sacerdotes y seminaristas. El silencio escucha. Ojalá que las texturas del silencio nos invadan en estos días palpitantes que claman por serenidad y prudencia. Y que las tácticas rurales del silencio del siglo XIX, se inserten en la urbe y en el campo del territorio que habitamos para que el silencio sea, en las urnas, la marca previsora de la sabiduría oculta. La manifestación resuelta de la esplendidez del silencio.

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