Un fósil capitaleño

Las palabras que utilizamos para nombrar lugares, los topónimos, son como pequeños grandes fósiles que atesoran entre sus letras una historia de muchos siglos. En su origen los topónimos se utilizaban para denominar a las personas que procedían del lugar. Así se transformaba en un nombre de familia, un apellido, que se heredaba de padres a hijos. Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua española, era natural del pueblo sevillano de Lebrija, en latín Nebrissa Veneria.
Un paso más en el camino de la lengua es el que realizó el topónimo que designa a nuestro Gascue: del nombre de un pequeño enclave en el Reino de Navarra, al norte de España, que cuenta hoy con unos veinticinco vecinos, al apellido del contador real Francisco Gascue y Olaiz, natural de este reino; de aquí a la denominación del ensanche capitaleño. La documentación histórica escrita, manejada por González Tirado en su interesante artículo sobre el tema, manifiesta una tendencia evidente al uso de Gascue. ¿Por qué entonces encontramos el tan abundante Gazcue?

Estos casos de vacilación ortográfica son frecuentes en los nombres de lugares y de personas. Todos podemos recordar apellidos con dobletes similares. Apunto como hipótesis que podríamos estar ante un caso de ultracorrección, que manifiesta una tendencia habitual entre los hablantes a tratar de corregir lo que creemos que decimos incorrectamente, incluso cuando no es así. Si queremos respetar la grafía tradicional, respeto del que tan necesitado está nuestra ciudad, en todos los sentidos, debemos optar por Gascue.

Envíe sus comentarios o preguntas a la Academia Dominicana de la Lengua en esta dirección: consultas@academia.org.do

© 2010 María José Rincón
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